El extraño juego de los siete errores que es la vida hace que se nos pase sin que logremos dar nunca en el clavo, sin acertar una sola vez el momento oportuno, llegando tarde a unas cosas y demasiado pronto para otras. Así se encuentra uno con que, cuando es ya considerado “viejo” para entrar de nuevo en casi cualquier empresa, todavía es excesivamente joven para haber vivido la época heroica del jazz en Madrid, que fue, por referencia, algo así como la “edad de oro” -dentro de lo que cabe, claro- de esta música en la capital de España… por lo menos, para los “aficionados”, ya que para los profesionales mucho me temo que resultaría más bien sangriento calificar así uno de los periodos más difíciles y hambrientos de una crónica que dista mucho de ser feliz -incluso si ellos mismos la recuerdan ahora con nostalgia y añoranza, idealizada por los juegos de ilusionismo a que tan propensa es la memoria, limadas las aristas por la distancia-, sobre todo si se rascan las apariencias y se hurga más allá de la íntima satisfacción de una noche inspirada, del consuelo de escuchar a los grandes, de la ilusión de llegar un día a tocar con ellos un standard tan querido como Now’s The Time, The Nearness of You, Like Someone in Love, I Remember Clifford, Crepuscule With Nellie o Ruby My Dear, I Can’t Get Started, Laura, Body and Soul, Moonlight Fiesta, Indian Summer, Canadian Sunset, Passion Flower, Sophisticated Lady, Koko, It Never Entered My Mind, Everything Happens to Me, Waltz for Debby, Send In the Clowns, Willow Weep for Me, Strange Fruit, Poinciana, Solitude, Prisoner of Love, Nardia, ‘Round Midnight, My Foolish Heart, In A Mist, Misty, Here’s That Rainy Day, Over the Rainbow, Softly As in a Morning Sunrise, With A Song in My Heart, Emily, The Shadow of Your Smile, The Man I Love o Lover Man, títulos cuya simple enumeración llenará de ecos y nostalgia los oídos y el corazón de muchos, y hará que resuenen estas melodías, a veces con su letra en inglés, en su cabeza, mientras que a otros, supongo, la mayor parte de estas canciones no les dirá, sugerirá o recordará absolutamente nada.
Pero seamos realistas, no caigamos con excesiva facilidad en el “cualquier tiempo pasado fue mejor”, hasta si fuera cierto que aquellos fueron tiempos mejores: entonces ocurriría lo mismo, seguro que ocurría, y encima serían menos, si cabe, los extravagantes individuos capaces de reconocer esas piezas más bien minoritariamente célebres -por lo menos en sus versiones jazzísticas- o que pudieran tararearlas y llevar el compás con el pie, no digamos tocarlas al piano, con una trompeta o un saxofón. Y el jazz estaba todavía peor visto que ahora como música, y el ambiente que había, eternamente incipiente, estadísticamente insignificante y con cierto aire de resistencia y clandestinidad, casi de catacumba, no debía de gozar de muy buena reputación ni de ser especialmente animado y festivo, sino más bien -la época manda, y las modas también- melancólico, depresivo y… nostálgico, aunque no de un pasado glorioso y rutilante, sino de un “otro lugar” (que quizá fuese el País de Nunca Jamás), lejano, ideal, soñado y para casi todos desconocido, al otro lado del Atlántico y probablemente perteneciente ya a otra época hasta en América. Eran casi siempre sitios de beber, pues entonces la gente se drogaba preferentemente con bourbon, aunque puede que algunos de ellos fuesen pioneros en el consumo de otros estupefacientes que formaban parte de la atmósfera -turbia de espeso humo, captado en las fotografías de época con aires de mítica niebla londinense-, y de la leyenda trágica de sus más celebrados intérpretes americanos, de los Charlie Parker a los Chet Baker, blancos o negros, jóvenes o viejos o maduros, cool o hot, swing o bop, en general “malditos” y marginados, sólo efímeramente triunfadores, casi siempre fracasados o incomprendidos. El modelo de estos clubs eran, por las referencias que tengo, las caves parisinas, último refugio de los existencialistas tardíos y sin causa, de los rebeldes pacíficos, de los estudiantes e intelectuales disconformes y abúlicos y de los artistas bohemios. Esa “música de negros” -y de blancos “apóstatas” o “renegados”- era lo más distante de la cultura oficial del franquismo que cabía elegir, incluso lo más ajeno al mundo cotidiano que nos rodeaba: aficionarse a ella no era, si no se quiere mitificar más allá de lo tolerable, un gesto de oposición ni de desafío, sino tácita declaración de la voluntad de no entrar en el juego, decisión de ni siquiera aceptar una discusión falseada de antemano, opción de soledad y de reservarse exclusivamente a las afinidades electivas, reivindicación de la ausencia de rumbo y probable síntoma de alteridad radical y absoluta, al menos momentánea. Señal de incongruencia, en suma, con el entorno que había caído en suerte, o en el que, sin alternativa posible, había ido uno a nacer.
