¿Se puede escribir acerca de Leo McCarey? ¿Cómo comunicar —no ya explicar— la emoción que procura una película como An Affair to Remember (Tú y yo, 1957) o la complejidad de trama y sentimientos de Once Upon a Honeymoon (1942), la profunda melancolía de lo irremediable que impregna Make Way for Tomorrow (1937), la mezcla de ironía y afecto que caracteriza Ruggles of Red Gap (Nobleza obliga, 1935), el feroz sarcasmo de Rally Round the Flag, Boys! (Un marido en apuros, 1958), la rampante locura de Duck Soup (Sopa de ganso, 1933) y la no menor, aunque más refinada, de The Awful Truth (La pícara puritana, 1937), el melodramatismo lleno de humor de Going My Way (Siguiendo mi camino, 1944) y The Bells of St. Mary’s (Las campanas de Santa María, 1945), la comicidad controlada de los mejores cortos de Stan Laurel & Oliver Hardy, incluso la repentina veracidad que salva un film impuro como Satan Never Sleeps/The Devil Never Sleeps (Satanás nunca duerme, 1961), su prematuro y decepcionado adiós al cine? ¿Tiene sentido intentarlo? Parece necesario correr el riesgo de un fracaso casi seguro, ya que las virtudes de McCarey —por evidentes y sensibles que puedan parecemos a algunos, creo que cada vez más numerosos y convencidos de su inmenso talento— son quizá demasiado infrecuentes hoy como para que muchos lleguen siquiera a percatarse de ellas o a considerarlas como tales, dada la propaganda que contra este cineasta han dirigido los simplistas comerciantes del rencor, los mezquinos forjadores del gusto oficialmente «disidente» y los imbéciles gregarios que les dan crédito.
Y no es empresa fácil, precisamente, porque McCarey no se consideró nunca un artista, sino un narrador o un entertainer (¡qué curioso que muchas lenguas no tengan equivalente de esta palabra, que no exista ese oficio!); porque jamás tuvo pretensiones estéticas, y se limitó a buscar la belleza, o a contemplarla; porque le importaban, ante todo, las personas, no las generalidades esquemáticas, ni los movimientos de cámara llamativos. Ni siquiera trató de imponer un estilo: procuró adoptar el que le pareció más apropiado para la historia que deseaba contar. De sus personajes no le interesaba la psicología ni el status social, ni la profesión, sino los sentimientos, las emociones que era capaz de detectar en su mirada, en un leve parpadeo, en el gesto que trata de borrar el surco de una lágrima. Por eso se enfrentó a los actores a cuerpo descubierto, limpiamente, sin forzarles ni agobiarles con una proximidad excesiva de la cámara, ocupándose tan sólo de estar en el lugar adecuado y en el momento oportuno para captar sus reacciones de forma que el público pudiese verlas también sin dificultad.
El suyo no es, aparentemente, ni siquiera un arte del encuadre —que da por supuesto y que no llama nunca la atención—; todo descansa en la más sutil y prodigiosa dirección de actores, servida con una elegancia y una ausencia de énfasis comparable con su sencillez, esa simplicidad conquistada que sólo está al alcance de los más sabios y serenos de los grandes, cuando han madurado y se han despojado de cualquier veleidad: Ford, Renoir, Chaplin, Griffith, por citar los más cercanos a McCarey.
