Después de todo, no hay mejor título para un comentario de la última película de Peter Bogdanovich que el tomado por él mismo de una canción de George & Ira Gershwin que interpreta Fred Astaire en Shall We Dance (1937), de Sandrich, y que en pocas palabras lo dice todo.
Hacía mucho —¿verdad?— que no veíamos nada parecido, que no se dirigía una comedia de este talante. Y no es que Todos rieron sea una película particularmente nostálgica, ni que Bogdanovich siga —como en la divertida What's Up, Doc? por ejemplo— imitando a los viejos maestros —suyos y también nuestros— para tratar de recobrar la gracia y el ingenio, el humor y la agilidad, la emoción y el misterio de la «edad de oro», porque —ésta es la gran noticia— ya no le hace falta. Aquí no copia, por fin puede olvidarse de que ha tenido que aprender lo que sabe, precisamente porque lo ha digerido y asimilado, le corre por las venas, forma parte de su memoria, su experiencia y su instinto; lo ha vivido, lo sabe ya por su cuenta, no sólo porque lo ha visto o se lo han contado. De ahí su sorprendente sabiduría, alcanzada a la edad de cuarenta y un años, en diez películas realizadas entre 1967 y 1981, que le han permitido recorrer un camino que a sus predecesores les llevó más tiempo y trabajo y que pocos de sus colegas actuales emprenderán, si alguno lo encuentra.
Como crítico, cronista, meritorio y cineasta, Bogdanovich ha estado siempre fascinado por un misterio que ansiaba desvelar. Le ha sido preciso cometer errores, caer en desgracia tras el éxito de The Last Picture Show (1971), What's Up, Doc? (1972) y Paper Moon (1973) y alejarse del Hollywood de sus sueños (que ya no existe), pero al fin lo ha logrado. Y ahora que el secreto es suyo, porque lo ha encontrado en sí mismo —haciendo cine— y no sólo en los demás —viendo las obras ejemplares—, nos ofrece con generosidad la ocasión de compartirlo, de volver a disfrutar tanto como antaño, tanto como en los inalcanzables modelos, pero ahora, sin volver la mirada hacia atrás y de otro modo. They All Laughed no es una comedia hecha por un cinéfilo para su propio placer y el de unos pocos, capaces de captar chistes y alusiones, sino una película clara, abierta y libre, que a nadie excluye ni obstaculiza la entrada, que no tiene claves secretas y está al alcance de todos los que quieran mirar para ver. Tampoco es una reconstrucción arqueológica, de taxidermista o restaurador: resulta que, contra lo que cabía pensar —y a veces temer—, Bogdanovich no es un clasicista, ni siquiera un epígono o un discípulo aventajado y dogmáticamente ortodoxo, sino un verdadero sucesor. No desdeña la herencia recibida, pero sabe que ese tesoro no puede ser su meta ni convertirse en una pesada carga que le impida avanzar, sino más bien el equipaje con que tomar el relevo y emprender su propio camino.
Por eso Todos rieron no es una réplica academicista ni un cóctel de las comedias de Hawks y Lubitsch, McCarey y Cukor, Minnelli y Wilder, Edwards y Donen, Lewis y Tashlin, Keaton y Chaplin, que tanto Bogdanovich como nosotros admiramos, sino una película personal, rodada —en cierto modo— «a la europea», con medios relativamente modestos, en la calle y en interiores reales, con un espíritu que más tiene en común con el de las primeras incursiones de la Nouvelle Vague que con la tranquila seguridad conquistada por los grandes clásicos al final de sus vidas (en todo caso se aproximaría al ímpetu aventurero y travieso con que filmaron sus obras de juventud, cuando todo estaba por hacer y no había modelos). Así se explica que en Todos rieron la precisión no esté reñida con la soltura, que cierta melancolía inseparable de lo efímero no empañe su alegría, que la ronda elíptica de un relato que elude destacar un protagonista entre los muchos posibles no suponga merma de su rítmica fluidez ni de la discreta complejidad con que Bogdanovich mira a sus criaturas. La risa es, verdaderamente, para todos: artífices, personajes y espectadores. Y el director ha logrado no interponerse entre la pantalla y los que la contemplan, como los clásicos, y al mismo tiempo que tampoco el recuerdo de éstos interfiera la comunicación; ningún detalle concreto procede de los maestros, de nuestros comunes viejos conocidos, pero toda la película pertenece, por derecho propio, a esa gran tradición, ocupando en su evolución el puesto que le corresponde: no es lo que Hawks hubiese hecho el año pasado, de estar vivo todavía, ni tiene nada que ver con lo que hicieron Edwards o Wilder; es, en todo caso, lo que alguien de esa familia, con esos antecedentes y a esa edad, haría en 1981.
