A poco que se piense, no tiene nada de extraño que John M. Stahl, a los 49 años de su muerte, y sin haber alcanzado siquiera las reputaciones siempre honrosas de "enigma" o de "cineasta maldito", siga siendo un desconocido. A decir verdad, no es que sus admiradores y exégetas sean poco numerosos, sino que tampoco son multitud los cinéfilos o estudiosos intrigados por su figura, ni siquiera los meramente curiosos, y que siguen estando en mayoría los que ni sospechan que su obra pueda tener algún interés o algún valor perdurable tanto tiempo después, como no sea el puramente sociológico o el muy parcial que se deduce de ciertas visiones simplificadoras de su carrera en tanto que realizador de "melodramas", "dramas domésticos" o lo que en Estados Unidos envuelven con el amplísimo manto de las women pictures, es decir, sobre y para mujeres, aunque casi nunca dirigidas - y sólo a veces escritas - por ellas.
No faltan razones para este no del todo extraño, aunque injusto, desinterés, que puede ser oportuno tratar de remediar, al menos, en la medida de lo que está al alcance de los que pensamos que vale la pena conocer su aportación al cine, quizá hoy, en efecto, no excesivamente vigente, y puede que también desprovista de trascendencia histórica, pero que supone una buena muestra de lo que un cineasta, siempre a mitad de camino entre el artesano y el artista, entre las convenciones y la visión personal, pudo dar, en la mejor época creativa del cine americano, al arte que había contribuido, si no a fundar, sí, por lo menos, a hacer avanzar.
El olvido de Stahl no se debe a una pérdida de memoria, a la sucesión de generaciones de espectadores que se van turnando en las salas oscuras, a la sustitución de unas modas o unos gustos por otros, quizá en algunos momentos incompatibles con lo que su cine representó.
No, no se trata de un cineasta célebre en su tiempo, del que ya nadie se acuerda y cuyas películas han dejado, primero, de ser comerciales y luego, sencillamente, de circular, de ser visibles incluso en las pequeñas pantallas de los televisores, a horas estrafalarias e intransitables, o empaquetados en cassettes de vídeo, discos Laser o el nuevo - ¿por cuanto tiempo? - DVD. De hecho, nunca fue lo bastante conocido, ni gozó de prestigio suficiente entre la crítica "seria", entre otras cosas porque cuando murió, en 1950, tal cosa apenas existía, y los excepcionales críticos con alguna intuición por entonces en activo no se fijaron demasiado en la poco llamativa figura de John M. Stahl. Era, sí, según todos los indicios, apreciado por la industria, los actores se sentían seguros a sus órdenes y no rehuían trabajar con él, sus películas eran lo bastante taquilleras como para que pocas veces cosecharan pérdidas y pusieran en peligro, por tanto, la continuidad de su carrera. Era lo que se suele llamar "un valor seguro", pero indudablemente de "segunda fila". No fue nunca un director-estrella, ni parece haber tenido excesivas veleidades de "autor", ni siquiera de refinado artista plástico.
Todo ello, por lo demás, no tiene relación alguna con el mérito real de sus películas, ni el que se les reconocía entonces - con las varas de medir que se emplearan - ni el que minoritariamente pueda concedérsele ahora - con los criterios y los instrumentos de análisis que tan frecuentemente se han aplicado al cine americano de esa o cualquier otra época -, siquiera como representación ejemplar o típica de un género determinado.
La escasa fortuna crítica de Stahl, sin embargo, obedece a tantas causas confluyentes y compatibles que no ha de asombrarnos; antes hubiera debido sorprendernos lo contrario, ya que tenía en su contra multitud de factores, la mayoría de los cuales no han dejado de estar en vigor un sólo momento.
En primer lugar, se trata de una cuestión de fechas, un irremediable fallo de sincronía. Sin duda, los padres de quien con toda seguridad no se llamaba John ni se apellidó realmente Stahl, rusos al parecer, no calcularon que nacía demasiado pronto para el oficio, todavía por inventar en aquellos días (1886), al que su hijo iba a dedicar la mayor parte de su vida.
Así, resulta que, aunque no fuese un director prematuro, de esos que empiezan a realizar películas antes de cumplir los 25 años, la parte más productiva de su carrera se desarrolló durante el periodo mudo, con lo que una porción muy considerable de su filmografía iba a correr un grave riesgo: de la obra silente de Stahl, en la que se formó y adquirió un cierto prestigio profesional muy pronto, se conserva aproximadamente una mínima parte, que, para colmo, apenas se ha visto; casi todas ellas se han "reencontrado" o identificado muy recientemente, sin que a nadie le haya parecido urgente hacer las restauraciones precisas y tirar copias de ellas.
