sábado, 29 de abril de 2023

Homenaje a un autor suicida

Raoul J. Lévy nació en 1922, y era un bastante mal productor. Hacía cine francés, pero era un gran admirador de Mike Todd y quería hacer cine a la americana. Así que decidió servirse del starsystem y lanzó a Brigitte Bardot (Et Dieu créa la femme, etc.). También salió, como actor, en L'Espion, y en un film de Godard, Deux ou trois choses que je sais d'elle (1966), haciendo de periodista americano.

Como era de esperar, cuando en 1965 se hizo director, hizo películas «a la americana» (lo que da en Europa malos resultados, de Sautet a Deray pasando por Jean Becker, e incluso Melville).

Su primera película, Mafia, yo te saludo (Je vous salue, Mafia), es un film de gangsters tipo Código del hampa de Siegel o Johnny el frío de W. Asher: dos pistoleros americanos, los magníficos Jack Klugman y Henry Silva, son enviados por la Mafia de Nueva York a matar a un viejo «socio» traidor, Eddie Constantine, que está en Francia. Silva ha sido enviado allí, pero Klugman ha pedido ir para vengarse de Constantine, que fue muy amigo suyo, pero ofendió a su hermana. El resto del film es un trayecto, que nos va desvelando hábil y originalmente los personajes, su moral y las relaciones que entre ellos se van creando, pese a su temor a hacer amigos. Todo esto, mientras charlan sobre la amistad, desayunan, van en coche o comentan La subida y caída del Tercer Reich, que uno de ellos lee. Se dibuja ya la preocupación máxima de Lévy: la amistad, su conflicto con el deber, la traición. Al final resulta que Klugman finge haber matado a Constantine y haber sido herido por él, para que Silva no dispare; éste se da cuenta, y aunque aprueba la conducta de Klugman (que sigue siendo amigo de Constantine, y todo su «odio» era un truco para salvarle) no accede a perdonar la vida a Constantine, pues es su misión y no puede desobedecer. Pregunta a Klugman si le hubiera matado a él, ahora que son amigos, y éste contesta que no sabe. En un tiroteo, Silva mata por fin a su víctima, pero se deja matar por Klugman, que intenta salvar a Constantine. Al final, Klugman queda, triste, solo, entre los cadáveres de sus dos amigos.

Je vous salue, Mafia

Este original guión es la adaptación, por el propio Lévy, de una novela de Vial-Lesou, y en ella Lévy muestra una curiosa preocupación moral, una rara soltura en la dirección, un magnífico sentido del casting (sobre todo la elección de los dos protagonistas), un tono triste muy personal, un gusto por los tiempos muertos y un rechazo de los efectismos, una cierta afición al cine (por ejemplo, influencias de detalle pero muy concretas de Al final de la escapadaÀ bout de souffle, de Godard) y, por primera vez, talento de productor, tanto en la elección de actores como de música, decorados o fotógrafo (el gran Raoul Coutard).

Al año siguiente hizo su segundo film, una coproducción con Alemania y Estados Unidos, El desertor (L'Espion/The Defector). En él supera algunos errores que había en el primero (por ejemplo, dos secuencias cambiadas de orden, de modo que temporalmente resultaba raro) y da uno de esos films sorprendentes, inesperados y emocionantes (como este año El aventurero de Terence Young), aunque aún imperfecto (algún detalle grotesco, algún diálogo ridículamente «anti-comunista», dos elipsis demasiado cómodas), pero con una magnífica planificación, música, fotografía en color de Coutard, guión suyo y de Robert Guenette (sobre una novela de Paul Thomas) y, en especial, dirección de actores, sobre todo Montgomery Clift, cuyo rostro de moribundo (murió justo al acabar este film), pálido, demacrado, enflaquecido, con cicatrices, los ojos hundidos, con miradas asustadas, gestos nerviosos, ligeramente tembloroso, andares débiles, torpe, serio, preocupado, tímido, da gran emoción a su personaje, un tranquilo científico americano al que la C.I.A., a través de su amigo Roddy McDowall, obliga a actuar como espía en Alemania Oriental, bajo amenaza, si se niega, de no subvencionarle sus experimentos.

Así intenta ponerse en contacto con el científico ruso «Gretchko», que quiere dar a Occidente cierta fórmula. Lo gracioso es que todo es cada vez más vago, más absurdo, más kafkiano, hasta que resulta que «Gretchko» ha sido asesinado innecesariamente por los rusos, pero lo han ocultado para conseguir que Clift vaya allí, donde un científico alemán, Hardy Kruger, obligado por ellos, intentará hacerse amigo suyo y convencerle de que se pase a los alemanes. Para colmo, resulta que no sólo «Gretchko» ha muerto, sino que no existía como científico: las obras que él firmaba eran realmente fruto del trabajo de un equipo de técnicos del que Kruger formaba parte, y su fama se redondeaba con las correcciones que su traductor, Clift, hacía.

Al final, tras una bella e inacabada historia de amor entre Clift y Macha Meril, y una buena persecución, Clift logra pasar a la zona occidental, sin haber logrado nada, y ayudado por Kruger, circunstancia que sirve para que éste se gane la confianza de los americanos y de Clift, para así lograr ir a trabajar a América, donde cumplirá una buena labor como espía. Cuando va a la Embajada en Berlín es atropellado, no sabremos si accidentalmente, aunque puede suponerse que se suicidó para no traicionar a Clift, del que se ha hecho amigo. Y hay que haber visto, cuando recogen a Kruger herido, a Clift excitado, gritando «no le muevan, no le muevan», mientras él murmura «quizá sea mejor así», y muere. Entonces Clift se aleja, triste y sombrío, y McDowall le sigue, y la cámara señala el monumento a los caídos de las dos guerras mundiales. Puede verse así, claramente, además del estilo y de algunos detalles (por ejemplo: en los dos films se alude a la persecución por los nazis de los judíos, y Lévy era judío), la clara unidad temática de los dos films, muy interesantes y prometedores, que hizo Lévy. Era, pues, un autor, quizá el único, con José Giovanni (La ley del superviviente) capaz de hacer bien en Europa «cine americano».

L'espion

Además, Yo te saludo, Mafia era un «policíaco» muy original, y El desertor no era sólo uno de los muchos films de espías que se hacen sino uno de los pocos de entre ellos que son inteligentes, muy detrás claro, de la delirante Cortina rasgada de Hitchcock, pero superior a los dos interesantes films que han escrito muy bien dos guionistas de Losey, Harold Pinter (Conspiración en Berlín) y Evan Jones (Funeral en Berlín) y que han ilustrado con discreción Michael Anderson y Guy Hamilton, respectivamente.

Raoul Lévy se suicidó el último día de 1966.

Publicado en El Noticiero Universal (19 de agosto de 1968)

Entrevista a Fernando Fernán-Gómez

¿Cuándo pasa por tu cabeza la idea de dirigir películas?

Cuando estaba en el mundo del teatro, incluso como aficionado, yo dirigía. Por ser de familia de teatro, y por pertenecer al cuadro artístico de la Juventud de Acción Católica Mariano-Alfonsiana, me parecía normal dirigir, por estas dos razones: por ser de familia de teatro y porque había empezado a trabajar ya en el teatro. En aquella época, como todo el mundo sabe, era costumbre que el primer actor de la compañía o la primera actriz, caso por ejemplo de Celia Gámez, dirigiera los espectáculos, y muy raramente había un director que no fuera actor. Yo tenía esto asimilado y me parecía perfectamente natural. Por eso, cuando empecé a trabajar ya en el cine, sobre todo cuando empecé a hacer papeles importantes, echaba esto de menos. Como si dirigir fuera una cosa natural y no una rareza. Quería hacer en cine lo mismo que había hecho en el teatro, donde era, desde que debuté con compañía propia, primer actor y director. Dirigía a los demás actores y, digamos, me autodirigía. Tenía el empeño de hacer lo mismo en el cine. No es que tuviera una vocación de director cinematográfico, sino que no quería perder la parte de director que tenía, en particular sobre mí, al pasar del teatro al cine. Si iba a trabajar más en cine que en teatro, como presumía, no quería perder esa facultad de autodirigirme.

Pero, al contrario que otros compañeros tuyos actores, como Jorge Mistral, a ti ya te interesaba el cine de otra manera, ya sabías quiénes eran Murnau, Vidor, Lubitsch…

Sí, pero esto es un fenómeno distinto. No significa, ni ahora ni entonces, que yo quisiera dirigir por el hecho de que me gustara Murnau. Quería dirigir por lo que he dicho antes. No porque admirase muchísimo la labor de los directores en las películas, que siempre me ha resultado, entonces y ahora, muy difícil de precisar. Recuerdo que cuando debuté en el cine, a los veintidós años, le preguntaba al ayudante de dirección de Cristina Guzmán (Gonzalo Delgrás, 1943), Antonio Sau, que era inteligentísimo, por un director que me gustaba mucho en aquel tiempo, que estaba de moda y del que todo el mundo hablaba, Frank Capra. Yo sabía que era un director buenísimo, que dirigía muy bien a los actores y que hacía muy bien eso que se menciona ahora tanto, la mise-en-scène. Sabía todo eso, pero lo que no sabía era por qué. Y recuerdo haberle preguntado a Antonio Sau, que era un hombre muy enterado, en qué consistía eso que se decía de que Frank Capra dirigía muy bien. Quería saber en qué se notaba en una escena la mano del director. Y me dijo que como todavía estaba en reposición en un cine Vive como quieras (You Can’t Take It with You, 1938), fuese a verla y me fijase sobre todo en la escena final: “Verás lo prodigiosamente que está utilizado el tiempo en cada movimiento y en qué momento cae el letrero ‘Hogar, dulce hogar’, y cómo, justo en ese momento en que ha caído el letrero, entra bailando la chica que estudia baile, Ann Miller, y entonces verás con qué precisión está manejado el tiempo para cada actividad. Seguramente, si fuera no un director bueno como Frank Capra, sino normal o francamente malo, esto no ocurriría en estos tiempos. No iría enlazado de esta manera. Pasarían las mismas cosas, pero pasarían muchísimo peor”. Entonces, desde que Antonio Sau me dio esta lección, me acostumbré a ver las películas intentando ver qué había hecho el director en cada escena. Aunque sólo fuera ver si los había retratado sentados o de pie; y si estaban de pie, cuándo se habían levantado, y por qué se habían levantado dos y se había quedado sentado uno. Me acostumbré a ver las películas así, cosa que entonces podíamos hacer con gran facilidad —dentro de la penuria que atravesaba todo el país— por el sistema de programa doble y sesión continua. Me sabía la película, la película no me importaba nada; ya sabía que el asesino era el mayordomo. Sólo veía por qué se sentaban, por qué se levantaban, cómo un director los tenía siempre quietos o cómo otro director, si los personajes no corrían, no sabía qué hacer con ellos, y me fui habituando a esto. También me hice a un procedimiento raro que cuando hace poco lo comentaba con alguien, me decía que era una barbaridad y una estupidez: contar los planos de la película, para verla totalmente en frío. Porque, claro, hay un director que es bueno, hay un director que es malo; pero si el bueno hace siempre la película en cuarenta o cincuenta planos y el que es malo la hace en doscientos treinta y dos, hay motivos para pensar que puede ser por eso. Entonces me acostumbré a ver las películas contando cada vez que venía un corte: uno, dos, tres…

La pega de ese sistema es que uno suele perder la cuenta… La película acaba por arrastrarnos.

Esto lo hacía cuando ya había visto la película varias veces. Pero es imposible seguir la cuenta después del doscientos diez, las perras gordas que te pones en el bolsillo de la derecha de la chaqueta son siete u ocho, y cada vez que llegas al centenar se cambia una perra gorda de sitio. Y se vuelve a empezar por uno, con lo que sólo tienes que contar de uno a cien.

El problema es que el plano cincuenta y ocho es el mismo que el cincuenta y cuatro, porque ha vuelto a un plano de reacción de uno de los que observan la escena…

Tienes toda la razón, pero llegué a eso bastantes años más tarde, por lo menos diez. Entonces empecé a contar de un lado los planos de montaje y de otro los encuadres. Entonces contaba: uno, dos, tres… No, el tres es el mismo que el uno. Quería hacer el trabajo en el cine como en el teatro, pero me habían explicado que en el cine había una técnica misteriosa. En esto me fue de muchísima ayuda la charla en los cafés, sobre todo con Carlos Serrano de Osma y Pedro Lazaga, que les gustaba mucho la técnica, que entendían y que me explicaban lo del eje y todas esas historias.

Cuando rodabas con directores amigos, ¿aprovechabas para preguntarles cómo habían conseguido tal o cual cosa?

No, he procurado siempre, y ahora igual, centrarme únicamente en mi trabajo de actor. En El abuelo (José Luis Garci, 1998), aparte de que tengo mucho que estudiar, no se me habría ocurrido preguntarle a Garci por qué hace un plano desde una ventana.

La experiencia del teatro, ¿te sirvió algo para el cine?

Sí, esto se lo pregunté cuando era un joven impertinente, en mi primera película, a Gonzalo Delgrás. “Sus años de teatro, ¿le han servido para esto del cine? ¿Se parecen en algo?”. Y él me dijo que como cuando rodó su primera película desconocía la técnica cinematográfica, lo que hizo fue limitar el guión a que fueran como pequeños cuadros de teatro, y dentro de que fueran pequeños cuadros de teatro, que fueran pequeñas escenas de aquellos cuadros. Él se imaginaba que estaba en el escenario de un teatro. El camarero les decía que pasasen, los personajes pasaban y se sentaban en el sofá, el camarero se retiraba y ellos hablaban. Volvía el camarero. Pero todo como en el teatro. Utilizó sus conocimientos de técnica teatral para hacer cine. A él le servía también el haber dirigido mucho doblaje. No utilicé a rajatabla el que podríamos llamar método Delgrás, porque yo era algo que Delgrás no había podido ser, porque no existía: yo era cinéfilo. Era muy aficionado a las películas, y a películas raras, y mantenía una sociedad extrañísima que se llamaba Asociación Española de Filmología, donde éramos diez o doce miembros en la junta directiva y dos únicos socios, Bardem y Berlanga. Así que eso del teatro me sirvió, pero muy, muy corregido, porque yo ya tenía esta afición a desmenuzar la dirección o la mise-en-scène de la película.

Cuando hiciste Vida en sombras (1948), de Llobet Gracia, ¿notaste que era un director distinto de los que hacían cine profesional en España?

No lo notaba, porque ocurrió que en aquel grupo en que estaban el dibujante Ubieta, que era decorador, Serrano de Osma, Pedro Lazaga, Llobet Gracia… Todos ellos trataban de hacer ese cine que podríamos denominar cine raro. Los llamaban, no sé por qué razón, los telúricos. El jefe de aquella escuela era Serrano de Osma.

Yo tenía esa manía de ver películas raras, que podríamos llamar selectas, que se unía a mi experiencia en el teatro.

Resulta dramática la peripecia de Llobet Gracia, el director de Vida en sombras, que, según se dice, acabó trastornado…

Por lo menos, terminó su vida en una casa de reposo…

¿Cómo era? ¿Un iluminado?

Era un hombre nada llamativo, un señor normal, un burgués joven, de treinta y tantos años, como hay muchos en Barcelona, y lo que sí se le notaba era una enorme afición al cine y unos grandes conocimientos teóricos. Aportando dinero propio y de su familia pudo hacer Vida en sombras, que entonces pasó totalmente inadvertida y que luego se ha descubierto como una obra muy interesante. La hacíamos mi mujer, María Dolores Pradera, y yo.

Vida en sombras

En tu filmografía como actor hay no pocas películas de gente que empieza, que tiene proyectos menos trillados y con quien colaboras, seguramente bajando tu cotización habitual…

No creo, mi sueldo en esa época no se podía bajar. Entonces yo hacía películas como la de Llobet o la de cualquier otro, porque no había otra posibilidad. Si en aquel momento me hubiera llamado José Luis Sáenz de Heredia para tres películas al año, pues habría hecho las de Sáenz de Heredia. No, aunque hubiera querido tener esa generosidad que con mucho afecto me queréis atribuir, yo no habría podido.

En ese grupo, por ejemplo, os gustaba Hitchcock mucho antes que a los de la nouvelle vague…

En aquella época, a ese pequeño grupo de Lazaga, Serrano de Osma, el dibujante Ubieta, yo, nos parecía que las películas de Hitchcock adolecían todas de falta de contenido. Éramos pedantes, creíamos en el contenido, todavía no se había descubierto que el contenido es el continente, y que no existe el fondo y la forma. Creíamos que esas películas de Hitchcock estaban muy bien rodadas, casi todas en una determinada secuencia, y ésa nos pasábamos horas y horas comentándola. Pero no nos parecía que se pudiera decir que era el director número uno porque considerábamos, quizá equivocados, que hacía un cine, en el fondo, trivial.

Eso fue algo muy común hasta casi mediados los años cincuenta. Durante dos décadas, la crítica inglesa fue la más respetada, hasta la irrupción de Cahiers du Cinéma, cuando a Bazin, que ya había estado en La Revue du Cinéma, se unieron los jóvenes criados en los brazos de Langlois en la Cinémathèque, sobre todo Truffaut, Godard, Rohmer y Chabrol, y comparaban desfavorablemente las obras de Hitchcock en Hollywood con sus años ingleses, que veían más realistas, menos artificiosos.

Rebeca (Rebecca, 1940), incluso para los seguidores de Hitchcock, que casi no existían, estaba desprestigiada porque no era del estilo de Hitchcock. No era una película policíaca. Se toca el tema de la muerta que aparece en el yate; pero es una película de amor, es una película rosa que igual podía haber hecho Douglas Sirk. A los de Hitchcock aquella película no les parecía bien. A mí me gustaba muchísimo. A los informados de aquellos años nos parecía que Posada Jamaica (Jamaica Inn, 1939), Alarma en el expreso (The Lady Vanishes, 1938) o Treinta y nueve escalones (The Thirty-Nine Steps, 1935) eran más interesantes. Lo que sí notaba en Rebeca es que estaban prodigiosamente hechos todos los planos, salvo en el juicio final, que todo se pone un poco feo y embarullado. Me parecía una película de una belleza extraordinaria. Y desde luego, todos los de este grupo debimos de ver la película siete u ocho veces.

Ese elemento de contenido que echabais de menos en Hitchcock, ¿en quién lo encontrabais, siempre hablando de una realización brillante?

Todo, no. Pero nos parecía que Chaplin y Frank Capra tenían un interés por el ser humano, por la persona, por el hombre, a lo largo de todas sus películas. O el cine soviético de los primeros tiempos. Y no existía aún el cine italiano del neorrealismo. Las primeras proyecciones las organicé yo, como recordará Luis María Delgado, porque dirigía, en colaboración con un amigo que murió hace poco, el Teatro de Ensayo del Instituto de Cultura Italiano. Habían pasado ya tres o cuatro años desde las primeras obras neorrealistas, pero no había manera de enseñarlas. No digo ya de exhibirlas sino de enseñarlas, ya que ninguna de ellas pasaba por la censura. Se suponía, por los sondeos que se hacían, que no iban a pasar. Y como en el Instituto había extraterritorialidad, organizamos unos pases donde se vieron cinco o seis películas. Allí se vieron por primera vez Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, Roberto Rossellini, 1945) y Paisà (Rossellini, 1946), y otras obras que no tenían contenido político, como Luces de variedades (Luci del varietà, Federico Fellini y Alberto Lattuada, 1950) y Vogliamoci bene! (Paolo William Tamburella, 1949). Luego, ya en 1951, la embajada pudo organizar, en un cine de la Gran Vía, una semana donde se proyectaron otras siete que fueron un acontecimiento.

¿Te empezaba a gustar en esos años el cine literario francés, las películas de Marcel Carné, de Claude Autant-Lara, de Marc Allégret? (1)

Sí, pero con esto se daba un fenómeno que se sigue dando ahora, y es que no había manera de verlo. Recuerdo haber visto un ciclo clandestino, que quizá fuera de Carné, a base de películas que consiguió reunir Ricardo Muñoz Suay. Lo que más me gustaba de esas pocas películas francesas que se podían ver en España era su carga literaria, su pretensión poética. Algo que yo echaba de menos en el cine de otras nacionalidades.

¿Lo que se llamó el realismo poético del cine francés?

No me refería al toque realista, que lo percibí por primera vez, y dándome cuenta de que aquello no se parecía en nada al cine, en Roma, ciudad abierta. Allí sí que noté que había un modo de interpretar los actores y un sitio en el que poner la cámara que no era el de siempre. Y luego también lo vi en Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, Vittorio De Sica, 1948).

Algo diametralmente opuesto al llamado realismo poético del cine de Marcel Carné…

Marcel Carné, que a mí me entusiasma, hacía un cine que podríamos llamar realista. Pero siempre era realista porque era negro, porque era de unos bandidos, de un chulo y de dos putas. Lo de los italianos, que hacían Umberto D (Vittorio De Sica, 1952), no tenía nada que ver con ese realismo.

La verdad es que el realismo poético era mucho más poético que realista. Era un grado de estilización absoluto, y no entiendo por qué se inventó lo de realismo poético.

De todas formas, Les enfants du paradis, de Carné, me parece una de las mejores películas de la historia del cine.

