lunes, 31 de marzo de 2025

Trouble in Paradise (Ernst Lubitsch, 1932)

Hay comedias que sacrifican a la brillantez, al tono festivo obligado por el género, la realidad de los personajes, la verosimilitud de sus reacciones, la profundidad de sus sentimientos e incluso —cuando no se le puede sacar partido humorístico— la conflictividad de sus relaciones. No es el caso de Un ladrón en la alcoba, película en la que la elegancia y el ingenio de los protagonistas exigían un grado equivalente de ambas virtudes por parte del director que no quisiera traicionarles. Es decir, se trata de una comedia que tal vez ningún otro cineasta hubiese sido capaz de realizar con éxito. El toma y daca inicial entre el famoso ladrón de joyas Gaston Monescu (Herbert Marshall) y la no menos hábil rival Lily (Miriam Hopkins), que se hace pasar por la condesa de Venecia, marca ya el nivel al que ha de desarrollarse toda la película, sin que la entrada en acción de los restantes personajes (Kay Francis, Edward Everett Horton) lo rebaje ni aminore el ritmo.


Si hay —por lo menos— tres Lubitsch, Un ladrón en la alcoba representa al tercero —síntesis de los dos primeros— en todo su esplendor. Hay un Lubitsch inventor de imágenes, creador de modelos a escala reducida del mundo, dramaturgo ingenioso y que se las sabe todas, tan brillante y sarcástico como, por momentos, inhumano, porque la fuerza de la estructura formal y narrativa hace que los personajes no lleguen a cobrar vida y se conviertan en (divertidísimas) marionetas: es el caso, por ejemplo, de una de sus obras maestras absolutas, Ser o no ser. Hay otro Lubitsch, menos preciso y más relajado, más emparentable con el cine de buenos sentimientos que representaron Capra, McCarey o La Cava, en el que lo que importa es, ante todo, la presencia de los personajes: ahí tenemos El bazar de las sorpresas, película muy subestimada, o las incomprendidas —por inasibles— El diablo dijo no y El pecado de Cluny Brown. El tercero consigue equilibrar ambas tendencias en un todo armónico y fluido, sin rupturas, a veces bordeando la banalidad (como en Lo que piensan las mujeres), otras veces aunando emoción y humorismo, como en Design for Living, Angel, Ninotchka o, sobre todo, Trouble in Paradise. La razón de que no todas las películas que aspiran a sintetizar ambas tendencias de Lubitsch estén plenamente logradas, y de que a menudo se vean superadas por obras menos «completas», más «parciales», radica, creo yo, en el variable acierto en la elección de actores; no se trata de que sean mejores o peores intérpretes, sino en su grado de adecuación a la función —tan distinta— que desempeñan los personajes en unas u otras películas. Así, dentro de la extraña tendencia de Lubitsch, acentuada en los últimos años de su vida, a escoger como protagonistas masculinos actores que parecían tontos (Jack Benny, Don Ameche, Monte Blue, Maurice Chevalier) o que podían aparentar obcecación y falta de inteligencia (James Stewart , Melvyn Douglas, Gary Cooper, Fredric March, Charles Boyer), a veces recubierta por un aire mundano y otras por cierta elementalidad, los resultados oscilan entre que un mismo intérprete resulte simpático y brillante (en Ninotchka) o pesado y espeso (en That Uncertain Feeling), entre que su estupidez no moleste y sea funcional (Jack Benny en Ser o no ser) o suponga una relativa limitación (Don Ameche en Heaven Can Wait, Chevalier en todas las que protagoniza). En Un ladrón en la alcoba, en cambio, Lubitsch centró su atención en Herbert Marshall, actor subvalorado pero de enorme inteligencia, con un poso de dramatismo bajo su impecable elegancia y dignidad, que es —aquí como en Angel— el único protagonista de Lubitsch que no me hace lamentar que este director nunca utilizase al actor que imagino como el perfecto héroe lubitschiano: Cary Grant.

En Casablanca nº 29 (mayo de 1983)

viernes, 28 de marzo de 2025

El tajo de la pasión

¿Qué tienen en común las distantes -en el tiempo y el espacio- y muy distintas películas que se proyectan agrupadas bajo el lema Amor a vida o muerte -escogido un poco en homenaje a dos alocados británicos, uno de nacimiento y otro de adopción, a quienes no fueron ajenas estas preocupaciones-, y siempre a título de muestra casi aleatoria, como trazos discontinuos que hay que enlazar para recomponer la figura oculta, en tanto que huellas aisladas y dispersas de una obsesión compartida, como señales de dirección, rumbos posibles meramente apuntados al espectador, y sin ánimo alguno, por tanto, de cubrir, ni siquiera de explorar en su totalidad un territorio, un campo de interés tan vasto que podría considerarse casi ilimitado, y en todo caso de fronteras anchas y más bien difusas?

Son varios los puntos de contacto, de confluencia, de tangencia al menos que las enlazan entre sí. Para empezar, todas cuentan, como es obvio, lo que se suele llamar, de forma muy genérica y simplificadora, historias de amor. Aunque no sean parecidas ni las vicisitudes que relatan, ni el accidentado camino que suelen verse obligados a recorrer sus protagonistas, ni la meta finalmente alcanzada, ni siquiera el amor sea para todas esas películas lo mismo. Son, dentro de las historias de amor, un poco especiales.

Son también, inevitablemente, algo que hoy se ha hecho lo bastante desusado como para que tenga sentido señalarlo, y que en otro tiempo hubiera sido absurdo apuntar, porque se daba por supuesto, por sentado: películas de personajes. Porque, claro está, el amor requiere de personas, sólo existe realmente entre ellas. De ellas nace, entre ellas se establece y en ellas fracasa, triunfa, enferma, se debilita, decae o muere, antes o después, o bien dura hasta que mueren esas personas a las que habita y en las que reside, hasta si a veces es más bien el ideal del amor, o un concepto de ese sentimiento más o menos exigente y extremado, quizá incluso surrealista o romántico, el que usurpa su lugar, el del amor a secas (el verdadero, el humano, el resistible, el vivible), casi siempre, tristemente, con consecuencias desastrosas. Pues este sentimiento, íntimamente tan inexplicable como incontrovertible y hasta inescapable (cuando da miedo, y a menudo causa pánico a quienes se descubren enamorados, a veces incluso a los que se sienten amados) es peligroso, entre otras cosas porque encierra en sí mismo un grave riesgo de fracaso, y también porque obliga a tomar decisiones que pueden costar la vida, o al menos esa misma felicidad que el amor promete y para cuya consecución parece la mejor vía, si no la única, y sin el cual, una vez que surge, ya nada vale como antes y ya no son posibles ni el triunfo absoluto ni la felicidad total.

Y son también, puesto que esa es la materia con que se hace el cine, películas de actores, en las que importan, a veces de modo más decisivo que la historia literaria que les sirve de punto de partida o el guión, sus caracteres y aureolas míticas, sus rasgos físicos, su manera de ser, de mirarse, de tocarse, de moverse ante la cámara. No amarán ni se dejarán querer del mismo modo, ni con la misma pasión ni con el mismo estilo, ni con las mismas palabras ni con los mismos silencios, y tampoco con la misma fuerza, fragilidad, decisión o angustia, Jean Gabin y Laurence Olivier, ni Gary Cooper y Clark Gable, ni John Gavin y Clint Eastwood, ni Cary Grant y John Wayne, ni Rock Hudson y Kirk Douglas, ni Orson Welles y Robert Mitchum, por poner algunos ejemplos entre los hombres, ni Gene Tierney y Katharine Hepburn, Jennifer Jones y Deborah Kerr, Cyd Charisse y Kyo Machiko, Ingrid Bergman y Nina Pens Røde, Marlene Dietrich y Ava Gardner, Dorothy Dandridge y Vivien Leigh, Greta Garbo y Jane Wyman, Kim Novak y Lauren Bacall, Rita Hayworth e Irene Dunne, Audrey Hepburn y Joan Fontaine entre las mujeres.

