domingo, 16 de abril de 2023

De man die zijn haar kort liet knippen (André Delvaux, 1965)

El hombre del cráneo rasurado (1965), el primer film del flamenco André Delvaux, nos narra —basándose en una novela de su compatriota Johan Daisne— la alienación —en todos los sentidos— de un profesor, Govert Miereveld (Senne Rouffaer), que se enamora de una de sus alumnas, Fran (Beata Tyszkiewicz).

Dada la naturaleza subjetiva del relato (la novela es un monólogo interior), el trabajo inicial de Delvaux ha consistido en restituirnos a lo largo del film el punto de vista del personaje. En consecuencia, todo será visto y percibido a través de sus ojos y sentidos (reflejados en su expresión y en una escueta voz interior) y se reproducirá en nosotros la progresiva confusión mental de Govert, que llegará a la esquizofrenia y a la incapacidad de diferenciar entre lo real y lo imaginario.

Este propósito ha sido logrado por Delvaux de la forma más rigurosa que cabe: rechazando los efectismos externos (deformaciones de la imagen, identificación constante de la cámara con los ojos del personaje, etc.), ha construido el film en tres grandes secuencias, separadas entre sí por largas elipsis de duración indeterminada, y rematadas por un epílogo.

La primera secuencia produce ya un cierto desfase con el espectador, pues no se ha indicado cuándo transcurre la acción, y el vestuario parece indicar una fecha no muy próxima. Hasta el final no se comprenderá que puede tener lugar unos diez años antes de la realización de la película. Asistimos al despertar de Govert en su casa, y justo entonces aparece un plano de Fran, sin duda soñada, que se repetirá exacto hacia la conclusión de la historia. Toma el té antes de ir a la fiesta de fin de curso del colegio femenino en que da clase. Pero antes de llegar a esta escena, Delvaux intercala otra (cuya situación temporal es imposible precisar con exactitud), en la que Govert recibe un corte de pelo y un vibromasaje, con evidente placer. Ya en la escuela, presencia la entrega de diplomas a las alumnas salientes y la despedida de un profesor, al que regalan una mano dentro de un estuche. Se percibe ya la atracción obsesiva que Govert padece por Fran, e intenta regalarle un libro, sin conseguir nunca acercarse a ella y viéndose obligado a oírla cantar la «Balada de la Verdadera Vida» (“tres Reyes se han hundido en el Escalda por mí, dos se han ahogado y el otro me espera, inmóvil…”) y dejar que otra persona le entregue el libro. Con paso vacilante se dirige a su clase y se despide del pupitre de Fran, de su perchero, etc.

Tiempo después, un travelling recorre la calle en la que ahora vive Govert, mientras su voz interior nos informa —empleando el pasado como tiempo verbal— de su abandono del colegio y su modesto empleo en el Palacio de Justicia, aunque no se avergüenza de su degradación social, y su esposa ha sabido soportar sin queja. Al salir de su trabajo encuentra a un viejo conocido, el doctor Mato (Hector Camerlynck), que le invita a ir con él y su ayudante a la autopsia e identificación del cadáver de un suicida que ha aparecido en el Escalda. «No debí hacer aceptado», recuerda Govert al partir, y, en efecto, pronto se verá sometido a terribles experiencias. La conversación durante el trayecto resulta ya inquietante, pues le describen los instrumentos que van a utilizar. Después, la autopsia misma (sugerida por los ademanes y esfuerzos de los forenses y por el sonido, pero siempre fuera de campo) supondrá una prueba desagradable que Govert soportará con dificultad. Por si fuera poco, una repentina invitación de un colega de Mato les hace desplazarse a otro pequeño pueblo en el que pasarán la noche.

En el hotel, Govert tropieza con Fran, convertida ahora en una famosa actriz, y se dirige a ella con su habitual timidez, quedando citados en forma vaga para volver a verse. Mato decide que vayan al teatro a verla, y Govert busca una zapatería donde sustituir su calzado, manchado en el cementerio, y que tira al Escalda.