Sería vano, además de laborioso y prolijo, intentar analizar el modo de planificar de Leo McCarey: nada tiene de particular, muy poco que no fuese común a Ford, a veces a Walsh, Renoir o Dwan, quizá a Hawks o Capra. No es, además, un sistema para delimitar el espacio y el tiempo, sino una manera de mirar y dejar ver sin interponerse entre espectadores e intérpretes, sin dar al decorado más importancia que la —secundaria, complementaria— que tiene ni prescindir del «aire» que rodea a los actores, del entorno de los personajes. Ni siquiera son planos muy largos o amplios, ni siempre permanece fija la cámara; son planos de duración y tamaño variable, normales, con sencillos y breves movimientos de cámara de vez en cuando, siempre funcionales: cuando las evoluciones de los actores los requieren y no es conveniente cambiar de plano. Parece como si McCarey se hubiese propuesto no llamar la atención, y a fe mía que lo consiguió, tanto como Dwan o Jacques Tourneur: pese a que varias de sus películas tuvieron muy buenos resultados de taquilla y algún Oscar, McCarey no ha sido nunca uno de los directores célebres y apreciados de Hollywood, ni para la industria ni para la crítica; tanto la de su país como la europea, más perspicaz para descubrir talentos en el cine americano, han tendido a subestimar el genio de este director, pese a la insistencia con que, cada vez que se les interrogaba por sus gustos, casi todos los grandes veteranos le señalaban como uno de sus favoritos: recuerdo una entrevista con Cukor, de hace unos dieciocho años, en la que, preguntado por Hawks, respondía a sus interlocutores, una y otra vez, «sobre todo, McCarey» (daba la sensación de que los que le entrevistaban le desconocían por completo); Renoir, Hitchcock, Capra, Walsh, en general todos los viejos, le admiraban profundamente; Hawks le citaba, junto con Murnau, como el cineasta que más le había impresionado y, quizá, influido (y no parece que Bringins Up Baby o His Girl Friday hubiesen existido sin el precedente de The Awful Truth, cuya huella se detecta también en Holiday y The Philadelphia Story, de Cukor); Ford solía mencionarle antes que a ningún otro, y varias veces dijo que su película predilecta era —no es de extrañar— Make Way for Tomorrow. Se diría que sólo sus pares eran capaces de reconocer la valía de Leo McCarey, amante de la música y el alcohol, irlandés, católico, comediante y buena persona. Tenía fama de improvisador, de crear en el plató un ambiente alegre, relajado y divertido, tocando el piano y cantando para dar el clima de la escena; de olvidarse del guión o rehacer los diálogos en el último minuto, o entre toma y toma, si una palabra no le pegaba en labios del actor que tenía que decirla, o si hallaba otra que reforzase la musicalidad de la frase; muchos piensan que su carrera no fue lo brillante que pudo por falta de ambición y por lealtad a sus amigos, aunque otros, menos indulgentes, atribuyen su decadencia, como las de Gregory La Cava y Preston Sturges, a su excesiva independencia, a su afición a la bebida, a su apego a unos sentimientos que se quedaron «pasados de moda» después de la segunda guerra mundial, y a su manía de improvisar, que le granjeó la desconfianza de los productores, pese a que rodaba rápido y no gastaba mucho material. El caso es que McCarey murió, en 1969, sin conseguir realizar una comedia policiaca cuyo intérprete principal hubiera sido Alfred Hitchcock en persona, y cuando llevaba ocho años inactivo, después de dieciséis en los que sólo había logrado hacer cinco películas.