Corps à coeur (1979)

Pero eso ocurre, desde luego, poco más o menos, aunque quizá con menor intensidad y trascendencia, de manera algo menos importante, en todos los géneros, o casi, y de hecho no hay que olvidar que este impulso amoroso exacerbado y, hasta bajo su apariencia más tranquila y serena, arrasador y potencialmente tan destructivo como creador, los atraviesa todos, a la luz del sol, al aire libre, o soterradamente, en la penumbra o en las tinieblas, en paz o en guerra, hoy o hace mil años, y va, por tanto, más allá de las convenciones de las épocas y de las tradiciones de los cines nacionales -cuando estos existían con rasgos definidos-, de los estilos personales o colectivos, de las casas productoras y sus "marcas de fábrica" icónicas o decorativas, y de los intérpretes que más fielmente acertaron a encarnarlos, o que más a menudo vieron depositar sobre sus hombros esa preciada carga.

Lo que une, en el fondo, todas estas películas, de coloración, tono, ritmo, actitud, ambientación, época histórica, postura moral, exigencia artística, coherencia plástica tan distintas, de concepciones y expectativas tan variadas y hasta contrapuestas o contradictorias acerca de su propia materia constitutiva, de su misma sustancia, es decir, del amor mismo y de su poder para durar o traspasar las fronteras difusas de la vida y la muerte, de la vigilia y la ensoñación, de la llamada realidad y esa parte de la misma que se suele menospreciar y considerar menos sólida y que se denomina "fantasía" o "imaginación", cuando no "delirio", es la idea del tajo, del corte brutal y terminante, que secciona en dos las vidas respectivas de los amantes.

En todas ellas, la irrupción brutal del amor, inesperada hasta cuando se tiene la esperanza de lograrlo alcanzar un día, cuando se ansía o se busca activamente, supone una ruptura total, que modifica la vida de los personajes, que altera transitoria, duraderamente o para siempre sus biografías, que arrastra a los que lo sienten a un fin prematuro o llena sus días de argumento y de sentido mientras dura, dejando a su alrededor, muy a menudo, ruinas y cenizas de la vida anterior, que ha quedado caduca. No es un fenómeno ajeno a la vida cotidiana ni un recurso dramático propio de la tragedia griega o de la novela romántica: basta que cada cual recuerde su pasado, diría que por breve que sea, o que piense en películas más o menos recientes y de diversas procedencias, como Corps à coeur, The Bridges of Madison County, La buena estrella...

The Bridges of Madison County (1995)

No todos los amores, no todas las pasiones, producen este efecto radical, grave y decisivo cuando no definitivo. Ni los mismos sentimientos, por fuertes que sean, tienen una hoja igualmente cortante, hiriente y afilada, ni dejan idéntica huella en todas las personas, ni desvían el rumbo de sus vidas o lo modifican en la misma medida, ni acarrean parecidas consecuencias para sus allegados ni, aciagas o felices, para los propios protagonistas. Son, por tanto, películas bastante excepcionales, una minoría dentro de las que se centran en los sentimientos, porque confluyen en ellas unas nociones del amor, unos rasgos anímicos de sus personajes y unas consecuencias de la combinación explosiva de esos elementos que no se dan con tanta frecuencia ni en la vida cotidiana ni en la ficción.

Son, por eso, porque hay que ir a buscarlas, y no todas las que en apariencia llegan esos extremos mantienen hasta el final tal grado de exigencia, películas de procedencia muy variada, con cierta abundancia relativa (y podría haber sido mayor) del periodo mudo y, en general, del cine del pasado, y una correlativa menor presencia cuantitativa de la producción de los últimos decenios, aunque no por aisladas sean estas muestras recientes de menor intensidad (como Corps à coeur, L'Amour à mort y Los puentes de Madison permiten comprobar). Algunas son relativamente célebres, aunque casi siempre por otros motivos, como piezas maestras de otro tipo de cine: Johnny Guitar debe su prestigio a la personalidad de su autor, Nicholas Ray, y a su condición de western anómalo y muy especial, más que a la causa profunda de su excepcionalidad dentro de dicho género, que es precisamente la que le da su puesto en este ciclo; se piensa en Brigadoon como en uno de los últimos grandes musicales de la época dorada de la Metro, sin reparar en su inusitada densidad narrativa, en su coherencia como leyenda acerca del tiempo y la muerte, en su carácter mítico y en que cuenta, en el fondo, una historia de reencarnación y fantasmas que se salda con el enamoramiento de dos seres separados por la muerte y el tiempo, como The Ghost and Mrs. Muir de Mankiewicz y algunas otras de las películas aquí convocadas, a veces bajo la bandera de otro ciclo, como Vertigo de Hitchcock, por lo que esta reunión del Doré tiene algo de aquelarre fantástico.

Peter Ibbetson, Yokihi, 7th Heaven, Street Angel, Smilin' Through -estas tres de Borzage-, por ejemplo, también bordean con ayuda del amor las fronteras supuestamente definitivas e intraspasables de la vida y la muerte. La mujer de al lado, Duelo al sol, I've Always Loved You, juegan con otra frontera, a veces demasiado fácil de cruzar, tanto que a menudo repite movimientos de ida y vuelta: la del amor y el odio, distintas reacciones a una misma pasión, según el giro que tomen los acontecimientos, según el grado de compatibilidad que exista entre los que se atraen, según haga mella en ellos el despecho o predomine el afán de posesión sobre el de entrega.

Smilin' Through (1941)

Muchas de estas historias son efímera y fugazmente felices, algunas lo son, y muy intensamente, precisamente por eso: arden rápidamente, pero con un brillo especial; otras culminan en la tragedia, o en formas más modestas y quizá más evitables del fracaso; sólo algunas parejas se atreven a creer en un final feliz, en el que siempre resulta arriesgado depositar demasiada confianza; otras se ven obligadas a aplazarlo a la esperanza de otra vida. Los obstáculos son siempre numerosos, y no siempre externos. La presión social, la ley, los convencionalismos, la moral dominante, la intransigencia religiosa, las diferencias de clase y de fortuna, la reputación de uno de los amantes, sus ataduras familiares, la distancia geográfica, la edad, la enfermedad, la ceguera, la revolución, la guerra, pueden interponerse con mayor o menor dureza entre dos seres que aspiran a unirse y compartir la vida, y a menudo lo hacen con encarnizamiento: A Farewell to Arms, Three Comrades, The Mortal Storm, Colorado Territory, Chikamatsu monogatari, Johnny Guitar, Magnificent Obsession, All That Heaven Allows, Interlude, A Time To Love and A Time To Die, Party Girl, Corps à coeur o The Bridges of Madison County. A veces los amantes tienen energía para superar estas murallas, y hasta el obstáculo les estimula; otras no aguantan el esfuerzo, o uno de ellos finalmente flaquea, o perece en el intento. Pero en otras ocasiones, su amor está minado, condenado a muerte desde dentro de uno de ellos o desde la pareja imposible que han tratado de formar, lo mismo que otras veces, ya más infrecuentes, ni siquiera la muerte de ambos puede con su amor.

Por eso fueron estas historias, potencialmente trágicas, desiderativamente dichosas y triunfales, uno de los terrenos de predilección de los románticos, y lo siguieron siendo de sus epígonos de otras épocas, así como de los personajes fantasiosos y novelescos que no se conforman con la época prosaica que les ha tocado vivir, entre los que se han reclutado a menudo no sólo los espectadores, sino también los protagonistas de estas películas. Víctimas ocasionales o contumaces de espejismos ilusorios, inconscientes de la irrealidad de sus aspiraciones y de la dificultad de alcanzarlas, viven grandiosas historias de amor fantástico y se proyectan sin base suficiente hacia una felicidad quimérica. Como la desconocida que en su lecho de muerte escribe una carta a su inconsciente y frívolo amado, para que el olvido no borre toda huella de ese sublime y tenaz amor no correspondido, que ha quebrado su vida varias veces, sin saber que el inconstante amante tiene también, cuando al fin la vislumbra en un rincón de su memoria, las horas contadas, y que sólo el talento de Stefan Zweig, Max Ophuls, Joan Fontaine y Louis Jourdan, exiliados en Hollywood en 1948, lo harán memorable e imperecedero entre miles de cinéfilos desconocidos, que compartirán sus penas e ilusiones un siglo más tarde.

Destino, pues, el de estas historias y los fantasmas que las habitan, no menos trémulo y precario, no menos conmovedor y exaltado que el de sus amores, y tanto da que sean estos -en última instancia- tentativas fallidas o triunfales, porque el impulso amoroso se autoalimenta hasta tal punto que no es tan finalista como en un principio creen los que lo sienten, y tan a menudo el apasionante recorrido compensa de no alcanzar la meta como las dificultades atravesadas y las angustias sufridas se ven premiadas por la recompensa.