Cuando empiezas a dirigir, ¿qué influencia planea sobre ti?

Concreta, ninguna. De tener alguna cuando hice mi primera película, sería la del señor aquí presente, Luis María Delgado. Manicomio (1953) la dirigimos entre los dos, pero en realidad el que sabía dónde había que poner la cámara era él; y sobre todo el grave problema, que yo no había estudiado en parte alguna, de cómo se enlazaba un plano con otro, eso lo sabía Luis.

¿Cómo nace Manicomio?

[Luis María Delgado] Nosotros ya teníamos una gran amistad, y a mí, después de Los ojos dejan huellas (1952), de Sáenz de Heredia, me surgió una proposición de Miguel Herrero Ortigosa y Ángel Martínez de Olcoz para dirigir Aeropuerto, con guión de José López Rubio. Fernando tuvo una idea estupenda cuando trabajamos juntos en ese guión: la del papel que iba a hacer Antonio Vico, que luego no hizo, y que era un personaje exiliado en México que pasaba por el aeropuerto de Madrid. Pero los dos productores me llamaron y me pusieron una condición: la película tenía que contar previamente con una distribución, y ellos pensaron en Cifesa. Yo, tonto de mí, creí que Vicente Casanova, para quien mi padre había hecho muchas películas, no pondría pegas. Y empezamos a dirigir una noche, en la Puerta del Sol, con Antonio Vico y Mike Velasco. Al acabar, de madrugada, nos tomamos un chocolate con churros en San Ginés; y me fui a Cifesa, donde me esperaban los dos productores, que me comunicaron que Cifesa confiaba en mí muchísimo pero que no se atrevían. Entonces la distribuidora proponía, para no interrumpir el rodaje, que la dirigiese Luis Marquina o Luis Lucia. El elegido fue Lucia, que se portó estupendamente. Vino a verme y me dijo que la dirigiríamos los dos juntos y, con una gran generosidad, me ofreció que yo fuera el primero en los títulos de crédito. Y cuando hubo disparidad de criterios, el que predominó fue el suyo. Pero Fernando y yo teníamos un guión.

[Fernando Fernán-Gómez] Era un guión que incluso habíamos presentado a un concurso. El concurso del Sindicato Nacional del Espectáculo apoyaba la producción de la película; pero, como no ganó, aquello no sirvió para nada. Eran cuatro sketches de cuatro escritores, y por tanto eran esos señores los que lo escribieron: Aleksandr Ivanovich Kuprin, Ramón Gómez de la Serna, Edgar Allan Poe y Leonid Andreiev. Y los cuentos eran Una equivocación, La mona de imitación, El sistema del doctor Alquitrán y el profesor Pluma El médico loco. La adaptación la hicimos Francisco Tomás Comes y yo.

[Luis María Delgado] Total que a mí me pagaron el contrato generosamente y me dejaron los decorados que estaban construidos en los estudios Roptence. Decidimos dirigirlo juntos, y siempre he creído —y lo digo ahora que Fernando está presente— que más que nada lo hizo por ayudarme. Él tenía un dinero; y yo, la amistad con Enrique Blanco, del laboratorio, y la amistad con Jiménez Díaz, que nos dejó su casa de la calle de Don Ramón de la Cruz. Y pusimos en circulación unas letras. Yo pagué a Antonio Vico, a Susana Canales, a Julio Peña y no sé a quién más, y de todo lo demás se encargó Fernando. Así empezamos. El rodaje nos llevó hasta diciembre, ya con el montaje hecho y con la música más o menos hecha, pero sin grabar porque, en lo de cobrar, los músicos no perdonan. Nos quedaba, pues, grabar la música y luego hacer las mezclas. Entonces Fernando, que en ese momento era productor, actor y director teatral con La vida en un bloc, de Carlos Llopis…

[Fernando Fernán-Gómez] Era la primera vez que era empresario y primer actor…

[Luis María Delgado] Entre el rodaje de Manicomio y el montaje teatral, Fernando se había quedado sin un duro; y el acabar la película dependía del éxito de la comedia. El día del estreno, aunque había visto los ensayos y la comedia me parecía estupenda, yo era un manojo de nervios. Pero en aquel momento a Carlos Llopis le pegó la vena, y si el estreno era a las diez de la noche… Las diez, las diez y cuarto, las diez y media… Por fin, empezó la obra a las once menos cuarto… Pero es mejor que lo cuente Fernando…

[Fernando Fernán-Gómez] Hubo que llevar a la policía para convencer al autor de que tenía obligación de estrenar, que tenía autoridad para escribir la obra, pero no para ponerse a dar voces e interrumpirla desde el escenario. Llopis, en su defensa, llamó al presidente de la Sociedad de Autores, que se personó. Pero entonces el dueño del teatro, Tirso Escudero, en su defensa, llamó a los guardias. Llegaron, encerraron a Carlos Llopis en un camerino y se estrenó la función. Cuando acabó la primera parte, el éxito era indescriptible. Los guardias abrieron la puerta del camerino, y Llopis salió como si no hubiera ocurrido nada y dijo: “Fernando, ¡qué bien marcha esto!”.

¿Por qué quiso interrumpir el estreno Llopis?

En aquella época no había más que un día para ensayos generales, no era como ahora, que hay una semana o dos. Ese día solía ser el día antes del estreno, y el ensayo general se había consumido en ensayos normales. Decidí dedicar el día del estreno a hacer un último pase de la obra todo seguido. Empezaríamos a las cuatro de la tarde y terminaríamos a las seis, y desde esa hora hasta la del estreno, descansaríamos. Pero en este pase de las cuatro de la tarde, Llopis empezó a interrumpir haciendo observaciones de autor que eran como si fueran de un mes antes. Cuando estás a seis horas del estreno no puedes decirle a un actor que lo haga con más soltura, que en vez de estar de pie se siente en un taburete. Los actores estaban indignados, y así llegamos casi a la hora de alzar el telón, casi sin terminar de pasar el primer acto. Y además el final de la obra estaba sin escribir. La hoja final tenía un gran espacio en blanco. Llopis nos lo había contado y había prometido escribirlo, pero no lo había hecho. Y el día del estreno se presentó sin esas líneas finales. Tuve que hacer eso de teatro de improvisación, que entonces no estaba bien visto. Y ese éxito del estreno permitió que pudiéramos ponerle música a Manicomio.

[Luis María Delgado] Y luego se estrenó en el Palacio de la Música, de Madrid, a beneficio de los niños mojados, que eran los de Holanda, porque el mar del Norte había arrasado una serie de diques.

[Fernando Fernán-Gómez] Eso lo organizó Haro Tecglen, que estaba en el diario Informaciones. En el episodio de Poe, El sistema del doctor Alquitrán y el doctor Pluma, estaban encerrados los otros tres episodios, que era la historia de cómo cada señor fue a parar al manicomio. No he vuelto a ver esa película. Salían Cela —que daba coces porque era el loco que se creía burro—, Alfredo Marqueríe, Alfonso Cortés Cavanillas…

¿Cómo os distribuíais el trabajo de dirección?

Habíamos hecho al principio una división del trabajo. Luis se ocuparía de la parte técnica, y yo, de los actores. Pero luego acabamos dirigiendo al alimón.

[Luis María Delgado] Sobre eso hay una anécdota divertida. Teníamos un operador catalán estupendo, Sebastián Perera, un tipo muy sencillo, tanto que en la primera película en que habíamos trabajado juntos, donde yo era ayudante, le vi sentado en un rincón y vestido de tal manera que le confundí con un extra y le mandé a comprarme tabaco. Era un personaje peculiar que no usaba fotómetro: medía la luz con la palma de la mano. Coloqué la cámara, charlamos Fernando y yo, y cuando Fernando quiso mirar por la cámara, le dijo: “Usted no mira. Aquí, detrás de la cámara, no pinta nada. Usted, delante de la cámara”.

[Fernando Fernán-Gómez] Me apartó cuando fui a ver el encuadre y me dijo: “Usted es actor y no tiene que mirar por aquí”. ¿Y cómo le iba a decir que yo también era director de la película junto con Luis?

[Luis María Delgado] Cuando le llevé aparte y se lo expliqué, me dijo que eso no lo aceptaba, y ése es el motivo por el que la fotografía la firman Perera, Cecilio Paniagua, Pepito Aguayo y Mario Pacheco, que entonces era segundo pero que por compromisos de Paniagua y Aguayo terminó el trabajo.

¿Qué conclusión sacaste de esta primera experiencia en la dirección?

Pues que me había servido exactamente para lo que yo quería en aquellas primeras películas. No sabía si sería en una o en varias. Ir aprendiendo las elementalidades de este oficio por medio de la práctica, ya que no podía apuntarme en el recién creado Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas y ser actor al mismo tiempo, y no había otro modo de aprenderlo. Por eso decidí que cuando tuviera un dinero, haría una película y así iría enterándome de lo que no sabía. En esta primera película aprendí una serie de cosas.

Cuando viste terminada Manicomio, ¿era más o menos lo que esperabas?

Yo no he hecho nunca una película que a mí me pareciera que era buena, que estaba bien hecha y que luego, al proyectarla, viera que era un pestiño. Tengo películas que son, digamos, feas, para entendernos; pero sabía que eran feas ya mientras las estaba haciendo. Y las hacía por unas razones que no eran nunca mi elección, sino por unas razones de producción, por necesitar ese dinero. Puedo haber tenido errores en cuanto a la aceptación por parte del público o no. Por ejemplo, El malvado Carabel (1955) es una película que salió tal como yo quería. No la notaba ni mejor ni tuerta ni derecha, pero sí me sorprendía ver que no le gustaba nada a nadie.

¿Cómo haces El mensaje (1953), que es tu segunda película?

Por el concurso ese del Sindicato, lo mismo que Manicomio. Si ganabas el premio con el guión, era seguro que la película se podía producir. Y me presenté nuevamente, con lo que quería que fuese una película de aventuras, que pudiera gustar a los chicos y tener bastante público; pero para que pudiera ganar el concurso tenía que tener algo que ver con la historia de España y con algunas tesis de entonces. No ganamos el concurso, pero me encontré con el dinero suficiente para…

[Luis María Delgado] … Fernando, es que además nuestra productora, Helenia Films, por haber hecho ya una película, Manicomio, tenía derecho a crédito. Y con eso pudiste hacer El mensaje.

Manicomio

¿Ganasteis o perdisteis dinero con Manicomio?

Con ninguna de estas películas he ganado ni he perdido. Quedamos a la par. En alguna de ellas —ahora no me acuerdo— puedo haber perdido el trabajo. El problema con El mensaje es que, cuando quisimos producirla, la censura la prohibió. Prohibió este guión patriótico que yo había escrito para exaltar los valores nacionales y para que le gustara a la juventud. Y, como siempre, no te explicaban los motivos.

Pero, dentro de la esquizofrenia de la censura, ¿qué podía ser?

Pues alguna reflexión, que seguramente se desprendía del guión, de que en la guerra de la Independencia las clases bajas fueron las que estuvieron a favor de los valores patrióticos, mientras que en las clases altas abundaban los afrancesados. Si me dieron una explicación, no me la creí. Me limité a pedir a un amigo mío, colaborador, escritor y aficionadísimo al cine, Suárez Caso, que firmase conmigo una reforma del guión. Quitamos el título de Guerrilleros, lo llamamos El mensaje, añadió algunas cosas Suárez Caso, lo presentamos con su nombre y nos lo aprobaron.

¿Cuánto costaban aquellas películas?

Si queréis, nos podemos reír un poco. Las primeras películas en que trabajé como actor costaban como media quinientas mil pesetas. Hablo de títulos como La chica del gato (Ramón Quadreny, 1943), Una chica de opereta (Ramón Quadreny, 1943), Los habitantes de la casa deshabitada (Gonzalo Delgrás, 1946)… Ya a finales de los años cincuenta, se estabilizó el coste en torno a los diez millones para las películas medias. Manicomio rondaría el millón de pesetas. Y El mensaje costaría por el estilo. La hice inspirándome, sólo en la economía, en una obra maestra. Vi aquella obra maestra, pensé que les había costado treinta céntimos y decidí hacer otra igual. La película era El tesoro de Sierra Madre (The Treasure of Sierra Madre, John Huston, 1947). Eran tres tíos que están siempre en una montaña, salvo un rato que están en un bar tomando unas copas, y por tanto me hice un guión sobre este esquema: unos señores que son guerrilleros y por eso andan por los montes. Y pensé que anduvieran dos o tres días por el monte de la Pedriza y el resto por la Casa de Campo, de Madrid. Pero había una pequeña ventaja que ahora se ha perdido. Ahora los actores cobran, cobramos, muchísimo más. No hay ni punto de comparación. Pero en aquella época, si yo interpretaba dos películas, con los ahorros podía producir una. Ahora es imposible que un actor pueda producir una película con sus ahorros. A finales de los años cincuenta, si producías una película, una parte de esos diez millones era el crédito, otra parte los diferidos, otra parte eran aportaciones. Entonces, un señor que no tuviera más que dos millones de pesetas —no como ahora, que la gente tiene dos mil millones— y una relativa seguridad de trabajo podía emplear los dos millones en hacer una película, y al año siguiente vivir del trabajo en otra. Así es como pude hacer tres, cuatro o cinco. No más. Pero ahora sería imposible.

Además, todavía las distribuidoras, sobre un proyecto que les pareciese rentable, daban como anticipo cuatro o cinco millones de pesetas. Claro que se quedaban con la película para toda la vida. Eso es todo lo que veías porque, salvo un éxito desmesurado, jamás te daban un céntimo más. El malvado Carabel ya sería más cara, porque tenía decorados…

El mensaje también tenía decorados, porque había unas cosas raras entonces. Nosotros pudimos aprovechar en Manicomio los decorados de Aeropuerto. Siempre he trabajado con el sistema del neorrealismo italiano, que era en decorados, pero en un sector del decorado con interiores naturales.

Pero en La vida por delante (1958) rodaste mucho en las calles, y también en el Parque del Retiro. Las escenas con Analía en la casita, evidentemente, eran en estudio. Pero había portales de verdad.

Es que La vida por delante tiene decorados, interiores naturales y esa mezcla que os digo que me gusta mucho. Hay una escena en que están en un decorado. Hay un plano con la cámara en una dolly cuando llega la tuna a cantar en la ventana de la chica. La dolly sale del decorado al exterior de la calle, a la avenida de la Reina Victoria, y ahí está la tuna cantando. Estas cosas se hacían mucho en el neorrealismo.

Cuando ruedas La vida por delante, una película que cada vez cobra mayor importancia, ya tienes clara tu vocación de director, de un director que quiere hacer muchas películas, ¿no?

Puede que en La vida por delante me ocurriera eso que decís, que quería ser director. No lo sé. Pero sí me di cuenta de que no podía producir. Hice mi primera película, Manicomio,que no gustó, no tuvo trascendencia. No perdimos dinero, pero no ganamos ni una perra gorda. Hice El mensaje, que tampoco gustó y tuvo muy mala crítica. De milagro, como la película era muy barata, se la vendimos a un distribuidor por muy poco dinero, y esto equivalió al coste. El malvado Carabel la hice contratado por Eduardo Manzanos, y ahí no me jugaba ni un céntimo. Luego, como director y a mis expensas, hice La vida por delante, que gustó mucho y tuvo muy buena crítica, sobre todo de la crítica madura de la época, de los mayores, a los jóvenes no les gustó tanto. Estuvo seis semanas en el Cine Callao, de Madrid, que para entonces era un buen dato, y no gané ni una perra gorda.

Sentiste que era un éxito, la película funcionó bien. Pero ¿dónde fue el dinero?

No lo sé. Yo habría seguido produciendo y dirigiendo películas si La vida por delante no hubiera gustado. Como el que juega a la lotería y comprueba que no ha salido su número. Ahora, si una vez sale el número que dice ahí y no te dan nada, dices: “¡Ya no vuelvo a jugar a esto!”. Ése fue el caso de La vida por delante. Según me dicen, la película está sin amortizar…

Pues fue una película de gran éxito, no sólo en Madrid sino en toda España, e hizo mucho dinero. Y además, de acuerdo con las clasificaciones del Ministerio, estaba la protección.

Como eso cubría desde Interés Nacional hasta la categoría Tercera, la mayoría de mis películas fueron Segunda B, y quizá con el recurso algunas llegasen a Segunda A. Y el porcentaje de ayuda iba descendiendo hasta la Tercera, por la que no sólo no te daban nada, sino que además ni era obligatorio estrenarla.

En La vida por delante se nota a un director muy suelto, que muestra una gran progresión con respecto a las tres obras anteriores. Hay un gran salto.

Donde hay un gran cambio en La vida por delante es en el guión, más que en el director. Yo tenía la idea de contar una historia muy cotidiana de una pareja de recién casados que por estudiar todo mal, como se suele hacer en España, por hacerlo todo mal, el uno perjudica al otro y el otro al uno, y todo va mal. Ésta era la idea. Entonces, un escritor amigo mío, Manolo Pilares, colaboraba en una revista universitaria haciendo una sección que eran diálogos de una pareja de novios, y esos diálogos encajaban mucho con el estilo que yo quería darle a la película. Al hacer los dos juntos el guión, surge esa diferencia que se nota entre La vida por delante y las películas inmediatas, El mensaje El malvado Carabel. Lo que Fernández Flórez podía hacer en el año veinte, y lo que Pilares y yo hicimos. Ésa es la diferencia fundamental, aparte de que yo estuviera más suelto como director. Pero eso yo no lo veo claro, ni en mí ni en nadie.

Pero ya no tienes a Luis María Delgado.

No, de quien aprendí eso que llaman técnica, tanto en El mensaje como en El malvado Carabel, fue de mis ayudantes. Aprendía de la script,del operador de cámara, de los ayudantes. Siempre buscaba ayudantes muy inteligentes que supiesen de esto. Por ejemplo, José María Ochoa.

La vida por delante es una película muy personal, tiene voz propia. Los diálogos de Manolo Pilares son muy buenos; pero el punto de vista, cuando te enfrentas con la película, es el de Fernando Fernán-Gómez. Tú estás hablando ahora y el punto de vista de ironía, de sarcasmo, eso está aplicado a lo que decías antes de la mise-en-scéne. Y tocas un mundo que es importante, pero donde no hay trascendencia: el desempleo, las fatigas de un tío que termina su carrera y se pone a trabajar en las cosas más variopintas, las relaciones que cambian del noviazgo al matrimonio, la búsqueda del piso, el primer coche, el biscúter. Todo eso está dado en un estilo que tiene mucho que ver con la comedia italiana de aquella época, con la gran comedia italiana. El gran cambio de La vida por delante es que es una mirada tuya.

Puede que tengáis razón. Pero lo que había aquí, ante todo, era un guión más cinematográfico, valga la redundancia. No es adaptación, sino que está pensado para el cine. El guión de El mensaje también está pensado para el cine; pero es una concesión, ya que se piensa para el cine desde el punto de vista del tebeo. Quería hacer un cine para chicos, y mi inspiración era Salgari. No cabía, pues, ese punto de vista mío que reconozco que sí está en La vida por delante.

Uno ve, por ejemplo, Viaje de novios (León Klimowsky, 1956), con Fernando Fernán-Gómez y Analía Gadé, y después ve La vida por delante, con los mismos protagonistas, y las dos son comedias, las dos tienen su humor. Pero una es de verdad, y la otra no.

Bueno, éste era exactamente mi propósito, que no lo he podido llevar a cabo, en cuanto a la comedia. Quería hacer una cosa que para muchos críticos y estudiosos se considera un mal, porque se valora como anticinematográfica… El cine debe ser puro, no debe tener una recámara y no tiene que tener un mensaje… Yo quería hacer comedia pero que fuera lo más real posible, lo más cercana posible a mí y que tuviera un contenido… ¿Por qué no decirlo? Un contenido moral en el que se viera la intención de convencer a la gente, de una manera o de otra, de que fuera más buena, de que había que ir por el camino del bien. Y a mí nunca llegó a gustarme del todo la comedia que no tiene contenido de ninguna especie. Me parece, por ejemplo, una obra de arte maravillosa La fiera de mi niña (Bringing Up Baby, Howard Hawks, 1938); pero diría de ella lo mismo que del cine de Hitchcock: “¿A estos señores no les importan los seres humanos?”. Es muy divertida, me parece una obra maestra; pero yo habría preferido poder hacer lo otro. Algo que no he podido hacer porque es muy difícil, especialmente en este país.

Es evidente la correspondencia con la comedia italiana de Castellani, de Germi, de Monicelli…

Cuando estuve por primera vez en Italia, hace cerca de cincuenta años, me enteré de que había un tipo de teatro similar al de los hermanos Álvarez Quintero, que es el de la familia Filippo (Eduardo, Peppino). La familia Filippo hacía obras de los Quintero que, en vez de en Sevilla, pasaban en Nápoles. Pero hacían obras de los Quintero y obras de Carlos Arniches, hasta tal extremo que en una película que se llama Zibaldone (2) hay un episodio entre Vittorio De Sica y no sé si Anna Magnani o Emma Grammatica que está robado —eso sí, con el máximo respeto— de Mañanita de sol, una de las obras más famosas de los Quintero. La única diferencia es que en la obra de los Quintero, como es teatro, están sentados en un banco, y en la película italiana van en coche y a caballo. También hay muchas cosas de Wenceslao Fernández Flórez que asoman en el neorrealismo italiano. Viceversa no, porque cuando escribía Wenceslao no había neorrealismo italiano. Y en el neorrealismo hay cosas que parecen como de Arniches, y la verdad es que son de Arniches.