Make Way for Tomorrow |
Pese a que tres de sus obras maestras —Duck Soup, An Affair to Remember y Rally Round the Flag, Boys! — se situaron varias veces entre las diez mejores películas americanas del sonoro elegidas por la redacción de Cahiers du Cinéma, a finales de 1963, y al excelente artículo de «Jean-Louis Noames» (Louis Skorecki) que acompañó una amplia entrevista publicada poco después en dicha revista, a pesar del estudio de Miguel Rubio en Film Ideal cuando se repuso Las campanas de Santa María, McCarey siguió olvidado y condenado al paro. Algunos franceses como Bertrand Tavernier, Jacques Lourcelles o Michel Mourlet empezaron poco después a defender, esporádicamente y como de pasada, dando por supuesta una grandeza que nadie admitía, el cine de McCarey. En Inglaterra, desde Movie, sobre todo Victor F. Perkins; en España, Pere Gimferrer, Jos Oliver, Jesús Martínez León y Javier León hicieron otro tanto. Bernard Eisenschitz le dedicó algunos párrafos certeros en el Dictionnaire du cinéma de Editions Universitaires (1966). A su muerte, sólo Oliver (en Film Ideal) pudo despedirle como merecía, en días particularmente contrarios a cuanto McCarey representaba. Después, Peter Lloyd, John Belton, Richard Corliss, Jean-Loup Bourget y, sobre todo, Robin Wood y George Morris han escrito excelentes estudios acerca de algunas películas de McCarey, sin que ello haya abierto camino a una comprensión más generalizada de su obra, que está aún por analizar a fondo y probablemente por mucho tiempo, ya que plantea problemas casi insolubles. No es fácil explicar por qué se admira a McCarey como al que más, ni —menos aún— por qué sus mejores películas le emocionan a uno hasta las lágrimas o le divierten también hasta hacerle llorar; hacen falta demasiadas páginas para tratar — probablemente sin éxito— de describir ese gesto de Cary Grant o Deborah Kerr que le anuda a uno la garganta, la mirada de Ingrid Bergman a Bing Crosby que —de pronto— nos hace conocer y querer a esos personajes tan distantes, tan ajenos a nuestro tiempo y a nuestras preocupaciones: entonces es cuando se piensa que, realmente, una (buena y certera) imagen puede valer por mil palabras. Aún más difícil parece intentar convencer a alguien de la precisión, la sensibilidad, el humor, la inventiva, la nobleza, la discreción, la generosidad, la elegancia suprema de Leo McCarey: su arte es demasiado poco llamativo, excesivamente sutil y modesto como para que llegue a entenderlo quien no desea ver o es incapaz de apreciarlo por sí solo, sin que se le señale lo que el propio cineasta, tan pudoroso y lleno de respeto, se negó a subrayar. Sus películas podrán parecer lentas, morosas, sin fuerza, sosas, vulgares, melodramáticas y dulzonas, precisamente porque siempre rechazó el artificio, la estridencia, la precipitación —aunque pocas se han hecho tan veloces como Sopa de ganso, La pícara puritana, Once Upon a Honeymoon o Un marido en apuros—, la afectación, el efectismo, lo extraordinario, lo barroco, el cinismo o la dureza de corazón. McCarey reservaba el desprecio para los que de verdad lo merecían, y entonces sabía ser tan feroz como Lubitsch, Wilder o Buñuel, y sin necesidad de recurrir a la caricatura: Once Upon a Honeymoon demuestra patentemente que con los nazis no estaba dispuesto a ser tolerante y comprensivo; pero frente a males menores, o fallos más humanos —como los de los hijos de Victor Moore y Beulah Bondi en Make Way for Tomorrow—, tendía a la indulgencia, a no dejarse llevar por el odio, a no abandonar a un personaje sin tratar de encontrarle un lado bueno, un gesto de valor o un resto de integridad que redimiese, al menos en parte, sus muchos defectos, su cobardía o debilidad, sus errores. Se notaba que no tenía vocación de juez, que le disgustaba la idea de condenar.