Para los perseguidores de notas azules americanos que pasaron por aquí, casi sin enterarse, el tiempo de dos sets, o con un contrato que les permitía recalar una semana, Madrid no llegó nunca a ser una base permanente y estable, como lo fueron, según cuándo y para quién, otras capitales europeas de mayor tradición jazzística, como París, Copenhague, Ámsterdam o incluso Estocolmo, una ciudad habitable en la que establecerse con la familia, más que por el clima o el ambiente, o el carácter de sus moradores, por culpa de la falta de trabajo seguro y decentemente retribuido, pero fue, al menos, durante unos años, y en algún momento casi tanto como Barcelona, algo más que un espejismo y una visión fugaz: uno de esos islotes salvadores, un arrecife más al que los trotamundos podían aferrarse de vez en cuando para no ahogarse. Estuvieron aquí supervivientes de la primera gran época de esplendor, como Don Byas y Ben Webster, que habían conocido tiempos mejores y volverían a conocerlos, o el espectacular, cotizado y bullicioso Lionel Hampton, siempre de paso, o los todavía jóvenes Dexter Gordon y Johnny Griffin, el entonces desconocido pianista, hoy mítico para minorías fervorosas, Hampton Hawes, y tantos otros, más allá de festivales o conciertos excepcionales e infrecuentes.
Por Madrid y Barcelona pasaban, sobre todo, los menos famosos, lo más desesperados, las viejas glorias venidas a menos o los que, por mucho que se esforzaran, en América no lograban abrirse camino, ni sentirse cómodos en su pellejo, como Pony Poindexter o Booker Ervin. Creo que está por hacerse la crónica rigurosa -quién sabe si ilustrable, además, con grabaciones radiofónicas o privadas- de los transeúntes del jazz que hicieron escala en Madrid, que una noche atravesaron la soledad y la penumbra con sus viejos instrumentos, heredados o de segunda mano, quizá todavía más solos y desorientados que de costumbre, acompañados casi siempre por jóvenes o eternas promesas locales, más voluntariosas y entusiastas que realmente competentes, con más afición que práctica y experiencia, que esperaban de los visitantes ilustres -o, al menos, genuinos- la inspiración por contagio y que, todavía más deseosos de aprender que de ayudarles a tocar, poco apoyo que no fuese moral podían prestarles.
Yo estoy seguro que quienes tenían por entonces edad suficiente para trasnochar y que diversos tipos de cancerberos más o menos vistosamente uniformados les dejasen entrar en Balboa, Whisky Jazz o Bourbon recuerdan con extraordinaria nitidez y con auténtica añoranza esa época, que poco tuvo de feliz en sí misma, pero que coincidió con la estación de su juventud y sus grandes esperanzas. Siempre que los que tienen cinco, diez, quince o veinte años más que yo hablan de esos tiempos se nota en ellos un cierto orgullo de haber sido pioneros o precursores, propagadores de la “buena nueva” y resistentes ante la penuria y la adversidad, y una sensación que nadie podrá arrebatarles de haber vivido algo que valía la pena y que nunca volverá, y cuyo valor intrínseco se ve aumentado por el carácter excepcional y algo confidencial de aquellos encuentros, por la dificultad que suponía organizarlos, por el ansia que los precedía y por lo profundamente que esas ocasiones tenían que grabarse en su memoria para alimentarles durante los largos periodos de hambre y de sequía que solían separar una visita de otra, si la anunciada o rumoreada y tanto tiempo esperada no se frustraba en el último momento porque Chet Baker perdía el avión en Roma o le robaban la trompeta que no tenía dinero para reponer. No se trata, porque sería masoquismo, de hacer cuentas de lo que, simplemente por ser más jóvenes, nos hemos perdido algunos aficionados al jazz, ya que también es cierto que las circunstancias se fueron haciendo menos malas y menos estrictas, y que tuvimos, en cambio, mejores ocasiones discográficas, pese a que nunca ha sido nuestro país un buen punto de venta de discos de jazz, pero puede lamentarse que Madrid no haya sido motivo de inspiración para los músicos de jazz, como Milán, Londres, Estocolmo o tantas y tantas veces París, y que sus calles no hayan sugerido algún blues nocturno, alguna honda balada