En la época en que hacías El último caballo (Edgar Neville, 1950) y Esa pareja feliz (Juan Antonio Bardem y Luis García Berlanga, 1951), ¿hay películas en las que participabas como actor que pensabas que se parecían más a lo que querías hacer? Hay un parentesco que nos parece claro entre La vida por delante Esa pareja felizPor cierto que esa doble dirección de Bardem y Berlanga siempre es difícil de deslindar.

En esa película, el técnico era Berlanga y el que dirigía a los actores era Bardem. En aquella época se sabía que el que entendía mucho de técnica cinematográfica era Berlanga, y el que entendía menos de esto era Bardem. Luego ha sido al revés.

En esa época, ¿intervenías alguna vez en los guiones cuando trabajabas como actor?

En esa época, no. He intervenido ya en tiempos más recientes. Con Saura en Los zancos (1984), y con Armiñán en dos o tres ocasiones.

Es que a veces se notan unas concomitancias…

Entonces todo era consecuencia lógica de la influencia del neorrealismo italiano. Unos años más tarde se decidió que el neorrealismo era una mierda. Se enteraron los de Cahiers du Cinéma de que lo bueno era el cine negro de Fritz Lang y que hacer una película como Surcos (José Antonio Nieves Conde, 1951) era de un retrasado mental. Pero en aquel momento, con Surcos, El último caballo, Esa pareja feliz, La vida por delante, incluso El malvado Carabel, se quería hacer un cine que se pareciese al neorrealismo italiano, que a nosotros nos parecía que era una visión más real de nuestra vida de lo que podía serlo el modelo francés y, desde luego, el modelo americano.

¿Teníais muy presente la barrera de la censura como elemento que os forzaba a autocensuraros, o todavía en los años cincuenta hubo momentos en que parecía que existieran más coladeros? ¿Notabais que había giros y cambios?

No os lo puedo contestar, porque para mí eso ha sido siempre un misterio. Nunca he sabido cuál era la actitud de la censura respecto a determinados directores y productores de cine españoles. Cuál ha sido la actitud de la censura respecto a Berlanga, a Querejeta, a Saura, por poner unos ejemplos. No he sabido nunca si ha sido una persecución, ellos lo sabrán, o si ha sido una ayuda.

Pero ¿tú has tenido problemas con la censura? ¿Los tuvo La vida por delante?

Siempre, pero de una ridiculez espantosa. Siempre cosas de texto absurdas. Al padre no le gustaba el novio que tenía la chica, y ella decía que era abogado. Y el padre contestaba: “Hasta ahora no es más que un señor del SEU”. Esto lo prohibió la censura. Tuve un diálogo de besugos con el censor durante media hora. Decía que la gente se iba a reír. Y añadía: “Mire, Fernán-Gómez, ponga otra cosa, como: 'Hasta ahora sólo es socio del SEU”, y yo le respondía: “Es que no se ríen de la palabra socio, sino de la palabra SEU”. Lo de “niño del SEU” también les parecía mal. El productor, Tusell, que fue conmigo, propuso “un muchacho del SEU”. Y claro, eso no tenía ningún chiste ni ninguna gracia. En esa película tuve muchas pegas de este tipo y otras que no eran de la censura del Estado, sino de la censura privada. Teníamos un contrato previo de distribución con una empresa, pero siempre había una cláusula que decía: “Salvo que la película no tenga la calidad suficiente”. Les pareció que no tenía la calidad que esperaban, y nos quedamos con la película y sin distribuidora. Pero lo que motivó el rechazo de esa primera distribuidora es que no les parecía moral la película. En eso la empresa estaba en su derecho. Es lo mismo que ha pasado con una película mía más reciente, El mar y el tiempo (1989). Un empresario la rechazó porque había una comparación entre “ser chulo de putas en Buenos Aires” o “ser del Opus”. Los dos hermanos anarquistas, que habían fracasado, se echaban en cara el uno al otro esas dos tomas de postura. Desde el punto de vista ácrata de ellos, las dos cosas estaban igual de mal. Éste fue el motivo, que me parece lógico y válido, de que el dueño del cine no la estrenara.

¿Qué idea tienes de Edgar Neville como director? Hiciste con él Domingo de carnaval (1945), El último caballo La ironía del dinero (1955).

Edgar no dirigía nada. Incluso en algunos momentos se iba del rodaje durante dos horas, porque tenía cosas que hacer por ahí. Pero es que, en realidad, el cine de Edgar Neville, y no es que con esto quiera despreciar la función del director, estaba ya hecho en el guión; guiones que trabajaba poquísimo. Se los dictaba en voz alta a Isabelita Vigiola, su secretaria; y los corregían Isabelita y Conchita Montes. Los trabajaba muy poco, son todos guiones muy sencillos, muy lineales. Y dirigía muy despreocupadamente, daba la impresión de no tener afición a eso. En teatro nunca trabajé con él, pero lo que sí se sabe es que en una de estas lecturas que se hacen ante todos los miembros de la compañía, Edgar se durmió, aunque la obra era suya. Tenía un entusiasmo extraordinario por vivir, pero no por estas otras cosas.

Ése parece también el caso de G. W. Pabst, con quien rodaste en Roma La conciencia acusa (La voce del silenzio, 1952).

Pabst se situaba a catorce o quince metros de donde se rodaba. La conciencia acusa no quedó bien; pero no hay duda, por el tono de la luz y por la densidad de la trama, de que se trata de una película de Pabst. Los decorados se hicieron de acuerdo con sus directrices, la cámara estaba siempre puesta en el suelo —o más debajo del suelo si se podía—, las luces eran muy duras, el tema era muy serio, y la película era aburridísima. Pues, claro, un film de Pabst. Y la firmó con el ayudante, eficacísimo, Bruno Paolinelli. Al segundo o tercer día, Daniel Gélin me dijo: “No estamos haciendo una película de Pabst, sino una película de Paolinelli”.

¿Y qué recuerdo tienes de José Luis Sáenz de Heredia, con el que hiciste muchas películas?

Un recuerdo extraordinario. Sobre todo por su trato humano. Es el director que he visto que mejor sabía tratar a los actores. No en cuanto a dirigirles en la mecánica del trabajo, sino en cuanto al trato personal. Era un hombre con un encanto extraordinario, con una simpatía desbordante. Guardo muy buen recuerdo de él. Ha tenido una carrera muy común en España, y es que sea todo al revés, que se empiece muy bien y se vaya cada vez más a peor, hasta acabar en la nada. No se me alcanzan las razones, pero en el Romancero ya hay esos versos: “Ésta es Castilla, que hace a los hombres y los gasta”. Debe de ser por eso.

[Luis María Delgado] En el caso de Saénz de Heredia, creo que a él lo que le gustaba era precisamente ese cine de las películas con Conchita Velasco. Era un madrileño sainetero con una gracia especial, los diálogos de su versión de La verbena de la Paloma (1963) son un prodigio, lo mismo que los de Paco Martínez Soria. Y creo que ése era el cine que le gustaba, no el de El escándalo (1943), Mariona Rebull (1947), Los ojos dejan huellas… Tiene su prestigio por esa etapa primera, pero ése no es el verdadero Sáenz de Heredia.

[José Luis Garci] Estoy en absoluto desacuerdo contigo, Luis. Creo que sus grandes películas son, sobre todo, Historias de la radio (1955) y, luego, Los ojos dejan huellas y las otras. A él Juicio de faldas (1969) no le podía gustar. Historias de la radio es una obra maestra de nuestro cine.

[Luis María Delgado] Es una joya.

[Miguel Marías] Y está muy bien hecha, mientras que las últimas son muy feas.

[José Luis Garci] Están hechas como con desgana. Estoy de acuerdo con Fernando en que la carrera de Sáenz de Heredia va al revés.

[Luis María Delgado] Lo que sí es cierto es que su humanidad era extraordinaria, y era un hombre sumamente ingenioso, muy inteligente. Su colaboración con Carlos Blanco como guionista es fundamental en su filmografía.

¿Y Rafael Gil?

En él se da la misma historia. Empieza muy bien y luego va a peor en la segunda época. Me parece que el único que está librándose de esto es Berlanga. Es el único que, todavía, si hace algo, uno puede esperar que sea interesante, aunque no esté a la altura de Plácido (1961) ni de El verdugo (1963).

Hace ya años, Jesús Franco nos contaba que siempre acostumbrabas a decir que en este país no se perdona tener mucho éxito, y que conviene hacer cosas que funcionen lo suficiente para que te permitan seguir trabajando.

El éxito siempre se agradece, pero lo que yo quería decir es que en aquel tiempo todos nos preguntábamos qué iba a hacer Bardem con el enorme éxito que estaba teniendo. En otros países eso funciona muy bien, pero aquí ese éxito podía ser peligroso. Pongo por ejemplo a Bardem como se podía poner a otro. Rafael Gil acabó siendo como un empleado de la Paramount.

¿Qué diferencias había entre José Luis Sáenz de Heredia y Rafael Gil?

El trato. Como actor, yo he trabajado bastante con Sáenz de Heredia y poco con Rafael Gil. Me daba la impresión de que Sáenz de Heredia cuidaba mucho el trabajo de los actores, tenía un don especial para hacerse comprender y hubiera sido probablemente buen actor. En Rafael Gil, esto era exactamente lo contrario. Contaba con una buena elección de reparto, con que los actores supieran arreglárselas a solas, pero no tenía un don especial como director de actores. Y los elogios que se puedan hacer del buen trato como persona y todo eso de Sáenz de Heredia, no se podrían hacer con mucha firmeza hablando de Rafael Gil.

Hay un punto de ruptura en la carrera de Sáenz de Heredia que es Los gallos de la madrugada (1971), donde intenta hacer otro tipo de cine y no logra conectar con el público ni alcanzar la calidad que él pretendía. Y quizá ahí decide cambiar el rumbo de su carrera.

[Luis María Delgado] Esa película la iba a dirigir yo y había elegido a Marisol; pero Manolo Goyanes, que tenía su exclusiva, no quiso que la hiciera. El personaje tenía que ser una niña, y no era adecuado para Conchita Velasco. El guión era uno de los más bonitos que he leído.

Después del éxito de La vida por delante hiciste una segunda parte, La vida alrededor (1959).

No fue idea nuestra, de los autores, sino de la distribuidora, ni siquiera de la productora, que éramos Tusell y yo.

Pese a que, según dices, no se ganó dinero…

Oficialmente, La vida por delante todavía no está amortizada.

¿Y cuánto costó?

Alrededor de siete u ocho millones de pesetas.

Cuando piden una continuación está claro dónde fue a parar el dinero…

Y está explotada en toda Sudamérica, amén de varios pases por televisión en España. Es una cosa curiosa.

Está visto que siempre te dirán que no se ha amortizado.

Si alguna vez se diese por amortizada, le corresponde el cincuenta por ciento de los beneficios a Estela Films, la productora de Tusell, y el otro cincuenta por ciento a mí. Hace años, yo recibía notificaciones tan graciosas como que por la proyección de la película en la región de Ayacucho me habían correspondido cuatro mil pesetas. El único valor que eso tiene para mí es que me toca la mitad. Pero es igual, porque La venganza de Don Mendo, que la ha visto muchísima más gente, está sin amortizar. Ahí también llevo parte yo. Sólo con tres pases por televisión ya se han amortizado estas películas. Diez años después de estrenarse La vida por delante en México, recibí una carta de unos productores mexicanos que querían hacer un remake y me preguntaban cuánto cobraría yo por ceder los derechos. Y yo no comprendía nada, porque las cifras que estaban en mi poder sobre los ingresos de la película en México en esos diez años ascendían a algo así como ocho mil pesetas…

Todo indica que los dineros del cine español han debido de ir a muchos bolsillos, menos a los de los productores.

[A Eduardo Torres-Dulce] Pero, señor fiscal, no es un hecho aislado. No es algo que me ha ocurrido a mí, es un mal común.

La vida alrededor

Entonces, La vida alrededor fue idea de los que habían perdido con la anterior…

Sí. La vida por delante tiene, para mí, más frescura, más espontaneidad. De La vida alrededor me gustan trozos sueltos, pero encuentro que no está bien enlazada. No marcha hacia un final. Aun siendo una serie de episodios sueltos, de chistes, si queréis, en La vida por delante va todo en una dirección, hacia ese final de Manolo Alexandre que se aleja en el coche y le dicen: “¡Te esperamos! ¡Te esperamos!”. En cambio, en La vida alrededor no noto un enlace así, una fluidez.

Es una película mejor que muchas más prestigiosas de la época, se mantiene viva. Pero si se ven las dos, una tras otra. La vida por delante es muy superior. Se reconocía en ella el país en que vivíamos, las calles de la ciudad, los modos de vida, las esperanzas de la gente. Es como un documento de Madrid en ese final de los años cincuenta. ¿Tenías presente, al rodarla, esa fisicidad de la geografía?

Reconozco claramente que eso era bajo la influencia del neorrealismo italiano y que lo que yo quería era aplicar sus fórmulas aquí, pero simplemente porque me parecía que el resultado era muy español. A mí no me gusta hacer películas en España o escribir unos libros que puedan parecer suecos. Me gustaría, primero, tener éxito, tener buena acogida por los espectadores porque la obra tuviera una calidad evidente, cierta. Pero luego porque fuera auténtica; porque, aunque fuera una imitación, imitara a Arniches, a don Miguel de Unamuno, a Azorín, a Antonio Machado. Me gustaría hacer eso, que no es nada fácil y, además, en España siempre ha tenido muchos elementos en contra. Simplemente, todas estas películas que tenían aquella influencia deliberada del cine italiano muy pronto pasaron a estar mal vistas.

La gran ventaja de tus películas es que, aunque partan de la base de una influencia neorrealista, haces un cine muy personal que permite que esas obras sean muy intemporales. Los que hemos vivido esa época nos reconocemos en tus películas, pero además hay algo mucho más universal. En La vida por delante hay mucha humanidad.

Esto es también porque cuando utilizo el término neorrealismo no lo empleo en el sentido en que lo suele hacer todo el mundo, sobre todo en aquel momento, y es que es un cine exclusivamente de pobres. Yo entendía que en el movimiento neorrealista italiano entraba el cine de Antonioni y el de Visconti, como también eran neorrealistas las películas de guerra y las cómicas. No es que yo quisiera hacer un neorrealismo enraizado en la pobreza, sino… Bueno, lo primero que hay que quitar es el prefijo neo, porque eso nos sitúa en una determinada época que va del año 1945 al año 1950. Yo querría haber hecho un cine realista, bien con el ángulo del humor, con el ángulo de la angustia o con cualquier otro. Un cine realista, pero que por ser realista se pudieran reconocer en él los personajes, las personas más cercanas. En este caso los españoles, los madrileños.

Hay una fórmula que tiene puntos de semejanza con la tuya, que es la película americana Navidades en julio (Christmas in July, 1940), de Preston Sturges. Es una historia similar, que sucede en una zona humilde de Nueva York, con gentes que tienen las mismas ilusiones, quieren presentarse al concurso de un slogan, piensan lo que van a hacer si ganan, al final tienen que devolver los regalos… También tiene que ver con Esa pareja feliz. Y lo que une a todo ese cine es que hay un punto de vista humano.

Y Marty (1955), de Delbert Mann, tiene un punto de vista así…

Pero tus películas no son neorrealistas, lo que tienen es ese toque de humanidad, esa carencia de artificio… Y además en ellas hay, dentro de esa tendencia, un toque personal.

Bien, pero eso se da en muchos directores, aunque trabajen desde una óptica parecida. Pensemos en el enfoque de un Germi frente al de un Monicelli… Lo realmente penoso en el cine español es que escaseen tanto los creadores —guionistas, directores— que tengan un toque personal. Me parece que esto es lo que le perjudica bastante a nuestro cine en general. Ahora sí hay un director con un gran toque personal que es Almodóvar, pero es una excepción.

Hay un período que arranca en 1960 y llega hasta 1966, con la excepción de dos películas, El mundo sigue (1963) y El extraño viaje (1964), en que diriges en cine una serie de obras de teatro en cadena: Sólo para hombres (1960), La venganza de Don Mendo (1961), Los palomos (1964), Mayores con reparos (1966)…

Fue una época en que se filmaban los éxitos teatrales. Ahora todo lo que se hace son novelas, hay una minoría de guiones originales. La idea de hacer en cine Sólo para hombres sí era mía. El propósito es común a todos los que hacemos cine en España: lograr que nuestro cine salga al exterior, de ahí viene el traer actores extranjeros, como Betsy Blair en Calle Mayor (Juan Antonio Bardem, 1956), Edmund Gwenn en Calabuch (Luis García Berlanga, 1956) y tantos otros. De ahí se derivan todo tipo de combinaciones. Pensé encontrar una historia que me permitiera ofrecer mi trabajo de actor y director, una historia en la que yo viera que el papel de la muchacha era mucho más importante que el del chico, para poder ofrecerlo en el extranjero como base de una coproducción. Entonces me pareció adecuada Sublime decisión, la obra de Miguel Mihura que adapté como Sólo para hombres. Quería que, con ese papel de la muchacha, que era muy bonito, atrajéramos a una actriz de gran nombre, quedándome yo el del chico, que era una estupidez. Este retrato de principio de siglo, en color, bien ambientado, quedaría muy bonito. Bueno, pues no se consiguió nada de esto. Ni se pudo hacer la película con una actriz extranjera para aprovechar lo de la coproducción, ni se pudo hacer en color. Se hizo con Analía Gadé, porque entonces era lo que se llama mi compañera sentimental. Nunca había pensado esta película para Analía Gadé ni me parecía que el personaje fuera adecuado para ella; pero yo tenía firmado un contrato de unas cuantas películas con Ágata Films, y quedaba una. Dibildos me consultó si Analía podía hacer ese papel, y le dije que sí. Pero no correspondía a mi idea de que fuera una coproducción, en color y con una señorita muy mona traída del extranjero.

Pero ¿se llegaron a hacer gestiones?

No, porque con ese proyecto sólo me dirigí a Uninci, productora de la que yo también formaba parte, y ahí sucedió una de esas cosas que hacen que nuestro país sea una verdadera maravilla. Lo mismo en la obra de teatro que en el guión, hay una sátira del sistema parlamentario y de los turnos de gobierno que dejan sucesivamente cesantes a unos funcionarios o a otros. Y Uninci consideró que aquel momento, con Franco en el poder, no era el adecuado para hacer una sátira del liberalismo. Ricardo Muñoz Suay vino a mi casa, seguramente con un mensaje de más altas instancias, para decirme que, aunque ellos no eran partidarios del liberalismo, en esas circunstancias hacer una sátira de la democracia, del parlamento y de todo eso, no era políticamente correcto. Entonces hice la gestión con Ágata Films, donde me propusieron ya lo de Analía Gadé. No es que me sintiera identificado con la historia, aunque me gustaba la idea de hacer la película por el ambiente.

¿La venganza de Don Mendo fue una idea tuya?

No. La venganza de Don Mendo también fue idea de los productores. La iba a dirigir César Fernández Ardavín, y ya lo tenían todo planeado. Me la ofrecieron a mí sólo como actor, y la rodaban en el escenario de un teatro, en blanco y negro y en cuatro días. Era baratísima y, según los productores, iba a resultar un negocio maravilloso. Un día vinieron a verme para decirme que Ardavín, que era el que había ideado el proyecto, a última hora se había retirado. Me ofrecieron que la dirigiera yo. Les contesté que a mí no me divertía nada La venganza de Don Mendo en blanco y negro, que lo que me gustaba era jugar con los colorines, y que, además, rodarlo en cuatro días no es que no me gustara, sino que no sabía.

¿Es tuyo ese enfoque tan descaradamente teatral de la representación, toda llena de forillos y de trucajes escénicos?

A mí eso es lo que me divierte. Lo que sí es personal es la utilización de esos medios escénicos de teatro para hacer el cine.

Tiene un elemento surrealista fantástico, quizá la vena más loca tuya…

Me divertía hacer lo que Laurence Olivier había hecho en películas como Enrique V (Henry V, 1944), utilizando el color y los códices medievales. Hacer eso pero en parodia, lo que es La venganza de Don Mendo, de Muñoz Seca. Eso sí me gustaba, y tuvimos la suerte… Por cierto, lo que no sabéis es que la censura estuvo a punto de prohibirla. ¡Prohibir La venganza de Don Mendo en España! Y, sin embargo, el argumento de los censores era de lo más lógico: que es antimonárquica. Yo les decía que no era tal cosa, que ocurría en el siglo XIV. Y contraatacaban diciendo que precisamente en ese momento en que había que hacer cosas para que viniera la monarquía, proyectar una película tan antimonárquica… Era la primera vez que oía decir que la obra fuera antimonárquica, porque no creo que nadie se haya tomado en serio eso.

