Realmente, nada tan diferente, a primera vista, como las dos películas agrupadas hoy, a las que separa un abismo mucho más amplio que las diferencias generacionales (Bigas podría ser hijo de Mur Oti) y los 41 años que median entre sus fechas respectivas de realización, y pese a estar entre medias una frontera bastante decisiva, en la mente de todos, y que explica, por supuesto, que en la película más reciente haya cosas que jamás hubieran podido tener cabida en una obra de 1951. Lo que sucede es que Mur Oti no las hubiera pensado, puesto o hecho en ningún caso, y que si no están en Cielo negro no es precisamente por culpa de la censura.
Y no es sólo su apariencia - muy patente a simple vista: blanco y negro/color, pantalla normal/panorámica - lo que sitúa Cielo negro en los antípodas de Jamón Jamón. También su tono, su sonido, sus personajes, la mirada que hacia ellos dirige el autor, su manera de expresarse, de moverse, sus aspiraciones mismas, son antitéticas.
Son, de hecho, dos películas tan contrapuestas, tan enfrentadas, tan representativas de dos concepciones no ya del cine, sino de la vida, del ser humano, del mundo, que sólo parece unirlas ese abismo infranqueable que las separa, que - a veces - llega a tales extremos que hace imposible el diálogo: no es el mismo lenguaje, no es la misma concepción de la realidad, no es la misma valoración de nada.
Sin embargo, no creo que quienes tuvieron la idea de emparejarlas - supongo, además, que admirando en alguna medida ambas a la vez - buscaran tan sólo el contraste. Cuando, por mi conocida admiración por Mur Oti, me cayó en suerte ocuparme de esta presentación y participar en este coloquio (y ¿cómo me iba a negar?), la verdad es que me dejó un poco perplejo esta combinación. ¿Me estaría fallando la memoria? Porque, la verdad, nada de lo que a ella me venía de Jamón Jamón, película, si no de carretera, sí de cuneta, gasolinera, puticlub y otros aledaños de autovía, en medio de un paisaje bronco y árido como el de los Monegros, me parecía tener la menor relación con Cielo negro, película urbana, madrileña, de gente vencida, ilusa y modesta, asediada por la mala fortuna. Volví a verla, claro, y me di cuenta sólo entonces, y sin necesidad de buscar mucho, de que en realidad sí que había elementos comunes entre las dos obras. A condición de despojarlas de todo su envoltorio y contemplarlas en abstracto, aparecían de pronto ciertas similitudes, ciertos paralelismos que, naturalmente, no hacían, a fin de cuentas, otra cosa que aumentar la distancia, cimentar el contraste, hacer que pudiera - quizá - tener algún sentido.
No sé las conclusiones que sacarían, sobre todo si no implicaban una valoración cualitativa drásticamente diferente de una y otra, los que supieron ver que algo se parecían los esqueletos respectivos de ambas películas. Reconociendo que la materia prima de ambas es ese conflicto de sentimientos frustrados, encontrados, desplazados o no correspondidos que se ha solido llamar melodrama, que melodramáticos son muchos de los elementos fundamentales de las dos, que tanto la de Mur Oti como la de Bigas Luna incluyen entre sus personajes centrales una madre y una hija, y un personaje mercenario que actúa como instrumento de una maquinación rencorosa o vengativa, y alguno más que miente sobre sus sentimientos por comodidad y conveniencia, y algún que otro arrebato suicida, yo no puedo evitar detectar actitudes muy divergentes, incluso diametralmente opuestas, con respecto a ese mismo material que podría ser, en abstracto, equivalente, incluso tópico y vulgar.
En el caso de Mur Oti veo solidaridad con los personajes, en algún caso comprensión, en algunos momentos quizá compasión. Lo que ocurre, con independencia de que sea poco o muy dramático, le ocurre a personas. En el caso de Bigas Luna, en cambio, veo casi desprecio hacia la mayoría de ellos, con independencia de lo que hagan. Los seres que pueblan Jamón Jamón son brutales, elementales y egoístas, ninguno parece muy inteligente aunque los resultados que parecen obtener algunos de sus respectivos negocios haría pensar lo contrario. No son muy elocuentes en su expresión, se bloquean, y más que hablar, quizá por esa incapacidad, actúan. Poco constantes, cambian de rumbo continuamente, sin razón aparente. Mientras que los de Mur Oti, más obsesivos quizá, más de ideas fijas, de sueños arraigados y de esperanzas sin fundamento, son más tesoneros, y se empeñan, a riesgo de cegarse a la realidad, en seguir en sus trece, perseguir su meta, no cambiar. Es parte de su drama, lo mismo que lo acrecienta el hecho mismo de que sus esfuerzos y sacrificios se revelen una y otra vez inútiles.
Los seres de Bigas se dejan llevar por sus instintos, son violentos, gritan. Los de Mur Oti, sin ser por ello resignados, son callados, más sobrios, y se arman de paciencia. Más pacíficos, o quizá más derrotados, pertenecen al bando de las víctimas, mientras que los de Jamón Jamón preferirían ser verdugos y no se detienen por temor a hacer daño al prójimo, por próximo que les sea.
Mur Oti se toma el drama en serio. No le importa que sea - él no lo vería así - melodramático lo que cuenta. No desprecia el género. No se avergüenza de compartir las emociones o los sentimientos de sus criaturas. Bigas Luna parece decidido, de antemano, a que no se le pueda acusar de haber hecho un melodrama. No cree - o no creía por entonces - en el género. No parece sentir mucho afecto, ni siquiera apego, por unos personajes que es difícil querer, entre otras cosas porque poco se sabe y menos se entiende de ellos, y no parecen nunca muy consistentes, apenas coherentes ni en su elementalidad.
La película de Mur Oti, sin ser esclava del naturalismo ni proponerse como meta dar un reflejo fiel y preciso de la España de su época, lo hace por añadidura, quizá por mero respeto a la realidad, por fidelidad a lo visible, por no gustarle deformar los rasgos. La de Bigas propende a la caricatura exenta de humor, no llega al esperpento pero juega con el exceso, con el trazo grueso, con la exageración, el griterío, el énfasis. Tal vez el famoso travelling de Cielo negro haya que contraponerse a los incomprensibles "ralentis" que amplifican determinados momentos cuyo sentido no acierto a vislumbrar ni siquiera remotamente.
Texto preparatorio para un coloquio en el ciclo “Las generaciones del cine español” en la sala Doré (marzo del 2000)
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