Piénsese que toda comedia, si se prolongara más allá del abrazo, del beso, de la reconciliación, del reencuentro, de la boda que las cierra, se convertirían, desde la mañana siguiente, en una historia de "suspense": ¿resistirán nuestros héroes, provisionalmente victoriosos y felices, los embates de la convivencia, del tiempo, de la penuria, del trabajo cotidiano, de las frustraciones que puede proporcionarles el resto de su vida, lo que no se ciñe a su amor, lo que no se termina en ese instante sino que suele aspirar a eternizarse? Surge la incertidumbre, con toda verosimilitud les acecha el drama, que puede ser insuperable, y quién sabe si la tragedia.

No se confunda la pasión con el sexo. A menudo hacen buenas migas, se alimentan mutuamente, se complementan, pero no es sólo el deseo sexual el motor de estas películas. Por eso requieren historias, y personajes y actores. Aunque muchos han tratado de demostrar, simplistamente, que el amor es una cuestión reductible al instinto animal, o producto de reacciones químicas, si nos circunscribimos a ese aspecto parcial no serían Ray, Murnau, Borzage, Sirk, Stahl, Vidor, Minnelli, Cukor y compañía lo más capacitados para filmarlo, ni siquiera, probablemente, los más inclinados a hacerlo, sino los equivalentes o continuadores de Félix Rodríguez de la Fuente y otros documentalistas que han filmado muy bien, desde fuera, por supuesto sin explicarlo realmente ni hacérnoslo compartir, el comportamiento sexual de los animales no humanos y hasta sus ritos de cortejo, sus maniobras de seducción y de acoso. Y es que, en el fondo, entre los seres racionales, los humanos, el amor empieza muy probablemente por los ojos, más aún que por los restantes sentidos, que suelen ir entrando en funcionamiento después, una vez que la atracción inicial incita a aproximaciones sucesivas, de donde inmediatamente va pasando a la cabeza, y hasta cuando no permanece exclusivamente en el territorio de lo mental, discurre en buena parte en ella y sólo secundariamente en los órganos múltiples conectados al cerebro y que de él reciben información, impulsos, instrucciones. Por eso tienen tanta fuerza en las relaciones amorosas los traumas y los complejos, los ideales, las mitomanías, los sueños, las fantasías, las obsesiones, las proyecciones positivas o negativas del futuro, los temores, los presentimientos, los recuerdos, los fantasmas, los celos, las sospechas, las tentaciones incluso cuando son resistidas. Tanto lo que sucede como lo que meramente se imagina.

Metel (1964)

Por eso el sentimiento amoroso se presta más a la novela, y ha sido más a menudo investigado por la literatura que por el cine, a menudo incapaz de ir más allá de lo visible, y que rara vez, sin recurso excesivo a la palabra (que, una vez pronunciada, es siempre demasiado consciente, excesivamente precisa). También por eso el cine de amor parte de la novela, aunque es raro que llegue a donde el autor inicial logró adentrarse (aunque sí Vladimir Basov con Pushkin en La borrasca), no digamos sobrepasarlo (quizá Bresson con Dostoievskií en Quatre Nuits d'un rêveur).

Al final, estas películas, algunas de ellas muy ilustres, pero la mayoría sin un puesto reconocido en la Historia del Cine, aspiran quizá, sobre todo, más que a la grandeza y al reconocimiento artístico, a algo no sé si más modesto o, en el fondo, mucho más ambicioso: a conmover, a hacer llorar -o reír y llorar-, a dar sin embargo ánimos, y a despertar el afecto y la gratitud de algunos espectadores afines y cómplices, que se ocuparán de mantener vivo su recuerdo y de renovar su vigencia en el rito secreto de su contemplación silenciosa, a oscuras entre otros desconocidos que quizá compartan los mismos sentimientos o se esfuercen por lograr creer en ellos y en su fuerza.

Presentación del ciclo “Amor a vida o muerte”. Hojas de la Filmoteca (mayo de 1998).

miércoles, 26 de marzo de 2025

Il giardino dei Finzi Contini (Vittorio de Sica, 1970)

Hay adaptaciones cinematográficas de novelas que —independientemente de su calidad— quitan las ganas de leerlas; otras, incluso sin ser buenas películas, incitan a la lectura de aquello que les sirvió de base. En ocasiones, la película es mala y la novela buena; también se da el caso contrario, y ni en éste ni en aquél hay relación alguna entre la calidad de las obras y su capacidad de estimular la lectura. Este es uno de los grandes misterios de la adaptación al cine de la literatura y, que yo sepa, jamás se ha intentado esclarecerlo, tal vez por pensarse que se trata de una cuestión puramente subjetiva, aunque no estoy muy seguro de ello: lo mismo que ciertos best-sellers garantizan el éxito de sus versiones cinematográficas, algunas películas hacen que las ventas de la novela en que se basan aumenten repentinamente, lo cual indica que tal fenómeno —aun descontando los efectos de la publicidad— es más general de lo que a primera vista parece.


La razón de este preámbulo es el tardío estreno de una película dirigida en 1970 por Vittorio de Sica, El jardín de los Finzi-Contini, basada en la novela del mismo título que publicó Giorgio Bassani en 1962, y que han adaptado para el cine Ugo Pirro y Vittorio Bonicelli. Teniendo en cuenta la extraordinaria calidad de la novela de Bassani, cabe decir, en favor de De Sica, que su pobre, afectada y limitada versión tiene, al menos, la virtud de no desanimar al posible lector de Bassani; de algún modo, se nota la incapacidad —el «quiero y no puedo»— de De Sica para llegar a lo que es la novela —el testimonio profundamente personal y sentido de una época, el recuerdo nostálgico de unas personas y una ciudad—, y se presiente que la novela de Bassani es algo más rico y más profundo que la historia que nos cuenta De Sica. En ese sentido, el film equivale a esos pequeños y esquemáticos resúmenes que pueden leerse en la solapa o la contraportada de algunos libros, que no intentan sustituir a la novela —sino todo lo contrario— ni aspiran a consideración artística alguna, pero que pueden tener sobre el que curiosea en una librería un efecto estimulante. Lo malo del film de De Sica es que, precisamente, aspira a ser considerado como una obra de arte, al mismo nivel que la escrita por Bassani: la esteticista y elaborada composición de cada plano y cada encuadre; el «lirismo» a base de flous y movimientos indecisos e impresionistas de la cámara; la «nostalgia» y el «aire de época» que intenta comunicamos desaturando el color hasta que la película parece una colección de fotos en blanco y negro amarillentas y desvaídas, cuando no coloreadas a mano como las antiguas tarjetas postales, lo atestiguan insistentemente. Por si fuera poco, es difícil disipar la sospecha de que De Sica ha intentado seguir las huellas de Valerio Zurlini cuando, con gran penetración y sutileza, adaptó en 1962 la Crónica familiar de Vasco Pratolini; pero a De Sica le falta el rigor del que Zurlini supo dar prueba en aquel film, que sentíamos como personal y vivido; De Sica realizaba, en la época de la acción (1938-1943), «comedias de teléfonos blancos», una de las más típicas manifestaciones cinematográficas de la Italia fascista, y uno no puede evitar la molesta sensación de artificiosidad que emana toda la película. Encima, parece como si De Sica hubiese buscado inspiración en la obra maestra de Luchino Visconti, Vaghe stelle dell'Orsa... (1965), con la que la novela de Bassani tiene ciertos puntos de contacto que ya se le echaron en cara al autor de El Gatopardo en su momento), ya que la elección de Helmut Berger y el tono ambiguo dado a la relación de Alberto Finzi Contini con su hermana Micòl tienen más que ver con Visconti que con Bassani. Tal vez este injustificado «añadido» —dentro de una fidelidad a la «letra» de la novela bastante considerable— sea el que motivó las protestas de Bassani, aunque no es el único desplazamiento del centro de interés que De Sica y sus guionistas, sin enriquecer ni profundizar, han operado: casi todos estos leves cambios de énfasis parecen responder a imperativos más o menos comerciales, ya que suelen tender a enfatizar, subrayar, dramatizar o sensacionalizar aspectos que —como la persecución de los judíos o la triste suerte de los Finzi Contini— existe en la novela con el peso que les corresponde y con una intensidad potenciada por la poca insistencia del autor. Ello se debe, sin duda, a que la experiencia y el recuerdo de Bassani han ordenado desde un punto de vista personal los hechos que era pertinente narrar, mientras que De Sica y sus colaboradores han leído la novela superficialmente, en busca de escenas más o menos dramáticas o espectaculares, dilatándolas o amplificándolas sin otra motivación que la de construir un relato más o menos coherente, atractivo y dinámico; es decir, que su criterio selectivo ha seguido las pautas que habitualmente —y no siempre con razón— se atribuyen a los artesanos de Hollywood, y que sin duda muchos se negarían a admitir en un director que pasa por uno de los «creadores del neorrealismo» simplemente porque tuvo la astucia de realizar en el momento oportuno (1946 y 1948) sendos films (El limpiabotas y Ladrón de bicicletas) que se acogían a los principios estéticos más superficiales del neorrealismo, logrando así engañar a muchos críticos (incluso a André Bazin) y consiguiendo un inmerecido prestigio (pues tales films no eran ni siquiera realistas, y además estaban viciados por su sensiblería demagógica y la pésima dirección de «no actores» de que presumían) en cuyos laureles se durmió De Sica y de cuyas rentas vive todavía artísticamente en el corazón de los defensores de una concepción del cine tan vieja como inoperante. Lo único que podemos elogiar en De Sica es que a veces, cuando se lo propone y cuenta con actores profesionales y poco dominantes, sabe dirigirlos, y que gracias a ellos (especialmente la maravillosa Dominique Sanda) la película consigue que su discreción no resulte aburrida, y que los personajes de Bassani, en cierta medida, cobren vida en la pantalla y logren transmitirnos algo de lo que recrea la novela de Giorgio Bassani.