También tuvo inconvenientes de esos ridículos que ocurren en nuestro cine a cada momento. Yo quería utilizar telones pintados siempre, no quería que hubiera tenido nada construido como decorado. Yo defendía que todas las paredes fueran de papel pintado, todo como en el teatro antiguo; y la productora no lo toleró, porque era muy barato. Unos señores que llegan con el proyecto de hacer la película en cuatro días, y yo les digo que tienen que ser cuatro semanas —siempre que el operador fuese Pepe Aguayo, pues de lo contrario no garantizaba yo las cuatro semanas—, a lo que me responden que no saben si les va a llegar el dinero, luego defienden que hay que construir los decorados porque en papel eran baratísimos. ¿Alguien entiende algo? Seguramente se debe a que con medios tan modestos no se podía inflar el presupuesto.

¿Y en La venganza de Don Mendo también llevabas participación?

Sí, esa película se hizo en un sistema que se llamaba, sin eufemismo, falsa cooperativa. Si te llamaban para algo de esto te decían: “Mira, vamos a hacer una película sobre la Legión, en falsa cooperativa, ¿sabes? ¿No te importa intervenir en esta falsedad?”. El sistema consistía en que todo el mundo aportaba su trabajo, y por eso el Estado daba unos beneficios. Pero no era verdad. El productor le pagaba a cada uno su dinero, y la empresa se quedaba con todos los beneficios, además del que se obtenía por ser cooperativa. La venganza de Don Mendo se hizo con el sistema de la falsa cooperativa. Al terminar, estos señores habían comprado su parte a todos los cooperativistas, menos a mí, porque ya habíamos quedado de acuerdo, ellos y yo, en que yo no era un falso cooperativista, sino que era un socio verdadero en la propiedad de la película. Y hace cinco o seis años le dije a Gavilán, mi representante, que les escribiese una carta en serio diciéndoles que el señor Fernán-Gómez tenía la curiosidad de saber cómo se iba a efectuar el cobro de esto, ya que una vez amortizada la película le correspondía el 33 por ciento o el 50 por ciento de la propiedad. La respuesta fue que todavía no había lugar para decidir cómo se efectuaría el cobro, porque la película estaba sin amortizar. ¡No llevaba más que treinta años en explotación! Se había editado hasta en formato Súper 8, que ya ni se usa, y en videocasetes; y se ha pasado varias veces por diversas cadenas de televisión.

¿Llegó Mihura a ver las adaptaciones de sus obras al cine?

Sí. Habló muy mal, muy mal, de Sólo para hombres, no le gustó nada. Y sobre todo habló muy mal de ella a los críticos el mismo día que la vieron. En cambio, le gustaba mucho y era muy partidario de Ninette y un señor de Murcia (1965). Creo que después de Sólo para hombres pidió en los contratos una cláusula por la que no se podían modificar sus diálogos.

¿Cómo fue tu relación con Mihura, del que estrenaste El señor vestido de violeta, adaptaste Sublime decisión Ninette y un señor de Murcia al cine, y actuaste en Las panteras se comen a los ricos?

Llegué a ser bastante amigo suyo y creo que nos comprendimos bien, aunque era un hombre de un carácter difícil, como, en otro estilo, también Jardiel Poncela. Un poco atrabiliario, muy encerrado en sí mismo. Pero, claro, de esto le salvaba el que era ingeniosísimo; y ese ingenio no lo ahorraba, no lo guardaba exclusivamente para escribir, sino que lo prodigaba en el trato cotidiano, lo que hacía que fuera muy agradable el estar con él. Luego, como autor para el que actuar o al que había que adaptar al cine, Mihura tenía la manía, muy extendida entre los autores, de creer siempre que el error es de los demás.

El señor vestido de violeta es una obra que no gustó demasiado. Entonces Mihura decidió —pero, ojo, no lo hizo durante los ensayos— que los actores, casi todos, lo hacían mal. Y eso lo descubrió cuando la obra llevaba representándose quince días y aquello no funcionaba. Le dije que el primero sería yo, y me contestó que sí, que ese personaje no era adecuado para mí, que era más adecuado para Peliche (José Luis Ozores). Me pidió permiso, y fue llamando a todos los actores de la comedia para regañarlos y decirles una cosa imposible, que es que lo hicieran de otra manera, que estuvieran más graciosos. Después de esas largas reprimendas, yo sólo hablé con uno de ellos, Joaquín Roa, al que Mihura, tras muchos consejos, le recordó que su personaje trataba de imitar al doctor Marañón. Cuando al fin el autor se fue, yo, que había estado oyendo todo desde mi camerino, escuché la voz de Roa: “¿Ha oído, Fernán-Gómez?”. “Sí, lo he oído.” Y Roa sentenció: “Pues ni caso”. En esa época se entendía que había una especie de dirección compartida entre el autor y el director, en este caso entre Mihura y yo. Un tiempo después llegaron ya otros directores que, a la tercera intervención del autor, le dijeron: “¿Querrías marcharte, que estamos ensayando?”.

Luego tienes Los palomos, basada en la obra de Paso, y Mayores con reparosde Alonso Millán.

Salvo la excepción de Sólo para hombres, todas son propuestas de los productores, trabajos de encargo. Y no es que vea yo mal que sean trabajos de encargo.

¿Qué pones de ti mismo en esos trabajos de encargo?

Puro trabajo. De todas esas películas, si hay alguna que me haya podido compensar más el trabajo que he puesto en ella, sería La venganza de Don Mendo.

[Hay un pequeño paréntesis en el que los reunidos, al hilo de ese mundo de la vieja tramoya teatral, mencionan los espectáculos de Enrique Rambal, con obras como La vuelta al mundo en ochenta días y una serie de títulos adaptados a un teatro de gran despliegue de imaginación. Y Fernán-Gómez ofrece su explicación.]

Esos espectáculos existían porque el cine no tenía color ni tenía voz. Y casi todas las obras que montaba Rambal entonces habían sido antes película. El Miguel Strogoff que se daba en los cines era en blanco y negro, sin diálogo y sin sonido. Y el de Rambal en veinte cuadros para el teatro tenía sonido, tenía voz, tenía música, y además era en color. Vi muchas cosas de Rambal siendo niño, en los años treinta. Era lo que luego se ha llamado teatro total. Además, en aquellos espectáculos suyos había cuerpo de baile. Salían chicas y bailaban. En el fondo del mar se veían las ostras que se abrían, y de ahí salían las señoritas. Sus espectáculos estaban pensados para las clases populares. No estaba dirigido a gentes más refinadas, ni era para ricos ni para intelectuales. Siempre que podía trabajaba en los teatros más grandes, donde el precio pudiera ser un poco más barato.

¿Le iba bien a Rambal en lo económico?

Cada tres temporadas se arruinaba, era un desastre. Llevaba sus espectáculos completos a Sudamérica, todo el reparto, incluidos el cuerpo de baile y los músicos y también los decorados. Era muy parecido a un circo.

[José Luis Garci] Y llegamos en tus películas a una obra maestra absoluta, El mundo sigue.¿Éste es un proyecto tuyo?

Sí, ésa la financié yo con el apoyo de Tibor Reeves.

Y con una gran generosidad por tu parte, ya que se trataba de un autor, Zunzunegui, del que todo el mundo en el Café Gijón, donde os reuníais, decía que era gafe.

Ya había hecho otra película suya Ana Mariscal, pero sí es verdad que había que tener valor para…

Todo el mundo en el Café Gijón decía: “¡Ojo, que viene ZZ!”. Y todos ponían las manos sobre las mesas, hasta que alguien dijo que no estaba bien que gente que vivía de la cultura fuera tan injusta con él, y que dijeran el nombre, porque no pasaba nada. Y nada más decir Zunzunegui, el café se incendió.

El que hablaba tan generosamente sacó la tarjeta, para que viesen que no pasaba nada, y otro le dijo: “No seas cabrón, trae la tarjeta” y la quemó. La tiró por la rendija que daba al sótano, y explotó el gas. Yo llegué inmediatamente después de la explosión. Había bomberos, gente arremolinada. Eugenio Suárez, que luego dirigió el semanario El Caso, fue el que tiró la tarjetita.

[José Luis Garci] En El mundo sigue aflora un lado oculto de tu carácter que desconocemos, pero que sin duda existe. Es una película sombría, terrible, desoladora.

Sí, aunque el texto de origen de esta película no sea mío, ni el definitivo tampoco, porque está entresacado del otro, me siento muy identificado, no digo ya con la película, sino con la literatura de la película. Me habría gustado que se me hubiera ocurrido a mí y haberla escrito yo. Primero decidí utilizar sólo una parte de la novela, la del hombre al que le ha tocado la quiniela y el sábado y el domingo está encantado de la vida, y el lunes se entera de que por aquella quiniela no dan nada. Pero no supe. Aquí sí que tenía como modelo al neorrealismo italiano, que parte de ideas muy cortitas, pero yo no supe hacerlo con este material tan escaso y fui añadiendo más trozos. De todas maneras, es una selección de todo lo que tiene la novela, que es mucho más rica en peripecias.

[José Luis Garci] El mundo sigue cuenta con una de las mejores interpretaciones femeninas del cine español, la de Lina Canalejas (también Gemma Cuervo estaba genial), y es la primera vez en tu filmografía—y ya hemos dicho lo que valoramos La vida por delante— en que se percibe un gran instinto de narrador que cuenta ya de otra manera. Es ya una película distinta. ¿Os lanzasteis a hacerla conscientes de que no iba a dar un céntimo?

No, yo estaba totalmente equivocado. Eso mismo que acabáis de decir me lo dijeron cuando organicé una proyección privada, recién salida la película del laboratorio, a la que asistieron Lauro Olmo, Buero Vallejo y dos o tres personas más. Yo había buscado para ese visionado a unos señores a los que me parecía que les podía gustar. Y la película les entusiasmó; pero los dos, tras comentar la película entre sí, me dijeron lo mismo: “Estamos convencidos de que tú ya sabes que esta película no va a dar un céntimo. Nos han dicho que eres productor, o productor asociado, y estamos comentando que cómo has hecho esto”. Les dije la verdad, lo que pensaba, y es que creía que aquélla era una película sentimental, muy comprensible por el gran público, que trataba de una cosa muy común en la gente. Son dos hermanas, una que no se atreve a lanzarse a la prostitución y otra que sí se atreve; y, claro, era una cosa muy común, que podía llegar mucho al corazón de las gentes, y que era el género popular que se llamaba melodrama. Que yo creía que el melodrama daba dinero y por eso había hecho la película. Luego, al cabo del tiempo, en coloquios muy nutridos, en universidades, por ejemplo, siempre hay alguien que me dice lo mismo que vosotros y que Buero y Lauro Olmo.

En uno de estos coloquios, alguien mostró su sorpresa de que hubiera hecho El mundo sigue afrontando yo los gastos: “Usted, un hombre conocedor de esto, ¿no sabía que esta película no podía dar nada de dinero, que podía ser su ruina?”. Y le contesté que no, que yo no sabía eso, porque creía que esta película pertenecía a un género, denostado en muchos aspectos, pero que, sin embargo, se considera muy rentable, que es el folletín y el melodrama. Entonces ese señor me dijo que a la película le faltaba una cosa y es que no tiene nada que halague al público: “Y parece mentira que, con tantos años de profesión, usted no lo sepa”. Debía de ser una persona muy entendida, me regañaba como a un discípulo: “Parece mentira que usted no sepa que una de las condiciones del melodrama es que tiene que haber algo que halague al público, que halague el sentimiento común de los espectadores. Y esto en su película no lo hay. La que va por el buen camino acaba estrellada contra un automóvil, la otra hermana se abalanza sobre la muerta solicitando su perdón…”. Esto del perdón no estaba en la novela, lo añadí yo, y Zunzunegui, al que le gustó mucho el film, me lo hizo notar. Le expliqué que lo había puesto para suavizar. Y, como decía el señor del coloquio, la película termina con un plano que casi es blasfemo, porque, después de estos desastres, Agustín González eleva la vista al cielo y sólo dice: “¡Dios! ¡Diooos!”.

Ésa es otra. Vosotros sabríais que los problemas de censura serían infinitos…

Acababan de levantar la veda del suicidio, porque había llegado García Escudero a la dirección general de Cinematografía. Antes de ese cambio, en el Ministerio nos habían echado atrás el guión, sobre todo por el lenguaje. Y cuando lo volví a presentar, no modifiqué nada de los diálogos; pero puse que el guión se basaba en la novela y que los diálogos eran de Juan Antonio de Zunzunegui, “de la Real Academia Española”. A pesar de lo cual, todos los momentos en que se decía “vete a la mierda”, “gilipollas” “hija de la gran puta” los tacharon. Se ve que la Real Academia Española no sirvió de cobertura. Pero lo que aquel hombre del coloquio me dijo sobre que a la película le faltaba algo como melodrama para halagar al gran público, a mí me convenció. Lo que no sé, y lo digo para casos futuros, es cómo se hace ni en qué consiste.

Lo que pasa es que no lo sublimas nada ni ofreces ninguna escapatoria. El mundo sigue es una película atroz de arriba abajo, y además aquí está ausente un elemento de humor que no falta en otras películas tuyas, aunque sean dramáticas.

Incluso hay algunas cosas que podían haberse estilizado un poco apurando algo el sentido del humor, como es el personaje del chico, seminarista o sacristán, no me acuerdo; pero no quise hacerlo.

Es una película crispada que se ve con una incomodidad absoluta. Es extraordinaria, pero su proyección nos golpea mientras dura. Hay como un malestar físico. Y tú haces un personaje de lo más antipático que ha salido nunca en una película.

Ese personaje no lo pensaba haber hecho yo, porque el planteamiento era distinto. Quería que la película fuera en color, porque quería que mis películas fueran en color y no lo conseguía nunca. Y el papel de Lina Canalejas lo teníamos pensado para Aurora Bautista, y el del camarero, de ese marido que luego hice yo, lo teníamos pensado para Paco Rabal. Rabal no pudo hacerlo por una cuestión de fechas, y con Aurora no pudimos contar por una cuestión de precio. Fue entonces cuando decidimos hacerlo en casa. Por eso lo hice yo, que era poner un cero en el presupuesto, y Lina lo hizo por una cantidad miserable, como si fuera gratis. Y tanto Lina como Gemma Cuervo están espléndidas.

Tu personaje antipático se emparenta con el de Pim, pam, pum… ¡fuego! (Pedro Olea, 1975).

Decía yo que no había hecho un personaje tan antipático, y es cierto que el de Pim, pam, pum… ¡fuego! es todavía más antipático y siniestro. Es el malo de la película. Pero mientras El mundo sigue está dentro de un severo realismo, la película de Pedro Olea es un drama romántico, es una estilización. En mi película el tono crispado es elección mía, no se trata de nada involuntario. Creo haber leído libros y haber visto cuadros, y no digamos haber oído músicas, desde Schönberg para acá, desagradables, desagradabilísimos, y en pintura tenemos a Goya, por ejemplo, y muchas novelas del realismo y del realismo socialista de entreguerras y todo eso, o La familia de Pascual Duarte, de Cela, donde no hay una página que esté escrita para agradar a nadie.

Pero tiene humor…

No, lo de Cela no tiene humor.

El tremendismo se tolera más.

Sí, no cabe duda…

El mundo sigue es como el cuadro de Edvard Munch que se llama El grito.

Pero El grito es expresionista, y esta película mía no es ni expresionista.

Puede ser un hecho de la crónica de sucesos, uno de esos sucesos sórdidos que siguen ocurriendo… Además, es una película cuyos hechos podían haber ocurrido un siglo antes, y todo lo que sucede puede ser válido hoy.

Sí, y vuelvo a remitirme a la crítica de aquel señor que, en un coloquio, me señalaba que no hay ni un solo momento en la película en el que el espectador pueda ser gratificado, y que el espectador necesita ser halagado. Sin embargo, basta con referirse a Bernard Shaw, que dividió sus comedias en agradables desagradables. Quiero decir que sé que hay un arte, una literatura —de la música no me atrevo a decir nada— que son desagradables, y que yo creía que por este camino de una cosa desagradable, pero donde salieran estos problemas tan melodramáticos y tan folletinescos, sí se podía hacer, no digo ya una película, sino una película muy rentable y que tuviera muchos premios. Es lo que yo creía. Y cuando la terminé y la vi, creí que había hecho eso, un melodrama donde la gente iba a llorar, que era impresionante y nos íbamos a enriquecer. Estaba convencido. Hasta que los primeros que la vieron me avisaron de que no iba a entrar nadie en los cines. Bueno, como me dijo Azcona en el primer visionado de El extraño viaje, al terminar la proyección; “¿La distribuidora ha visto ya la película?”. Le dije que no, y Rafael me espetó: “Esto no se estrena”. Le dije simplemente: “Rafael, gracias por tu estímulo”. Y ésa sí que tenía el componente del humor que no estaba en El mundo sigue.

Lo que sí creo, a la vista de lo que se ha dicho y escrito, es que hay una zona de mi personalidad que se refleja en El mundo sigue, pese a que su literatura no es mía, sino que está ya en la novela de Zunzunegui. Es algo con lo que me siento muy identificado, y tengo ese lado.

El mundo sigue va como un tren a toda velocidad y no tiene el lado episódico que tienen otras películas tuyas. Durante toda su proyección sabes que estás ante algo real que es terrible. Se produce, además, un cambio de estilo. Creemos que es la primera vez que hay un vigor narrativo distinto. No hay estancamientos reflexivos o de puesta en escena. Es una película hecha así. No has vuelto a repetir esa experiencia nunca más.

Es difícil encontrar temas así que dé la casualidad que a uno le gusten y que se apoyen en una cosa muy actual como era la quiniela, aunque la censura tachó la frase “han convertido el país en una casa de juego”, porque en aquella época sólo había la lotería y las quinielas… El juego estaba prohibido.

Aquí sí que no hay vida por delante. Todos los personajes son unos fracasados. Ni siquiera el hermano consigue ser cura.

Creo que esa idea que se desprende de la película es la idea que tenía el autor de la novela. Me parece que Zunzunegui quiso contar que no había escapatoria en la circunstancia que se estaba viviendo en aquel momento, y que quiso contarlo sin la menor referencia a la política. En el libro no la hay. Sí tiene más peripecias laterales que la película; pero creo que Zunzunegui quiso hacer no ya una obra escéptica, sino una obra muy claramente pesimista. Ésta es una de las cosas que me atrajeron más; pero que me atrajeron más, es curioso, como hombre del espectáculo. Se me ocurre un nombre de un autor que no es nada agradable, Jean Genet. Y, sin embargo, está traducido a ciento diez idiomas, y supongo que sus nietos vivirán muy bien de las rentas de este asesino. Creo que lo de Genet es como un género, no existe sólo en él sino en otros autores, y que este estilo es el que eligió Zunzunegui para su novela. Yo trataba de hacer una transposición muy fiel de eso al cine y me parece que, para desgracia de la película, eso sí está conseguido.

[José Luis Garci] Lo curioso es que no hay ninguna película de esa época ni posterior que sea equivalente. No se inscribe en ningún género del cine español. Es una película marginal y marginada. Es un film duro, árido, sin paliativos. Ni siquiera hay un momento de pausa o de descanso, como en las tragedias. ¿Qué sucedió, por qué motivos no se estrenó El mundo sigue?

En realidad, en aquella época una película —y no sé si las cosas no siguen igual— se hacía por varios motivos, que no son siempre el motivo lógico de hacerla para estrenarla en un cine, ver si le gusta al público y a la crítica y así ganar mucho dinero. Esto es lo fácil, pero no. Hay películas que se ruedan por otras razones. Raza (José Luis Sáenz de Heredia, 1941) se hace porque a Franco le ha gustado escribir un guión. Otras películas se pueden hacer, aunque sea un tópico decirlo, porque un señor ha querido ayudar a una chica a que se dedique a la carrera de actriz. Durante muchísimos años las películas se han hecho en España porque por cada película que hicieras, marchara bien o marchara mal, te daban equis permisos de importación de películas americanas; y vendiendo ese permiso ganabas mucho dinero. Estas películas no hacía falta que tuvieran densidad ni estilo ni carácter ni nada. Lo único que había que tener, por parte del que la financiaba, era una buena relación, para que no ocurriera que se la prohibieran, por ejemplo.

En el caso concreto de El mundo sigue, como en todas las otras películas mías en las que ha partido de mí la idea, las hacía al mismo tiempo para realizarme como director de cine —es decir, como señor que quería comunicar algo— y para seguir mi aprendizaje. No tenía otra manera de aprender esto más que haciéndolo. Luego hay otras muchas películas de la época que, como acabo de decir, se hacían para lo del permiso de importación del cine de Hollywood. Esta película costó un dinero que nadie de los que la producíamos tenía. Cuando se terminó, un intermediario vendió la película a una distribuidora del norte de España que necesitaba los permisos de importación, que serían dos o tres, porque daban pocos. Como esta distribuidora nos la compró, no perdimos dinero. Y seguimos en disposición de hacer otra igual de rara y que le pasara lo mismo. El motivo que tuve en realidad, no para hacer El mundo sigue, porque en este caso me gustó mucho la idea de la novela de Zunzunegui, y sobre todo me gustaron mucho los caracteres de los personajes, me parecieron unos personajes muy dramáticos, en el sentido de muy teatrales y muy puestos en pie; por lo que hice una película —una cualquiera, y fue ésta porque es la que tenía escrita en aquellos meses—, el motivo, decía, es porque estaba atravesando una crisis que podemos llamar sentimental, pero que en realidad era de soledad, y la hice para no estar solo. Tenía que rodar y por eso, a pesar de no tener a Aurora Bautista ni a Paco Rabal, y a pesar de disponer de un presupuesto miserable, me puse a hacerla. Pensad que la economía era tan paupérrima que las vías del travelling estaban alquiladas por metros. Y sólo pagábamos los días que las utilizábamos. Desde antes de empezar, sabía que el día 16 de febrero necesitaba seis metros de vía, que los demás días no habría vía y que el día 28 de febrero harían falta l6 metros. Está hecha con enorme rigor económico, porque no se podía hacer de otra manera. Pero el motivo es que me encontraba solo, muy solo, y no me podía estar el día entero en el Café Gijón. Era demasiado.