Sin que sepamos nunca si fue al teatro —ni por qué no—, Govert pide café y licor y se adormece en su habitación. Cuando despierta —y es imposible saber si ha pasado mucho tiempo—, en posición idéntica a la que tenía al inicio del film, va al cuarto de Fran. Entra, sin que ninguno hable (suprimido además el sonido, lo que puede indicar el posible carácter onírico de la escena), vuelve la espalda a Fran, y recorriendo el cuarto con la mirada le declara su amor, mientras ella permanece distante e intangible. Ella le dice que también le quería, pero que al no decir él nada nunca pudo haber relación entre ellos. Espiritualmente lleno de felicidad, Govert se tumba junto a ella, sobre la cama —vestidos, separados e inmóviles— y ambos permanecen en silencio, saboreando él su amor platónico. Entonces ella le revela la verdad, y para ello saca de su maleta tres objetos, que le va enseñando. Una pistola, que le dio su padre el día de la graduación, al expulsarla de la casa y antes de suicidarse (la descripción del padre hace que tanto Govert como nosotros comprendamos quién era el suicida a cuya autopsia asistió el protagonista). La mano que entregaron al profesor, realmente expulsado de la escuela, por ser amante de Fran. El libro, regalo de Govert. Destruida su imagen de Fran —y era poco más que una imagen—, Govert coge la pistola y dispara sobre ella, que se esfuma a través de una serie de planos que culminan en el primero que hubo de ella. Un picado, el único de la película, nos muestra la ausencia de su cuerpo (que debía verse), mientras Govert suplica a Mato y a su ayudante que no le practiquen la autopsia, pues él la ha asesinado y no hay nada que averiguar.

El epílogo nos muestra a Govert con el pelo muy corto, unos diez años después, recluido en lo que parece ser un sanatorio psiquiátrico (¿o una cárcel?), trabajando en el jardín. En la sala de proyecciones del lugar ve a Fran, actriz famosa, vestida tal y como la reencontró en el hotel, y en la misma escalera, entrevistada para un noticiario. Presa de gran excitación, por primera vez a lo largo del metraje, Govert pregunta si son noticiarios atrasados (mucho tendrían que serlo, y no es verosímil) o recientes. Por fin un médico (?) le confirma —con escasa convicción, tal vez para seguirle la corriente— que son nuevos y que no la mató. Entonces, exclamando «yo es otro», Govert sale de campo, sobre una imagen flou, la única del film, mientras la música se eleva de volumen.

Falso fin. Govert construye un taburete que ofrece a su esposa como su muda contribución al matrimonio.

De esta forma, Delvaux nos hace asistir al progresivo enajenamiento de su protagonista, indeterminando al máximo la situación cronológica de cada escena, y negándose a establecer límites entre el sueño y la realidad, colocándonos así en posición semejante a la de Govert. Cada nueva visión dificulta la distinción entre la parte onírica y la real, así como la «verdadera» ordenación de los hechos. Esto a la inversa de lo que ocurría en el segundo film de Delvaux, Una noche, un tren (Un soir, un train.1968), que recurría a una estructura similar, pero simplificada por unos breves planos de chispas y una larga supresión del sonido que indicaban el cruce «al otro lado del espejo», y cuyo desenlace esclarecía la trama.

Si la primera secuencia de El hombre del cráneo rasurado resulta en sí comprensible, pese a que advertimos una irregularidad indeterminada, subyacente a la aparente normalidad, y que no podemos encauzar con precisión, la segunda desconcierta instantáneamente, dada la falta de conexión que hay entre ambas. Y lo mismo ocurre en principio con la tercera, hasta el momento en que los tres objetos que muestra Fran a Govert efectúan el necesario (y esperado) enlace, y parecen dar la clave de todo lo ocurrido. Pero resulta que esta explicación se ve cuestionada y relativizada —si no desmentida— por el epílogo, que nos hace dudar de todo.

Ante la encrucijada caben tres opciones: a) considerar que todo es real, posibilidad harto difícil de sostener, ya que hay contradicción entre las partes, de forma que es obligado suponer que hay diferentes niveles de realidad entre unas secuencias y otras; b) decidir que todo el metraje corresponde a un sueño, que Govert es un perturbado y tiene una pesadilla que comprendería las tres secuencias del film, posibilidad poco satisfactoria y relativamente desmentida por el realismo y sobriedad de las imágenes de la película, así como por la concisión y verosimilitud de muchas incidencias que en ella suceden, y c) admitir que, pese a que Delvaux rehúye la diferenciación estilística de unas y otras, hay secuencias oníricas y hay secuencias reales, hipótesis la más plausible, pero que exige, en teoría, intentar comprender cuáles son unas y cuáles son otras.

