Debo advertir que las páginas que siguen no aspiran al análisis de los aspectos de la obra de Godard enunciados en el título, para los que no cuento con espacio (ni tiempo), y para lo que, además, requeriría el apoyo de abundantes imágenes cuidadosamente escogidas, dispersas en su dilatada filmografía, y nada fáciles de conseguir. Sobre todo, porque muchas de las películas en las que estos rasgos se manifiestan de modo más patente se cuentan entre las menos vistas y hoy de más difícil acceso de cuantas ha hecho Godard: cortos, mediometrajes, encargos (nunca emitidos) de diversas televisiones, películas de muy escasa circulación, financiadas por fundaciones o museos…
Mi ambición es considerablemente más limitada, aunque temo que no por ello mis objetivos sean mucho más realistas: ya me conformaría con llamar la atención hacia ciertos elementos muy específicos y característicos de su labor creadora -que no han recibido la atención que, a mi modo de ver, merecen-, e incitar a otros a que, en esta línea, acometan por su cuenta un estudio pormenorizado, para el que, por otra parte, tampoco cuento con el bagaje técnico-cultural que, intuyo, sería conveniente.
Sirvan estas líneas, pues, como meras pistas y como invitación implícita a emprender la exploración de múltiples elementos plásticos (en el sentido más amplio) -en gran parte de eso que algunos, los “puristas” más inmovilistas, podrían calificar de “extra-cinematográficos”- que encuentro particularmente significativos y productivos, no sólo por haber sido estudiados apenas, sino que pocos cineastas, incluso entre los que en algún momento han reivindicado una cierta filiación “godardiana” que hoy niegan, se han animado a prolongar o desarrollar pese a la existencia creciente de medios técnicos que, con costes muy reducidos, permitirían multiplicar este tipo de experiencias fundamentales para la ampliación y renovación del concepto de cine, y necesarias para su supervivencia como algo vivo e interesante, como arte y no como mero entretenimiento, como experiencia y expresión más que como puro negocio.
Ya sé que está casi “de moda” tratar a Godard como a una especie de “último dinosaurio”, anacrónico superviviente irreductible de un modo de entender el cine del que pocos tienen nociones medianamente claras y otros parecen haberse empeñado en olvidar. Incluso un brillante novelista al que siempre he tenido por inteligente ha creído rendirle tributo, hace unos días, con una columnita que, leída con un mínimo de atención, resultaba involuntariamente despectiva, aparte de que revelaba cuán poco al corriente de la evolución de Godard estaba el autor de esas extemporáneas líneas, y con qué facilidad se cree en este país que en el resto del mundo se le hace el mismo caso omiso. Comprendo que a la mayor parte de los directores en activo, a los que yo más bien calificaría, a lo sumo, de “realizadores”, les irrite que algunos consideremos que un viejo de casi 75 años -los cumplirá el próximo 3 de diciembre- siga siendo lo más nuevo y avanzado que ha dado el cine, pero podría replicárseles (si tuvieran algún mérito que hiciese obligatorio darles explicaciones por manifestar una convicción que para ellos constituye, por lo que se ve, una afrenta) que la culpa es estrictamente suya: es decir, de aquellos que, en lugar de avanzar a partir de sus hallazgos y de la libertad que conquistó, en principio para todos, se han empeñado en ignorar unos y otra, y han tendido a retroceder. Si Godard sigue encabezando la vanguardia, sin siquiera proponérselo, es porque los demás han tomado otros rumbos, muy divergentes, y avanzan como el cangrejo.
Le mépris |
Aunque las primeras películas de Jean-Luc Godard, rodadas en blanco y negro y en escenarios naturales, le granjearon fama de “improvisador”, cuando no -entre sus más fervientes detractores, que surgieron tan pronto como sus admiradores casi incondicionales- de inepto o “descuidado”, reproche que no dudaban en sumar, unas líneas arriba o abajo, a la acusación de “formalista”, sin advertir la contradicción ni molestarse en conciliar ambos calificativos. Todo esto a partir de su tercer largometraje, que fue el primero en color y formato Scope, el muy poco conocido musical “sui generis” Une femme est une femme (1961). Así es como su cine empieza a tener un tratamiento plástico mucho más elaborado y evidente o, si se prefiere, más patentemente deliberado, con casi brutales yuxtaposiciones de superficies de los colores primarios, y vago esquema cromático dominante burlonamente tricolor (rojo, blanco y azul), que se desarrolla y enriquece, con sucesivas matizaciones, en Le Mépris (El desprecio, 1963), Pierrot le fou (Pierrot el loco, 1965), 2 ou 3 choses que je sais d'elle y Made in U.S.A. (1966), que se extrema en La Chinoise y Week end (1967), e incluso en Le Gai Savoir (1968), y luego se diluye durante la fase militante-colectivista, para resurgir, desde otras posiciones y con una gama mucho más rica y refinada, desde Tout va bien(1972). Tras el impacto reconocido que para Godard supuso el tratamiento “físico” e “irrealista” del color ideado por Michelangelo Antonioni en II deserto rosso (El desierto rojo, 1964), Godard empieza a experimentar en esa línea “anti-naturalista” y manipuladora, quizá por vez primera en Made in U.S.A., y de forma más constante en varias de sus obras más recientes, quizá sobre todo en la segunda parte (en color, tras una primera en blanco y negro) de Éloge de l'amour (Elogio del amor, 2001).