El mundo sigue se estrenó en Bilbao, por ser la tierra de Zunzunegui, y estaría unos cuatro o cinco días, no lo sé bien. Luego se convirtió en película de complemento allí donde había programas dobles.

El mundo sigue

Era un rodaje donde tenías que llegar de casa con los deberes del día muy bien preparados…

Yo siempre llevo los deberes hechos cuando voy al rodaje, entre otras cosas porque me divierte hacerlos, pero en ésta es que no había más remedio que tenerlo todo muy, muy controlado.

Es curioso que esta película sea así y que unos pocos años antes se haga El pisito (1958), de Marco Ferreri e Isidoro M. Ferry, que tiene una visión más esperpéntica, pero con muchos puntos coincidentes en la visión de la vida.

Habéis mencionado una palabra que es clave en esto, esperpéntica. A los censores de la época les gustaba mucho que las cosas fueran esperpénticas, pero en cambio no les gustaba que fueran reales. Cuando el novelista Jesús Fernández Santos y yo hicimos un guión de La familia de Pascual Duarte por encargo de Paco Rabal, una película que él interpretaría y yo dirigiría, procuramos suavizar toda la tremenda dureza que tiene la novela. Acababa de ser nombrado ministro Manuel Fraga cuando presentamos el guión, y fue prohibido, iba a decir como es natural, pero no tiene por qué ser natural que se prohíba un guión. Nos llamaron a la charla con el censor, y la regañina consistió en decir que por qué habíamos suavizado esa novela tan espléndida, a la que habíamos limado las cosas. Yo argumenté —Jesús no estaba presente— que habíamos limado las cosas porque estábamos muertos de miedo: “Como tenemos un miedo horrible a la censura, por eso hemos limado ciertos hechos de la novela”. “Pues muy mal hecho”, me dijeron, “porque ahora parece que todo lo que ocurre es real, y ha perdido su carácter esperpéntico. Y esto tenía que ser un esperpento. "Aparte de esto, y ya fuera de la conversación que estamos siguiendo aquí, nos dijo el censor que nos fuéramos a ver El zurdo (The Left-Handed Gun, Arthur Penn, 1958), la película de Paul Newman, y que la imitáramos en el guión.

¡Eso sí que es absolutamente surrealista…!

El mundo sigue no es un esperpento. Cuando Valle-Inclán inventó el esperpento, lo que inventó no es un realismo. La película, por no tener creencia alguna, ni siquiera tiene creencia en el destino.

La película más realista española que existe es sin duda El mundo sigue. Y así le fue…

Quisiera dejar sentada una cosa: no estoy nada arrepentido de cómo le fue. Creo que conseguí hacer lo que quería hacer en la película. Y ha sido reconocidísima.

Pero preferirías que la hubiese visto mucha gente.

No sé qué deciros. No sé si un escritor como Azorín habría preferido tener ese público multitudinario de Blasco Ibáñez o si habría preferido tener el que tuvo él, unos señores que podían leer cuatro veces el mismo artículo.

Ni siquiera la pasan por televisión a esas horas intempestivas en que emiten algunas buenas películas…

Si la pasasen por televisión, la vería un millón de personas. Ya sería un fracaso. Vamos a suponer que esta película hubiera tenido una explotación normal y que ahora, al cabo del tiempo, ya la hubiera visto un millón y medio de personas; y que la hubieran pasado últimamente por televisión y no hubiera merecido ninguno de los comentarios, aunque sean adversos, que ha merecido ésta. A mí me parecería queaquello era menos éxito. Estoy satisfecho de hacer una película como ésta y conseguir lo que he conseguido. Creí en su día que no iba a estar satisfecho, porque si iba mal no me iba a producir un rendimiento económico. Así ha sido. Pero como el rendimiento económico le da igual a uno lo mismo por haber hecho esta película que por una serie como Los ladrones van a la oficina, pues a mí qué más me da.

No estoy nada arrepentido de El mundo sigue y de El extraño viaje. Creo que mi filmografía, mi carrera profesional, laboral, sería mucho peor si no existieran estas dos películas.

Eso también le pasa a Azcona con El pisito, cuya explotación comercial fue muy mala. Pero no se pueden comparar entre sí dos películas como El extraño viaje El mundo sigue. Para encontrar una película tan descorazonadora, tan terrible, con un final tan demoledor hay que irse, aunque como películas no tengan nada que ver, a Los olvidados (Luis Buñuel, 1950). Las dos películas tienen una imagen final desoladora. También es de ese tipo desolador, aunque no tenga parentesco alguno, El buscavidas (The Hustler, 1961), de Robert Rossen.

Pero El buscavidas es muy agradable de ver por la presencia de Paul Newman. Los americanos dicen: "Éste es un pobre mendigo, qué mal le va en la vida” y sacan a Gregory Peck. Así, claro, el espectador aguanta las dos horas plácidamente.

De todas maneras, El extraño viaje es una obra de un pesimismo absoluto que, pese al humor y a los diversos gags, está dominada por una negrura total.

Lo que he creído siempre que caracterizaba al denostado neorrealismo italiano no es que fuera real ni que fuera neo, sino que era cotidiano. En realidad, debería haberse llamado el cotidianismo. Casi todas las películas parten de contar un hecho insólito, y el neorrealismo partía de contar un hecho sólito. A un tipo le llaman para darle un dinero que le ha tocado en la lotería y justo no está en casa. O como Una hora en su vida (Prima comunione, 1949), aquella película de Blasetti con ese hombre al que no le llegaba a tiempo el traje de su hija para la primera comunión. Es lo que hace que la gente diga que una cosa es que le cuenten que ayer se han matado a tiros unos pistoleros en el saloon, y otra es que le cuenten que a una chica le pasa lo mismo que a la Encarna.

El neorrealismo siempre manejó como elemento esencial de todos sus postulados lo que se llama en Italia un fatto di cronaca.

Claro, la página de sucesos.

La fotografía de El mundo sigue está carente de belleza plástica a propósito y tiene un lado casi documental. Como en España apenas hay esos documentales, la película viene a ser un testimonio de lo que la cámara capta sin velos. ¿Has discutido mucho con los operadores del estilo fotográfico que quieres para tus películas?

No lo he conseguido casi nunca. Yo únicamente quiero que la luz de la fotografía —y sé que, por ejemplo, José Luis Alcaine me lo censura— venga de su fuente natural. No me gusta que cuando lo que sucede es muy triste, por ejemplo, que al padre le acaban de expulsar del trabajo, dé la casualidad que es un día que llueve y al mismo tiempo es a la caída de la tarde y la casa está muy oscura. Y si al chico le han dado matrícula de honor y entra muy contento en casa, es mediodía de un día de primavera y las luces están todas encendidas. Me parece que esto es exactamente lo contrario de lo que busco en El mundo sigue y en El extraño viaje. No convertir en espectáculo la vida cotidiana, sino desespectacularizar lo que el suceso puede tener. Si ayer se ha muerto mi madre… Es que yo tengo una imagen que no sé si he contado en mis memorias… Yo vivía con mis primos, dos abuelas mías, mi madre y una criada. Era jueves, y esta criada tenía permiso. Pues bien, a las ocho de la tarde sonó el timbre de la puerta, y alguien abrió. Entró la criada como un torrente, sin ver a nadie, con tres globos —creo que eran de color rojo, amarillo y verde, lo más ridículo del mundo—, y dobló el pasillo, abrió la puerta del cuarto de baño, se sentó en la taza del retrete, con los tres globos y llorando a lágrima viva, dando unos gritos espantosos. La imagen de esta mujer sentada en el retrete, con tres globos de colores y dando gritos horribles… Se acababa de morir su sobrina. Entre gritos, explicaba de forma inconexa algo de que la barra del carro la había golpeado no sé de qué forma. Mis primos y yo seguíamos aquello atónitos. Ese episodio es como la síntesis de lo que yo querría hacer. Supongo que si esto no es un suceso real sino que alguien lo escribe, el director de producción, al rodarlo, dice: “Vamos a quitar lo de los globos… Y que no se siente en el retrete, sino en la mesa de la cocina. Y a esto lo que le va estupendo es poner una música de mucho efecto”. Mi idea es huir del cliché por el que si estamos contentos, la habitación ha de ser de color de rosa. Hay un género que sí admite esto y es la revista musical.

¿Por qué no has conseguido lo de la fuente de luz de los operadores?

Porque no quieren, ellos te engañan. Cuando vas a proyección y haces observaciones, te dicen que aquello se arregla subiendo o bajando dos puntos.

Siempre le dicen que en el laboratorio van a conseguir la luz que has pedido pero que no ves en la proyección. Con frecuencia, a los operadores no les gusta la luz que el director les pide.

Ante todo, quieren que quede bonito.

El operador quiere que quede bonito por temor a que no le contraten en la siguiente película.

Eso lo habéis dicho vosotros. Yo me declaro inocente de asegurar tal cosa, que los operadores pueden pensar que se dice con malicia.

Lo que sí has conseguido es que la luz de José Luis Alcaine en El Sur (Víctor Erice, 1983), que es estupenda, no se parezca a la que hizo para ti en El viaje a ninguna parte (1986), que también es extraordinaria.

Lo que pasa es que si, como en El viaje a ninguna parte, pintas un decorado deliberadamente feo, es muy difícil que el operador lo embellezca. En una entrevista he leído la respuesta de Alcaine a una pregunta sobre las indicaciones que le doy para iluminar, y dice que yo pretendo siempre que la luz proceda de su fuente natural, pero que luego él hace lo que quiere. ¡Así, con dos narices!

Parece que para el montaje te haces unos dibujos, una especie de storyboard.

A veces me hago unos dibujos para el rodaje, aunque soy muy mal dibujante; y a veces, incluso, me hago unos dibujitos después de haber rodado. En el colegio, los dos o tres años que teníamos dibujo lineal y artístico aprobé con los dibujos de otra compañera, haciendo la trampa de borrar el nombre. Me entretiene mucho dibujar y me habría gustado hacerlo bien, pero de verdad no es lo mío.

En cuanto al montaje, casi siempre he trabajado con la misma montadora, Rosa Salgado, con la que he hecho diez o doce películas; y las últimas, con Pablo del Amo. Lo que le pido al montador es que no tenga toda la película una línea especial de montaje, sino que sea el montaje adecuado a cada escena. Digamos que en eso sí sigo el camino contrario a lo que estaba explicando con lo de la luz. Si la escena es alegre, a mí me parece que las paredes pueden estar oscuras. Pero en montaje, creo que si la escena es viva y alegre, un montaje rápido puede ayudar más que uno pausado. El montaje, dicho de una manera o de otra, nunca rompe la realidad, a no ser que sea excesivo, que sea una cosa muy triturada o que no haga nada más que dejarlo todo en un solo plano.

Pero da la impresión de que no llegas con mucho material al montaje…

No. Si yo dispusiera de una gran cantidad de dinero para la parte del montaje, me sobraría mucho, porque no me gusta andar eligiendo entre muchas tomas. Me aburre sobremanera. Si es un plano muy largo de duración, tener cuatro o cinco tomas buenas y luego dos o tres intercalados de cada uno de los planos que ha habido, eso me quita la vocación.

¿Prestas mucha atención a la música de tus películas?

No, mi ideal sería que me dejaran hacer las películas sin música. El mundo sigue no tiene música, salvo la que viene de una radio o algo así. Creo que la música de fondo rompe ese realismo que busco.

En El extraño viaje hay un momento espléndido de la pareja que baila con los auriculares sin que se oiga la música. Según Pedro Beltrán, ese gag es tuyo…

Pedro insiste mucho en explicarlo, para que quede claro que todo lo demás sí es de él.

¿Cómo surge El extraño viaje, que es del mismo año en que ruedas Los palomos?

Cuando se dirigieron a mí, ya estaba montado el proyecto. No sé si se le ocurrió a Pedro Beltrán, porque es una cosa muy confusa. Creo que la idea fue de Berlanga, en una conversación. Según Pedro, Berlanga no se refirió para nada a que aquella idea suya pudiera ser aprovechable para el cine, sino que era una idea que tenía sobre cuál pudiera ser la solución del enigma del crimen de Mazarrón. El caso real es que en la playa de Mazarrón se encontraron los cadáveres de unas personas, y había un lío porque primero había una mujer y luego no había tal mujer, un enigma policíaco. Y Berlanga inventó la solución de este enigma policíaco, sin pensar para nada que eso era para cine, sino una pura conversación de café. Entonces, Pedro Beltrán y Manolo Ruiz-Castillo escribieron un argumento con aquella idea de cómo se había producido ese crimen. Ese argumento es el que ya conocí yo, porque no sé si Pedro o alguien de Impala —la productora de Vicuña—, creo que Paco Molero, me lo trajo para ver si yo lo quería dirigir. Dije que no tenía inconveniente, y en una segunda fase ya había un guión. Muchos años después, Berlanga asegura que es mentira que él no tuviera ninguna idea de que eso pudiera valer para cine, y que ya dijo el primer día que ahí había una película muy bonita. Eso es todo lo que sé respecto a los inicios de El extraño viaje.

La película la produjeron entre Impala y los Reyzábal (Ízaro Films). En el reparto primaba la opinión de Reyzábal como productor —que era a su vez distribuidor y exhibidor—, que en principio quería que el protagonista lo hiciera Jaime de Mora y Aragón y que la chica fuera una muy rimbombante de ese momento. Ese reparto me parecía muy raro, pero resultó que no pudo ser Jaime de Mora y Aragón, y dijeron que entonces lo mejor sería contratar a Ismael Merlo. Pero como Ismael Merlo no podía o no quería hacer la película, los Reyzábal dijeron que condición sine qua non era que lo hiciera Carlos Larrañaga, porque ése era para ellos el ideal de la taquilla en aquel momento. Con arreglo a estos condicionamientos se hizo la película, sin ninguna pega posterior; salvo que, cuando ya estaba terminada, la productora decidió que el título de la película fuera El crimen de Mazarrón. Les hice ver que, tal y como habíamos rodado la película, en Mazarrón no había ningún crimen. Pero ellos decían que eso era lo que tenía publicidad y lanzaron unas cosas por ahí con ese motivo. Entonces, una sociedad inmobiliaria que acababa de comprar grandes terrenos en Mazarrón influyó para que no se pusiera este título. Y ya para los últimos trabajos, cuando estaba a punto de salir la primera copia, se puso el título provisional que siempre había tenido la película, El extraño viaje. Así que los de la inmobiliaria fueron más poderosos e impidieron el título de El crimen de Mazarrón.

Lo curioso es que, siendo una película de encargo, aparezca en todas las referencias como una de tus películas más personales.

Porque se da un caso parecido al que hemos mencionado sobre El mundo sigue, aunque por otros caminos. Yo estaba muy de acuerdo con la historia y me gustaban mucho los personajes. Creo que acerté en la elección de la pareja de hermanos, pues era necesario que, de los tres, uno fuera muy distinto y los otros dos estuvieran muy acojonados. Y se me ocurrió que Rafaela Aparicio y Jesús Franco eran muy parecidos de aspecto. Como en aquella época yo estaba a diario con Jesús, le pregunté que si se atrevía, y, como él se ha atrevido a todo toda la vida, aceptó. Lo hizo encantado y quedó muy bien, lo mismo que Rafaela, que estaba genial. Y resultó muy bien el contraste con Tota Alba.

Siendo producida por la familia Reyzábal, que en ese momento debían de tener unos cincuenta cines en Madrid, ¿cómo es que no la estrenaron en una de sus maravillosas salas?

Ahí sí que sé la respuesta. Alguien, no sé si Vicuña, les preguntó por qué no se estrenaba, y la respuesta fue categórica: porque pasaba toda de noche. En su opinión de empresarios de cines, las películas que pasan de noche nunca son comerciales.

¿Retocaste algo el guión o lo respetaste mucho?

El guión estaba muy bien, y no creo que cambiase más que algún detalle propio del director, quitar o poner una palabra, cosas así. Me gustaba mucho cómo, tangencialmente, tocaba el género policíaco, al que, aunque sólo sea como consumidor, siempre he sido adicto.

La película, sin anuncio alguno, apareció como complemento en cines de programas dobles. Lo positivo es que Jesús García de Dueñas tenía la manía de verse todas las películas españolas y al encontrar ésta, de la que no sabía aún nada, le gustó y escribió una cosa en la revista Triunfo, lo que hizo que fuera a verla Alfonso Sánchez, que publicó un artículo muy elogioso en La Hoja del Lunes, el único periódico que salía ese día por la mañana.

En cuanto a los cortes de censura, que yo recuerde tiene sólo uno, en la escena en que la protagonista se está probando un bikini. En una escena se prueba el bikini un poco más de tiempo, y en la que está cortada se lo prueba un poco menos. Hay copias con dos finales distintos.

¿Rodaste finales distintos?

No, no, porque esta película terminaba con la guardia civil que se llevaba al protagonista, Carlos Larrañaga, a lo largo de una calle donde había un charco de agua y una luz. Inmediatamente después se veía que en un plano, casi mal compuesto deliberadamente, la protagonista, Lina Canalejas, se dejaba caer llorando sobre la cama en la que tenía su ajuar. Y en el momento de caer sobre la cama, se acababa la película. Yo quería poner este final de la chica, para que la película acabara de una manera menos estética que lo del charco de agua, el reflejo de la luz, la calle y los guardias civiles. Pero a Vicuña le parecía que esta película era muy dura, muy áspera, muy desagradable, que ocurría toda de noche, y que si encima en el último plano la chica se echaba llorando sobre el ajuar de novia, a la gente le iba a sentar muy mal; que lo conveniente era quitar aquel último plano y que la guardia civil se llevara al novio. Muy alegre y muy estimulante, como se ve. Eso ya parece que suavizaba el conjunto. Por eso hay una copia que tiene el final del ajuar.

¿Qué impresión te produjo hacer en el espacio de dos años dos grandes obras como El mundo sigue El extraño viaje, que, al no tener una explotación comercial normal, prácticamente no se ven?

Me llevó a un sentimiento de tristeza, de decirme a mí mismo que estaba equivocado, que el tipo de cine que quería hacer, por la razón que sea, no funciona en nuestro país, y no sé hacer otra cosa. Por tanto, me limité a decir que si me volvían a proponer en otra ocasión cualquier trabajo de encargo, lo haría. Y si no, nada. Casi todo en el cine español es incongruente. Porque confieso que El extraño viaje a mí me parece una película divertida, una historia de terror entre paletos. A veces me dicen que es una cosa bergmaniana pasada por no sé qué. En realidad es una cosa de Arniches, que se llamaba La casa de Quirós, que es una historia de mucho miedo, con muchos fantasmas, en una casa de un pueblo. Y siempre lo he enfocado como una cosa castellana antigua, de terror ridículo, con monstruos y pájaros, pero entre paletos. ¡Qué divertido! Mi idea era que la película era un sainete, y los viejos que salen son viejos de sainete. Creía que por ese lado le podía divertir al público. Lo que no se consiguió nunca con esta película es que el público acudiera…

Lo curioso es que no conocemos a nadie que haya visto la película y no le guste. Incluso cuando la ves con extranjeros, que se quedan pasmados de que exista una película así. Por eso es evidente que la falta de contacto con su público viene de la falta de conocimiento de la película. Volviendo a tu filmografía, es curioso que hayas confesado tu afición a la novela policíaca y no hayas hecho una película de ese tipo.

Lo único que hay es Crimen imperfecto (1970), hecha en coña y que es muy floja. Ahora, desde hace muchísimo tiempo, no propongo negocios, sino que espero que me los propongan. Y hasta hace diez o quince años, casi no se cultivaba el género policíaco en novela, en narrativa. Ahora es al revés, casi no se cultiva ninguna narrativa que no sea policíaca, en todas las novelas hay por lo menos un crimen. Pero hacer ahora una cosa policíaca ya no tiene lo que a mí me podía haber despertado interés hace veinte o treinta años, y es que no fuera lo común, y que yo, por considerarme bastante ligado a ese género, sí quisiera hacerlo. Además, ahora debe de ser dificilísimo conseguir los derechos de una buena novela policíaca española, porque hay bastantes buenas novelas españolas, pero todas tienen una gran demanda por parte de las productoras de cine.

En vista de la suerte que corren El mundo sigue El extraño viaje, dejas de intentar hacer cosas personales hasta que Televisión Española te ofrece Juan Soldado, en 1973. En ese intermedio únicamente diriges algunos encargos, como Ninette y un señor de MurciaCómo casarse en siete días (1970) o Crimen imperfecto.

