Nunca fueron rivales; sólo coincidieron en una película. No salieron juntos ni parece que los encargados del reparto dudasen entre uno y otro para ningún papel. Estrictamente coetáneos, estrellas casi desde el principio, recorrieron tres décadas del cine sonoro americano (Cooper empezó en el mudo) y frecuentaron casi todos los géneros, aunque Grant no hiciese nunca un “western” – cuesta imaginarle a caballo, aunque le hayamos visto practicando la hípica o la caza del zorro –, Cooper no se cruzase con el “musical” y ninguno de los dos interviniese en un film “negro” en sentido estricto. Dramas y comedias eran su terreno, Gary más próximo a los primeros, Cary más en su salsa en las segundas. Los dos fueron lo bastante inteligentes (y poderosos) para hacer buenas carreras, y trabajar – en varios casos, más de una vez – con casi todos los grandes directores. Capra, McCarey, Sternberg y Hawks, por ejemplo, emplearon a ambos. Lang, DeMille, Wyler, Vidor o Wellman solo a Cooper; Hitchcock, Lubitsch o Cukor solo a Grant. Ford a ninguno de los dos.
A primera vista, en nada se parecen. Tímido, de pocas palabras, serio, dubitativo, preocupado, responsable, formal, decente, honrado, rural Gary. Seguro de sí, brillante, divertido, parlanchín, pícaro, ambiguo, urbano, refinado, mujeriego Cary. En última instancia, encarnaban dos estilos muy diferentes de ser fundamentalmente lo mismo: buenas personas. De ahí que ni Hitchcock – con el más escurridizo y menos transparente – consiguiera hacernos dudar de él, y menos todavía Michael Anderson tratando de que creyésemos a Gary Cooper culpable. Eran de fiar. Pero los dos fueron siempre actores comedidos, sobrios; y fueron siempre ellos mismos. Es decir, no eran (pisaran o no las tablas) actores de teatro, sino puramente cinematográficos. Usaban todo el cuerpo, su forma de moverse, sus andares, su complexión, su estatura. Y sobre todo, su rostro, y dentro de él sus ojos. Los dos sabían ser “actores pasivos”: es decir, dejarnos ver cómo escuchan, cómo miran, cómo piensan, cómo reaccionan y cómo se comportan; eso, más que el diálogo y los argumentos define a sus personajes.
Este “duelo” de actores parece, a primera vista, una exhibición de contrastes. En el fondo, son dos reflejos en el espejo de la cámara y la pantalla, entre los que el espectador puede dudar, difícilmente elegir excluyendo al otro: ha de optar por los dos. Son dos enfoques personales de un mismo estilo interpretativo, que consiste en estar ante la cámara – más que actuar – y vestirse con los trajes de los sucesivos personajes sin dejar de ser uno mismo.
En el programa de la Filmoteca Española (febrero de 2004).
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