En Nuevo Fotogramas (5 de agosto de 1973)

lunes, 24 de marzo de 2025

The Man I Killed/Broken Lullaby (Ernst Lubitsch, 1932)

Como todos los autores que tienen una obra lo suficientemente amplia y compleja, Lubitsch ha sido víctima de los simplificadores: así, al igual que Ford era un director de westerns, Hitchcock de thrillers, Sirk de melodramas, etc., el creador de Broken Lullaby es considerado, en el mejor de los casos, maestro de la comedia frívola, aunque para ello haya que prescindir de varias de sus mejores películas, que tienen el inconveniente de no ajustarse al modelo. Y como en el cine las armas de exterminio son el olvido y el silencio, hoy resulta difícil encontrar un análisis serio de algunas de las obras máximas de los grandes cineastas, simplemente porque se pasan por alto y se omiten comentarios. No hay espacio aquí para acometer el estudio que The Man I Killed merece no sólo por su carácter excepcional en la filmografía de Lubitsch, sino por su excelencia dentro de la misma y del género al que pertenece, el melodrama, pero voy a tratar de apuntar algunas causas por las que considero esta película estrictamente imprescindible y en modo alguno ajena a sus preocupaciones, como ya debía sospecharse por el mero hecho de que la produjese él mismo, en el apogeo de su poder, e interviniese personalmente —junto con dos de sus colaboradores habituales— en el guión.

Es dudoso que haya algún cineasta que no pueda considerarse un manipulador; lo que ocurre es que los hay tan burdos que ni siquiera lo consiguen eficazmente, y que dentro de los más hábiles los hay más o menos honrados. Pocos —tal vez sólo Hitchcock— han sido tan leales con el público y con sus personajes, como Lubitsch; ambos han tenido fama de irresponsables, despreocupados y superficiales, pero a los dos se les reprochó, cada vez que se ponían serios, el abandono de su terreno propio, de modo que no reincidieron muy a menudo, y procuraron recubrir con una capa de ligereza y brillantez la gravedad de las cuestiones que planteaban sus películas. Cuando las han tratado a cuerpo descubierto, como Lubitsch aquí, han sido castigados en la taquilla y por algunos de sus más fervientes «partidarios», que se preguntan qué tiene que ver Lubitsch con el pacifismo, aunque debiera ser obvio que un defensor del placer, la vida y la libertad como él tenía que estar ferozmente en contra de toda guerra, enemiga implacable de cuanto propugna.

Si en 1921 había satirizado —en un estilo grotesco y surreal que prefigura Sopa de ganso— la guerra y sus protagonistas en Die Bergkatze, en 1932 debía vislumbrar la amenaza que se cernía sobre el mundo —en plena depresión económica, mientras se consolidaba en Italia el fascismo y Hitler se acercaba al poder en Alemania— demasiado claramente como para andarse con bromas, y se embarcó en la arriesgada empresa de rodar un breve —setenta y siete minutos— melodrama, que arranca con la brutalidad sarcástica de Stroheim —el desfile del armisticio con un muñón en primer término, la abundancia de tullidos e inválidos y los ominosos uniformes de gala de los vencedores en la misa de acción de gracias, etc.— y culmina con la melancólica generosidad de un McCarey —el de Make Way for Tomorrow, por ejemplo —o un Ford— el de Pilgrimage, They Were Expendable o el episodio de La conquista del Oeste (The Civil War)—, tras seguir una trama de sustitución de la víctima por el culpable de su muerte que prefigura Magnificent Obsession, de Sirk. Se trata de un Lubitsch menos brillante que el de costumbre, más directo, más sincero, creo yo que más grande.

En Casablanca nº 29 (mayo de 1983)

viernes, 21 de marzo de 2025

Cuestionario sobre Ford

CUESTIONES GENERALES:

  1. La obra de Ford parece trascender todas las épocas y las modas. ¿Qué características tiene esa obra para hacerla tan inmortal, para llegar a todo tipo de público?
  2. En uno de sus artículos ha afirmado que en el cine de Ford las «sombras» tienen un papel predominante. ¿Cómo influyeron los primeros años de formación de Ford en la estética de su cine posterior?

SOBRE EL WÉSTERN DE FORD:

  1. En el caso concreto del wéstern, ¿cuál diría que es la principal diferencia entre el de Ford y el de otros coetáneos suyos como Howard Hawks, Raoul Walsh, John Sturges o Henry Hathaway? ¿Cuál cree que es la idiosincrasia más importante del wéstern de Ford?
  2. Usted ha afirmado que el cine de Ford está hecho de «recuerdos». ¿Qué importancia tiene el tratamiento del pasado en el wéstern de Ford?
  3. ¿Cómo se hace notar en sus películas esta importancia del pasado en la elección de los temas, de las composiciones y de los encuadres?
  4. Sobre el papel de la emoción en el cine de Ford, usted ha mencionado una escena de Pasión de los fuertes como una de sus favoritas. ¿Qué contiene esa escena para hacerla tan especial, cuando parece que no tiene mucho que ver con la trama general de la película?

SOBRE LA EVOLUCIÓN DE LA CRÍTICA RESPECTO AL CINE DE FORD:

  1. En ocasiones la crítica cinematográfica española ha criticado duramente el legado de Ford. ¿Cómo cree que ha ido evolucionando con los años la percepción crítica de su obra?
  2. ¿En qué punto cree que se encuentra la crítica respecto a Ford en estos momentos?
  3. Con frecuencia se ha criticado el militarismo del wéstern de Ford, sin embargo, usted ha afirmado que se puede comprobar fácilmente un profundo antibelicismo en su cine…
  4. Otro aspecto duramente criticado es el papel de la mujer en su cine. ¿Diría que los personajes femeninos de Ford se limitan a copiar los roles masculinos o tienen una entidad propia?

