La aportación más sorprendente y admirable al acierto de Ragtime es, sin duda alguna, la de Forman. Puede que no se trate de un film «de autor», sino «de productor», pero la labor del director es ejemplar en su modestia, y alcanza una sutileza, una profundidad y una perfección a las que ni en los tiempos felices de Pedro el negro y Los amores de una rubia se había aproximado. Porque no es sólo que haya sabido ordenar el embotellamiento de tráfico en el interior de una factoría que supone el rodaje de una superproducción ambientada en el pasado, ni que se las haya apañado para hacer con claridad, gracia y fluidez las transiciones de una historia a otra, de un escenario al siguiente y de unos personajes a sus opuestos sin perder el equilibrio, gracias al ágil y continuo «relevo» de tramas narrativas, siempre en vigor, hasta cuando quedan momentáneamente «suspendidas» y son suplantadas por sus complementarias.
Ni hay que insistir en que decorados, vestuario, fotografía (Miroslav Ondricek), música (Randy Newman) y los restantes componentes son impecables y útiles, sin atraer hacia sí mismos la atención del espectador, es decir, que están admirablemente integrados y coordinados por el director. Lo que me maravilla de verdad es la habilidad de Forman como retratista, pues no se conforma con escoger los rostros más adecuados —aunque no sean taquilleros— y dirigir a todos los intérpretes magistralmente (James Olson, Mary Steenburgen, Brad Dourif, Elizabeth McGovern, Howard E. Rollins, James Cagney, Norman Mailer, Robert Joy, Mandy Patinkin, y hasta los espectros de Pat O'Brien y Donald O'Connor están perfectos), sino que consigue descubrirnos nuevas facetas, rasgos adicionales, caras ocultas de los personajes en el curso de la película, es decir, que permite que vayamos conociéndoles poco a poco y que nos demos cuenta de que a menudo la primera impresión que tuvimos de ellos era equivocada, apresurada, convencional, incompleta o simplista. Así, por ejemplo, Evelyn Nesbit (E. McGovern) parece la tonta que le hacen ser hasta que la vemos un momento a solas, en libertad, sin posar ni tener que representar un papel —en la bulliciosa calle de emigrantes, cuando conoce a Tateh (M. Patinkin) y su niña—, para luego ser otra vez anulada como persona; del mismo modo, la Madre (Mary Steenburgen, la inolvidable heroína de Los pasajeros del tiempo, se nos puede antojar demasiado rígida en sus funciones de ama de casa acomodada y puritana cuando la vemos de perfil, pero se revela tal como en el fondo es aun antes de que la historia nos lo confirme, en cuanto Forman la encuadra de frente, mirándola a los ojos; esto sucede también con esos motores de la acción que son el Hermano Meno (B. Dourif, el de Sangre sabia) y Coalhouse Walker, Jr. (H. E. Rollins), y, sobre todo, con el que, sin que uno lo advierta mientras ocurre, más hace y más cambia, más se revela y mejor llegamos a conocer, el Padre (James Olson, prodigioso), probablemente el más patético y modesto de todos, el menos llamativo y pintoresco y el que, en el recuerdo, acaba por resultar, pese a lo antipático y pesado que parece al principio, el menos habitual y el más apreciable: la pausada discreción con que el paso del tiempo va desvelando su secreto a partir del poso que deja en nuestra memoria insinúa el método —si puede calificarse así— empleado por Forman en toda la película.
Sólo por haber creado este personaje —con una densidad, una riqueza y una presencia que no deben nada al libro—, Forman merece admiración, porque pocos cineastas actuales son capaces todavía de infundir cinematográficamente tanta vida, tal cantidad de biografía no narrada. Pero no es sólo eso: en Ragtime hay mucho más, sin que sobre nada; si acaso, hubiese deseado que durase un par de horas más, para que pudiese contarnos entera y a su ritmo la historia del emigrante eslavo que acabó convertido en director de cine pionero y de su hijita rubia.