A partir de Le Mépris, todavía hoy su obra más “clásica” y serena, más cercana a la narración lineal, aparece un componente intermitentemente esencial durante años: el paisaje centrado en el mar, los bosques y matorrales, algunos ríos y -desde Sauve qui peut (la vie) (1979) y durante buena parte de la década de los 80- algún lago suizo, tratada su orilla como si fuese la de un mar, y también en algunas películas, aunque en otras permanezca casi invisible, el cielo a veces surcado por nubes, aviones, estelas de reactores.
Conviene no olvidar, sin embargo, que ya en À bout de souffle (Al final de la escapada, 1959), había hecho su aparición una característica particularmente distintiva e infrecuente en el cine, incluso en el muy posterior, que se revelaría curiosamente perdurable en Godard, puesto que, hasta la fecha, y tras sucesivos avatares, con cambios superficiales unos y casi subterráneos otros, nunca la ha abandonado: me refiero a su rara afición de jugar con la combinación de diferentes texturas, una herramienta nunca formulada teórica o programáticamente, y sobre la que no recuerdo que se le haya preguntado o que se haya comentado más que de pasada (por ejemplo el poeta Louis Aragón en su muy perceptivo texto de 1965 sobre Pierrot le fou). Dicha combinación de texturas es algo que el cine de todas las épocas y procedencias tiende a evitar y, cuando no le queda otro remedio, trata de minimizar o, cuando menos de disimular. De lo contrario, la mayoría de los cineastas, y no digamos los responsables de la fotografía y los productores, distribuidores y exhibidores, siempre más pendientes del acabado y la presentación, incluso del “envoltorio” de lo que ven, como un producto en venta, y del que parecen temer que el público note demasiado su significado o sentido, y que asuma que lo que está contemplando durante la proyección es una película, un artefacto, una construcción, y no la realidad vista y reproducida fielmente con un instrumento objetivo, neutral y transparente (o una obra de teatro desde una localidad buena, próxima y centrada).
A Godard, en cambio, no le ha importado o preocupado nunca, por no decirlo de modo más tajante, que el espectador tuviese tan presente como él mismo el hecho (para Godard incuestionable, y parte de su gracia) de que el cine no muestra, sin más, la realidad, sino que la “reproduce”, selectivamente desde el momento mismo en que se encuadra - y al hacerlo, se elige una parte y se elimina otra, y se determinan las proporciones- y con una cierta distorsión, intencionada o inevitable incluso muy a pesar de deseos o propósitos de algunos de los artífices, y que esa supuesta “realidad”, para colmo, es casi siempre algo colocado, dispuesto o creado ante la cámara, cuando no para ella, y por lo tanto no azaroso o casual, o en escasa medida, sino predominantemente fingido, a veces un puro simulacro y una completa ficción. Es más, puede decirse que Godard a menudo ha deseado intensificar esta percepción, pese a que al público -deseoso de preservar la ilusión de mirar como si ante sus ojos desfilase la realidad- no suela agradarle, y ha puesto deliberadamente ante la mirada del espectador las huellas de la manipulación y del montaje (otro tanto puede decirse de la banda sonora de sus películas, llena de material preexistente, tomado en préstamo, fragmentado y reordenado, tanto de libros como de discos o de otras películas).
No se trataba, pues, de un error, un descuido o un defecto debido a la falta de medios, que le obligara a aprovechar fragmentos de películas de marcas y características técnicas diferentes y heterogéneas, o materiales de segunda mano, y entre ellos los peor conservados o de más imperfecto acabado, sino de una opción estética y moral sumamente radical, de la que no se ha apeado con la edad, y en la que nunca ha insistido. Aunque el título de uno de sus textos de los años 60, cuando ya era un cineasta que ocasionalmente escribía, On peut tout mettre dans un film -literalmente “se puede meter todo en una película”-, parece defender esta y otras prácticas inusuales, más aún hoy que entonces, de las muchas iniciadas o recuperadas por Godard.