Desistí de hacer proyectos personales después de que esas películas, que estaban bien, no tuvieran difusión y que las otras anteriores, que sí se habían visto, no me hubieran dado beneficio alguno como productor. Juan Soldado fue un proyecto de Televisión Española que me gustaba. Después de hacerlo, me preguntaron si tenía algo que presentarles y entonces les hablé de la serie El pícaro (1974). Lo curioso es que no querían programar Juan Soldado una vez hecha. Pero como tuvo un premio de dirección en el Festival de Praga, había que darla. Quedé muy contento con mi trabajo en Juan Soldado, creo que es uno de mis trabajos que más me gustan. El pícaro, por ser una serie que consta de varios capítulos, encuentro que es más desigual.

El éxito de una serie como El pícaro, ¿tuvo alguna repercusión en las ofertas que recibías para hacer películas?

No, nunca he notado que haya ninguna relación entre el éxito y tener más ofertas, y el fracaso y dejar de recibir ofertas. En mi caso, no lo he notado. Si veis mi filmografía, los papeles que hago tras el gran éxito de Balarrasa (José Antonio Nieves Conde, 1950) son de lo más endeble. Todos los proyectos parecen cuidadosamente elegidos para que no pudieran alcanzar el éxito de Balarrasa. Si vais viendo los títulos y recordáis las películas, pasa esto, hasta que llega El amor del capitán Brando (Jaime de Armiñán, 1974). No es que yo trabaje mejor ni peor, sino que en el proyecto, no en la realización, ya es raro que Me quiero casar contigo (Jerónimo Mihura, 1951) pueda tener un éxito grande. Y todas son películas así. Incluso hubo, a mediados de los sesenta, unos años en que, afortunadamente, me pude refugiar en el teatro.

Es cierto que entre 1965 y 1969 sólo haces en cine Mayores con reparos La vil seducción (José María Porqué, 1968).

No conozco las razones de esto. Me parece que si en Balarrasa yo hacía un papel serio, dramático, muy conmovedor para el público, y que tenía detalles de humor en una estructura como de tipo melodramático, me podrían haber ofrecido esto más veces. Bien de cura, de panadero, de sargento o de fiscal del Supremo. Pero lo cierto es que no ocurrió nunca. El mejor papel que se me ha ofrecido en mi carrera ha sido el de Balarrasa, y después el que hago ahora, el de El abuelo. Y el paso de tiempo que hay no son más que cincuenta años. Es curioso, ¿no? Porque no es que no haya tenido trabajo. Al contrario, he tenido demasiado trabajo; y estoy encantado. No digo que se trate de películas fallidas, sino que ya en el proyecto no había esos personajes que te permiten hacer un buen trabajo. No sé si esto es privativo de España o si pasará igual en Bulgaria, pero aquí sí pasa.

Pero a partir de 1972 entras ya en películas muy importantes…

Al mismo tiempo coincidió con que Saura, Armiñán y Erice me llamaron, y luego ya se sumó a ellos Gutiérrez Aragón. Y estamos en esta nueva etapa.

Hay películas como El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973), como Maravillas (Manuel Gutiérrez Aragón, 1980), como El amor del capitán Brando,que sin tu presencia física y tu actuación no serían las mismas, y en las que aportas una fisicidad como la que a nosotros nos gusta tanto del cine americano. Es lo que le pasaba a Bertolucci cuando rodaba El último tango en París (Last Tango in Paris, 1972), que cuando miraba el físico de Marlon Brando no tenía nada que ver con el de otro actor como Trintignant, que es bueno pero no tiene esa presencia. Eso pasa desde hace años con tu aportación como actor a las películas, algo que quizá ya estaba claro en Balarrasa, pero quizá en otra dimensión. En estos casi sesenta últimos años, has representado al español en todas sus facetas, con tus presencias en las pantallas de cine y de televisión se podría hacer un estudio del hombre español en esas seis décadas. Has sido cura, obrero, campesino, clase media baja, sereno, buhonero, sirviente, chulo, profesor, malvado, héroe, pícaro, Quijote, alcalde, hasta Dios… Todo. Y siempre dando hondura y verdad a los personajes.

Lo malo en todos esos años no han sido los personajes, sino los textos de los guiones. Y hay una diferencia enorme con las ofertas que tengo ahora. Estoy haciendo El abuelo, de Benito Pérez Galdós, con Garci; la oferta que tengo para mayo es un libro de Juan Marsé que va a dirigir Víctor Erice, y lo que haré después es un guión espléndido de Azcona, dirigido por José Luis Cuerda.

Entonces, de la categoría literaria de estos proyectos a la de muchas de las películas de mi filmografía, entre las cuales hay cosas escritas por mí, hay un abismo. He tenido la gran suerte de que en la época en que eran más opacos los proyectos que me ofrecían, hubiera este cambio radical a un salto de calidad ya en el proyecto de lo que te proponen.

¿No crees que muchos de estos proyectos que te llegan desde 1972 nacen ya contigo en la mente de los directores, de forma que no se puede separar esa película de tu interpretación?

En muchos casos, de estas películas que comentamos, las de la fase en que se remonta ya el problema de la baja calidad, el director o la primera persona que me ha hablado del proyecto sí me ha dicho eso: que el personaje estaba escrito pensando en mí. Y luego he visto que, en algunos de estos guiones, sí que era posible. Luego hay otros casos en que creo que he sabido identificarme con el personaje y puede dar esa impresión, como es el caso de Pim, pam, pum… ¡fuego!aunque mi género no fuera hacer malos. Pero esta película, por mi parte, era una sustitución, yo no era el actor que la iba a hacer. Sin embargo, cuando la veo me da la impresión de que el personaje estaba escrito para mí. Otra circunstancia a favor de cómo me va a mí actualmente en mi carrera es que estos últimos papeles que me han ofrecido, el de El abuelo, el anterior y los dos que me esperan, da la casualidad de que me van muy bien físicamente. Hago en todas de anciano, de alto, de delgado. Mientras que, a lo largo de la otra etapa de mi carrera, había muchas películas en que yo tenía que hacer de guapo; y no era guapo. Esto limita mucho a un actor. Recuerdo una película en la que yo era un médico y recorría un pasillo largo donde había unas enfermeras que, mientras andaba, decían: “¡Ahí está! ¡Mírale! ¡Ya ha llegado!”. Me daba mucha vergüenza hacer esto, así que, como sabía que en aquella película estaba sustituyendo a Conrado Sanmartín, les sugerí que cambiasen el guión. Porque yo nunca he visto una película de Gary Cooper que en el diálogo se diga: “¡Mira qué bajito es!”. Pues no me hacían ni caso. Y en estas últimas películas tengo la suerte de que todos los papeles que me ofrecen, aunque no sea más que físicamente, sí están muy adecuados a mí.

[José Luis Garci] Como espectador de tantas películas suyas, creo que lo mejor de Fernando no es que pueda transmitir todo tipo de personajes, sino que, gracias al perfeccionamiento de su oficio a lo largo de los años, se ha ido convirtiendo en una especie de elipsis continua. Cuando está trabajando en una película, ya sea en plano medio o en primer plano, o caminando en un plano general, Fernando es una elipsis, ya digo, móvil o fija, y te resuelve la escena. Es decir, que ofrece más posibilidades de montaje o de puesta en escena. A otro nivel, eso también lo he sentido con Alfredo Landa. Con el resto de los actores —y hablo de los buenos— es muy complicado, pero con Fernando puedes pasar tranquilamente de una escena a otra escena. Eso lo tenían Spencer Tracy y unos cuantos más, como Cooper, Bogart, Tracy, ahora De Niro y Pacino, y es que saben poner cara de nada; pero una cara de nada que es cara de todo. Esas caras llenan los huecos que necesitas como espectador, y, más aún, llenan tu alma de emoción porque consiguen que te pongas en su lugar, que tú realmente seas ellos.

Eso que dices, considerado profesionalmente, es dificilísimo de hacer. Yo no sé si lo puedo hacer, pero eso de tener cara de nada, estar inexpresivo, es muy difícil. Lo más.

Fernando Rey, por ejemplo, pese a su grandeza, tenía un radio de acción, y ciertas cosas no le pegaban nada. Los directores que trabajan en este país, si te pueden contratar a ti a falta de la persona idónea, tú consigues que el papel funcione. Por cierto, ¿cómo te dirigen estos realizadores de esta segunda etapa de tu carrera?

Por lo que observo, de la misma manera que dirigen a los demás. Cuando el director le pide algo especial a un actor —a mí o a cualquier otro—, es un problema grave para el director, porque ya puede estar casi absolutamente seguro de que el actor no se lo va a dar. Es muy difícil que un director contratase a James Stewart para hacer algo especial que no supiera hacer James Stewart. Es muy raro. Si un director llama aquí a Alfredo Landa, sería curioso que luego le pidiera algo especial, entiendo por especial algo que no haga nunca Alfredo Landa. Y si pretende esto con una primera figura o con un actor secundario, el director lo puede pasar muy mal, porque los actores, por lo general, igual que todos los demás que están allí, no saben hacer de su oficio más que lo que saben hacer. Si hay un actor que tiene permanentemente un gesto agrio, y al director se le ocurre decir bruscamente en este momento: “Pon una gran expresión de dulzurase expone a que el del gesto agrio le mande a la mierda automáticamente, y con el gesto agrio. Creo que primero hay una fase de enseñar el oficio de actor. Luego hay otra fase de ensayos previos al rodaje, en los que sí se pueden pedir cosas especiales, o enseñar cosas especiales. Ya en el puro rodaje, a mí me parece muy difícil, a menos que sea un trabajo que se hace con un niño, o un trabajo con un perro. Pero si no, me parece muy difícil que, dentro de la mecánica de una película, un director pueda estar tratando de conseguir algo especial. Por ejemplo, conseguir que una mujer bellísima pero muy fría de pronto tenga un gesto ardoroso. Creo que, más que difícil, es imposible. Como espectador, he admirado a muchos actores, por ejemplo a Leslie Howard, a Cantinflas, a Laurence Olivier, a Buster Keaton. Y también querría mencionar a Michel Serrault, a Alberto Sordi.

Has descrito un panorama de una variedad absoluta, lo cual es revelador. No te gusta gente de una línea concreta, sino un panorama…

Es una cosa rara esto del trabajo de los actores. Hay algo que no tiene influencia alguna en el trabajo del pintor o del escritor, pero que es determinante en la labor del actor, y es su físico. Su físico como ser humano, no su físico como actor. Si a una señora el físico del actor Depardieu le cae mal —porque le cae mal humanamente, por mucho que ese actor haga películas muy bien—, esa señora seguirá diciendo que a ella no le gusta Depardieu.

Cuando ha muerto Robert Mitchum, hemos visto que hay gentes a las que les caía muy bien, y otras a las que su mera presencia en una película les molestaba, nunca les parecerá que Mitchum está bien en un film. Otro problema en el trabajo del actor es que te lo creas o no te lo creas. Y eso no depende en realidad de cómo está el actor, sino de lo que a ti te parezca.

Hay una frase de un manager americano que dice que el público acude a las salas a ver a los actores, no a verlos actuar. Acude a estar con ellos. Acudía a estar con Carole Lombard, en la época dorada, con Wallace Beery, con Jackie Cooper. Pero no acude al juego ese de verlos actuar. Si el niño Jackie Cooper, a sus catorce años, de pronto hace una película de avariento tartamudo, el espectador dice:

“¡Vaya, me han jodido la tarde!”. A mí me pareció una observación agudísima de este hombre, sobre todo en la época del star system. El público va al teatro a ver a los actores, no a verlos actuar. Que era distinto de lo que el público iba a ver en el teatro en la época anterior, que iba a ver actuar a los actores. Incluso se iba a ver la misma obra a dos teatros distintos, para ver cómo lo hacía cada actor, porque ahí sí iban a ver los disparates o bellezas que hacían.

[José Luis Garci] Billy Wilder cuenta una anécdota sobre aquella película de Stanley Kramer, Fugitivos (The Defiant Ones, 1958), que era la huida de una cárcel de un blanco y un negro (Tony Curtis y Sidney Poitier) encadenados. Según Wilder, el papel se lo habían ofrecido a Bob Mitchum, y había contestado que él no trabajaba con un negro. Se lo ofrecieron a Marlon Brando, y contestó que sólo aceptaría si hacía de negro. Y cuando llegaron a Kirk Douglas, dijo que sólo ponía una condición: hacer los dos papeles.

[Risas] Es muy bonito ese cuento.

¿Cómo preparas tus papeles de actor? Se dice que llegas al comienzo del rodaje con todos tus diálogos aprendidos y un estudio muy profundo del personaje y de sus circunstancias…

En El abuelo, no.

Ya sabemos que Garci te ha dado mucho que estudiar.

El abuelo

[José Luis Garci] Me dijo que su personaje en El abuelo tiene más letra que La vida es sueño, que El alcalde de Zalamea…

El alcalde de Zalamea es engañoso. No tiene tanto texto. Esa preparación que decís puede darse en algunas de las películas que hago, y en otras no. No tengo una norma fija. En las que digo que no es así, no es porque no se me ocurra nada que hacer y porque no sepa por qué sitio emprender el estudio, sino porque me parece que no es necesario. Uno de estos casos puede ser el de El abuelo, en el que al darse tanto conmigo la coincidencia de la edad y también de la debilidad que tiene el personaje, me pareció desde el primer momento que lo entendía perfectamente; y no he tenido, antes de los ensayos, más que dos conversaciones, más bien breves, con Garci, y luego he leído muy por encima la obra de Galdós. Y digo muy por encima, porque cuando hay una adaptación de una obra, prefiero guiarme siempre por la adaptación y no por la obra original, para no crear una divergencia con el pensamiento del autor. Esta reflexión se ve más claramente si nos referimos a un personaje histórico. A un actor le encomiendan el papel de Napoleón. Bernard Shaw escribió Regreso a Matusalén, una obra en que aparece el personaje de Napoleón. Si yo tuviera que hacer esa obra, no leería más que la obra de Bernard Shaw sobre Napoleón. Porque si me leo el diez por ciento de la literatura que hay sobre Napoleón, lo más probable es que llegue a unas consecuencias muy distintas de las de Bernard Shaw, y que, cuando esté yo haciendo la interpretación, el director o el señor Bernard Shaw, si existiera, me dijera: “Pero ¿por qué hace usted esto de esta manera?”. Y tendríamos una discusión espantosa. Creo que cuando se me encomienda un texto, se me encomienda ese texto.

En el caso de El abuelo, me he creído desde el principio muy identificado con el personaje. No en lo que le sucede, sino en cómo es, en su carácter, en su temperamento. Y no he hecho unos estudios más profundos de él, sino simplemente seguir esta escuela que sigo siempre, aunque comprendo que en la mayoría de los casos no lo parezca, que es la de someterme desde por la mañana, desde que me levanto, a una especie de estado de trance que se relacione con lo que le está sucediendo al personaje. No por buscar una situación parecida, sino si está triste, estar triste; y si me ocurre que alguien viene contando una chirigota, no mirar al de la chirigota. He procurado hacer esto en el cine —en el teatro es más difícil—, porque de esta manera se ahorra uno tener que trabajar en el momento de actuar. En El abuelo me ha ayudado bastante que el texto es muy largo, es muy difícil. Luego, yo ya estaba en una situación con un gran problema de siempre, desde el principio; no importaba, por lo tanto, nada que tuviera cara de problema. Me he limitado, exagerando un poco, a no tratar de disimular esta horrible preocupación que tenía de si me sabría este texto o no me lo sabría. Si hubiera tenido que hacer de hombre que estaba muy alegre y muy divertido y que iba a vender unas neveras, habría sido para mí un problema espantoso estar alegre, vivaz, y la preocupación de saberme o no saberme el texto. Pero en El abuelo, lo mismo en lo accesorio que en lo fundamental, me he encontrado muy adecuado al personaje.

En otros casos he hecho un estudio más minucioso, basado casi siempre en repetir el texto, repetirlo sin sabérmelo. En una época, cuando La sonata a Kreutzer Mi querido embustero, lo que hacía era poner música por las tardes estando solo, poner música muy alta y decir muchas veces el texto; pero el texto aproximado, para poder expresar más bien los sentimientos del personaje que la letra de ese personaje.

[José Luis Garci] Lo que sucede es que, por tu experiencia acumulada, tienes, insisto, un conocimiento absoluto de tu oficio. Lo que acabas de explicar, si lo aplicamos a cuatro o cinco actores funciona; pero no con el resto. Es como cuando tienes unos violines extraordinarios y dices: “Aquí voy a sacarle partido a la cuerda”. Lo que Fernando tiene es un dominio total del tiempo. Con que tú le hagas la más pequeña sugerencia, alarga el tiempo o lo comprime de una manera asombrosa. Luego, está su voz como fuerza creativa, no su voz sino cómo utiliza ese instrumento que es su voz. A Fernando le pasa un poco lo que a Sinatra, que consigue que hasta los que no sabemos inglés le entendamos; bueno, pues transmite un estado de excepción hasta a los que no saben bien qué rayos es eso de la interpretación. Y luego está ese titubeo, a veces, para buscar el color exacto de la frase, y que está en las antípodas del que utilizan en el Actors Studio. En El espíritu de la colmena, sólo con ver pasear a Fernando, iluminado por una luz de esas que ponía el pobre Luis Cuadrado, de color miel, los pasos en la tarima… Uno dice: “¿Qué ha pasado aquí?”. Y ahí, precisamente en ese hombre paseando, en su cara, en el ritmo de sus pasos, está el Misterio de la película, su esencia.

Tienes razón, pero Víctor Erice no sólo no nos dijo casi nada, sino que ya nos advirtió al principio, lo mismo a Teresa Gimpera que a mí, que no nos diría nada. Le pregunté: “Pero ¿incluso en algún momento en que yo no entienda de qué trata esto, tampoco me dirás nada?”. Y me contestó: “No. Si no lo entiendes y te limitas a andar, queda mejor”.

Lo que pasa es que en esa película se producía una magia especial. ¿Qué había pasado en aquel matrimonio? ¿Realmente él sabe que ella tiene un amante al que le manda una carta? En un tiempo oscuro como el de la posguerra, quedaba mágico todo aquello. Ésa es la química que te tiene que producir el cine.

Yo no lo sabía. Es una película que me gusta extraordinariamente y que no la entiendo. Pero al decir que no la entiendo es porque como la vida, la vida real, no se entiende, no veo que sea obligatorio que la película se entienda. A Berlanga le divierte mucho contar que cuando me propusieron El espíritu de la colmena, me dio el guión Elías Querejeta, lo leí, no lo entendí y le dije: “Mira, antes de seguir hablando de esto, pregúntale sinceramente a este muchacho, a Víctor Erice, si cree necesario que yo entienda el argumento de esta película para que interprete este personaje”. Al día siguiente, me llamó Querejeta y me dijo que ya se lo había preguntado a Erice y que éste le había contestado que no, que no hacía falta que yo lo entendiera. Le respondí que en ese caso podíamos llegar a un acuerdo, porque yo ya sabía que se habían hecho películas como las de Alain Resnais, en que el director no quería que los actores entendieran lo que pasaba. Y hasta cierto punto, que los actores no entiendan lo que les pasa a ellos, a su personaje, se parece mucho a la vida real. Pero, desde luego, lo que se parece del todo a la vida real es que no sepan lo que les está ocurriendo a los demás ni cuál va a ser el desenlace. En una película policíaca, únicamente el asesino debe estar enterado de aquello. Los demás no saben nada, ni siquiera que el sacerdote es un criminal que por las noches mata criadas. Si lo saben, ya han agotado el proceso ese de misterio. Curiosamente, yo diría ahora que mis mejores personajes en cine han sido Balarrasa El abuelo, y digo curiosamente, porque uno está al comienzo de mi carrera y otro en la parte final. Pero sí, son los dos que me han ofrecido más posibilidades de eso que llamamos actuación.

En esos años en que empiezas a rodar con estos nuevos directores, ¿te da la impresión de que son distintos de los que habías conocido años antes?

Se notaba, y además lo hemos comentado algunos otros actores y yo, que —en términos generales, nunca singularizando— eran mejor educados, más correctos, más simpáticos, más agradables. Empezaba a desaparecer un tipo de director que era muy chillón, muy agresivo, muy ordeno y mando. Pero en cuanto a sutilezas de su estilo, de su técnica, los actores, que son los que podían haber hablado conmigo, en realidad han permanecido siempre bastante alejados de esto, y es muy difícil diferenciar el trabajo del director. Podemos hablar de la escuela suiza de dirección, pero luego dices: “¿Cómo explico yo de verdad esto en un encerado?”.

Al ser reconocido como un director con obras fundamentales y teniendo a tus espaldas cerca de sesenta años de cine, ¿notas que a algunos de esos directores más jóvenes se les plantea un problema al tener que dirigirte en una película suya?

Sí, pero por eso no hace falta magnificarme a mí de ninguna manera. A todos los directores jóvenes —los que tienen veintiséis o veintisiete años, las chicas que están saliendo— les tiene que ocurrir eso con cualquiera de los actores que llevan años en este oficio. “¿Cómo le voy a decir yo ahora a Juan Luis Galiardo que no esté tan alegre? A lo mejor me da una hostia…”. No sé si en otras profesiones se dará este problema de que lleguen los jóvenes y tengan que mandar sobre gente madura…

Es que en otras profesiones no suelen mandar los jóvenes.