McCarey pudo pecar de optimismo, pero no de ceguera ni de conformismo o resignación. No perdía nunca la esperanza —sobre todo, en las personas—, y se resistía a dejar de creer en aquello que amaba, pero sabía que no se puede esperar pasivamente que las cosas se arreglen, ni por intervención divina ni por obra del Estado, y que a veces es muy peligroso fiarse de las apariencias o confiar incluso en las buenas intenciones. Por eso en su obra encontramos lado a lado las comedias más hilarantes y los melodramas más hondamente sentidos y en el interior de algunas de sus mejores películas conviven la farsa y la tragedia, las lágrimas y la sonrisa. No es raro que se describa como «alta comedia» el que considero el mejor melodrama que se ha hecho y, sin embargo, el yerro es disculpable, ya que toda la primera parte de An Affair to Remember es una comedia, y de las más finas y elegantes, y se pasa de ella a la tragedia casi imperceptiblemente, en cuestión de instantes, como sucede en la vida: cuando menos se piensa, cuando la felicidad parece al alcance de la mano o asegurada, algo sucede y nos sume en la desdicha, sin que el mundo se hunda por ello ni los vecinos alteren el ritmo de su quehacer cotidiano; por eso McCarey, que nunca mendigó una lágrima, no desvía la mirada, ni se acerca al doliente para premiar o compensar la desgracia con un primer plano; su pulso no se altera, no se ensombrece el tono de su paleta cromática, no suenan ahora violines que no se oyesen antes; al contrario, una elipsis visual, un grito, unos sonidos, poco después una distante sirena, mientras Nickie Ferrante (Cary Grant) espera y espera en la cima del Empire State a una mujer, Terry McKay (Deborah Kerr), que no podrá acudir a la cita porque acaba de ser atropellada por un coche cuando corría a su encuentro, más atenta a la meta que al camino. Pero, claro, McCarey hace cine —popular, comercial, americano—, no «cinematografía», y nadie se va a ocupar de estudiar el empleo de la elipsis, del sonido y del espacio off en su obra: para eso está la de Bresson o, al viento de las modas y en pago al exotismo, la de Ozu (tan cercano, por lo demás, a McCarey: basta comparar Make Way for Tomorrow y Tokyo monogatari).
Y es que, como McCarey no era un intelectual, ni discípulo de Brecht o Max Reinhardt, ni trabajó en el Mercury Theatre, ni fue uno de los «Diez de Hollywood» y ni siquiera se vio confinado al «callejón de los malditos» de la serie «B», no es probable que llegue a beneficiarse de la admiración de nuevos cineastas como Wenders, Coppola, Fassbinder o Scorsese —¿por qué no se habrá publicado la larga entrevista que Bogdanovich le hizo poco antes de su muerte?—, ni de las retrospectivas y revaluaciones críticas que, tardíamente y no siempre con tino, han consagrado en los últimos años a Sirk, Fuller, Dorothy Arzner, Tourneur o Ray. Su destino parece el de compartir con Borzage, Dwan o King una discreta penumbra, de la que será muy difícil sacarle: su obra, poco vasta, es excesivamente variada para que se le reconozca la categoría de «autor», y puede que se aproveche que estuvo al servicio de cómicos tan diferentes como Charley Chase, Laurel & Hardy, Eddie Cantor, los Marx, W. C. Fields, Mae West y Harold Lloyd para presentarle como un artesano «para todo».
Ningún sentimiento fue ajeno a McCarey. Del amplio arco de emociones que escudriñó tan aguda como cariñosamente, tal vez Sopa de ganso y Make Way for Tomorrow fijen los límites extremos, pero son películas —como todas las grandes de McCarey— que tengo demasiado dentro o demasiado lejos en el tiempo como para hablar de ellas: los de McCarey no son, desgraciadamente, films para recordar, porque apenas dejan huellas visuales en nuestra retina; se graban, más honda y confusamente, en el corazón, y de nada sirve tratar de evocarlos repasando notas o releyendo el guión. Ni siquiera las fotos permiten recobrar su emoción. Por eso voy a detenerme tan sólo en algunas escenas de aquellas películas que tengo más frescas, de las que consigo rememorar con suficiente precisión, si no la trama, sí el tono o el ritmo de ciertas secuencias.