que reflexione acerca de la soledad que se puede sentir en medio de la alegría y el barullo. Porque Madrid, como tantas grandes ciudades -si no todas- tiene lo bastante copiado o contagiado de Nueva York, Los Angeles, San Francisco, Nueva Orleans, Kansas City, Detroit o Chicago como para que le resulte muy fácil a un americano sentirse solitario en medio de la multitud bulliciosa y apiñada, como para encontrarse a las 3 o a las 4 de la mañana caminando a la orilla de un rio fantasmal y raquítico, como para seguir buscando a cualquier hora un último bar abierto o un rincón madrugador donde empezar el día tomando cafés para tratar de despejarse. Para un americano, además, Madrid representa un grado de exotismo entre oriental, europeo y sureño que a nosotros nos pasa desapercibido, y hasta puede encontrar, si es musulmán, algunos rasgos que le hagan recordar la Meca omnipresente. Todo ello unido a la existencia de night-clubs, snack-bars, barras americanas, chicle, perritos calientes, cervezas, vinos y coca-cola, u hoteles -lujosos, modestos, cochambrosos-, tanto funcionales a la americana como ostensible y suntuosamente pertenecientes al Viejo Mundo, lo que les permitía sentirse, a su gusto, y según la hora y el humor, tanto desarraigados como en territorio familiar, tanto en casa como tan lejos de ella como pudiesen desear encontrarse, y siempre lo bastante bien comunicados como para -si no podían soportar la distancia- saltar a un avión y ponerse en pocas horas, sin equipaje incluso, en Nueva York o Boston.
Quizá estuvieron siempre demasiado perdidos, o yéndose o pensando en irse ya al llegar, cuando pasaron por nuestra ciudad para fijarse con un poco de detenimiento y atención en ella, y descubrir sus placeres secretos y sus maravillas ocultas, que no suelen ofrecerse a la primera mirada distraída y presurosa, sino que requieren un espíritu abierto y un paciente caminar por la Gran Vía, mojarse los pies en la Cibeles, remar en el estanque del Retiro, desembocar en plena noche en la amplia Plaza Mayor, ver el alba asomar por el Campo del Moro, sentir la amenaza de esa permanente invitación al suicidio que es el Viaducto, contemplar la elegancia armoniosa sin renombre internacional ni prestigio arquitectónico del Palacio y el Teatro Real y las Plazas de Oriente y de la Ópera, atravesar de madrugada las callejas del Madrid de los Austrias, la Puerta del Sol o la calle de Alcalá buscando chocolate con churros, perderse en el variopinto desbarajuste del Rastro o ir a las carreras de caballos en el Hipódromo de la Zarzuela… puede que su tiempo de libertad diurna se consagrase demasiado exclusivamente a las corridas de toros, y que sólo entreviesen el Madrid diurno, el laborioso y azacanado, desorganizado y anárquico, que no es probablemente el más acogedor ni el más atractivo para un extraño; los más cultos se verían monopolizados, si se tenían en pie por las mañanas, por la obligatoria visita al Museo del Prado, y llegarían a él en un taxi, con párpados cargados de sueño y gafas negras para protegerse del sol, sin ánimo para contemplar la calle y ver la dorada luz matinal que baña -incluso a través de la neblina y la humareda de las calefacciones- Madrid en otoño, invierno y primavera. Y es posible que los managers, intermediarios y agentes fuesen menos aficionados al jazz que sus equivalentes franceses, o menos capaces de hablar en inglés, o menos atentos y admirativos, con lo cual poco a poco dejamos perderse la ocasión de que alguno de los grandes jazzmen que pisaron nuestra capital se dedicaran lo bastante al callejeo y al tapeo como para llegar a conocerla, a captar su ritmo, a sentirse en armonía con su feeling, a medir su espacio y calibrar su color hasta sentirse a gusto en él, un poco como en casa, o como en la casa lejana perdida y recordad de su niñez, antes de empezar la lucha por la vida entre las inhóspitas manzanas de rascacielos de la gran ciudad. El caso es que Madrid se quedó sin himno jazzístico, quién sabe si para siempre, y pasó a ocupar un puesto secundario, de mero complemento, en las rutas principales del jazz.
Publicado hacia 1981 en una revista.
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