La segunda fase de su filmografía, ya sonora, abarca los años 30, y se centra en la Universal; durante la tercera, en los 40, estuvo contratado por la Fox. Y aunque estas dos últimas etapas se conservaran, tampoco sirvió de mucho, porque la mayoría de sus películas no habían llegado a ser famosas, ni parece que nadie las echara en falta; es más, cuando los productores recordaban su éxito comercial, no las reponían, sino que promovían su remake, proceso que, como es sabido, suele propiciar la desaparición u ocultación de las versiones precedentes.
Además, y con independencia de lo que quede de su obra, de la huella que dejaran en su momento y del peculiar modo de satisfacer la presunta "demanda" posterior de esas historias elegido por quienes sólo piensan en el cine como negocio, a Stahl, por simple desajuste cronológico, le sucede otra cosa, y es la que explica que su obra, pese a dar más motivos para ello que otras varias que sí se han visto favorecidas por tal tratamiento, tampoco haya sido "redescubierta" - pues ya vimos que no tuvo suficiente valoración - o, cuando menos, "tardíamente descubierta".
Lo que sucede es muy simple: cuando nace la moderna crítica de cine - y, la verdad, son contadas las excepciones en que alguna anterior a 1953 nos dice todavía algo que meramente pueda orientarnos acerca de la película que reseña o comenta -, hace varios años ya que Stahl ha muerto y que sus películas no circulan y se han hecho casi invisibles. De haber vivido, a ser posible en activo, unos cuantos años más, sus obras finales podían haber despertado el interés de algún crítico, y quizá haber estimulado algún intento de revisión de las anteriores, como sucedió en otros casos, tan numerosos y en la mente de todos que prescindo de enumerarlos.
Pero, como no fue así, no se reparó en su figura ... hasta que se empezó a valorar la carrera de Douglas Sirk, y entonces algunos se percataron de que algunas películas de este cineasta de origen alemán eran remakes, y en nada menos que tres ocasiones, el realizador de la primera versión resultó ser, curiosa coincidencia que no podía ser casual - y no lo era, en efecto: ambos trabajaron para la Universal, que conservaba los derechos -, precisamente el muy oscuro John M. Stahl.
Como casi nadie las conocía ni recordaba, empezó, poco a poco, a crecer la curiosidad acerca de este insospechado "precursor" de Sirk. Sin embargo, fue un motivo que, si - en última instancia - resultó determinante para que, pasando el tiempo, hayan vuelto a la superficie algunas obras de Stahl, no carecía de peligros. Y siendo así, era de temer que Stahl se convirtiese en víctima de la misma perspectiva crítica que había conducido a su tardía y parcial recuperación.
En efecto, se imaginó, antes de verlas, que Stahl era una especie de antecedente de Sirk, y se le atribuyó, sin mayor fundamento, por pura afición al paralelismo, un interés por el melodrama como forma narrativa y como repertorio temático que dudo, la verdad, que Stahl llegase a sentir en ningún momento - desde luego, no hay constancia de que fuera así -, y una especialización en dicho género que - lo mismo que en cualquier otro caso que se pueda proponer, empezando por el mismo Sirk - tampoco fue tan sistemática como se ha supuesto, y menos todavía total y excluyente.
Es decir, se ha visto el cine de Stahl - cuando, con cuentagotas, ha ido reflotándose -, con el prisma de Sirk, aplicándole la misma "rejilla". Pidiéndole, casi exigiéndole, que fuese una primera versión de Sirk y, a ser posible, tan bueno como él; algunos incluso deseaban encontrar superiores las versiones originarias, para así encontrar en Stahl argumentos "objetivos" para contrarrestar el excesivo prestigio que, en su opinión, estaba adquiriendo Sirk. Lo que a nadie se le ocurrió imaginar, incluso tras ver algunas de sus películas, es que Stahl pudiera no tener casi nada que ver con Sirk, y que sus versiones fuesen muy distintas - dentro de la similitud teórica de contar, más o menos, la misma historia, aunque con énfasis a menudo divergentes - que las de Sirk: hasta cuando era evidente e innegable esa diferencia, a veces incluso abierta discrepancia, se atribuyó siempre al mero paso del tiempo, a las transformaciones estéticas y de moralidad que se habían producido entre los años 30 (cuando Stahl rodó Magnificent Obsession, Imitation of Life y When Tomorrow Comes) y los años 50 (en los que Sirk hizo sus Magnificent Obsession e Imitation of Life y además Interlude, basada en la misma historia de James M. Cain que When Tomorrow Comes).
