Sin duda, una de las películas más amadas por el público de todos los países desde 1939, y, en dinero constante, una de las de mayor éxito de toda la historia del cine, Lo que el viento se llevó no ha perdido con el tiempo ni con las reiteradas visiones un ápice de su carácter mítico ni de su singular atractivo; ya puede uno decidir que no va a volver a verla: como caiga en la tentación de echarle una ojeada, se quedará sentado hasta el final. Y creo que eso les sucede, para su propia irritación, a los muchos que alardean de odiarla, y que declaran públicamente que es la película célebre que más detestan, con tanto fervor como vuelven a contemplarla sus más decididos entusiastas.
Es decir, que se trata de una película que despierta pasiones misteriosas. Cierto que el libro de Margaret Mitchell se convirtió instantáneamente en un gigantesco best-seller, pero conviene no olvidar que la empresa de convertir en película esa larguísima novela río fue rechazada por multitud de productores, algunos de ellos habitualmente dotados de buena vista para el dólar. Fue una empresa acometida finalmente, con pasión de convencido, por un solo hombre, David O. Selznick, al que hay que considerar, creo yo, como su verdadero autor.
Es, por lo menos, lo que parece más justo y a la vez más racional, dada su tendencia - repetida a menudo, aunque sólo en Duelo al sol con un grado que se aproxime al de Lo que el viento se llevó - a emplear, en sucesión o simultáneamente, los contradictorios o complementarios talentos de un gran número de guionistas y directores. La nómina de colaboradores - no todos acreditados - de Gone with the Wind podía ser la de todo un estudio, y dar para seis o siete películas.
Mencionando sólo los más importantes, y sin contar al propio Selznick, que participaba muy activamente en todo el proceso creativo, y no siempre para mal ni sin acierto, cabría citar a George Cukor (que la empezó a dirigir), Victor Fleming (que la firmó), William Cameron Menzies, King Vidor, Sam Wood, F. Scott Fitzgerald, la autora de la novela, y otros muchos. No es, desde luego, la forma ejemplar y modélica de hacer una película, pero hay que reconocer que Selznick acababa por conseguir lo que se proponía, y que los resultados casi siempre fascinaron duraderamente al público de todas las latitudes. Sin duda, el productor tenía una idea muy clara de lo que deseaba tener al final en la pantalla, y aunque no fuese capaz de hacerlo por sí mismo, era un experto en extraer, a regañadientes de sus colaboradores, quizá a costa de enemistarse con ellos para siempre y de dejarles desmoralizados durante una temporada, aquellos rasgos de su talento, de su personalidad artística y de su habilidad artesanal para, combinándolos en una gama sobrecargada de colores, música y sentimiento, obtener productos tan espectaculares como vigorosos, sin importarle demasiado no ser excesivamente sutil y confiando en que, antes de que un bache narrativo se sintiese, la trama se habría puesto nuevamente en marcha, a todo vapor y con las banderas de la ficción desplegadas al viento, camino del triunfo.
Texto inédito, escrito para una edición en dvd de clásicos (22 de octubre de 1998)
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