Julián Marías
Escribir sobre el propio padre no tiene mucha gracia, y menos en un país de malpensados, que tienden a suponer que un hijo -salvo que tenga inclinaciones parricidas o un complejo de Edipo superior al del original griego-, sólo puede hablar bien de su progenitor (y ya se sabe que ahora lo que “vende” son las “revelaciones” escandalosas y la desmitificación); mi padre, Julián Marías, nos enseñó a sus hijos, sin embargo, que aunque la proximidad, la gratitud y hasta el cariño predispongan a favor, ni la admiración ni siquiera el respeto se ganan tan fácil y automáticamente, sobre todo si se juzga a quien tiene una obra y una trayectoria, como no puede por menos quien llega a los 90 años y no ha parado de pensar, escribir y hablar, y para colmo predica el carácter biográfico y proyectivo de la vida humana.
Cuando ya, por su edad, no hace demasiados planes, mermadas las fuerzas aunque no el entendimiento, y lógicamente no está muy seguro de contar con el tiempo preciso para realizar sus planes, mi padre recuerda. Pienso que puede hacerlo con la habitual mezcla de satisfacciones y sinsabores, de alegría y tristeza, pero sin arrepentimientos y, lo mismo que sus hijos, en la medida en que las vergüenzas de la familia serían las menos “ajenas” de cuantas no son nuestra responsabilidad personal, sin nada de lo que deba avergonzarse. No deja deudas ni una conducta de la que tengamos que desmarcarnos, por mucho que en algunos puntos podamos discrepar o pensar que pecó de ingenuo. Sin presentarse nunca como modelo a imitar, pudiera habernos servido de ejemplo, aunque es probable que hayamos heredado más bien rasgos de carácter y personalidad que su legado intelectual propiamente dicho: ninguno hemos seguido estrictamente sus pasos, aunque no por ello nos hayamos librado de tener en algún momento como “libro de texto” su famosa primera obra, la Historia de la filosofía más “políticamente incorrecta” e irreverente (era un jovencito…) con las vacas sagradas que he hojeado, y uno de los pocos libros de tal “disciplina” que encuentro comprensibles y no me producen mareo.
Julián Marías nos ha contagiado, sobre todo, cierta predisposición a la curiosidad por múltiples cuestiones, una gran confianza en el pensamiento y en la razón (tanto para razonar por nuestra cuenta como para dar razones), el afán de intentar hablar y escribir correctamente y de, además de entender, ser comprensibles; también, creo, la manía de no mentir (a sabiendas de que le coloca a uno en inferioridad de condiciones) y de ocuparnos lo menos posible de lo que nos repugna.
Aunque ninguno de los hijos hemos salido tan tolerantes como él, y es probable que el sentido del humor que podamos tener los “hermanos Marías” (los tres mayores más conocidos antaño, al menos en nuestra adoptada patria chica de Soria, como “los tres tejanos”) procede de otra rama (la materna) de la familia; por eso somos también menos optimistas y menos confiados, más escépticos aunque no por ello menos entusiastas.
No soy experto en ninguno de los múltiples campos que ha explorado, fiel en ello a la definición de filósofo que nos daba cuando, de niños, le preguntábamos por su raro oficio: un señor que se hace preguntas y que quiere saber. Pero, como ávido lector -tener una casa llena de libros libremente disponibles incita a ello, o a lo contrario-, he leído bastantes de los que ha escrito mi padre, por no decir todos; mis favoritos son, probablemente, La España posible en tiempos de Carlos III, Los Españoles, España inteligible y Antropología metafísica. Me admira lo bien que se le entiende siempre, por complicada que sea su argumentación y por muy lego que sea uno en la materia, tanto en conferencias y artículos como en los libros, y lo libre de pedantería y falso “brillo” que se ha mantenido su estilo (pese al riesgo de que, precisamente por eso, se le considere “ligero”, superficial o anticuado, en particular por los que no tienen ideas, las ajenas no las han comprendido, no saben escribir y creen que para ser tomado en serio hay que echarle a todo oscuridad y jerga de especialista). También debió de contagiarnos su afición al cine, aunque casi nunca esté de acuerdo con sus opiniones o, cuando coincidimos, con las causas de su aprecio.
He visto poca gente que haya cambiado tan poco en el más de medio siglo que he presenciado atentamente, con no poca intriga, de sus 90 años; supongo que eso de permanecer fiel a sí mismo, a sus maestros, a sus ideas y a sus principios está muy mal visto por los que cambian según sopla el viento y no pierden ocasión de halagar al poder, por si cae algo en el reparto; a él siempre le cayó lo peor, quizá por no ser sectario ni querer opinar de todo, ni decir nunca algo que no piensa, ni repartir elogios inmerecidos, ni decir que sí a todo, y sí muchas veces dar nones.
Publicado en El Cultural de El Mundo (18 de junio de 2004)
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