Four Friends (Arthur Penn, 1981)
Como Sauve qui peut (la vie) y Raging Bull, Four Friends es una película que devuelve la esperanza: Godard demuestra que el cine no pertenece al pasado, que no es una lengua hermosa, pero muerta; Scorsese y Penn, cada uno a su manera, que el cine americano sigue vivo. Han muerto Renoir y Hitchcock, Walsh y Dwan, se ha suicidado Eustache, pero aún quedan algunos cineastas, cada vez más solos y con menos público, capaces de seguir explorando las posibilidades del cine, sabidas ya, o todavía por descubrir, para interpretar la realidad o dar forma a la fantasía.
Tras un largo silencio reparador, Penn vuelve tras la cámara. Y ha madurado: Four Friends (Georgia, 1981) cumple las promesas de Night Moves (La noche se mueve, 1975) y desmiente la recaída en tentaciones fáciles, que supuso The Missouri Breaks (Missouri, 1976). He aquí un film hecho con entusiasmo juvenil y serena sabiduría, sin ostentación, pero con firme seguridad; sin acritud, pero con fuerza y entereza; un film que está constantemente de despedida diciendo adiós a una época y a una etapa de la vida de sus protagonistas, pero sin permitir que surja la nostalgia, pues no da tiempo a que el espectador se instale a añorar tiempos pasados mejores (para él o para los personajes). El sentimiento del paso del tiempo, que tan bien supo describir Rivette (en una crítica de Esplendor en la yerba, muy superior a la película de Kazan), tiene en Four Friends una espléndida manifestación gracias a una estructura narrativa tan original como lógica, que hace que experimentemos con los protagonistas el curso — veloz o sin huella, unas veces; más lento o memorable, otras— de los años en un tiempo mínimo de proyección: pasan muchas cosas —tristes o divertidas, banales o excepcionales, terribles y hasta melodramáticas—, pero les ocurren a personas — ficticias, sin duda; pero creíbles— que nos conciernen, y se suceden sin prisas ni confusión, sin acumularse atropelladamente, a un ritmo flexible que se remansa o acelera sin empujones de guión o de montaje. El tiempo pasa, por mucho que se haga por retener un instante o adelantar un suceso, y, porque Penn acepta eso con realismo, su película es tranquila y reposada hasta en sus momentos más febriles o dramáticos. Penn se toma su tiempo para contar o mostrar en detalle lo que más le interesa, lo que suele omitirse o descuidarse, a cambio de pasar rápidamente por hechos sobre los que se ha insistido en demasía y que pueden evocarse con una leve alusión, con una imagen o una frase. Four Friends no aspira a la exhaustividad ni ambiciona enumerar los «grandes temas» del período en que sitúa la acción; no desdeña, en contrapartida, los pequeños sucesos sin repercusión social que afectan a los individuos hasta cambiar el rumbo de sus vidas o alterar su carácter. Los personajes no son «tipos», no representan clases sociales ni actitudes generales, sino seres vivos, con personalidad, por los que Penn siente afecto, interés o simpatía, que trata de entender y hacernos comprender porque, como sujetos pasivos de la historia, le permiten atisbar la cara oculta, las raíces de una época y de unos acontecimientos que dejan sentir ahora sus consecuencias.