Once Upon a Honeymoon es una película absolutamente genial, de una originalidad y una audacia increíbles, y —con This Land is Mine, de Renoir, y To Be or Not te Be, de Lubitsch— uno de los exponentes más ejemplares de cine político que he visto (curiosamente, las tres datan de 1942, en plena guerra). Pragmática y tan distante de la belicosidad patriotera o el triunfalismo moralizante como de cualquier ambigüedad conciliadora, Once Upon a Honeymoon tiene la osadía y el valor de no renunciar a la comedia ni siquiera en los momentos más espeluznantes, que abundan, como cuando los protagonistas están a punto de ser «esterilizados» por los nazis. No es que McCarey se tome a broma la guerra, ni caiga en la tentación de subestimar el peligro fascista al ridiculizar a sus representantes y agentes, sino que no se deja fascinar ni intimidar por su exhibición de fuerza, su poderío, su maquiavelismo o su eficiencia militar (como tantos supuestos denunciadores «en serio» de la amenaza hitleriana); en ningún momento se amilana o entra en el juego «wagneriano» de los ideales esgrimidos por el aparato propagandístico del doctor Goebbels, ni siquiera para combatir al enemigo con sus mismas armas: todo lo contrario, consciente de que una de las carencias del nacionalsocialismo era la del sentido del humor —para él, en cambio, tan importante—, McCarey optó —como Chaplin en El gran dictador (1940) y Lubitsch en el film citado—, por emplear precisamente la comicidad como antídoto, como táctica civilizada de resistencia, con el fin de desenmascarar la canallesca impostura de los buitres torturadores que se escudan tras conceptos como honor, patria, dignidad, deber, virilidad, pureza o grandeza. Su actitud es exactamente la que adopta el americano Pat O'Toole (Cary Grant) para rescatar a su pretenciosa compatriota Katie O'Hara (Ginger Rogers) de las aterciopeladas garras del barón Von Luber (Walter Slezack), poniéndole en evidencia, primero, como fantoche y, luego, como asesino sin escrúpulos y traidor interesado. O'Toole actúa como guía por el «Paraíso Nazi» de la incauta Katie, en un recorrido dantesco que trae a la memoria el «descenso a los infiernos» de la Depresión de Sullivan’s Travels (1941), de Preston Sturges. Poco a poco, Once Upon a Honeymoon se convierte —sobre todo a partir de la intervención del fotógrafo, encarnado por Albert Dekker— en un film acerca de la recuperación de la verdadera identidad —como gran parte de las grandes comedias «clásicas», desde Sylvia Scarlett (1935), de Cukor, a cualquiera de las de este director o Hawks influidas por La pícara puritana, todas con Cary Grant y varias de ellas con Katharine Hepburn— y a favor del compromiso ético inspirado no por principios generales, teóricos o ideológicos, sino por el instinto, los sentimientos y la confrontación personal con los enemigos de la libertad, como Casablanca (1942), de Curtiz, o To Have and Have Not (1944), de Hawks. De ahí la fuerza de convicción que tienen en el cine americano tales decisiones, sólo en apariencia asimilables a las «tomas de conciencia» de los cineastas de izquierda europeos, en realidad mucho más auténticas, espontáneas y radicales, precisamente por no ser prefabricadas ni impuestas a los personajes, sino surgidas naturalmente de ellos, en contra de su voluntad o conveniencia, y por no obedecer a una reflexión política, sino a una experiencia vital concreta. Por eso los viejos cineastas americanos, tan católicos y «conservadores», se pronuncian inequívocamente —aunque de tarde en tarde, sólo cuando las circunstancias lo requieren de verdad— por la acción drástica y sin contemplaciones: como para el Ford de El hombre que mató a Liberty Valance (1962) o Siete mujeres (1965), en ocasiones «el fin justifica los medios» de que tienen que servirse los personajes —que no los cineastas— en defensa propia, de sus seres queridos o de su libertad.