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El ragtime es un estilo de tocar el piano en el que la mano izquierda, muy móvil, confiere una tonalidad grave a los tiempos fuertes y otra más aguda a los débiles, mientras la derecha se ocupa de exponer sincopadamente la melodía y diversos adornos. En general, se interpretaban varios temas encadenados por interludios de dos o cuatro medidas. Al principio, solían ser piezas escritas, que se tocaban sin improvisaciones, aunque luego se utilizaron como base a partir de las que ejecutar variaciones. Como advierte E. L. Doctorow en la cabecera de su novela, citando a Scott Joplin nada menos, «nunca es bueno tocar el ragtime rápidamente…».
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Ragtime (1974-75) es la cuarta novela de Doctorow, nacido en New York City en 1931 (un año antes que Forman en Praga), y tuvo un gran éxito de ventas. La primera, Welcome to hard times (1960), es un western digno de tan hermoso título, y fue llevada al cine en 1967 por Burt Kennedy, también sin repercusión alguna; de la segunda no se suele mencionar ni el nombre, Big as life; la tercera gustó mucho a la crítica y a ciertos lectores expertos, escritores sobre todo. Trataba sobre los Rosenberg, y se llamaba The book of Daniel (1971); Doctorow vivió de becas mientras escribía Ragtime, y sus numerosas reediciones no le convirtieron en un fabricante de best-sellers tipo Hailey, Michener, Forsyth o Lapierre & Collins: en 1979 estrena un drama, Drinks before dinner, y en 1980 publica, de nuevo con éxito, pero sin apartarse de sus preocupaciones en lo más mínimo, su quinta novela, Loon lake.
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Cuento esto porque casi todo lo que he leído acerca de la película revela un desconocimiento y una falta de interés por uno de sus «autores» que me resulta incomprensible, ya que, sin temor a exagerar, y en cuanto mero lector, no me es fácil pensar en otros cinco escritores norteamericanos surgidos en los 60 y 70 más apasionantes y prometedores que Doctorow, y a él se deben, sin duda, buena parte de los valores de la película dirigida por Forman. Es curioso, por otra parte, que la novela se recuerde como algo enorme e inasible, ya que ni su estructura —aunque fragmentaria— es complicada ni su volumen es desmedido (unas doscientas veinte páginas de edición de bolsillo corriente). Prueba de ello es que cuando al productor italiano trasplantado a Hollywood Dino de Laurentiis se le metió en la cabeza convertirla en película, todo el mundo le tomó por loco y se dio por imposible la adaptación. Con buen ojo, De Laurentiis pensó que Robert Altman —que acababa de rodar Thieves like us, California split, aún inéditas, y Nashville— podría dirigirla, aunque después se pelearan y el proyecto quedase en el aire hasta que, por fin, con un cambio de enfoque que estoy lejos de lamentar, De Laurentiis optó por el refugiado checo Milos Forman.
De modo que De Laurentiis —suyo es el proyecto y el empeño, suyo el dinero y el riesgo, suyo el mérito de haber puesto a disposición del director el equipo técnico y artístico, y los cuantiosos medios funcionalmente empleados— es un segundo responsable del éxito artístico de esta película.
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Algo menos valiosa parece en cambio la contribución del para mí desconocido guionista Michael Weller, pues su trabajo se ha limitado a simplificar la novela por supresión de personajes (Houdini, Emma Goldman, Henry Ford, J. Pierpont Morgan) y de numerosos episodios de las historias de otros (en particular de Tateh y del Hermano Menor), con el resultado de que la delirante tragedia a lo Von Kleist (Michael Kohlhaas), de Coalhouse, Walker, Jr., en lugar de interrumpir e interferir las restantes se convierta en eje principal de la película, por lo que ésta concluye forzosamente en anticlímax.
Afortunadamente, lo que Forman no ha sido nunca es un «ilustrador de guiones»: la trama, por ingeniosa o compleja que pueda ser, es un armazón a partir del cual desarrolla su trabajo de director cinematográfico, que para él, como para muchos grandes cineastas americanos —nacidos o no en Estados Unidos—, se acerca más, sin duda, al de un intérprete que al de un compositor. Y hay que decir, para terminar ya, que Forman toca bien con la mano izquierda siempre, pero que con la derecha es un maestro del ragtime.
Publicado en el nº 17 de Casablanca (mayo de 1982)
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