Four Friends es, ante todo, la historia de tres amigos y una chica extraña y atractiva, Georgia (Jodi Thelen, una revelación), de la que los tres estuvieron enamorados y que quiso a los tres, en los años 60, en el corazón de América. No es toda la historia, ni la de todos ellos; son partes de sus historias, momentos escogidos al azar relativo de sus aproximaciones y alejamientos afectivos y geográficos en el tiempo. Tal vez por el sentido atribuido por Penn a esos fragmentos me vino a la memoria, hacia la mitad de la película, una frase de Thomas Wolfe (1900-1938) en la nota «Al lector», con que da comienzo a su primera novela, Look Homeward, Angel (1929): «Somos la suma de todos los momentos de nuestras vidas, todo lo nuestro está en ellos: no podemos evitarlo ni ocultarlo.» En esa misma introducción, el joven Wolfe advierte que ha escrito «desde una distancia intermedia y sin rencor ni acritud intencionada», y recuerda, con lucidez, que, aunque no es lo mismo realidad y ficción, «la ficción es realidad seleccionada y comprendida, es lo real estructurado y cargado de sentido». Esta admisión de que no hay escapatoria (de lo real, de lo vivido), unida a la defensa de lo fragmentario estilizado, da, creo yo, una pista para entender el criterio con que Penn y su guionista Steve Tesich han escogido los instantes que componen esta especie de crónica personal y sentimental de los años 60 en América. Al contrario que otras varias que recientemente se han propuesto abarcar un período más o menos largo de la historia de su país —como la mezquina Willie and Phil—, la película que inspira estas reflexiones se deja guiar por sus personajes, pero sin someterse a ellos, más que por la estela de los acontecimientos de mayor repercusión sociológica, política o informativa, o que por el capricho de la memoria subjetiva. No es, pues, una película de los años 60, sino de los 80, por mucho que el núcleo de lo que nos cuenta suceda en aquella década. Quiero decir con eso, para empezar, que no podría haberse hecho sin perspectiva temporal, y tampoco desde la de los 70, aunque en 1981 tampoco la hubieran hecho así Kazan, Kubrick o Altman, ni —no es cuestión de estatura artística o ética— Fuller, Mulligan o Peckinpah. Si antes de verla no la esperaba de Penn, al rato de empezar era evidente que, pese a las innovaciones que supone en su obra, era plenamente consecuente con su carrera, al menos con lo mejor de ella. Explicar, como en pura justicia requeriría tal afirmación, lo que de nuevo tiene en el cine de Penn me obligaría, sin embargo, a dar mi visión de su trayectoria, y no acabaríamos nunca, aun suponiendo que a alguien pudiera interesarle, sobre todo teniendo en cuenta que me siento incapaz de garantizar no ya que mi opinión sea acertada, sino ni siquiera que fuese a pensar ahora lo mismo que la última vez que vi cada una de sus películas precedentes, varias de ellas muy contradictorias y heteróclitas, casi tan repartidas entre lo admirable y lo aborrecible como las más características de Kazan. Ni el lector ni yo tenemos tiempo, y yo, además, no tengo espacio, ni ganas de hacerlo. Así hemos llegado, como quien no quiere la cosa, a los tres factores que explican —pues con ellos está hecha, de ellos depende— Four Friends: el tiempo y el espacio, marco y materia primera de todo el cine, y las ganas, el deseo, raíz de todo drama, estímulo de toda conquista, motor de toda creación (lograda o no), razón de la comedia e impulso de la vida y su conservación. Cine y vida en simbiosis, pero no confundidos: no es un film real «como la vida misma», no juega al reconocimiento —aunque puede que algunos de sus compatriotas se vean retrospectivamente reflejados—, sino que busca la perspectiva, si no se entiende ésta como «distancia», inexistente en Penn, el menos «bretchtiano» de los cineastas americanos, y no esta vez porque filme a quemarropa (y, en ocasiones, a traición: por la espalda, de perfil, desde abajo del mentón) con varias cámaras, sino porque es una película calurosamente amiga de sus pobladores ficticios (personajes jóvenes) y reales (actores novatos), así como de sus inquilinos de paso (espectadores); Penn contempla a los primeros, guía a los segundos y se dirige a los terceros exactamente como a Gene Hackman y compañía en la primera pieza cobrada (Night Moves) desde esa madurez adquirida de la que Four Friends —tras el bache con badenes de Missouri— es la segunda y más definitiva (esperemos) prueba. Es decir, desde una cierta distancia, con respeto, con confianza, con tranquila seguridad. No es la calma del viejo, el cansado o el perezoso, sino la del que está seguro, pero no del todo; de su oficio, tal vez, y de su honradez más que de su puntería, por lo que no se atrinchera en su posición. A lo mejor no piensa con claridad, pero ve claro y sabe plasmarlo dramáticamente en imágenes, sonidos, rostros, gestos, minutos, movimientos; no hace falta ser muy inteligente —y conviene no serlo demasiado, no pasarse de listo— para hacer una película como la última de Penn, sino algo más difícil de conservar, si se tiene, y que es un rasgo, no nos precipitemos a llamarle virtud, cada vez más infrecuente: generosidad. Pero no la del buen samaritano, ni la del rico desprendido, ni la del que se deja robar hasta la dentadura postiza, ni la del que juega a benefactor, sino otra, seguramente tan inconsciente e inevitable como la respiración, aunque menos mecánica y menos imprescindible —si no es nociva, en el fondo— para seguir con vida en un planeta de las características atmosféricas de este llamado Tierra, que compartimos quien esto lee, el que lo escribe, Penn, los personajes de sus películas y un montón de gente que nada tiene en común salvo el territorio que a menudo se disputa.
Publicado en el nº 15 de Casablanca (marzo de 1982)
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