Por otra parte, es rara la película en color de Godard que es sólo o meramente “polícroma” en todo su metraje, y no contiene algún pasaje “monocromo” (curioso adjetivo, por cierto: de ser exacto no se vería nada, todo sería blanco o negro), o algún objeto que lo es, y que durante unos instantes nos hace preguntarnos si el color se ha “desvanecido” o si se ha producido un salto de montaje a otro tipo de material, en blanco y negro esta vez. Entre las rodadas en blanco y negro, frecuentes y mayoritarias hasta 1964, muy aisladas ya después, además de recorrer toda la (infinita) gama de los grises y tratar de acercarse cuanto fuera posible tanto al blanco brillante como al negro absoluto, mate o reluciente, contrastadísimos, de las viejas películas impresionadas en nitrato de plata, y que dejaron de emplearse unos diez años antes de que Godard empezase a realizar largometrajes, ha procurado imitar las diferentes clases de películas, ortocromáticas y luego pancromáticas, que se emplearon en los primeros años del mudo, con su variedad de intensidades del blanco, las primeras más contrastadas y tendentes al gris las segundas. También ha incluido con relativa frecuencia fotogramas o planos en negativo, muy especialmente en Alphaville (1965). En las filmadas en color, ya en Le Mépris, y luego en Pierrot le fou o el episodio Anticipation de Le Plus Vieux Métier du monde(1967), Godard ha virado o tintado algunos planos en un solo color.
À bout de souffle |
No siendo particularmente adicto a jugar con los cambios entre las diferentes distancias focales de los objetivos, las ha variado lo bastante como para que esa uniformidad que la mayoría persigue sea casi inencontrable en un film de Godard. Se notan las diferencias de foco, nitidez y profundidad de campo, de tonalidades y de “granulosidad” dentro de la supuesta “bicromía” del blanco y negro, del mismo modo que son frecuentes los “collages” de imágenes nuevas e imágenes antiguas, de archivo, de documentales o de obras de ficción, en variable estado de conservación, y cuando ha podido rodar en estudio, de decorados y escenarios naturales, exteriores e interiores.
Además, y también desde muy pronto, Godard ha incorporado -ampliándolos o no, en todo caso con nitideces y “granos” muy variables- a películas de 35mm fragmentos rodados en 16mm, a veces en super 8 u 8mm, o, ya más tarde, en vídeo Betacam, combinando igualmente imágenes tomadas con pequeñas cámaras Arriflex y con grandes y pesadas Mitchell, a mano o en grúa, en dolly o traveling, o instaladas sobre trípode, es decir, con diversos grados de temblor -siempre un recurso emotivo- o de estabilidad.
En los últimos tiempos se ha hecho frecuente que Godard mezcle cosas rodadas en soporte químico 35mm con otras filmadas en vídeo digital o con una mini-Aäton de 16mm. No recuerdo, en cambio, que hasta ahora haya usado nunca la steadycam (o ha procurado que no se notase, al contrario de lo que hacen los demás) y en pocas ocasiones (y siempre muy sensiblemente, sin el menor disimulo) ha recurrido al zoom.
Godard prefiere a ese tipo de distorsión, y a la que produce el cambio de foco dentro de un plano, hacer visible el montaje (no olvidemos que uno de los primeros artículos que publicó, en época en que se llevaba la tendencia contraria -Bazin había escrito Montage interdit, “Montaje prohibido”-, se titulaba Montage mon beau souci) y manipular -más ostensiblemente de lo que fue práctica normal durante el mudo, cuando la cámara y el proyector movían la película “a golpe de manivela”- la velocidad de filmación (y por tanto, en sentido opuesto, de proyección), como si tratara de descomponer las imágenes, de recordar que en el cine el movimiento es una mera ilusión creada, con ayuda de la persistencia retiniana y del dispositivo de los proyectores llamado la Cruz de Malta, y que en realidad consiste en una serie de fotos fijas, los fotogramas, que se suceden a una velocidad de 24 imágenes por segundo (en el cine) o de 25 (en la TV, en los vídeos, en los DVDs que meramente trasladan de soporte un master de vídeo). Este tipo de “descomposiciones” de la imagen en el tiempo aparecen cuando empieza a ensayar con vídeo (Numéro Deux, 1975; Comment ça va?,1975-78), las introduce en el cine “comercial” en Sauve qui peut (la vie), y tienen particular presencia en obras de diversos metrajes como las largas series de TV 6 fois 2 (1976) y France Tour Détour Deux Enfants (1977-80) o Lettre à Freddy Buache, à propos d'un court-métrage sur la ville de Lausanne (1981), o los ensayos maqueta que prologan o analizan algunas de sus obras de los 80, como Passion (Pasión, 1982).