En el cine ahora sí ocurre.

Hay una película tuya, El anacoreta (Juan Estelrich, 1976), que nos da la impresión de que es un proyecto donde te implicas de una forma muy personal.

Es verdad que hay una mayor complicidad por mi parte porque, aunque la idea parte de Estelrich y de Azcona, recogieron, en sucesivas vueltas al guión, conversaciones que habíamos tenido los tres, que nos veíamos casi a diario en esa época. Y hay mucho en el espíritu de la obra que se debe, no digo a mí, sino a cualquiera de los tres. Es cierto.

En Stico (Jaime de Armiñán, 1984), el personaje puede que sí; pero la idea es de Armiñán. Es cierto que, de las ciento ochenta películas en que he trabajado, Stico es una de las diez o doce en que me he sentido más identificado con el personaje. De una manera superficial, no porque en el fondo a mí me gustara ser un esclavo. Y trabajé en el guión con Armiñán. Pero, como digo, la idea es muy, muy suya.

¿Qué recuerdos tienes de una película de encargo que tenía algunas escenas que ahondaban con fuerza en el melodrama, como es La querida (1976)?

No tengo buen recuerdo de esa película. Lo primero es que no comprendí por qué querían hacer una película folclórica, pero intelectualizada y al servicio de Rocío Jurado. Me parecía que ahí había una incongruencia. Yo era un gran admirador de Rocío Jurado desde mucho tiempo antes, desde que ella era muy joven; pero esto no quiere decir que ella me pareciera adecuada en un papel de mujer comprometida intelectualmente, tal como era la película en la primera versión. Y luego, yo no entendía los ambientes en los que se desenvolvía la película, esas casas ricas. Tampoco creo que fuera muy rico el reparto en esa película. Una de las cosas que menos me gustaba era yo en el personaje que tenía que hacer, me parecía totalmente inadecuado. Se hizo así por conveniencias de producción.

Entonces, quizá todo esto hizo que no me encontrara muy a gusto y que si la película tiene algún trozo bueno, yo no lo recuerde.

La querida es posiblemente el primer culebrón del cine español, antes de todas esas teleseries iberoamericanas que hemos estado viendo con personajes, ambientes y muebles de ese tipo. Es como una película piloto de todo lo que vino luego.

Pero eso sería un mérito de José María Fernández y Romualdo Molina, los guionistas que inventaron esta historia, aunque tampoco sé si la inventaron ellos o fue por encargo.

Pero tiene el aroma sublimado del melodrama, con música muy potente de Manuel Alejandro. ¿Quién la produjo?

El productor fue Andrés Vicente Gómez.

¿Y Yo la vi primero (1974) y ¡Bruja, más que bruja! (1976)?

Me parecía muy bien el tema de Yo la vi primero, pero es un trabajo de encargo; y la idea es más bien de Manolo Summers y de Chumy Chúmez. La idea, aunque era muy divertida, creo que no se desarrolló lo suficiente. Tiene la circunstancia curiosa de que gustó tan sólo un día, pero ese día gustó extraordinariamente, una cosa asombrosa. Ese día fue en Nueva Delhi, donde se pasó en un festival de cine y los aplausos no acababan. A la salida, todos los indios rodeaban a Summers para pedirle autógrafos, y el que iba con nosotros de delegado político del grupo —estábamos en 1974—, Guillermo de la Dehesa, hizo una apuesta de que la película estaría por lo menos dos meses en el Cine Coliseum, de Madrid, y se jugaba una cena. Bien, la película no gustó de verdad más que ese día. Nos filtraron que no tendría premio en Nueva Delhi, y decidimos tomar un coche e irnos a ver el Taj Mahal. Pero a la vuelta nos enteramos de que Yo la vi primero había tenido el accésit especial del jurado. Esto es verdaderamente sorprendente, porque la otra película que había, y que no lo ganó, era El padrino II (The Godfather, Part II, Francis Ford Coppola, 1974). Y al decir desde el escenario: “Accésit del jurado, la película española Yo la vi primero. Director, Fernando Fernán-Gómez”, allí no había nadie para recoger el premio. Nosotros andábamos perdidos por una carretera, y entonces Jaime Camino, que pasaba por allí, que no había ido a nada, pero que es hombre que le gusta ir a festivales internacionales, salvó la dignidad del pabellón español, porque se levantó y recogió el pergamino que daban y estrechó la mano a un ministro y se volvió a su butaca.

Bueno, pues Yo la vi primero, con esa apuesta de De la Dehesa, se estrenó unos quince días más tarde en el Cine Conde Duque, de Madrid. Fui a la función de noche, y no le gustaba nada a nadie. Nadie se reía en los momentos cómicos ni atendía en las escenas serias. Le pregunté al acomodador cómo había ido la sesión de la tarde: “Don Fernando, Yo la vi primero, Manuel Summers. Ni un alma”. Y volví a pensar, como siempre, que si hay alguien que lo ve tan claro que poniendo: “Manolo Summers, Yo la vi primerono va a entrar ni un alma, ¿cómo se consigue financiar y rodar la película? Nunca más acudió nadie a ver esa película. Sólo tuvo su noche de esplendor de Nueva Delhi. A mí me parece una película menor, pero honesta y que está bien.

¡Bruja más que bruja! parte de un error mío en el que ya he incurrido varias veces. La hice porque era el momento del éxito, del éxito subterráneo, de El extraño viaje. Había tenido el premio del Círculo de Escritores Cinematográficos y todas esas cosas, y los amigos me decían: “¡Claro, como no tienes ningún proyecto!”. Y me dije: “Voy a tener un proyecto, para que los amigos no me den el coñazo”. Hacía tiempo que tenía la idea de hacer una película cualquiera, neorrealista, neorrealista italiana, que ocurriera en un pueblo; pero que la gente cantara, como en las zarzuelas. No que cantara para que fuera muy bonito aquello, con grandes decorados, sino que fuera realista. Que todo el desarrollo fuera realista, sólo que, de pronto, la gente cantara. Pensaba que era graciosísimo, porque la zarzuela me parecía un género horroroso. A mí y a casi toda la gente que conocía de mi generación. Creíamos que era una cosa burda, chabacana, que tenía gracia ya en sí, y nos matábamos de risa imaginando la entrada de un tipo en el estanco que pide tabaco cantando, y el estanquero le contesta de la misma forma. Y leí en un periódico un suceso real que había ocurrido, tiene cojones el suceso, que un chico y una chica habían querido matar al marido de ella recurriendo a una bruja. La bruja les dio unas pastillas, y el marido no moría. Les mandó unos licores, y el tipo aquel seguía vivo, y al final la bruja les dijo: “Lo que tenéis que hacer es traerme un hacha, yo al hacha le hago unos conjuros y con esa hacha le cortáis la cabeza. Y ya está”. Pero el chico decía que entonces les iban a descubrir. “Nada de eso. No os van a descubrir, porque yo soy bruja y porque al hacha le he hecho unos conjuros.” Estos dos gilipollas se lo creyeron, cogieron el hacha, mataron al marido, llegó la guardia civil y se los llevó, seguramente para darles garrote vil.

Pensé que esta historia estaba bien y ésta fue la razón de que se hiciera la película, que a mí me parecía una parodia del género llamado zarzuela, género que yo creía que a todo el mundo le parecía ridículo. Pero me equivoqué totalmente, porque ese género no le parece a la gente ridículo, sino que le gusta muchísimo. A los espectadores les parecía que habíamos hecho una zarzuela pero muy mal, con muy poco dinero y en un pueblo feísimo. Hubo algún sitio de provincias en que rompieron las butacas del cine. Era como Siete novias para siete hermanos (Seven Brides for Seven Brothers, Stanley Donen, 1954), pero donde el guapo era Paco Algora.

Fue un gran error y no tuve en cuenta que El Quijote se escribió cuando la gente ya no leía los libros de caballería, cuando ya todos estaban de acuerdo con que aquel género era una soplapollez. Pero esto de la zarzuela no era así.

¿Fue una propuesta tuya Mi hija Hildegart (1977)?

No, la idea fue de Alfredo Matas, que había leído los reportajes de Eduardo de Guzmán sobre aquella chica. Desde el principio fue un proyecto de Matas para que Amparo Soler Leal hiciera el papel de la madre. A mí me gustaba mucho la idea, y más que el guión lo hiciera Rafael Azcona, pero luego ni Azcona ni yo supimos llevar esto por el buen camino. Sin embargo, me llevé una sorpresa que parece extraño que siendo hechos reales, no siendo ficción, pueda darse, y es que ya había una película igual que ésta hecha años antes, porque había ocurrido un caso igual en Francia. Una madre había educado así a su hija, la hija había traicionado sus ideas, y la madre la había matado. Pues este caso había ocurrido en Francia, y hay una película dirigida por uno de los directores importantes —no sé si Chabrol—, que yo la he visto, pero diez años después de haber hecho Mi hija Hildegart. De haber sabido que ya había una película, no la habríamos hecho.

Es una película de una gran narrativa —en eso se emparenta con El mundo sigue— que se sigue muy bien.

A mí me parece, ahora que lo acabáis de decir, y no se me había ocurrido antes, qué es lo que le debía haber ocurrido a Mi hija Hildegart. Debía haber sido como El mundo sigue en cuanto al ambiente, en cuanto a la crudeza, en cuanto a la dureza. Debía haber estado en esa línea, porque sí se prestaba para ello. No sé si le habría parecido mal a Matas; pero da igual, porque tampoco fue un gran éxito. Por qué perdí yo la línea esa en esta película, es algo que no sé.

Quizá la época y el color ablandaban algo a esa película… Y eso que eran colores fríos.

Sí, estaba hecho del azul para abajo. Era un proyecto que me gustaba, pero nunca conseguimos Azcona y yo estar satisfechos de cómo nos había quedado el guión. Habíamos hecho una versión anterior de ese guión que creo que nos gustaba más, y no sé por qué razones hubo que hacer esta otra.

En los siguientes nueve años, hasta que diriges Mambrú se fue a la guerra (1986), sólo haces otra película de encargo, que es Cinco tenedores (1979). Pero como intérprete se produce tu colaboración con Manuel Gutiérrez Aragón, con el que haces unas películas muy interesantes, como MaravillasFeroz (1984) y La noche más hermosa (1984).

Con Feroz me equivoque completamente. Me citó Querejeta para contarme el proyecto, y cuando lo escuché me dije: “Qué envidia, qué cosas se le ocurren a Gutiérrez Aragón, así se pueden hacer películas”. Pasado el tiempo, recibo el guión y me vuelvo a repetir el mismo rollo: “Estoy asombrado, ¿cómo puede tener este talento? ¡Hay que ver, qué guión!”. Rodamos, y como este hombre da la impresión, no sé si equivocada, de ser de los más inteligentes que existen —Manolo da esa impresión en la mirada—, un día y otro yo me decía: “Lo que estamos haciendo, lo que hemos rodado hoy, y hay que ver lo que era la proyección de ayer… Se acabó la película, y se hizo al fin una proyección. Estábamos Emma Cohen, Paco Umbral, Blanca Andreu, Eduardo Haro Tecglen, Concha Barral y yo. Empieza la película, pasan diez minutos, un cuarto de hora, y yo diciendo: "¡Qué maravilla!”. Termina la película, le pregunto a Emma, y me dice que está muy emocionada. Se encienden las luces, y no están Umbral ni su acompañante. Salimos, y en la puerta de la calle estaba Umbral. Le dije: “¿Cómo te marchas tan corriendo?”. Y me contesta: “¡Vaya plasta, hijo!”. “¿No te ha gustado?”. Y me da la puntilla: “Fernando, Fernando, tú eres inteligente, ¿no?”. Se marchó, y al día siguiente publicó un artículo en el periódico diciendo que le habían llevado a ver una proyección de la película Feroz y que era horrorosa. Lo curioso es que esta opinión de Umbral fue la de todo el mundo. A casi nadie le gustó esa película.

Estoy de acuerdo ahora, ante la unanimidad de criterios, en que era una película que no estaba lograda. Pero nunca me había dado cuenta de que era tan floja. Se estrenó en Alicante el mismo día del artículo de Umbral, y la noticia fue que no había entrado nadie en la sala.

En 1986 diriges dos películas, Mambrú se fue a la guerra y El viaje a ninguna parte.

Una tuvo mucho éxito, una excelente acogida, y la otra, no. Pero son dos películas de una línea bastante similar. La primera es una idea de Pedro Beltrán, y la de los cómicos es una idea mía, pero son dos películas que tienen un cierto aire familiar.

Mambrú se fue a la guerra tiene un Goya al mejor actor, y Pedro Beltrán fue candidato como guionista. El viaje a ninguna parte tiene los premios a la mejor película, el mejor director y el mejor guión. Además, con Mambrú se fue a la guerra ganaste el gran premio en Cartagena de Indias (Colombia), y el premio Glauber Rocha en el Festival de Figueira da Foz.

Pero eso no se corresponde con el éxito. El mar y el tiempo tuvo el premio especial del jurado en el Festival de San Sebastián. Entonces, como se estaba proyectando en el Cine Avenida, de Madrid, y no iba nadie, dijeron que al tener el premio especial del jurado era buen momento de aumentar un poco la publicidad y pasarla en un cine adecuado, porque esta película no era para el Cine Avenida, era para un cine pequeño, intelectual, y la pasaron al Cine Azul, donde ya no entró nadie nunca.

¿Qué te interesó de Mambrú se fue a la guerra?

Ante todo, el seguir haciendo el oficio este de director. Y luego, que me sentía muy identificado con el tema ideado por Pedro Beltrán, digamos, en su vertiente política, por ser una película muy claramente política y muy claramente antifranquista. También me interesaba el que esto estuviera metido en una peripecia humana, la del hombre encerrado, la del hombre aislado.

Mambrú se fue a la guerra

Curiosamente lo del hombre encerrado, aislado, aparece en varias películas dispersas de tu carrera que, además, la mayoría no las has dirigido tú, porque El anacoreta incide en eso, Stico también, y hay alguna más. Es una tendencia que se ha dado en algunos de los personajes que has hecho en cine.

Ya sabéis que estas cosas, desde que se inventó eso del subconsciente, siempre están justificadas. En Mambrú se fue a la guerra yo intentaba mantenerme dentro del costumbrismo, de la tragedia dentro de lo cotidiano. Aunque, por pasar la acción en un pueblo pequeño, había en este terreno menos elementos utilizables que cuando es en la ciudad, como en La vida por delante o en El mundo sigue. Aquí, claro, los elementos eran muy escasos. Pero es una película de la que estoy muy satisfecho.

Incluso se percibe un parentesco con El extraño viaje, con ese mundo encerrado, con esas historias subterráneas.

En ambas está patente el estilo de Pedro Beltrán. Mambrú se fue a la guerra está basada en muchos hechos reales, porque tras la muerte de Franco empezaron a proliferar los topos.

El viaje a ninguna parte, La vida por delante, El mundo sigue y El extraño viaje forman el gran póquer tuyo como director. Además, El viaje a ninguna parte reúne la unanimidad de la crítica, el favor del público, el reconocimiento de la Academia de Cine… Además, aparece el color, ese color que querías para tus películas. Y es un caso único en tu carrera, ya que primero escribes una serie para Radio Nacional, luego lo publicas como novela, después haces la película y luego has grabado un disco.

Como dice Manolo Gutiérrez Aragón, El viaje a ninguna parte es una vaca bien ordeñada.

Los actores están espléndidos. José Sacristán y Gabino Diego lo bordan.

La escena de la cama es un momento extraordinario de Pepe Sacristán. Y contra lo que pueda pensarse, el rodaje no fue duro. Fueron días muy agradables. El núcleo más extenso de la película nos posibilitaba vivir en el parador de Sigüenza, que es un sitio estupendo. El rodaje estaba calculado largo, unas nueve semanas, y no hubo estrecheces. La hicimos en unas condiciones muy agradables.

Es una película estilísticamente muy diferente de las anteriores. Antes decías que en tu concepto de neorrealismo incluías a Visconti y a Germi, a De Sica y a Monicelli. El viaje a ninguna parte me parece que tiene un lado Visconti, un lado de perspectiva histórica amplia que las demás no tienen, incluso las que son de época, como Mi hija Hildegart. Ésta tiene una evolución histórica, se habla de que el cine va a hundir al teatro, en un momento en que la televisión, junto a otras cosas, estaba hundiendo al cine. Eso, quieras que no, te hace efecto. Y, de repente, es una de las pocas películas dentro del cine español que resumen un período amplio de tiempo y tienen una visión histórica y más amplia narrativamente. Hay un lado épico, quizá la épica de la miseria, que normalmente no tienen tus otras películas. Como la espléndida panorámica del Café Gijón cuando el anuncio de una muerte.

A veces, en sesiones especiales, has escuchado opiniones sobre tus películas. ¿Te han hecho reflexionar?

Eslava Galán me explicó que Mambrú se fue a la guerra no le gusta al público porque el espectador se siente identificado con los malos y esto le produce una gran sensación de desagrado, y además no tiene tendencia a recomendar a nadie que no deje de ver esa película. Me dijo que es una película en la que se ve claramente que todos hemos encerrado a los perdedores, a los que tenían la razón, debajo del pilón, y los que estamos arriba somos los que estamos en el cine, los espectadores de la película. Y esto es desagradabilísimo, uno se tiene que identificar con alguien en la película; pero si se identifica con el malo, el asunto se ha frustrado. Yo me quedé admirado, ¡qué señor más inteligente!

En cuanto a El mar y el tiempo, fue un señor quien me explicó, en un coloquio, las razones por las que no había gustado. Todos los elementos estaban muy bien, y Rafaela Aparicio hacía una interpretación espléndida. Se veía que eso era la realidad. Los que venían a España tras un largo exilio se encontraban con que ya eran más argentinos o más mexicanos que españoles, y esto también quedaba muy bien explicado en la película. Pero estos problemas a nadie le importaban nada y no tenían nada que ver con lo que era la preocupación de la gente corriente. Y como además —esto ya lo sé porque lo sacó el señor de aquel coloquio— todos los personajes que salían en la película parecían estúpidos, pues esto no resultaba. Lo que sí reconocía, porque era un coloquio con estudiantes, era esa otra cosa que yo no sé en qué consiste y es que estaba muy bien hecha. Esto me lo explicó un catedrático en presencia de sus alumnos.

Es interesante que ese coloquio fuese ante estudiantes ya que, justamente, El mar y el tiempo es una película a la que una de las críticas que se le hicieron es que ponía mal a los jóvenes. Y una de las explicaciones de la ausencia de público fue que como los jóvenes son los que más acuden al cine y en esta película se les pone mal, no habían ido a verla.

Efectivamente, en la presentación de la película en San Sebastián ya salió el tema de los jóvenes, y les dije: “Los jóvenes tienen cuarenta años”. Me miraron sorprendidos, y añadí que estábamos en 1989 y la película transcurría veintitantos años atrás. Así que los jóvenes que estaban viendo en El mar y el tiempo ya tenían, en ese 1989, cuarenta años. Y a ésos es a los que digo que no han hecho nada más que charlar en unas reuniones sentados en el suelo. Yo no ponía mal a los jóvenes, me limitaba a reproducir las conversaciones que tenían conmigo los jóvenes que venían a mi casa. Entonces me encontré con uno de esos jóvenes, ya con cincuenta años, que me dijo: “Ahí tienes un error. Nos has

puesto en ridículo a todos”. Le contesté que podía haberle puesto en ridículo a él cuando tenía veinte años, pero yo qué culpa tenía de que hablaran siempre de Jean Monod y de esas cosas. Pero era así. De todas formas, ésta es una película que hubo múltiples razones para que no gustara.

¿Estás satisfecho de esas dos películas, El mar y el tiempo El viaje a ninguna parte, o sea, que lo que tú querías contar está ahí?

Sí, lo único de lo que no estoy satisfecho, y es cosa bastante natural, es que lo que quería contar en El mar y el tiempo me parece que no lo supe contar de manera que se entendiera. Lo que quise contar en la película no es sólo que a la gente actualmente eso no le preocupa nada, sino que creo que no se entiende lo que hablan los personajes. Por ejemplo, no se entiende que aquellos señores son una familia de anarquistas. No se entiende bien qué son los anarquistas. Hoy, para hacer una película con tales personajes, habría que haber dado con un sistema para explicar qué eran los anarquistas.

Pero si no se entiende bien, no es porque El mar y el tiempo no lo explique, que además el título explica ya muchísimo, para empezar, sino porque la gente no sabe lo suficiente como para enterarse sin que les entreguen un folleto explicativo.

Por eso digo que hoy habría que explicar eso. Luego, no se entiende que estos anarquistas que aparecen han traicionado todos sus principios, han traicionado su ideal. Pero según la gente, lo que han hecho es lo normal, que es uno de ellos poner un bar y otro dedicarse a los seguros, pues son una gente muy normal; y no se entiende qué se cuenta en esta historia.

De lo que hemos hablado hasta ahora en este repaso a tu filmografía como director se deduce que muy pocas veces has conectado con los gustos del público de cada momento.