Love Affair |
Pero no quisiera hacer creer que una de las películas más desternillantemente divertidas que conozco sea un solemne panfleto antinazi, ya que sería mutilar gravemente una obra de asombrosa riqueza y complejidad, en la que McCarey ha sabido pasar, con lógica y soltura inigualables, de un tono a su contrario, de un sentimiento al diametralmente opuesto, de una velocidad a otra, sin que la película se disperse ni se divida en dos partes, una cómica y otra angustiosa, frívola la primera y responsablemente «movilizadora» la segunda. Son muchas las escenas que resultan al mismo tiempo aterradoras e hilarantes, emocionantes y divertidas, ligeras y ominosas, o que los son sucesivamente y en orden variable, sin que la transición sea perceptible o resulte artificiosa, tal como ha explicado admirablemente Robin Wood en un largo ensayo, Democracy and Spontaneity: McCarey and the Hollywood Tradition (en Film Comment, enero-febrero 1976), que hace ocioso cualquier análisis detallado de esta película que yo pudiera intentar.
Además, ¿cómo restituir, incluso a quien la haya visto, la comicidad, la inventiva y la agilidad de la escena en que Cary Grant se hace pasar por modisto para llegar hasta la inaccesible prometida del barón austríaco partidario de Hitler, o de su alocución radiofónica para poner en entredicho (mortalmente peligroso) a Von Luber, presentándole como un genio al que ni siquiera el Führer puede compararse? ¿Cómo reflejar con palabras la emoción del momento en que, contra toda expectativa, Ginger Rogers le dice que «nada en el mundo impedirá que imaginemos la felicidad esta noche», o dar una idea, por pálida que sea, de la intensidad dramática de esa breve escena en la que O'Toole pregunta a la recepcionista de un hotel, al no encontrar a Katie por la mañana, «¿y no dijo nada antes de irse?», y la mujer responde, con una expresión indescriptible, «no hacía falta, monsieur: lloraba». Porque todo McCarey está en esos pequeños toques sin brillo, en los matices más imperceptibles, en la modulación de un instante que pasa, se detiene o se dilata; por eso sus películas resultan vulgares, planas o rutinarias para el espectador poco atento o insensible, hasta tal extremo que mucho me temo que pronto sean incomprensibles para un público amodorrado por la televisión, habituado a la brocha gorda y la sal gruesa, saturado de efectismos reiterados, chapuceros y subrayones. Es evidente que nada tiene que ver McCarey con el cine actual; no sólo no hablan con el mismo tono ni en la misma lengua, es que puede que se trate de dos artes —si es que lo que practican Lelouch, Jancsó, Rosi, Costa-Gavras, Cavani, Miró, Russell, Kubrick o Reisz admite el calificativo de «artístico»— completamente diferentes, y que el primero esté en trance de extinción, suplantado y «borrado» por el falso, descuidado y retorcido artificio de los actuales fatigadores de celuloide.
Tal vez por tratarse del remake de uno de sus éxitos de antaño, An Affair to Remember se presenta como una de las películas más reflexivas y elaboradas de McCarey; es, por ello, la que mayor oportunidad ofrece para cernir alguno de sus secretos como director. Aunque no he tenido la fortuna de ver la primera versión, creo dudoso que la de 1957 sea una mera repetición o copia literal: no solamente por el tiempo transcurrido entre una y otra, ni por la experiencia adquirida entretanto por McCarey, ni siquiera por ser An Affair to Remember más pausada —dura 115 minutos, 26 más que Love Affair— y estar filmada en color y cinemascope, sino, sobre todo, porque los intérpretes que dan vida a cada personaje son muy distintos de un film a otro, y —dada la importancia de los actores en el cine de McCarey— ello ha de modificar sensiblemente su carácter: pasamos de Irene Dunne a Deborah Kerr, de Charles Boyer a Cary Grant, de María Ouspenskaya a Cathleen Nesbitt, de un protagonista de cuarenta y dos años a otro de cincuenta y tres, mientras que la edad de la actriz encargada de darle la réplica se mantiene en torno a los treinta y cinco años; además, tanto Grant como Kerr tienen mucho más sentido del humor del que puede esperarse de Boyer y —salvo «casualmente» en La pícara puritana, de Dunne—, lo que posiblemente haya acentuado en la segunda versión lo que tiene de comedia la historia, al tiempo que, paradójicamente —como indica su título original—, el tono de la narración se cargaba de nostalgia y de tranquila