No cabe duda, Fassbinder es un caso. Además, no
es probable que lo resolvamos nunca, aun suponiendo que tuviésemos paciencia
suficiente para intentarlo (yo confieso que, una película sí, otra no, estoy
tentado de abandonar), ya que por cada obra suya que conocemos rueda dos o
tres, y sigue siendo abundante —hasta mayoritaria— la porción de su filmografía
que ignoramos: a estas alturas, debe haber rodado cuatro cortometrajes y sketches
(de los que he visto uno) y 40 largos y series de televisión (de los que desconozco
27). Tal hiperactividad —a la que habría que sumar guiones y obras teatrales, direcciones
escénicas e interpretaciones en varios medios— en quince años revela, ciertamente,
una extraordinaria capacidad de trabajo y un aliento creador casi sin
precedentes, pero tiene, a mi entender, un alto precio, que pagamos los
espectadores más que el propio Fassbinder: sin duda, para él son útiles —aunque
sólo fuese como desahogos— hasta sus errores, y algo parece ir aprendiendo de
ellos, mientras que algunas de sus películas carecen por completo de interés y
están filmadas con descuido o precipitación. No es lo mismo rodar tres o cuatro
películas al año contando con la sólida infraestructura industrial y técnica de
los estudios del Hollywood de la gran época que trabajar por libre, a merced de
subvenciones federales o de los länder, con medios escasos, y tan pronto
apuntando al vasto e indiscriminado público televisivo como a los jurados de
festivales internacionales de cine, al tiempo que se aspira a realizar una obra
que suele ser personal hasta la impudicia y el exhibicionismo.
A Fassbinder no le falta valentía ni talento; sí,
quizá, rigor y exigencia para consigo mismo. A menudo parece creer que con su
desafiante sinceridad basta para alcanzar algo que propone como verdad absoluta
e indiscutible de las relaciones humanas o de la vida en sociedad; a veces uno
sospecha que piensa que reduciendo todo a un esquema alcanza una validez
general o incluso universal, y que cuanto más carentes de personalidad sean sus
protagonistas, más fácil resulta que cualquiera pueda reconocerse en ellos y
comprender así las fábulas que narra. Sin embargo, la permanente revisión de películas
antiguas muestra que envejecen mucho mejor las que no aspiran al internacionalismo
ni presentan personajes rellenables, sino precisamente las «locales» y las
que cuentan con personajes más individuales e irreductibles, por lejanos que
puedan sernos a la mayor parte de sus espectadores actuales.
Por otra parte, Fassbinder oscila entre un elaborado esteticismo
y un (no sé si deliberado o espontáneo) feísmo, saltando por encima de los
muchos términos intermedios posibles, lo que hace que sus películas sean unas
veces empalagosas y otras veces de una vulgaridad plástica apabullante, y que,
en cualquier caso, tiendan a resultar opresivas y a provocar una especie de
claustrofobia visual que, personalmente, encuentro desagradable. Un año con
trece lunas (In einem Jahr mit 13 Monden) es un exabrupto,
suscitado por el suicidio reciente de su amante Armin, rodado más contra que
en Frankfurt, y con un equipo técnico reducido al mínimo posible (el propio Fassbinder
hace casi todo); podría, pues, esperarse una obra pobretona y torpe, pero apasionada
y obsesiva: lo curioso es que no hay tal, sino una frialdad y una frivolidad que
quizá sean producto de una reacción autodefensiva de Fassbinder, demasiado
implicado como para atreverse a hablar en primera persona, pero que hacen que,
a partir de los diez minutos iniciales, me desinterese de la suerte —que se
presiente triste, tristísima— de Elvira, ex Ervin, y no consiga creerme sus
quejumbrosas historias. Cierto que hay algunas secuencias —como la del negro
que va a suicidarse colgándose en una oficina vacía— insólitas, que me
despiertan un poco del resignado letargo en que Fassbinder me ha sumido, pero
encuentro significativo que todas ellas sean marginales a la «pasión» del
transexual insatisfecho, y concernientes a personajes de importancia muy
secundaria, encontrados casualmente y sin relación alguna con Elvira. Tal vez
hubiera valido la pena que Fassbinder tuviese menos facilidades para llevar a
la práctica sus proyectos y que eso le hubiese dado tiempo para elaborar un
guión más coherente y reflexivo.
Publicado en el nº 7-8 de Casabalanca (julio-agosto de 1981)
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