Film maldito de la entera aunque poco numerosa obra de Dreyer, no sólo rodado en plena guerra – en Suecia en lugar de la Dinamarca ocupada –, con medios visiblemente exiguos y actores no elegidos por el realizador (aunque no creo que tuviese queja de Wanda Rothgardt), de breve duración (pero enorme y claustrofóbica intensidad, tensión y giros), sino condenado por una mala reputación generada, cuando apenas nadie la había visto, por el mismísimo Dreyer, y ya se sabe que cuando ni el propio autor tiene nada bueno que decir, no van a molestarse en encontrarlo los críticos, ni van a atreverse a contradecir a uno de los maestros del cine. Y así ha sucedido, en general, pese a que a algunos – creo que conmigo sé de otros dos – encontramos que Två manniskor, sin ser tan grande como Gertrud (1964), Ordet (1954/5), Vredens Dag (1943), cosa no al alcance de muchas otras, no es inferior a Vampyr (1931/2) ni a las restantes de sus mejores películas, a menudo más célebres y apreciadas por su autor.
Si se piensa un poco, es raro que los cineastas sean buenos críticos, y más aún de su propia obra. En general, han imaginado o soñado unas imágenes, un ritmo, una fascinación, una fluidez, unos rostros que a menudo, por los más diversos motivos, no han logrado o podido conseguir. De ahí que a menudo se sientan insatisfechos hasta de sus mejores logros. Años después de Vertigo (1958), Hitchcock lamentaba haber tenido que usar a Kim Novak en lugar de Vera Miles, que puede ser mejor actriz pero mucho menos fascinante y misteriosa. De modo que, si uno se olvida de los reproches poco elocuentes de Dreyer, y la contempla sin prejuicios, con atención e interés, es posible encontrar en Två manniskor motivos sobrados para admirarla.
Comprimidas en poco más de hora y diez ejemplarmente tensa, Dreyer nos cuenta, en realidad, no dos sino tres vidas: la de Marianne (Wanda Rothgardt), su marido el científico Arne Lundell (Georg Rydeberg) y – muy elípticamente, pues sólo entrevemos su silueta sombreada, en un plano que recuerda Vampyr – su rival Sander. No se nos cuentan en orden ni sucesivamente, sino que se van desvelando a través de gestos y movimientos – a veces anticipados por un desplazamiento revelador de la cámara – de dos actores y del diálogo cambiante, de interrogatorio, de complicidad, de temor, de sorpresa, de confesión, de indignación, de desprecio, de arrepentimiento, de irrealista esperanza, de fatalismo, de la pareja, que a lo largo de esas diversas actitudes y tonalidades pasa revista a su relación de cuatro años, con sorpresas constantes de uno y otro, y del espectador. Nunca una casa – casi una habitación – se ha movido y agitado tanto internamente como lo hace el hogar-laboratorio de Arne y Marianne.
Es una película que puede hacer pensar en algunas de Alfred Hitchcock – Rebecca (1940), Suspicion (1941), e incluso que estaban todavía por hacer, como Notorious (1946), The Paradine Case (1947), Rope (1948), Under Capricorn (1949), Stage Fright (1950), Strangers on a Train (1951) y I Confess (1953) – o de Ingmar Bergman – Till glädje (1949/50), Sommarlek (1950/1), Sommaren med Monika (1952/3) o Kvinnodröm (1955) –, y que a mí me recuerda, en el cine más reciente, las películas de adultos (sin tema infantil o adolescente) del danés Nils Malmros. Es decir, que es fundamentalmente una película de suspense – cosa, si se me permite, nada nueva en Dreyer, desde Præsidenten (1919) hasta Gertrud -, y dramáticamente basada en el progresivo desvelamiento de la verdad oculta tras las apariencias, como Vampyr o Vredens Dag.
No se trata, por tanto, de una obra ajena ni a las preocupaciones de Dreyer ni a su más bien cambiante estilo – sobre todo, los saltos de La Passion de Jeanne d’Arc (1927/8) a Vampyr, y de Vampyr a Vredens Dag –, que invita al espectador a mirar muy atentamente cada mirada, cada gesto, cada detalle, cada movimiento, e incluso a sospechar o desconfiar de las apariencias – la celeridad con que Marianne quema el pañuelo manchado de sangre de Arne –, pendiente al mismo tiempo, como ellos, de los sonidos que llegan del exterior – ladridos, sirenas, frenos de coches, campanadas – y de los que proporciona la radio, música o noticias. A estas se agregan las que traen los periódicos, alguna llamada telefónica o un cartero. Pues resulta que Sander primero parece haberse suicidado, después resulta que ha sido asesinado, y que hay factores que convierten a Arne en sospechoso.
Y es un curioso detalle, que hoy sospecho impracticable en un guión, que todo estalle cuando, tras citar un poema y discrepar acerca de la literalidad de un verso, aparece en el libro que coge Arne para demostrar que él tenía razón una carta dirigida a Marianne, que él se empeña en leer pese a la resistencia de ella, y que resulta ser de Sander, el científico que ocupa un puesto superior al de Arne, que ha acusado a éste de haberle plagiado…y que resulta haber sido amante de Marianne, hasta que ella conoció a Arne. Esta revelación desmorona la confianza de Arne en su mujer, a la que insulta y expulsa de la casa. Hace así aparición el tema recurrente de Dreyer, la intolerancia, la sospecha, la súbita desconfianza, los interrogatorios implacables. Pero antes de que ella salga, Arne se echa a llorar y al final la perdona. Y es entonces cuando Marianne revela que fue ella quien mató a Sander, con la pistola y los guantes de Arne, que en realidad fue Sander quien copió el trabajo de Arne, facilitado bajo chantaje por Marianne, y que Sander pretendía que ella dejase a Arne y se casase con él. Planean entonces, totalmente ilusorios, huir juntos, pero Marianne se ha tomado un veneno, así que Arne se toma el resto y ambos se suicidan juntos, en un doble suicidio entre japonés y romántico, pero matizado críticamente por la petición de Arne de que Marianne le cante una nana en italiano, lo que a mi entender siembra dudas acerca de la madurez emocional del científico, que por otra parte parecía incapaz de sacar conclusiones de los abundantes indicios que permitían sospechar de la culpabilidad de Marianne. Un final que, por tanto, añade al clímax un signo de interrogación. Tras la compresión en poco más de 70 minutos de todo un melodrama argumental, pero tratado con sobria y escueta frialdad quirúrgica por Dreyer, surge la duda y se revela la debilidad de los personajes. Pienso que el cineasta no ha querido sublimar un final desesperanzado y un tanto inverosímil sin manifestar un cierto grado de reserva y escepticismo.
Escrito en 2010.
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