PARA FINALIZAR:

  1. ¿Cuál cree que es la huella que Ford ha dejado en el cine? ¿Y en el wéstern?
Two Rode Together (1961)

The Man Who Shot Liberty Valance (1962)


  1. La verdad, no lo sé. Ni siquiera estoy muy seguro de que sea así. En todo caso, de serlo, yo pensaría que porque sus películas son complejas pero sencillas, con personajes interesantes, y con capacidad para emocionar a un público no muy resabiado.
  2. Yo creo que, como ha apuntado tan solo un crítico italiano, una importante influencia plástica primeriza es la del pintor Winslow Homer. Otras son la música y la poesía irlandesas, aunque también los himnos religiosos protestantes. Cinematográficamente, su hermano Francis, D.W. Griffith y F.W. Murnau. Y aunque poco se piense nunca en ello, las óperas de Verdi y Puccini.
  3. Hathaway es ya de la generación que empieza en el sonoro, y John Sturges bastante más joven (no como individuo, sino como cineasta). Con Hathaway no le veo más parentesco que haber dirigido varias veces a John Wayne. Con Hawks tuvo cierta amistad, y tanto por él como por Walsh seguramente admiración, extensible probablemente a varios otros directores de algunos westerns como DeMille, Henry King, King Vidor… Ahora bien, pese a la necia presunción de los que no ven westerns, en ese género caben infinitas variedades, y los de Ford son particularmente singulares, y diferentes entre sí. Véanse dos seguidos y sublimes como Two Rode Together (1961) y The Man Who Shot Liberty Valance (1962), o las variaciones entre Fort Apache (1948), She Wore A Yellow Ribbon (1949) y Rio Grande (1950), ampliadas aún más si se abarcan My Darling Clementine (1946), Three Godfathers (1948) y Wagon Master (1950). Esos cinco años son su periodo de mayor actividad en el género, tras seis previos sin hacer ninguno, y son muy distintos, entre sí y con respecto a los de los demás realizadores. Lo más característico de un western fordiano es su arraigo en la historia y su relación dialéctica con la leyenda o el mito.
  4. En todo el cine de Ford lo importante es el pasado. Desde los años 40, hay muy pocas películas suyas situadas en el presente, como poco se refieren a algo ocurrido cinco o diez años antes, nunca a la “actualidad”, salvo Gideon’s Day (1957) y The Last Hurrah (1958). Y sus personajes viven con la carga o la ilusión, el peso o la añoranza del pasado, a veces con ideas o recuerdos del pasado que entran en conflicto.
  5. Está íntegramente presente en todo, hasta en los mínimos gestos – The Searchers es una antología de ello, sobre todo su arranque -, desde luego en el color o la luz, en el decorado o algunos objetos, en las miradas, en ciertas frases, canciones, melodías. En las composiciones en profundidad, en los encuadres, en los fundidos, en los flashbacks (sobre todo los no narrativos, como el final de How Green Was My Valley), en las frecuentes conversaciones con los muertos, junto a sus tumbas, en las voces en off. The Long Gray Line, The Grapes of Wrath, 7 Women, Donovan’s Reef, Sergeant Rutledge, Mogambo, The Horse Soldiers, The World Moves On, Pilgrimage, Young Mr. Lincoln, Judge Priest, The Sun Shines Bright… el pasado gravita siempre.
  6. Eso, que sea una escena narrativa o dramáticamente prescindible, es lo esencial, pues define el estilo de Ford, basado como pocos en la digresión, el meandro, el rodeo. Y esa escena me llama la atención porque hasta doblada (mal doblada, y con Shakespeare no muy bien traducido) emociona con una fuerza arrebatadora no por su texto (aunque también), sino por la combinación casi mágica y subliminal de música, sonido, luz, movimiento, gestos, silencio repentino… por su condición de pausa o interrupción. Y hay un eco secreto entre las palabras de Hamlet, la humillación inconsciente del actor borracho pero que ofende a Henry Fonda, el estupor ignorante pero admirativo de los patanes del clan Clanton que produce algo frecuente en Ford, eso que se llama ahora una “epifanía”. Una revelación, un momento mágico, siempre una pausa, una interrupción, un silencio, un eco.
  7. Hubo una larga época de falsa (e ignorante) politización, tendente al simplismo, la caricatura y el esquematismo. Después la gente, en general, dejó de lado los prejuicios y miró. Y yo creo difícil no ver, salvo ceguera y sordera voluntarias, la grandeza de Ford, que se siente en el pulso, en la garganta, en los ojos.
  8. Desgraciadamente, se ha caído en una especie de comodidad conformista y canónica. Los que hace unos años te tachaban de loco por admirar a Douglas Sirk o Jacques Tourneur o hasta de fascista por contar a Ford, Hawks o Hitchcock entre los mayores cineastas, ahora, y como si no hubieran cambiado nunca de opinión, ni por supuesto explicar por qué lo habían hecho, se hacen pasar por admiradores de todos ellos, reduciendo su obra a dos o tres películas que pasan por ser consensuadamente “las mejores”. Hace tiempo que para mí la crítica no discrimina entre lo bueno y lo malo, se ha hecho fundamentalmente acrítica y conformista, por no decir “de rebaño”, y más bien parece publicidad encubierta.
  9. Una cosa es que para sus personajes – incluso en algún momento de su vida para el propio Ford – la Caballería, el Ejército, la Marina, fuesen como una familia, o un vehículo de integración, acaso un refugio, y otra que le gustase la guerra, cosa que creo que está puesta de manifiesto en todas sus películas que tratan de alguna guerra.
  10. Las mujeres en Ford tienen un papel fundamental, más importante en sus películas que en los medios y ambientes y épocas y lugares en los que se sitúa su acción. Si se ve The Brat, Four Sons, How Green Was My Valley, The Grapes of Wrath, The World Moves On, Pilgrimage, The Wings of Eagles, The Long Gray Line, Mogambo, 7 Women, She Wore A Yellow Ribbon, Two Rode Together, The Horse Soldiers, Sergeant Rutledge, Rio Grande, The Man Who Shot Liberty Valance, The Quiet Man, Donovan’s Reef, entre otras, se ve la variedad de caracteres y funciones de las mujeres en el cine de Ford, y su importancia, y a veces – también – sus defectos.
  11. No veo, pese a algunas imitaciones, mucha huella suya ni en el cine en general ni en el género. En tiempos, se podía deducir que Jacques Tourneur admiraba mucho My Darling Clementine por Stars in My Crown (1950), pero otros han tratado de ahorrarse comparaciones de las que podrían salir malparados. En tiempos recientes, sólo el fallecido Michael Cimino me ha parecido, en Heaven’s Gate, un verdadero heredero de Ford.
The Quiet Man (1952)

Entrevistador desconocido. Texto inédito (junio de 2020).

miércoles, 19 de marzo de 2025

El mar y el tiempo (Fernando Fernán Gómez, 1989)

Quizá la menos apreciada y conocida de la etapa final de Fernán Gómez como director, y situada en un período (1968) que hoy resulta aún mucho más antiguo y lejano que cuando se rodó (1989), al tiempo que su fecha de realización nos queda ya hoy a una distancia enorme para los que la vivimos, pero inimaginable para los nacidos después, sospecho que El mar y el tiempo permanecerá eternamente en esa especie de limbo del olvido en que quedan arrinconadas las películas, por logradas y hasta oportunas que fueran o pudieran parecer en su momento, cuando dejan de sintonizar con los nuevos gustos imperantes. Y es dudoso que El mar y el tiempo fuese comprendida y apreciada en su presentación, en el festival de San Sebastián de ese año, al menos es la impresión que tuve entonces. Recuerdo algún comentario que la calificaba de película de viejo, cuando Fernán Gómez tenía sólo 68 años, y como si tal cosa tuviera algo de malo.

El mar y el tiempo, como su título, quizá demasiado "poético" hasta para 1989, es, sin duda, una película no ya "antigua", sino decididamente anticuada, y lo era ya, y conscientemente, cuando Fernán Gómez la hizo, adaptando su propia novela, que sin duda era una reflexión muy personal.

Los que teníamos en 1968 unos veinte años -pongamos entre quince y treinta- habíamos añadido en 1989 una "mayoría de edad" de 21 años, y andábamos en la cuarentena o los cincuenta, es decir, en otra etapa vital. Con independencia de lo que por el 68 hubiéramos ansiado o deseado, y de lo que hubiéramos pensado del mayo parisino y de los movimientos juveniles en medio mundo, y de las represiones varias que, de México a Praga, pudieron indignarnos, en 1989 las preocupaciones eran ya otras.


Nacía así la película desfasada, sobre todo porque su tema central era el regreso a España, en 1968, de un exiliado a Buenos Aires en 1939, es decir, veintinueve años antes. 1939 (y una parte de la materia prima de la película son recuerdos anteriores a la Guerra Civil), 1968 (como dificultoso presente), 1989 (como un futuro ausente de la ficción, pero que gravita sobre los personajes, porque tanto Fernán Gómez como nosotros los contemplamos desde lo que ahora es 32 años más pasado).