¿Cuál puede ser la explicación de esta curiosa ceguera, en la que cayeron incluso los buenos conocedores de Sirk, los que pensaban que lo que hace admirables las películas es más el modo de contarlo que el propio esquema argumental? Sospecho que la impresión previa causada por la única película de Stahl que circulaba un poco todavía, entre otras cosas por ser de una de las últimas y además la primera que rodó en color, cuando algunos empezaron a interesarse por él.
Esa película se ha convertido, de hecho, en un nuevo obstáculo a la comprensión de Stahl, pese a ser una de sus más grandes obras. Me refiero, claro está, a Leave Her to Heaven (Que el cielo la juzgue, 1946), la más conocida y apreciada, la única que se ha visto con relativa facilidad, la más evidentemente extraordinaria.
Lo malo es que se trata de una obra singular y tardía, producida por la Fox, y que no resulta representativa del estilo de Stahl, consolidado sin duda en el periodo mudo, prolongado y perfeccionado en los años 30 y que, en los 40, con el cambio de productora y en el nuevo clima moral y social creado por la Segunda Guerra Mundial, cambia notablemente, y se hace deudor, en buena parte, del estilo general creado por los productores, guionistas, directores artísticos, decoradores, fotógrafos y montadores de la Fox, todos ellos sumamente impresionados e influidos por el Orson Welles de Citizen Kane y su empleo de la profundidad de campo y del flashback.
Resulta así que, tras algunas películas más o menos impersonales, formalmente vacilantes o excesivamente sometidas al "look" característico de la compañía productora, Stahl reelabora su estilo de un modo que podríamos calificar de "manierista". En el caso de, por ejemplo, Holy Matrimony o The Walls of Jericho, se trata de un reajuste de su estilo de los 30 a una nueva concepción del espacio - cambio general desde el carácter plano y difuso de las películas americanas de los años 30, con contadas y señaladas excepciones como Sternberg o Lubitsch, al volumen y la definición de la imagen que domina los años 40 -; en Leave Her to Heaven, en cambio, quizá por el empleo del color y por tratar de ajustarse al tono delirante y desmedido de su extraña peripecia argumental, se alcanza un grado de barroquismo totalmente insólito en el habitualmente discreto, austero y un tanto fúnebre, o cuando menos gris y neutro, Stahl, una exuberancia plástica sólo comparable a la extremosidad de lo narrado que, superficialmente, puede parecer asimilable al estilo reflexivo y preciso, deliberadamente barroco, de las películas en color dirigidas por Sirk en los años 50.
Frente al tono casi monocorde de sus películas en blanco y negro, y la estoica aceptación resignada de las mayores desgracias e injusticias que caracteriza a sus heroínas de los años 30, Leave Her to Heaven es una película llena de golpes de efecto, momentos casi escandalosos y sublimados estéticamente, con una sobrecarga emocional que periódicamente provoca estallidos, y centrada en un personaje insatisfecho y casi perverso, incapaz de conformarse con nada que no se ajuste a sus deseos. El "tono menor" con que se nos refería, casi confidencialmente, como en un susurro, el secreto o la frustración de los personajes se ha visto reemplazado, sin reflexión, por un relato de alto voltaje, en colores estridentes, lleno de contrastes e impulsos afectivos plenamente exteriorizados, con abundantes clímax que se suceden en crescendo, y todo ello encerrado en una compleja estructura de flashbacks - otra de las herencias de Citizen Kane - y de cambios de punto de vista.
Era justo lo que faltaba para acabar de confundir las cosas del todo y para entorpecer un cabal entendimiento del cine de Stahl, enturbiándolo mediante la comparación o más bien asimilación con Sirk. Y dificultando, de paso, la valoración crítica de sus obras más características: casi cualquier film se antoja pálido y tibio, si no soso e inexpresivo, al lado de Leave Her to Heaven, incluso los muy posteriores de Sirk, siempre precisos, comedidos y controlados por una inteligencia crítica y por el sutil empleo de la ironía, en los que todo aparente exceso es deliberado y consciente, y presentado como tal exceso, con una lucidez tan implacable como la distanciación que el autor de la segunda Imitación a la vida contempla a sus personajes, a los que, a lo sumo, compadece en segundo grado: no tanto por las desgracias que les ocurren ni por las penas que padecen cuanto por su ceguera casi voluntaria, por las vanas ilusiones que se hacen, por las esperanzas sin fundamento en que apoyan su resignación.
Leave Her to Heaven produce tal impresión de ruido y furia, de desbocamiento de los impulsos y los sentimientos, que al que sólo después empiece a conocer el resto de la filmografía de Stahl la mayoría de sus películas más típicas han de parecerle decepcionantes y vulgares, escasamente llamativas, casi carentes de estilo, e incluso frías y apagadas.
