Este film de fuego y libros es lo más parecido a un panfleto que puede encontrarse en la obra de Truffaut, cineasta indirecto y sutil hasta cuando protesta, grita o se desgarra. Defensor de los libros de bolsillo —de esa «cultura de masas» que está tan de moda vilipendiar, de forma un tanto sospechosa y poco clara— en los que adquirió todos sus conocimientos, y gracias a los cuales, metódicamente, accedió a la cultura, Truffaut tenía que interesarse por la parábola anti-McCarthy que es la novela de Bradbury; además, tras el sórdido realismo que impregnaba —lirismo aparte— La Peau douce, Fahrenheit 451 le permitía dar rienda suelta a su moderada tendencia a lo irreal: una acción abstracta, unos personajes poco matizados, una época futura e imprecisa, un rodaje lleno de dificultades técnicas, una ocasión única para aplicar las enseñanzas visualizadoras de Hitchcock. Fracasados varios intentos de rodar el film en Francia, Truffaut acabó en Londres, entre un equipo cuyo idioma natural no dominaba, un poco envuelto en un ambiente de ciencia-ficción. Alejado del «modernismo simulado» de tantos otros cineastas contemporáneos, irónico frente al género, Truffaut no fue demasiado lejos en los terrenos del futurismo y de los «gadgets», y salpicó el film de objetos anacrónicos, aun en 1966 pasados de moda, que acercaban al presente el sentido de la fábula.
El hitchcockismo de este film llega al extremo de que podemos encontrar escenas casi idénticas a otras de Cortina rasgada, film contemporáneo y estrenado más tarde que Fahrenheit. Pero lo más hitchcockiano del film se halla en el doble matiz de atracción-repulsión respecto al fuego que revela el film: Truffaut está en contra de los bomberos incendiarios, destructores de libros, pero cada plano de hojas de libro que se queman, se ennegrecen, se retuercen, crujen y se desvanecen revela una fascinación —que comunica al espectador— que relativiza todo posible maniqueísmo inicial. Fahrenheit es un cuento de hadas invertido, como Cortina rasgada o Los 39 escalones: los bomberos no apagan incendios, sino que los provocan; los libros no representan un valor cultural y positivo, sino una amenaza que hay que destruir. Y el niño de la historia, el bombero Montag (Oskar Werner), aprenderá a leer y a amar los libros, iniciado por el hada Clarisse (Julie Christie) que —curiosamente— comparte su rostro con la bruja Linda (Julie Christie), su esposa, que le entrega a los ogros, sus compañeros bomberos. Film abstracto, irrealista, que parece una mezcla de «Nacimiento» y árbol navideño, lleno de figuritas de azúcar y juguetes de plástico (el rojo coche de bomberos), finaliza con una de las más hermosas explosiones líricas y visuales de la obra de Truffaut: en un claro del bosque, junto a un lago, entre los vagones de un tren cuyas vías abandonadas no llevan a ningún lado, bajo los copos de nieve que caen incesantemente hasta borrar las imágenes y devolver a la pantalla su blancura originaria, los hombres-libros, especie de guerrilleros de la cultura que viven en el anonimato y la clandestinidad, pasean de un lado a otro recitando cada uno el libro en que se ha convertido, y que retiene en su memoria para los tiempos futuros.
Publicado en el nº 103/104 de Nuestro Cine (noviembre-diciembre de 1970)
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