Pero no queda ahí la cosa. Desde muy pronto, Godard no sólo ha combinado fotografías fijas que simulan el movimiento, sino también fotos de verdad, o filmaciones de imágenes fijas, desde un cartel hasta un cuadro o una pared, una postal o un texto manuscrito con su inconfundible caligrafía, a veces con esquemas y flechas, con tachaduras, con un rotulador rojo, azul o negro que convierte una letra en otra, que enlaza dos ideas, que a su vez monta dentro de la imagen, unas veces ante nuestros ojos, mientras sucede, otras veces elidido ese momento, ya concluida la acción. Lo mismo ocurre con su máquina de escribir portátil, o eléctrica o, últimamente, con su ordenador personal, de los que se sirve desde mediados de los 80, como desde un decenio antes emplea el vídeo para las más variadas funciones, sin desaprovechar las posibilidades de desaturar o saturar el color, de ralentizar, detener o acelerar el paso de las imágenes, de superponerlas o combinarlas en una suerte de “encofrado” o montaje dentro del plano. El punto máximo de esta tendencia es su película más importante de las últimas décadas, Histoire(s) du Cinéma (1986-1998), gigantesca serie compuesta básicamente de material preexistente, no filmado por Godard.
Los textos, muchas veces manuscritos, a menudo filmados mientras los escribe, constituyen, como su voz en off o sus apariciones ante la cámara, esporádicas en sus primeras obras -desde À bout de souffle, hasta Le Mépris (El desprecio, 1963)- y en las de otros cineastas como Claude Chabrol (en Les Cousins, 1958), Jacques Rivette (Paris nous appartient, 1960) o Agnés Varda (Cléo de 5 à 7, 1962), o más dilatadas, como en Soigne ta droite, Détective, For Ever Mozart, Notre Musique, o, lógicamente, en JLG/JLG (Autoportrait de décembre), e incluso alguna - ya más infrecuente- ajena, como en Nous sommes tous encore ici (1996) de Anne-Marie Miéville, en la que hace, además, no ya del Oncle Jean-Luc o del Tonto, o del Clown, a veces emulando a Jerry Lewis o a Jacques Tati, sino de sí mismo, Jean-Luc Godard, o de alguien relacionado y emparentable con él. Su voz interviene también a menudo, muchas veces confesadamente como la propia, otras de forma anónima, o atribuible a un supuesto narrador, como en Bande à part (Banda aparte, 1964), donde incluso se dirige al espectador y le hace comentarios o recordatorios sobre la película que está presenciando. Esta obsesión, por la que nadie parece atreverse a preguntarle nunca, es patente, llamativa y tan constante que llegó al límite de no ya “firmar” sino incluso autografiar (y titular de otro modo, Film Tracts en lugar de ciné-tracts) obras supuestamente anónimas y clandestinas, como los cortos que, básicamente Chris Marker y él, rodaron en Mayo del 68, o colectivas como Loin du Vietnam (1967), donde, en un segmento titulado Cinéma-Oeil, puede verse a Godard rodando La Chinoise.
Todo esto confiere a las películas de Godard, sea cual fuera el periodo o la “época” a la que pertenezcan, no sólo un “aire de familia” inconfundible, sino una textura casi única en la historia del cine (incluso si se compara con las películas abiertamente encuadrables en lo que cabría denominar “cine documental de montaje de material de archivo”), y que parece aproximarse, en tono más modesto pero de forma más sistemática y constante, a ciertas tendencias del cine experimental o de vanguardia.
Notre musique |
Es curioso, por ello, que Godard no se haya dejado tentar, hasta ahora, por la reciente moda de invitar a los cineastas a realizar videoinstalaciones y “exponerlas” en galerías o museos, aunque es posible, según mis noticias, que ya esté preparando algo de este tipo para dentro de unos meses, organizado por Dominique Païni. Desde luego, pocas filmografías se prestarían más a ello, sin siquiera necesidad de hacerle un encargo específico. Su consciente y creciente afinidad con el trabajo de compositores musicales contemporáneos (sus bandas sonoras hace mucho que emplean pistas múltiples de gran complejidad y con frecuente recurso al “sampling”, con las voces -a veces sin diálogos inteligibles- empleadas del mismo modo que los ruidos y el silencio, como sonidos) y artistas plásticos en general -no sólo pintores, también escultores- parece evidente, “sintonía” que el propio Godard ha señalado en múltiples ocasiones durante los últimos decenios, y de la que pueden hallarse muestras abundantes en Prénom Carmen (Nombre: Carmen, 1982-83), “Je vous salue, Marie” (Yo te saludo, María, 1984), Détective (Detective, 1985), Hard and Soft (1985), King Lear (1987), Puissance de la parole (1988), Nouvelle Vague(1990), Hélas pour moi (1992), For Ever Mozart (1996), The Old Place (1999) o Notre Musique (Nuestra música, 2004), y sobre todo en la que creo su obra capital desde los años 60, la monumental reflexión sobre el cine y la historia que es Histoire(s) du Cinéma.
Publicado en Artecontexto (otoño de 2005)
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