No, eso es evidente. He hecho veintisiete o veintiocho películas, y de ellas sólo en unas tres he estado en sintonía con el público. Lo que no entiendo es que cuando se pretende hacer una película conmigo de director o de guionista, los distribuidores no se nieguen. Lo que sucede es que como aquí, como ya hemos dicho en este seminario, no tiene nada que ver el que vaya o no vaya el público para que puedas o no puedas hacer la película, ni que tengas mérito o no lo tengas… Da igual, eso es lo raro. Si fuera una cosa de taquilla, entendería que no se hiciesen porque la gente no las comprende. Además, al público le parece muy bien no entender las películas de Ingmar Bergman, porque esa gente tan rara que sale allí, en aquella isla desierta y todos medio de perfil… A los espectadores les parece cojonudo no comprender aquello, pero no entender estas otras películas en que se dice: “¿Has traído los sellos para el correo? ¿Que ponía la carta para Purita?”… Se desmoralizan mucho. Pero no es sólo en las películas que dirijo. En 1995 hice Así en el cielo como en la tierra, de José Luis Cuerda, donde hago de Dios, que no sé si ha ido bien o mal, si ha gustado o no ha gustado. No le he oído hablar a nadie de ella. Creo que no ha ido bien, pero en vista de lo cual Cuerda va a hacer ahora otra conmigo de protagonista, con un gran guión de Azcona sobre un cuento de Manuel Rivas.

Hay compañeros tuyos que no tienen éxito y hacen película tras película, y otros que hacen una que va bien y quedan años en el paro. ¿Por qué suena un día el teléfono y alguien te llama para hacer una película? En fin, tras una experiencia tan larga, y centrándonos en tu faceta de director, ¿has aprendido ya la técnica, que es algo que en una etapa te preocupó?

Sí. Pero el otro día me decía Manolo Gutiérrez Aragón que nosotros dominamos la técnica del cine, hacemos las películas muy correctamente y nos preocupa el acabado final, y nada de eso hace falta ahora. “Ya ves qué mal hechas están todas las que van bien en todos los cines y todas las que elogian. ¡Mira que es mala suerte la nuestra!”. Yo no me había dado cuenta de si están bien hechas o mal hechas, pero Manolo había hecho esta observación. Menos mal que a mí lo que menos me preocupa ahora es mi porvenir. Eso me preocupaba cuando estaba a punto de acabar el bachillerato.

Por los resultados es un bodrio, no se entiende nada; pero por mi parte sí existe esa coherencia, teniendo en cuenta lo que Paco Llinás habla de mis películas alimenticias.(3) Si se eliminan ésas, queda muy coherente todo esto. Ahora la literatura ocupa cada vez más tiempo en mi actividad. Confieso que me gusta más el tiempo que dedico a escribir que el otro. Pero es muy difícil, muy difícil.

La verdad es que asombra tu actividad, porque no dejas de hacer películas. También has escrito mucho en estos últimos años, y eso que tienes fama de perezoso.

Es que soy un perezoso fracasado y además no trasnocho nada. Antes, durante mucho tiempo, era noctámbulo, solía retirarme a las cinco o las seis de la madrugada. Pero ahora no trasnocho y cuando no ruedo, suelo escribir por la mañana.

Además de una actividad muy intensa como actor, en los años noventa has dirigido Fuera de juego (1991), Siete mil días juntos (1994) y Pesadilla para un rico (1996). ¿Cómo te sientes con respecto a estas tres películas?

Ninguna de las tres parte de una idea mía. Las tres son guiones de los productores, y a mí me ha costado bastante trabajo el arreglar estos guiones, no digo ya para que funcionaran bien, sino para que estuvieran a mi gusto. Y tengo mis dudas de que este trabajo haya sido recompensado por el resultado total. A mí me parece queno. Además, de las tres no hay ninguna cuyo espíritu, la idea de la película, me permita sentirme identificado. A lo largo de esta conversación, hemos hallado otras películas a las que sí me siento próximo. En estas tres, los argumentos y los guiones no me parecen despreciables, creo que están correctamente elaborados, correctamente realizados. Pero no me identifico con ellas.

Tu próximo proyecto como director es llevar al cine tu novela La Puerta del Sol. ¿Vas a intervenir como actor? ¿Cómo has vivido lo de adaptar tú mismo la novela para el cine?

La verdad es que me hubiera gustado hacer un pequeño papel en la película, pero no lo he encontrado. En cuanto a la adaptación, me ha resultado sencillo. No habría tenido ningún inconveniente en que hubiera realizado ese trabajo otra persona, porque eso supondría un punto de vista más, puede haber un enriquecimiento en algunos casos. Pero me he encontrado muy cómodo haciéndolo yo solo.

No habrás dejado nada que te interese por metraje ni por nada…

Ahora sí tendré que defenderme, como se dice, como gato panza arriba, porque ya está el problema ese de si es larga y no entra en la programación y todas estas cosas. Tiene que durar como El viaje a ninguna parte, dos horas y cuarto. Lo que no sé todavía, porque no me llegan informes con la suficiente claridad, es si dos horas y cuarto es un metraje aceptado por televisión y por la distribuidora. Todavía no lo sé de una manera cierta.

¿Dónde te has sentido de verdad más cómodo a lo largo de estos cerca de sesenta años de profesión, haciendo teatro o haciendo cine?

La verdad es que a mí me molesta mucho que me miren cuando estoy trabajando. [Dirigiéndose a José Luis Garci] Yo recomiendo siempre a mis amigos directores que usen ese monitor de televisión, el Combo, porque con el Combo se va la gente de la cámara, se van a mirarlo todo en el monitor, y el que está trabajando de actor no tiene veintidós personas mirándole, vestidas con trajes de hoy, mientras él dice: “Soy el húsar de la reina Isabel”.

Desde pequeño, por ser de familia de actores de teatro, me llevaban al teatro; pero la criada me llevaba al cine. Me parecía que no había comparación entre las obras que yo veía en el escenario, desde el patio de butacas o desde el lateral entre bastidores, y una obra como El circo (The Circus, 1927), de Charlie Chaplin, que la vi cuando tenía siete u ocho años. Luego, ya cuando iba con los chicos del barrio todos los domingos a la sesión de las cuatro y media, cuando alguna vez me llevaban al teatro, me parecía un disparate.

Hemos leído que entraste en el cine tras rechazar un papel en Los habitantes de la casa deshabitada, de Jardiel Poncela.

No se puede decir propiamente rechazar. Esa compañía se renovaba, digamos, todos los años en octubre. A finales de septiembre se empezaban a renovar los contratos por un año entero, y fue en esa época, en 1943, cuando me ofrecieron un papel en Cristina Guzmán, dirigida por Delgrás. Entre pasar al cine o seguir haciendo lo del teatro preferí el cine, y coincidió con que se iba a estrenar Los habitantes de la casa deshabitada. Yo tenía veinte años cuando conocí a Jardiel Poncela…

¿Controlaba Jardiel mucho los montajes?

En aquel tiempo, el director era el actor. En aquella compañía se llevó a un actor-director, con fama de ser el mejor director de actores, para que dirigiera a la primera actriz; y también porque a este actor, que se llamaba Manuel González, le estaba prohibido trabajar como actor, porque había sido masón. Entonces, en la España de Franco, a los masones y a otra gente les castigaron con el estilo más curioso que se ha inventado históricamente, que era no dejarles desempeñar su oficio, sino otro cualquiera. Manuel González no podía ser actor, pero sí podía ser director. Tirso Escudero le contrató para que dirigiese nuestra compañía, sobre todo para que dirigiese a Elvira Noriega. Y dirigían las obras Manuel González y el autor de turno. Jardiel era uno de los autores e intervenía tanto que, en realidad, hacía los decorados él. Las maquetas y los dibujos de los decorados los hacía él, y los realizaba un escenógrafo.

¿A qué se debía la animosidad de la crítica y parte del público de esos años contra Jardiel, después de haber tenido grandes éxitos?

No lo sé bien. Miguel Martín (4) toca ese tema en su libro sobre Jardiel, pero no está claro. Creo que ya antes de la guerra, incluso antes de sus grandes éxitos, había esta animosidad. Lo que no sé es por qué. Su primera obra pasó normalmente, y su segunda obra, El cadáver del señor Ortiz, fue ya un pateo indescriptible. Esto fue antes de la guerra civil, y siguió siendo siempre un autor muy rechazado por una parte de los espectadores. No sé si lo rechazaban por razones estéticas. Lo que sí sé es que hubo otro sector que lo rechazaba claramente por razones políticas. Jardiel se había declarado franquista, y como franquista, muy franquista, había hecho declaraciones en ese sentido, se había metido mucho con los exiliados españoles, autores y actores que andaban por América. Y yo creo que esto llevó a mucha gente a enconarse con él.

¿Te resulta fácil pasar del trabajo en el teatro a rodar una película?

En eso no veo ningún problema, en mi caso. Además, he conseguido —o no he sabido hacerlo de otra manera— actuar igual en el teatro que en el cine. Quizá a alguien le parezca mal porque crea que hay que hacerlo de manera distinta. Yo no he sabido hacer esa manera distinta. No digamos ya saber hacerlo de otra manera en televisión. Lo que sí creo es que puede haber actores o actrices que estén más adecuados en uno de los dos medios y que den más resultado, por la razón que sea, en uno de ellos. Pero no porque haya que actuar en uno de una determinada manera y en el otro de manera distinta. Si es así, yo no sabría.

Y la desaparición del teatro como fuente de origen de los actores, junto a la aparición de generaciones nuevas que vienen de escuelas sin hacerse día a día, mes tras mes en los escenarios, ¿qué te parece?

Pues no lo sé; pero es un problema, sobre todo porque no se advierte bien que estas escuelas tengan un mecanismo riguroso, no se advierte bien que sepan qué sistema, qué método utilizan. Yo, por lo menos, no lo sé. Es verdad que antes la fuente de los actores era el teatro, y que ahora a lo mejor se está sustituyendo por esto de las escuelas. Pero estas escuelas, que entre los actores argentinos dan muy buen resultado, yo todavía no sé si en España están dando este mismo buen resultado. Y no lo sé, sobre todo, por una razón: porque no voy nunca al teatro.

¿Y por qué no acudes nunca al teatro?

Porque no me gusta. Ya he dicho que de pequeño, en cuanto se podía ir al cine no me apetecía ir al teatro. Luego, el teatro español en la época de la penuria era penoso verlo, y no me gustaba ver teatro más que cuando salía al extranjero y veía mejores montajes. Y cuando llegó la época en que los montajes de aquí ya eran iguales que los del extranjero, pues se ve que ya estaba cansado de ver teatro. No, no me gusta ver teatro. Prefiero leerlo. La literatura teatral me gusta. De todas formas, el teatro me gusta más hacerlo que verlo. Pero yo hacía Un enemigo del pueblo en teatro porque no me dejaban hacerlo en cine. Para mí, hacer Un enemigo del pueblo en el teatro es mucho peor que hacer El abuelo en el cine. Y ya habría querido yo hacer Un enemigo del pueblo en el cine, dejándolo ahí hecho, entrando en situación y diciendo: “¡Corten!”.

¿Y dirigir teatro?

Para dirigir teatro hay que trabajar con los obreros de los teatros, y es muy difícil tratar con ellos. Los obreros de las películas son un montón de gente simpática que va a su trabajo, que está allí hablando de las cosas del domingo. Y los obreros de los teatros son una gente dedicada a poner inconvenientes, para ver si entran en horas extraordinarias, porque viven sólo de las horas extraordinarias. Éste es un problema social muy importante que debía resolver don Carlos Marx o no sé quién; pero no el pobre director de la función, que pide que le pongan una cortina y la tercera vez que tiene que pedirlo se desanima. La penúltima vez que dirigí teatro me quedé absolutamente mudo de regañar a los obreros, y tenía que debutar al día siguiente. Fui —iba a decir al psiquiatra— al otorrino, que me dio unas píldoras, unas inyecciones, unos baños de pies. Se aplazó un día la representación, al fin la hice malamente… Dos años después dirigí otra obra y cuando llegué al Teatro Apolo, me crucé con un obrero que acababa de entrar en ese momento y me dijo: “¡Aquí también se va a quedar usted mudo!”. En fin, dirigir teatro en estas condiciones…

¿Hay algún proyecto de cine que te hubiera gustado hacer que no hayas hecho?

¿Como actor?

No, como cineasta.

Como director, no me acuerdo. Como actor, sí. No ahora, sino cuando tenía treinta y tantos años, de todas las cosas que hubiera deseado hacer, excepto Un enemigo del pueblo, nunca he llegado a hacer ninguna.

Ya has dicho que te hubiera gustado hacer en cine Un enemigo del pueblo. De las otras cosas que has hecho en teatro, por ejemplo La sonata a Kreutzer, ¿intentaste en algún momento promover una versión cinematográfica?

Ya he explicado antes que hace muchísimo tiempo, cuando hice una película mía que quedó muy bien y no gané una gorda, decidí no promover más negocios. De mis proyectos, la verdad es que hay uno que conseguí hacer con Televisión Española, El pícaro. Ése es el único proyecto que tuve largo tiempo, el de hacer una película sobre los pícaros, y no era adecuado para el cine por la serie de episodios cortos que salían. Cuando salió esto de las series de la tele, vi que era el momento en que sí se podía, porque para una serie sí era muy adecuado este fraccionamiento. Ése es el único proyecto de literatura que a mí me hubiera gustado llevar al cine, y sí lo pude hacer.

¿Y guiones ya escritos que tengas en tu casa?

Los suelo tirar. Pero me parece que proyectos de guiones o de argumentos extensos, sólo míos o en colaboración, bien para cine o bien para televisión, que hayan sido rechazados, bien por televisión o bien por un productor de cine, deben de ser entre dieciséis y dieciocho.

Pedro Beltrán habla de uno que escribisteis sobre El Quijote…

Eso incluso lo pagó Televisión Española, pero no se hizo. Éste era un encargo muy curioso, que escribiéramos una especie de serie educativa para la sección de Cultura sobre El Quijote, pero que no saliera Don Quijote. Era un proyecto raro, y les dije que me resultaba muy difícil. Entonces me dijeron: “Bueno, pues que salga poco”. Y lo hicimos Lola Salvador, Emma Cohen, Pedro Beltrán y yo. Luego quedé como un imbécil, porque me he enterado después de que hay gente de la tele que pulula por las oficinas y dicen: “Como lo que hizo Fernán-Gómez: presenta una adaptación de El Quijote, y no sale Don Quijote. Este hombre debe estar loco”. Y la verdad es que yo había preguntado el motivo del extraño encargo, y me dijeron que si salía constantemente la figura de Don Quijote, esto entraba en el departamento que en Televisión Española se llamaba Ficción, mientras que los del encargo eran del departamento que se llamaba Cultura.

Ahora que lo pienso, la verdad es que en Televisión Española me han pasado cosas curiosas, porque me decían que presentase proyectos y yo trataba de saber qué es lo que querían. Una vez y otra decían: “Lo que tú quieras, Fernando. Siendo cosa tuya, lo que tú quieras”. Os voy a contar cómo llegamos a eso de Don Quijote. En vista de la acogida a El pícaro, les dije que como la picaresca es muy abundante, no se acaba nunca, se podían hacer seis capítulos más de la serie. “No, Fernando, eso no, porque ya está tocado.” Les dije: “Como no he incluido las pícaras, podemos hacer una cosa que se llame Pícaros y pícaras, y ponemos los textos que hay sobre personajes como la pícara Justina”. “No, Fernando, eso es lo mismo.” “Bueno, entonces lo dejamos.” “Bueno, Fernando, pero aquí te producimos lo que tú quieras. Tú nos dices. Cualquier idea que tengas…”. Y les adelanté lo próximo que iba a escribir, añadiendo que, por su longitud, iría mejor para televisión que para el teatro: “La historia de una familia normal y corriente en el Madrid de la guerra civil, en el Madrid cercado. Una familia normal. Algo que para televisión va muy bien, porque pueden ser seis, ocho, diez episodios”. Y los que representaban a Televisión Española me dijeron: “La guerra civil, no. Eso, Fernando, no”. A la vista de esto, dije que nos reuniríamos otro día porque ya no se me ocurrían más cosas por el momento. Fue entonces, en esa otra reunión, cuando me hicieron el encargo de un Quijote en el que no saliera Don Quijote.

sea que Las bicicletas son para el verano pudo ser, y ahora mismo lo sería, una miniserie fenomenal para televisión.

La tuve que adaptar, porque había hecho los dos primeros capítulos de serie de televisión. En realidad, está adaptada al teatro. Por eso queda algo larga, porque es una función de teatro que dura casi tres horas. Lo absurdo es que les advertí que pronto habría varias obras sobre la guerra civil. Y acerté. Sin ir más lejos, se hizo La forja de un rebelde (Mario Camus, 1989), en televisión; y en cine, La vaquilla (Luis García Berlanga, 1985), ¡Ay, Carmela! (Carlos Saura, 1990), Libertarias (Vicente Aranda, 1996)… No sé quién decidió en aquel momento que no se podía hacer una serie sobre la guerra.

Los que trabajan contigo dicen que, además de ser económico en el día a día del rodaje, sueles trabajar deprisa…

Creo que como casi todos mis compañeros ahora. Lo normal es que ruede en cinco semanas, a veces seis. En El viaje a ninguna parte creo que llegué casi a las nueve semanas, pero duraba dos horas y cuarto, y los productores nos dijeron que trabajásemos sin el agobio de otras veces. Mi primer contrato de cine como actor fueron quince semanas seguidas para tres películas. Terminaba una el sábado y empezaba la siguiente el lunes.

En cuanto a economía, has hecho alguna película con Ignacio F. Iquino, que tenía fama de ahorrar al máximo en la producción…

Allí me contaban que en una coproducción había un actor extranjero que, cuando llegó la hora de comer, y como nadie hablaba del tema y vio que había unos obreros que comían unos bocatas, le preguntó a Iquino: “¿Aquí no se come?”. Iquino, muy amable, le contestó: “¿Se ha traído usted el bocata?”. Aquel actor, que vivía en el Ritz de Barcelona, se quedó de piedra.

Cuando trabajé con Iquino, yo cobraba dietas y me hospedaba en el Ritz, que entonces era un lujo. Lo normal es que si la película se rodaba en Barcelona, él hospedaba a los de fuera en unos chalets que tenía para alquilar en Castelldefels.

[Luis María Delgado] Iquino contrató a una pareja de actores que se habían escapado de Portugal y andaban desfallecidos, y les pagaba por película siete mil quinientas pesetas a los dos por todos los conceptos, incluidos los bocatas.

¿Cómo es que Pedro Lazaga, amigo de tus comienzos y del que hablas como un gran cinéfilo, un enamorado del cine, se pone a hacer comedias sin tregua con ese maldito invento llamado zoom y olvida sus años de formación?

Lazaga me contaba que un día un muchacho le dijo que había visto su película Cuerda de presos (1955): “Yo le admiraba, pero ¿cómo hace usted este cine de ahora, por qué no vuelve a aquello?”. Y Lazaga le contestó: “¡Uy, qué hambre, qué hambre!”. No le dijo nada más.

NOTAS

(1) En muchas de esas obras estaba el poeta Jacques Prévert, que firmó los guiones de Ciboulette (1933), de Claude Autant-Lara; L'hotel du libre échange (1934), de Marc Allégret; Le crime de M. Lange (1935), de Jean Renoir; Remorques (1939-1941) y Lumière d'été (1943), de Jean Grémillon; y, sobre todo, de una amplia serie de obras de Marcel Carné: Jenny (1936), Drôle de drame (1937), Le quai des brumes (1938), Le jour se lève (1939), Les visiteurs de soir (1942), Les enfants du paradis (1943-1944), Les portes de la nuit (1946).

(2) No hemos logrado identificar el episodio concreto. Zibaldone 1 es el subtítulo de Altri tempi (Sucedió así), una película de episodios que Alessandro Blasetti rodó en 1952 sobre relatos cortos del siglo pasado. Vittorio De Sica interpretó un episodio junto a Gina Lollobrigida, “11 processo di Frine”, sobre un relato de Edoardo Scarfoglio. Tras el éxito de la película, Blasetti hizo Tempi nostri, Zibaldone 2 (Nuestro tiempo), en 1954, con textos de este siglo. Aquí De Sica actuó en “Scena all'aperto”, un cuento de Marino Moretti. Sus compañeros de reparto fueron Elisa Cegani y Memmo Carotenuto. El otro episodio donde intervino fue “Don Corradino”, de Giuseppe Marotta, en el que interpretaba al personaje principal, junto a Eduardo De Filippo, Maria Fiore y Vittorio Caprioli.

(3) Fernando Fernán-Gómez, el hombre que quiso ser Jackie Cooper, edición a cargo de Jesús Angulo y Francisco Llinás, Patronato Municipal de Cultura, San Sebastián, 1993. 

(4) El hombre que mató a Jardiel Poncela, Miguel Martín, Planeta. Barcelona, 1997.

Una entrevista de Juan Cobos, Luis María Delgado, José Luis Garci, Miguel Marías y Eduardo Torres-Dulce

Estructura y revisión, Juan Cobos

Producción, Valentín Panero

Grabada en Madrid el 6 de diciembre de 1997

Publicada en el nº 9 de Nickel Odeon (invierno de 1997)