Mucho tiempo acumulado, y entre cada tramo de la historia. Era inevitable que la película resultase triste y llena de melancolía ante la irrecobrabilidad del pasado, y lo irremediable de lo sucedido, lo hecho y lo que se dejó de hacer en cada momento.

No es una película larga, y además no tiene flashback alguno, pero hay todavía mayor número de personajes que en las más pobladas de Fernán Gómez, que además son muy variados y de muy distintas edades, desde la desvariante matriarca encarnada por Rafaela Aparicio, madre de unos y abuela de otros, hasta una bisnieta recién nacida, pasando por varios jóvenes más o menos ilusos y sus fluctuantes parejas. Resultan hoy, como tal vez ya en 1989, trasnochados los mayores, casi ridículos o patéticos los jóvenes, con cierta tendencia a suicidarse o amenazar con hacerlo. La idea del retorno del exiliado se revela una quimera tardía, todo está muy caro y todo ha cambiado tanto que son casi las palabrotas y expresiones castizas más o menos groseras que lleva mucho sin oír lo que más emociona al antiguo anarquista. No es perfecta, pero tiene un brusco suicidio impresionante y una escena genial y terrible entre José Soriano y María Asquerino.

En “El universo de Fernando Fernán Gómez”. Madrid : Notorious, 12 de julio de 2021.

lunes, 17 de marzo de 2025

Alrededor de la medianoche

Como quien no quiere la cosa, Clint Eastwood está llevando a cabo, en solitario y sin método, con un desorden surgido del deseo y de la azarosa maduración de los proyectos, una especie de secreta cruzada personal para conservar vivo el legado y el espíritu, y no solamente las formas ni, todavía menos, las fórmulas del clasicismo americano. Lo que requiere volverlo a la vida cuando está muerto... como varios de sus personajes, por ejemplo El jinete pálido y el Bill Munny de Sin perdón, en cierto sentido hasta el protagonista de Poder absoluto.

Por eso va recorriendo, uno por uno, todos los géneros y subgéneros de la gloriosa tradición consolidada desde la llegada del sonido hasta mediados de los años 60, justamente la época en la que Eastwood se formó, pero que se perdió por muy poco como profesional en ejercicio. Son géneros que el autor de Bird y Honkytonk Man no aspira en vano a "recrear", ni siquiera con la fatua pretensión de renovarlos. Eastwood se limita a tener la osadía de abordarlos de nuevo, desde sí mismo, con la perspectiva del presente, sin resignarse a ser nostálgico espectador.

Ahora le ha llegado la vez a un tipo de cine muy particular, no demasiado apreciado en Europa, pese a que sus equivalentes literarios - con William Faulkner a la cabeza - gozaran en tiempos de notable y merecido prestigio: el film "sureño" (quizá podríamos hablar del southern del mismo modo que del western).

Medianoche en el Jardín del Bien y del Mal se revela, además - como ya Los puentes de Madison -, un prodigioso ejemplo de adaptación cinematográfica de un libro, que en este caso presentaba la dificultad suplementaria de no ser una novela, sino una extraña mezcla de no-ficción narrativa o, si se prefiere, de reportaje novelado, o de ficción no dramática basada en hechos reales. Las soluciones encontradas por Eastwood y su guionista John Lee Hancock - el de Un mundo perfecto - son infaliblemente ingeniosas y lógicas, y permiten condensar y dramatizar el fascinante libro de John Berendt sin que pierda nada de su misterio, de su intensidad ambiental o de su complejidad moral, sin sacrificar nada imprescindible.

Es, también, una de las pocas veces - aunque ya lo intentara en su tercera película como director, la romántica y emocionante Breezy (Primavera en otoño, 1973), sin duda la de menor éxito y menos conocida de su filmografía - en las que Eastwood ha conseguido no intervenir como actor, lo que le permite adoptar, a través del joven Cusack, el punto de vista distanciado a la par que intrigado y atraído que exigía el retrato de una ciudad y un modo de vivir, pintado por un forastero embriagado por su hechizo, que es Midnight in the Graden of Good and Evil y demostrar desde el otro lado de la cámara que es un gran director de actores, lo que presupone saber elegir los más adecuados y ser muy generoso con sus colegas.

Kevin Spacey es el perfecto y ambiguo caballero del Sur, como cabía esperar, aunque sea una nueva ampliación de su registro; John Cusack borda el papel del visitante seducido, que se queda en Savannah (Georgia), sin las muecas que en otras ocasiones minan su verosimilitud; la voluminosa hechicera vudú Irma P. Hall y el rutilante travestí The Lady Chablis son sendas revelaciones, y Alison prueba que no está en la película simplemente por ser hija del productor y director.

No sé si será la película más apasionante de la cartelera, aunque no veo ninguna americana de 1997 que la supere, pero creo que, sin alardear de ello, sin proponérselo siquiera, es la más original, y al mismo tiempo la más auténtica. Y quizá la más modesta, pues Eastwood parece contentarse con el doble placer de recrear un mundo y de contar una historia, no necesariamente lineal ni dramatizada, pero tampoco abstracta o simbólica, con ese tono humorístico y relajado que piden, por tenso y violento que sea su argumento, los más logrados relatos sureños.

Por todo eso, el ya veterano Clint Eastwood se ha convertido, para mí, en el cineasta en activo cuyas películas espero cada año con más impaciencia, con más ganas, y ya, también, con más confianza. Como antaño sucedía con unos cuantos - Ford, Hitchcock, Hawks -, y últimamente con ninguno, tras los recientes fracasos de Woody Allen en Descomponiendo a Harry y de Scorsese en Kundun.

Para El Mundo. Escrito el 15 de abril de 1998.

jueves, 13 de marzo de 2025

Gösta Berlings Saga (Mauritz Stiller, 1923/4)

Introducción

Conviene aclarar acerca de esta, en tiempos, muy famosa película algunos equívocos frecuentes, que pueden originar innecesaria confusión.

La primera es que su título español, cuando se estrenó en nuestro país en los años 20, era –con rara fidelidad al original– La saga de Gösta Berling; su traducción, del todo exacta, por La leyenda de Gösta Berling sirvió como título en los países hispanoamericanos, y se usó asimismo en su pase televisivo y en alguna edición videográfica. Una saga, como por entonces al parecer era de público y general conocimiento, y hoy por lo visto no, además de una hechicera o fingida adivina (de acuerdo con la acepción primera, de etimología latina), es una leyenda (del alemán sage), específicamente de las que se refieren a la antigua mitología escandinava de las Eddas; también, por extensión, puede aplicarse a la historia de una familia a lo largo de varias generaciones, significado este que, sospecho, sea el primero en el que se piense en España desde la emisión televisiva de la serie La saga de los Forsythe, basada en la novela de John Galsworthy The Forsythe Saga. Referida a Gösta Berling, que no es –como algunos han pensado, e incluso escrito- el personaje encarnado por Greta Garbo, ni siquiera una mujer, sino el representado por el entonces y todavía durante algunos años más muy célebre actor Lars Hanson, no cabe la primera interpretación, y sí las dos segundas, y más exactamente la primera, aunque esté trasladada a la Suecia de comienzos del siglo XIX y no a la antigua Escandinavia. El protagonista obvio de la película es, por tanto, desde el mismo título, este actor, y ni siquiera entre las principales figuras femeninas parece del todo justo destacar a la todavía incipiente Greta Garbo, que entonces ni era célebre ni había adquirido aún el misterio ni la estilizada imagen que la harían mundialmente famosa sólo tres años más tarde, y durante toda una carrera americana que terminaría exacta e inexplicablemente en 1941.

Las circunstancias

Dado que tras el rodaje de Gösta Berlings Saga tanto Mauritz Stiller (1883-1928) como, por insistente recomendación del director, Garbo y Hanson partieron rumbo a Hollywood, donde el actor tuvo éxito, la actriz se convirtió en una estrella de primera magnitud todavía hoy recordada con devoción, y en cambio el director, en principio el llamado por Hollywood, fracasó estrepitosamente -vio sus proyectos frustrados o interferidos, enfermó y regresó a Suecia para morir poco después-, puede decirse que se trata de la fortuita culminación de la obra cinematográfica de Stiller, cuando menos de su última obra maestra. Y aunque Stiller sea hoy un cineasta olvidado, y en general desconocido, como la mayor parte de los que no llegaron a hacer películas sonoras, conviene recordar que en aquellas fechas era, junto a Victor Sjöström, el más grande de los cineastas suecos, y que Suecia había sido, entre 1913 y 1923 –en 1924 son contratados por Hollywood tanto el uno como el otro-, uno de los centros de creación cinematográfica más avanzados e importantes del mundo, sobre todo desde un punto de vista no cuantitativo, sino artístico.