madurez: McCarey sabía que estaba de despedida, no de vuelta. Es probable, por tanto, que aprovechase la ocasión para corregir algún defecto del original —rodado a los cuarenta y un años— y, sobre todo, para improvisar de nuevo, afición a la que podía entregarse con más confianza que nunca, ya que contaba con una base y una estructura muy sólidas y flexibles. Además, An Affair to Remember era su primera película en seis años, y en ella empleaba por vez primera tanto el color como el formato ancho, lo que debió hacerle extremadamente sensible a los problemas de encuadre y composición, sobre todo teniendo en cuenta lo bien que se presta el cinemascope a los two-shots, que fueron siempre los planos preferidos por McCarey: ahora podía tener a los dos o tres personajes en que se centran sus escenas casi en primer plano y al mismo tiempo, juntos, compartiendo el cuadro; podía acercarnos con él a su intimidad sin aislarles, sin pausas artificiales o adicionales al cambiar de plano más que cuando el sentido de la acción así lo exigiese (contrariamente a la mayor parte de sus compañeros de promoción, McCarey se aficionó al nuevo formato y no volvió a rodar en el cuadrado ni en blanco y negro).
Aparte de tener —junto con algunos de Ford, como los de The Wings of Eagles (Escrito bajo el sol), 1957— los más hermosos, exactos y penetrantes planos-contraplanos de la historia del cine, An Affair to Remember es una película que (sin tender siquiera al plano-secuencia, puesto que para McCarey la unidad dramática básica, la que genera emoción y conflictos, es el plano, y el factor determinante del ritmo no fue nunca el marcado por los acontecimientos ni por el tiempo preciso para que los actores se desplazasen, sino el que sugieren la respiración, los latidos o el parpadeo de los personajes), precisamente por erigir su dramaturgia sobre la unión, separación y reunión de la pareja, elude todo corte que no responda a la evolución de las relaciones de Terry y Nickie. Por ello abundan los planos estáticos, que pueden parecer excesivamente «formales», pero que se deben únicamente a la voluntad de no insistir, destacar o subrayar con el dedo (principio de buena educación hoy perdido por el cine, pero tan natural en McCarey como su equivalente literario en Robert Louis Stevenson). A McCarey, como a muchos de sus contemporáneos, siempre le guió un doble respeto: a sus personajes y a su público. Tal vez eso le llevase a sobreestimar la atención y la buena voluntad de sus espectadores (o éstos se fueron haciendo más perezosos y cínicos) y por ello se quedó sin público, pero no podía hacer otra cosa, porque su afecto por los personajes le exigía esa elegancia de estilo, esa cortesía.
Veamos tres ejemplos, tomados de An Affair to Remember, de cómo McCarey aprovecha la anchura del formato que estrenaba para evitar todo énfasis, toda ruptura de ritmo y continuidad, toda intromisión del director.
1. De vuelta a Nueva York tras la travesía marítima en que ha conocido a Nickie, Terry confiesa a su amante Kenneth (Richard Denning) que se ha enamorado del célebre playboy. Están en la azotea que comparten desde hace años; Terry se apoya en la puerta acristalada, que gira y capta el reflejo del Empire State, en cuyo piso 102 se ha citado con Nickie dentro de seis meses, si para entonces siguen queriéndose y él ha conseguido ganarse la vida. Cualquier director hubiese aislado a Terry al final de la escena, y habría montado un primer plano de ella, anhelante, y un contraplano del edificio, planificación que equivaldría a una voz en off del narrador omnisciente (el director), explicando que Terry se acordaba de Nickie y esperaba con impaciencia que transcurriese el plazo de prueba. McCarey prefiere mantener a Terry entre Kenneth y el edificio que, en ese instante, representa a Nickie, enlazando las dos azoteas —el presente que se convierte en pasado y el futuro—, y dejar que seamos nosotros quienes interpretemos los sentimientos de la protagonista: el reflejo del rascacielos hace que seamos los espectadores quienes recordemos su cita, lo que nos lleva a compartir los sentimientos de Terry, al tiempo que el reflejo sobre cristal indica lo que de frágiles e ilusorios tienen sus proyectos, matiz que estaría ausente de un contraplano del edificio en sí. Además de no imponer o hacer explícito el sentido de la escena, la solución adoptada por McCarey es la más sencilla, económica y enriquecedora.