Entonces, apoyándonos en el cambio de tiempo verbal que se experimenta en el segundo bloque con respecto al primero, podemos suponer, pues, que El hombre del cráneo rasurado es intencionalmente el film de la duda, y proscribe toda seguridad, que la primera parte es real y anterior a las otras, siendo narrada desde ese mismo instante, aunque, naturalmente, la primera visión de Fran es imaginada o recordada por Govert, y su cuidado capilar puede ocurrir más tarde. Que la segunda y tercera son retrospectivas y mixtas de hechos reales recordados —y tal vez reformados— por Govert, desde el sanatorio mental, de transposiciones oníricas de sus temores y obsesiones (puede ser un índice el aspecto innoble de sus posibles rivales) y de sucesos imaginados o soñados, con desigual control o participación por parte de Govert en los mismos nacidos algunos como resultado del afán del sujeto de explicarse lo que puede haber ocurrido, y causa, otros, del estado patológico en que se encuentra. Esta evocación podría justificarse por el «shock» mental que pudo producirle el reencuentro de su amada en el noticiario, hecho previo a las partes anteriores contiguas, y que provocaría el imaginar un reencuentro en la escalera del hotel, con el vestido con que Fran aparece en la pantalla, estando básicamente desligado de la realidad, el hecho de llevar Govert diez años atormentado por una supuesta muerte de la ex alumna, y estar constituida —tal evocación— por sus deseos contrapuestos, por explicaciones imaginarias, introducidas «a posteriori», y por algunos de los probables trances que le han llevado a su actual situación (enamoramiento obsesivo y platónico, idealización de Fran y absorción de su figura como pretexto de autosatisfacción, posible impotencia que le impide la consumación de su amor, intrusión de experiencias como la autopsia que hayan catalizado el desmoronamiento mental, etc.).

El epílogo, con la total disociación esquizofrénica que revela la frase «yo es otro», y la relativa liberación de la pasión de Govert —al pensar que no ha destruido físicamente a su ideal—, que le lleva a aceptar el mundo exterior —su familia—, sería también real, y ocuparía narrativamente el lugar final que cronológicamente le corresponde.

Todo esto es, sin embargo, indemostrable. Se puede aducir con cierta verosimilitud que el asesinato, por ejemplo, forma parte de una secuencia onírica (supresión del sonido al traspasarse el umbral de la habitación y de la escena, ritmo lento de la acción, impresión de irrealidad de lo que sucede), pero hay muchos otros fragmentos cuya naturaleza es incuestionable, y de ahí precisamente uno de los valores de la obra, pues ha conseguido introducirnos dentro del personaje y dentro de su estado, sin recurrir al subjetivismo primario e ineficaz de Robert Montgomery (La Dama del Lago) ni al psicologismo vulgarizado que prolifera desde hace demasiado. En última instancia, el conocer qué partes del film son reales y cuáles no, carece de importancia, porque el autor ha conseguido su fin, y además lo real es todo: no sólo lo exterior y físicamente perceptible, sino también aquello inmaterial que permanece encerrado en la mente y en la memoria.

Como apéndice a la crítica podríamos enumerar las características particulares que configuran la entidad de El hombre del cráneo rasurado. Habría que destacar el tono neutro en la exposición fenomenológica, que engloba las acciones reales y las hipotéticas. Se resuelve así la conveniencia en un solo plano, carente de orografía, de hechos de naturaleza aparentemente irreconciliable. Además, la inalterabilidad en el mecanismo de recepción, ante el desfile de sucesos con capacidad intrínseca de confusión y alteración, impide el control de la narración por parte del espectador, imponiéndole la inmersión en la misma.

No hay, sin embargo, en el film de Delvaux ni arbitrariedad ni desmesura. Aprehensible o no, razonable o confuso, cualquier tramo de la narración tiene un sentido, explícito o secreto, que le hace imprescindible, y ocupa un lugar en el ritmo armónico general. Y cabría preguntarse de dónde esta armonía, si no hay en el film más estilización que la procedente de la insólita concurrencia de elementos ordinarios en primer grado.

La clave final puede estar en el abarcador orden poético al que responde la obra de Delvaux en todas sus fases. Es decir, orden poético como dimensión que asume, que concilia elementos sujetos a la lógica y elementos libres, fuera de la sujeción de la lógica, pero existentes ambos en el ámbito del conocimiento humano. Es decir, orden poético como disposición al conocimiento, disposición no limitada por tal o cual índice de tolerancia, de conocimiento de lo más íntimo y lo más lejano.

Y porque El hombre del cráneo rasurado es conducente a la aproximación a campos no revelados, tiene una exposición singular, desobediente a toda sistemática previa de narración. Porque, con referencia a un enigmático y sobrio cuadro de Henri Rousseau, el film está allí donde prescriben los derechos de aduana entre lo consciente y lo subconsciente, lo material y lo imaginario.

.

En ocasiones, Marías echó una mano a amigos y compañeros que se habían comprometido a entregar una crítica y les faltaba tiempo, pasándoles textos como borradores que podían cambiar o ampliar o reducir cuanto quisieran.

Éste es un artículo de Manolo Marinero escrito a partir de un texto de Marías que retocó y al que añadió un apéndice. Publicado en 1970 en el nº 222-223 de Film Ideal.

No hay comentarios:

Publicar un comentario