Vista hoy, en la versión casi íntegra de más de tres horas de duración, tal como fue restaurada en 1975 por el Svensk Filmarkivet (la filmoteca adscrita al Svensk Filminstitutet), La saga de Gösta Berling hace pensar, indefectiblemente, a mi entender, y sin hacer esfuerzo alguno para asociar ambas formas artísticas, en una ópera; su melodramático y prolijo argumento, adaptado de una novela de la premio Nobel Selma Lagerlöf, hasta cierto punto comprimido y condensado en la película muda por el propio Stiller en colaboración con Ragnar Hyltén-Cavallius y la novelista, podría servir de libreto a una ópera romántica. Incluso podrían encontrarse paralelismos entre determinadas escenas y las arias -o los duetos- de muchas óperas, mientras otras son de naturaleza inequívocamente coral, y las más centradas en la acción desempeñan una función muy semejante a las partes meramente instrumentales, sin intervención de los cantantes. Aunque tal comparación pudiera, a primera vista, resultar chocante, ya que parece que un film mudo es, en teoría, casi lo contrario que una ópera, lo cierto es que en una película sin recurso a la expresión oral, y que había de dosificar los rótulos, la imagen cobraba tal importancia que, por razones dramáticas y de eficacia narrativa o claridad expositiva, el ritmo interno de cada plano y la construcción y modulación de cada secuencia se hacían tan esenciales como no volverían a serlo hasta que el cine asimiló por completo el sonido y pudo servirse de él en lugar de ponerse al servicio de la espectacular novedad.

No repetiré las palabras de José Andrés Dulce, que suscribo íntegramente, en su presentación del Concierto-Proyección de La Passion de Jeanne d’Arc de Carl Theodor Dreyer en el programa de la temporada 2005-2006, pero invito a releerlas al eventual espectador de la proyección con acompañamiento musical en directo de Gösta Berlings Saga, ya que encuentro igualmente adecuadas y pertinentes sus muy razonables observaciones acerca de la necesidad u oportunidad de añadir música a películas mudas, así como sobre la conveniencia, en su caso, de no interferir con ella la melodía interna que se desprende de su desarrollo en la pantalla, proyectada a la velocidad de paso adecuada. Con una sola matización, quizá, que obedece a la diferente posición de sus respectivos directores en el momento de realizar sendas películas, y a la distinta naturaleza de una y otra en su contexto histórico: ha de tenerse en cuenta que, si bien La Passion de Jeanne d’Arc, que data de 1927, es una película que aspiraba, en su tiempo, a la modernidad, y que puede considerarse todavía como una obra única y excepcional, tanto en la carrera de su director como en el conjunto del cine de su tiempo, y que, además, se encuentra precisamente situada en la encrucijada entre el cine silencioso y el hablado, cuando éste ya existía pero estaba lejos aún de generalizarse y de convertirse en la norma, la de Stiller elegida para esta temporada, aunque sólo anterior en cuatro años (se filmó en 1923 y se estrenó en 1924), se inscribe en el clasicismo ya alcanzado hacía tiempo por el cine mudo, que todavía no se veía amenazado ni creía estar llegando a su término, y bordea varios géneros, todos ellos asiduamente cultivados por las cinematografías de casi todos los países y, en particular, junto con la comedia, por Mauritz Stiller. Esto implica que un cierto tipo de música, que pudiera sintonizar con la película de Dreyer, correría el riesgo, en cambio, de resultar disonante aplicada, muchas décadas después, a Gösta Berlings Saga. No es el caso, por cierto, afortunadamente, de la modesta y apropiada partitura camerística –esencialmente de cuerda- compuesta y dirigida por Matti Bye para la restauración del Filmarkivet, que es la incorporada como banda sonora en la reciente edición en DVD de Kino, Inc., que acaba de poner en circulación Gösta Berlings Saga junto a otras dos grandes películas de Stiller, Herr Årnes pengar (El tesoro de Arne, 1919) y Erotikon (Erotikon, 1920).


Grandiosidad e intimismo

La saga de Gösta Berling arranca con una breve presentación del escenario del drama, hecha desde el presente, con ayuda de planos generales y breves rótulos: la región de Värmland –con suntuosos y soleados planos de praderas, bosques, ríos con cascadas-, el lago Löfven, la mansión de Ekeby, hoy como cualquier otra –se nos explica- pero cien años antes el refugio de doce caballeros sin tierra.

La película nos hace, pues, retroceder un siglo hasta esa época aún no demasiado remota, pero ya mítica, y nos va presentando a los caballeros –en general, aventureros, nobles venidos a menos, proscritos por una u otra causa, “ovejas negras” de buenas familias, descastados, marginados-; se trata de un lugar no muy diferente del famoso rancho Chuck-A-Luck, al que alude el título original de Rancho Notorious (Encubridora, 1951), el afamado western de Fritz Lang. Asistimos, para empezar, a una escena sorprendente, inicialmente situada –al menos en apariencia- en los confines de lo fantástico, en la que el protagonista, del que aún poco más sabemos que el nombre, convoca –casi invoca- al decimotercer huésped de la mansión, sea del cielo o del infierno, y sale del fuego de la chimenea un diablo a la vez ridículo e inquietante, que poco después, y tras haber provocado cierto revuelo y alguna disensión entre los doce caballeros residentes, unos recelosos, otros prestos a brindar con Satanás, se revela como una broma, de la que somos objeto tanto los caballeros de Ekeby como nosotros mismos, los espectadores: es uno de ellos disfrazado. Desde ahí, tras esta doblemente sorprendente obertura, que tiene la virtud de mantener aún en suspenso la naturaleza, el género y la tonalidad de la película, al tiempo que despierta nuestra curiosidad y nos invita a desconfiar de las apariencias, volvemos a retroceder en el tiempo, para saber cómo llegó a ser uno de estos doce malfamados proscritos el predicador Gösta Berlings.

Que es, naturalmente, un clérigo revocado, y no tanto por un tribunal episcopal al que casi había convencido, como a buena parte de sus feligreses, con la elocuencia de un sermón arrepentido, sino por la reacción airada que provoca entre sus parroquianos al acusarles del propio vicio del que a él le acusaban: tener la bebida por único dios y darse a ella en demasía. Este arrebato, más de orgullo que de sinceridad, revela ya el carácter imprudente, poco diplomático y hasta temerario de Gösta Berling, y su propensión a desperdiciar cada una de las ocasiones de felicidad o salvación que le proporcionan las circunstancias, el azar o su propio poder de seducción, según la película casi ilimitado.

Tras el clímax violento de la furia colectiva, en pleno templo, de los respetables vecinos de Berling, pasamos al primero de los frecuentes “solos” de la película: vemos al expredicador caminando solo por los caminos, bajo la nieve, y contemplamos –en una escena que puede evocar una de las primeras de la estrictamente contemporánea Greed (Avaricia, 1923/4) de Erich von Stroheim– cómo recoge y da calor con su aliento a un pajarillo aterido por el frío.

A partir de ese momento, las andanzas de Berling se nos irán presentando elípticamente, con frecuentes interferencias de las sucesivas relaciones femeninas que constituyen su vida, pese a que él no se muestre casi nunca como un conquistador, ni oponga excesiva resistencia a las fuerzas externas –maridos o padres– que se interponen entre ellos. Se trata de un héroe, conviene señalarlo, predominantemente pasivo, y más tendente a reaccionar que a actuar por propia iniciativa.

La película es, así, una galería muy amplia de personajes, de los cuales una buena porción son varias de las mejores actrices –conocidas o no, veteranas ya o aún principiantes– del cine sueco: Ellen Hartman-Cederström, Mona Martensson, Greta Garbo, Gerda Lundeqvist, Jenny Hasselqvist, Karin Svanström, Hilda Forslund.

