Es difícil comprender por qué esta película fue en su momento causa de escándalo. No hay en ella provocaciones como las que algunos pueden encontrar, si las buscan, en La edad de oro: todo es aquí elegancia y soltura, drama pero también gracia, sensibilidad y discreción; la acidez y la caricatura alternan sin ruptura con la nobleza y el sentido moral. No creo, pues, contra lo que se ha dicho siempre, que fuesen los temas de La Règle du jeu lo que soliviantó a sus contemporáneos ni el ver que la pantalla les devolvía un reflejo que —como con su vandálica e intolerante conducta ellos mismos se encargaron de demostrar— no hacía sino enaltecerles. El problema era, ha sido y podría ser aún, si esta película no hubiese alcanzado ya el estatuto de «clásica» cuando todavía se mantiene viva y en vigor, otro bien distinto, a mi entender: La regla del juego es, como quien no quiere la cosa, tal vez sin que el propio Renoir se lo propusiera o se percatase de ello a tiempo de evitarlo, una obra de vanguardia, innovadora y audaz, que se aventuraba en terreno entonces desconocido, incluso hoy poco transitado, salvo por cineastas marginales o marginados, como Straub, Rivette, Raúl Ruiz, Bresson, Pialat, Godard, Eustache, De Oliveira, es decir, los que piensan que Dreyer, Ford, Mizoguchi, Lang o Buñuel no hicieron cine para que luego vengan otros a remedarles ni para las filmotecas, y que tratan de prolongar los senderos por ellos abiertos a machetazos con sus nuevos machetes, igualmente afilados.
Naturalmente, Renoir no tiene nada de falso profeta, y no presumió nunca de sus audacias. Se contentó con hacer lo que nadie hacía, y no por pretensiones de originalidad, sino porque así veía las cosas y creía que su manera de mostrarlas era, si no la única ni la mejor, más justa o progresista, sí la más adecuada a sus intenciones. La regla del juego aparenta no romper nada, y sin embargo viola todas las reglas comerciales y académicas —tan a menudo las mismas— vigentes en 1982 en más de medio mundo. Estoy convencido de que, de acabar de rodarse, sería considerada inestrenable, si no impresentable, y condenada a languidecer en los circuitos de arte y ensayo, a los que, como es evidente, se la ha desterrado definitivamente.
Para ser marginal no basta con ponerse esa etiqueta. Hay que, más simplemente aún, pero con mucho más riesgo, estar al margen, que es tanto como fuera de la ley (aunque sea «la ley del mercado») y no atender otra demanda que la de la propia exigencia de integridad y de hacer lo que de verdad, para uno, vale la pena. Así que, para mí, una película marginal no es Arrebato, sino L'Atalante, Sauve qui peut (la vie), La Maman et la Putain, Nous ne vieillirons pas ensemble, Chronik der Anna Magdalena Bach, L'Hypothèse du tableau volé, Im Lauf der Zeit, Jonas qui aura 25 ans en l’an 2000, Gertrud, Quatre Nuits d'un reveur, la apropiadamente llamada The Edge, The Naked Kiss, El ángel exterminador, Le Testament du docteur Cordelier o, en la acepción más absoluta y literal de la palabra, La Règle du jeu. Esta última lo es tan totalmente porque, quizá por vez primera, empuja el drama a los márgenes de la acción, y los desplazamientos de los actores a los bordes del encuadre, haciendo de las entradas y salidas de campo el eje dinámico de sus evoluciones. Los personajes más dramáticos son, justamente, los más periféricos, los que durante casi todo su transcurso se mantienen en la orilla, para luego, súbitamente, zambullirse en la tragedia (Octave), o los que, iluminados al comienzo, pasan a ocupar un segundo plano, en la penumbra, para verse finalmente proyectados al protagonismo involuntario (el aviador Jurieu), o bien aquellos que —como Christine— vacilan temblorosamente o, por el contrario —como su marido, Robert de la Chesnaye—, son víctimas de una excesiva movilidad, delatora, bajo una capa de afectada seguridad de «hombre de mundo», de idéntica falta de confianza en sí mismo, de la misma zozobra frente a la necesidad de elegir, ante el peligro que suponen los sentimientos. Y Renoir ha sabido mover sus peones con una gracia que los humaniza, precisamente porque no ha retrocedido ante el riesgo que suponía seguir sus saltos de una actitud a la contraria, sus bruscos cambios de humor, los imprevistos giros de la enredada trama, los continuos quiebros de tono que el juego del azar y la lógica requieren. Todo en La regla del juego es movimiento, tránsito, fugacidad, idas y venidas por un pasillo sin fondo, en un escenario abierto, sin límites, en el que reina el tiempo. Por eso resiste tan bien su paso.
Publicado en el nº 16 de Casablanca (abril de 1982)
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