Parece evidente que Bogdanovich ha sido feliz escribiendo They All Laughed, que ha disfrutado —y con él todo el equipo— al rodarla, sobre todo al elegir —con gran tino— encantadoras actrices y divertidos actores, y al dirigir sus evoluciones con una curiosa mezcla de complicidad y simpatía. Cuesta imaginar la filmación de esta película como otra cosa que unas vacaciones, en parte organizadas y en parte improvisadas sobre la marcha, de un puñado de amigos, en las que reinaría, sin duda, un cierto ánimo festivo, de compañerismo, camaradería y diversión, más que el «principio de autoridad» o las obligaciones laborales. Todos, sin excepción, desde Ben Gazzara y Audrey Hepburn, que envejecen cada vez mejor, hasta Patti Hansen (la maravillosa taxista de ojos bailarines y sonrisa burlona), pasando por Colleen Camp, Dorothy Stratten, John Ritter, los productores Blaine Novak y George Morfogen, Linda Mac Ewen, Sean Ferrer y algunos más, irradian buen humor, entusiasmo y desparpajo y dan la contagiosa impresión de estar pasándolo tan bien —en la realidad y en la ficción— como Robby Müller y Bogdanovich persiguiéndoles con la cámara mientras ellos se espían, se encuentran, se esconden, se abrazan, patinan, corren, bailan, se pierden y se reencuentran, cambian de pareja, cantan, se gastan bromas —a veces heroicas— y se separan para siempre o se unen para no se sabe cuánto, al vaivén rítmico y bien acompañado de música variada (de Johnny Cash a Frank Sinatra, de Mozart al prodigioso dúo Art Tatum-Ben Webster y muchos más), de una narración elegantemente elíptica, que nace ante nuestros ojos a base de miradas, sonrisas, pequeños gestos o hilarantes gags de puesta en escena: nunca los momentos cómicos dan la sensación de ser la cuidadosa realización de algo indicado y descrito minuciosamente en el guión, sino de que su humor ha sido descubierto en el instante mismo en que ha brotado, como una chispa, del contacto entre los actores, la cámara y la situación de partida. Precisamente porque en Todos rieron lo que más cuenta es el feeling y la modulación rítmica, los matices y las cadencias, muy pronto despega del terreno firme de la comedia pura para elevarse a la estilización del musical, sin que por ello los personajes —llenos de vida y de gracia, con personalidad propia y bien diferenciada todos ellos— se deslicen hacia la caricatura o el dibujo animado, cuya libertad de encadenamiento evoca en ocasiones la película. Si se añade que los diálogos —relativamente escasos— son de una calidad y un ingenio que el cine americano parecía haber olvidado, y que sólo contadas películas —como ésta y, en otro estilo, Fuego en el cuerpo, de Lawrence Kasdan— han sido capaces de recuperar, se comprenderá que Todos rieron me parezca lo mejor que ha hecho Bogdanovich hasta ahora —muy por encima de Targets (1967) y Daisy Miller (1974) — y la que más permite esperar de un cineasta que hasta ahora me inspiraba cierta desconfianza y, además, sobre todo, que la considere un gozo imprescindible, de esos que hay que perseguir y no perderse.
Publicado en el nº 18 de Casablanca (junio de 1982)
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