Este amplio repertorio de figuras es reunido en varias ocasiones –fiestas, banquetes y bailes, ataques de castigo, incendios, persecuciones-, mientras que en otras se nos presenta a alguno de los personajes en solitario o agrupados en parejas o tríos, introduciendo una suerte de subterránea dinámica de variaciones en una trama que, de otro modo, corría el riesgo de dispersarse y de caer en la monotonía, ya que, sistemáticamente, uno tras otro, casi todos los personajes se convierten en proscritos, expulsados de su casa o de su refugio temporal, y obligados a vagabundear como almas en pena por el paisaje. Resulta curioso que una de las obras cumbre del cine mudo sueco, Berg-Ejvind och hans hustru (1917), es decir, “Berg-Ejvind y su mujer”, sea mundialmente conocida como Los proscritos, título que hubiese casado perfectamente con Gösta Berlings Saga.


Texto preparatorio para la presentación de la película en la Fundación Juan March. Escrito el 28 de diciembre de 2006.

miércoles, 12 de marzo de 2025

El Gran Calavera (Luis Buñuel, 1949)

La persistente minusvaloración, cuando no menosprecio apriorístico o mero puro desconocimiento, de El Gran Calavera (1949), se debe hoy, me temo, a su escasa reputación crítico-historiográfica: para el saber convencional carece de importancia, no es preciso conocerla. Ni siquiera llega a plantearse el verdadero obstáculo: su "pinta", su aspecto visual, y su tono.

Es, y además lo parece, apenas lo disimula – no tendría con qué, ni por qué hacerlo –, una película pobre; para colmo, parte de su trama nos hace vivir entre gente de muy escasos medios, peor aún, venida a menos – al menos en apariencia – y sacada de su ambiente. Es decir, que El Gran Calavera carece por completo de glamour. No es que sea en ello una excepción en la muy productiva etapa mexicana de Don Luis, pero quizá sea, con El Bruto y Susana, uno de los casos más extremos, y menos "disculpables", pues no trata explícitamente de la miseria, como Los Olvidados, ni es realista, y menos aún naturalista. Pero hay más: en cuanto al tono – aspecto del que no se suele escribir nunca, pero al que el público es instintivamente sensible –, es patente e innegable que no es seria; lo cual, en un cineasta de la importancia/trascendencia atribuidas consuetudinariamente a Buñuel por los que carecen del sentido del humor y sólo se toman en serio a sí mismos, la convierte automáticamente en esa cosa tan rara que la rutina académica ha dado en llamar “una obra menor”; siendo mexicana y filmada por Buñuel en tiempo de necesidad, casi de penuria, suele calificarse condenatoria o despectivamente de “encargo”, como si tal circunstancia (común a muchas de las obras máximas de todas las artes, a lo largo de los siglos) la hiciese forzosa y automáticamente desdeñable, impersonal y mercenaria. Para rematar la maldición, además de poco (bueno, nada) solemne, El Gran Calavera es al mismo tiempo muy divertida y bastante inquietante, con una crítica tan aguda y certera como matizada y descarada de muchas conductas muy frecuentes tanto en 1949 como, seguro, en 2009 (es difícil que un solo espectador pueda darse por “no aludido”, salvo que sea un ególatra voluntariamente ciego y sordo).


La mala fama, pues, y la apariencia, son las dos endebles y escasamente fiables razones por la que muchos se siguen privando (porque quieren o son muy flojos, pues no basta para conformarse a ignorarla con que no la recomienden ( o incluso la desaconsejen) los muy poco fiables santones de costumbre) de uno de los máximos placeres que fabricó Buñuel, con la inestimable ayuda de un cómplice frecuente en los guiones pugnaces que aquellos primeros tiempos, un tocayo igualmente exiliado, Luis Alcoriza, que años más tarde se haría director.

Cabe añadir otra falsa razón más, quizá la más sorprende, ya que es una característica casi constante en la obra buñueliana: los siempre sorprendentes giros de la trama, los cambios constantes de tonalidad, la dificultad de adscribirla a un género concreto, dada su habilidad para moverse en las fronteras o los bordes de varios, descolocando al espectador de cualquier postura comodona. Tan pronto parece una sátira como una farsa, una comedia como un drama, un melodrama como un documento, una parábola como un juego de apariencias, y eso que en este caso no hay imágenes oníricas ni incisos surrealistas, aunque sí un cierto tono de chanza y provocación, de ruptura de las normas de buena conducta, sobre todo en los graciosísimos diálogos, que tiene bastante que ver con algunas de las iniciativas del grupo.

En Miradas de Cine nº 77 (agosto de 2008).

lunes, 10 de marzo de 2025

The Student Prince in Old Heidelberg (Ernst Lubitsch, 1927)

Pese a que algunos de los planos de esta película no son de Lubitsch, sino del excelente John M. Stahl, El príncipe estudiante es, desde que la vi por primera vez, la que más admiro de sus obras maestras. No sólo prefigura las más emocionantes de su última etapa (The Shop Around the Corner, Heaven Can Wait, Cluny Brown), sino que las supera en intensidad y riqueza. Es más, de todo el cine mudo que conozco, sólo Sunrise y Tabu, de Murnau, me parecen mejores; ni siquiera The Cameraman, City Lights, Broken Blossoms, The Wedding March, Street Angel, The Docks of New York o Chelovek's kinoapparatom alcanzan su altura. Como se trata del remake de un discreto film de 1915, dirigido por John Emerson (el marido de Anita Loos) y supervisado por Griffith y Stroheim, y su punto de partida —la comedia Old Heidelberg, de W. Meyer-Förster, y la opereta The Student Prince, de Dorothy Donnelly y Sigmund Romberg— ha dado lugar a versiones ridículas, como la de 1954, dirigida por Richard Thorpe e «interpretada» por Mario Lanza, me intrigaba el entusiasmo que suscita en mí —y temo que en casi nadie más, dentro de los pocos que se han molestado en verla— esta película. Hasta que reparé en unas palabras de Lubitsch que cita Herman G. Weinberg en su famoso libro El toque Lubitsch. «En El príncipe estudiante he buscado la sencillez. Es una historia tierna y romántica, y yo la enfoqué de la misma manera.» «Entonces no se parecerá para nada a, digamos, La frivolidad de una dama,» replica el periodista. Y Lubitsch asiente: «En lo más mínimo. En ella yo estaba por encima de mis personajes, mirándolos y riéndome de ellos. En ésta me hallo al mismo nivel, soy uno de ellos.» Tal vez sea ésta una de las causas de mi particular afecto por esta película: me preocupa o distancia un poco la superioridad con que algunos autores tratan a sus personajes, tan sistemática que inspira desconfianza; me son más simpáticos los que nunca se pasan de listos, los que —como Ford, McCarey, Capra, Chaplin, Ray— corren el riesgo de que se les confunda con sus criaturas o se les atribuyan sus defectos y debilidades. Con Lubitsch, como con Mankiewicz o Wilder, a veces me siento un poco incómodo a causa del desapego de que hacen gala, de la tendencia a quedar por encima de los seres que filman. En The Student Prince in Old Heidelberg, Lubitsch no se arredró ante el peligro de que le tachasen de ingenuo, de sentimental, de melodramático o de romántico, y al compartir las emociones de sus protagonistas fue, más que nunca, capaz de transmitírnoslas, de hacer que las compartamos con él.


Hay también otra explicación, ésta más técnica que moral —si es que ambos aspectos pueden disociarse, que yo creo que no—, y que reside en el hecho paradójico de que se trate de una opereta muda. No es, sin duda, la primera, aunque sí la única de Lubitsch, pese a lo cual es la más musical de sus obras, mucho más que El desfile del amor, Montecarlo, El teniente seductor, Una hora contigo y La viuda alegre. Y no sólo en la escena del baile, ni cuando los compañeros de estudios del príncipe cantan (en silencio, aunque es de suponer que con acompañamiento orquestal, por lo menos en el cine de estreno), sino en todo momento: sin duda, Lubitsch dirigió a sus actores (espléndidos, pese a su edad, Ramón Novarro y Norma Shearer) al son de un gramófono o de un violinista de plato, o tocándoles él mismo el piano, como siempre hicieron Ford y McCarey, y concibió sus movimientos y los de la cámara como si se tratase de una coreografía. El caso es que, si no lo hacen los personajes, cantan las imágenes, danza la cámara y reina la armonía, la modulación rítmica, la gracia de una melodía que cambia de tono y se hace patética. Ese mismo año el cine mudo dejó de ser una posibilidad al alcance de los directores.

En Casablanca nº 29 (mayo de 1983)