2. Tras la no comparecencia de Terry a la cita crucial, Nickie viaja para olvidar su decepción. Vuelve a Villefranche-sur-Mer, y le vemos llegar a la villa de su abuela (Cathleen Nesbitt), que visitó con Terry en una escala del crucero en que se enamoraron. Una hoja en la fuente, el descuido del jardín, nos hacen presentir con seguridad que la anciana ha muerto. En el interior se repiten más o menos los encuadres de la primera escena que se desarrolló allí, pero el cinemascope delata un doble vacío: sobra espacio por todas partes, la composición está desequilibrada, porque faltan la abuela y Terry. La soledad de Nickie, su fragilidad, se hace evidente, y no requiere comentario (nunca estuvo Cary Grant tan vulnerable). No es preciso, pues —para McCarey hubiese sido un abuso, un insulto a la inteligencia del espectador, una machaconería dramatizante imperdonable—, hacer planos-contraplanos de Nickie mirando con tristeza y de la butaca de la abuela, vacía para siempre, o del piano enmudecido; basta verle —en plano medio— acariciar distraídamente, al pasar, pensativo, un respaldo, la tapa del piano. Sobraría, igualmente, un flashback, por breve que fuese: ya lo estamos haciendo nosotros; con que resuene en su memoria una música, una canción, un par de frases, es más que suficiente. La elocuencia está reñida con la retórica.
An affair to Remember |
3. Para acabar, evoquemos la desgarradora escena final, el más triste happy ending que recuerdo. Es Nochebuena, y nieva lentamente. Nickie ha descubierto a Terry y va a visitarla. Ella está echada en un sofá, con una manta por encima, que cubre sus piernas paralizadas (él lo ignora). Muy dolido, Nickie finge indiferencia, miente —pide perdón por haber faltado a la cita— con amargura y despecho, con hiriente ironía, y está a punto de irse, destrozado, y dejando a Terry hundida, cuando de pronto, cuando está contando que regaló un cuadro de Terry con la mantilla de la abuela a una mujer —a la que no vio— que estaba… (no llega a decir crippled), le asalta una sospecha y antes de que Terry pueda detenerle, acelerando el paso sin dejar de hablar, busca el dormitorio de Terry, se asoma… No hay contraplano del cuadro, ni plano de reacción de Nickie: seguimos con él, vemos su estupor, su tristeza que se mezcla de felicidad y comprensión, y percibimos al fondo, borroso, el cuadro reflejado en un espejo situado detrás de la puerta que acaba de abrir. ¿Para qué más, que además obligaría a renunciar a la simultaneidad del descubrimiento por parte nuestra y del personaje?
Chaplin aprendió de Griffith, Porter y Sennett los fundamentos de un nuevo lenguaje. Lubitsch cambió de estilo al ver A Woman of Paris. El McCarey de Going My Way se acordaba todavía de Laurel & Hardy, y el de La pícara puritana había asimilado a Lubitsch, igual que Hawks y Cukor se apoyarían en él para seguir sus propios caminos. Hoy está a punto de extinguirse —queda, enfermo, King Vidor— la generación que supo hacer ese cine que había contribuido a inventar. Es urgente que los espectadores no olviden el arte de mirar y que los nuevos cineastas aprendan el de dar a ver sin señalar.
Publicado en el nº 15 de Casablanca (marzo de 1982)
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