Es, sin embargo, esta serie de rasgos lo que mejor distingue un melodrama de Stahl de otras muestras del género de los años 30: precisamente su tendencia a narrar con objetividad técnica, desde fuera, aceptando los incidentes melodramáticos como datos, como accidentes inevitables que se ven venir con una mezcla de aprensión y fascinación que conduce a la inmovilidad, sin resaltar formal o musicalmente los aspectos más dramáticos, sin cuestionar las reacciones de los personajes y confiando plenamente en su buena voluntad y su sinceridad.
Sus raras y en general muy logradas incursiones en el terreno de la comedia prueban que Stahl no carecía de sentido del humor, aunque rehuyese sistemáticamente ponerlo de manifiesto cuando trataba otros géneros: no hay la menor ironía en el tratamiento de Las llaves del reino, ni en Back Street (1932, aquí apodada, asombrosamente, La usurpadora), como si encontrase a Fannie Hurst sumamente realista. Y aunque fuese capaz de funcionar en ambos registros, solía esquivar - al contrario que McCarey, LaCava y Capra - las mezclas, con muy raras excepciones (sus mejores películas, Holy Matrimony, The Walls of Jericho, When Tomorrow Comes).
Si Sirk "comenta" siempre lo que relata, poniendo en evidencia a los protagonistas, a través de la estructura narrativa, de la iconografía, de los encuadres, del color y la iluminación, de los movimientos de cámara o de los encuadres, el modesto Stahl se atiene a los hechos, sin intervenir, sin opinar siquiera, sin juzgar: por eso puede chocar que se tome con tanta naturalidad los personajes que solían encarnar John Boles o Adolphe Menjou.
Por eso, para apreciar a Stahl, hay varias sugerencias que hacer:
1. Olvidarse de Sirk, con el que, realmente, no tiene el menor parecido, aunque a los dos les encomendasen "poner en imágenes" algunas historias semejantes, la misma en tres ocasiones. Pero no las entendieron del mismo modo ni les aplicaron el mismo estilo.
2. Comparar a Stahl, para identificar sus rasgos distintivos, con Frank Borzage, Leo McCarey, Gregory LaCava, Mitchell Leisen y Tay Garnett en los años 30, y con Henry King o Edmund Goulding en los 40, mejor que con Sirk, Minnelli o George Cukor.
3. No pensar en él como un ferviente cultivador del melodrama: todo hace pensar que no los consideraba como tales, y que no sentía una particular afinidad con tales planteamientos ni con los excesos formales que a menudo los subliman. Esperar de él películas como Que el cielo la juzgue conduce irremediablemente a la decepción: en la medida en que permite afirmarlo el grado de conocimiento que tengo de su filmografía y el hecho de que apenas hiciese cine en color, se trata de una obra única en su carrera. Y esperar que todas sean como La usurpadora u Only Yesterday puede hacer subvalorar Our Wife o Holy Matrimony.
4. Como el italiano Raffaello Matarazzo, Stahl fue normalmente un director sobrio e impasible, que filmaba con precisión y tranquilidad los argumentos más descabellados y folletinescos, sin "desmelenarse" ni dejar que lo hiciesen sus intérpretes, sino prestando una atención minuciosa a la conducta, a menudo sorprendente, de sus sufridos personajes femeninos. Al evitar toda "redundancia", dejaba al desnudo la estructura de azar y fatalidad que preside las tramas que con mayor asiduidad narraba.
5. A diferencia de casi todos los directores de melodramas, ni se identificaba o solidarizaba con los personajes ni era un moralista: el título español de Leave Her to Heave, Que el cielo la juzgue, podía ser el lema que preside toda su carrera.
6. Esta falta de "empatía" con los protagonistas no debe confundirse con la indiferencia. Quizá su postura se aproxime más a la de un Mikio Naruse o un Roberto Rossellini de lo que a primera vista pueda parecer.
7. La ironía soterrada que puede detectarse en algunos de los (inesperados o previsibles) giros dramáticos de sus películas no suele ponerla él, sino que se deduce de la misma contemplación objetiva del desarrollo de la trama, ni va dirigida a los personajes (más bien, se diría, a la febril imaginación masoquista o sádica de los guionistas).
8. Su sobriedad habitual no debe confundirse con ausencia de personalidad, de ideas o de estilo. Todo en su cine parece extremadamente deliberado, medido y calculado. La propia precisión espacial y narrativa excluyen cualquier intervención de la casualidad y tienden a descartar la improvisación, incluso cuando reescribía los guiones durante el rodaje: parece obvio que cuando llegaba a rodar por la mañana tenía todo perfectamente decidido.
En “John M. Stahl”, edición a cargo de Valeria Ciompi y Miguel Marías. San Sebastián-Madrid : Festival Internacional de Cine-Filmoteca Española, septiembre de 1999.
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