La nebulosa y desdibujada figura que hoy presenta Carol Reed para la mayoría de los cinéfilos - no digamos para el público en general - tiene causas tan variadas y profundas que quizá sea interesante y hasta revelador interrogarse por ellas con un poco de detenimiento, sobre todo teniendo en cuenta la probabilidad de que algunas de esas razones no sean meramente externas y circunstanciales, sino que guarden relación con la naturaleza misma de su cine y con su personalidad.
No es meramente, como en otros casos, un cineasta antaño célebre, o al menos famoso durante un cierto periodo de tiempo - más o menos largo -, que luego entra en declive - o, quizá, más exactamente, en desfase con los gustos de la mayoría o, lo que viene a ser casi lo mismo, con los intereses de la industria - y que, convertido ya en lo que los anglosajones llaman un has been, no encuentra más oportunidades de trabajo que el - a menudo inadecuado - que le ofrecen, basándose más bien en su pasado renombre que en sus ignoradas u olvidades facultades o inclinaciones, hasta que, una vez retirado y finalmente muerto, se ve sepultado por el olvido, y pronto es reemplazado en el corazón o la atención de los aficionados, los críticos y - lo que es, o debiera ser, más asombroso - hasta los historiadores por otros directores, redescubrimientos tardíos algunos, de nueva incorporación a la actividad profesional o a la prominencia artística o taquillera los más.
Con Sir Carol Reed suceden, además de algo de todo eso, otras cosas, y empezaron a ocurrir mucho antes de que su obra se hiciese intermitente y espaciada en el tiempo, de que sus proyectos más personales - o los que a él más le apetecían - no llegasen a cuajar, de que abandonase varios encargos a los que había dedicado tiempo, interés y trabajo, como la penúltima versión de Mutiny on the Bounty, filmada finalmente - y no sin conflictos - por Lewis Milestone.
Parece como si hubiese algo en su propia trayectoria, o en su misma personalidad, que facilitase o hasta fomentase ese olvido, esa postergación, incluso en sus temporadas de máxima celebridad. Cierto que nunca fueron muy acentuados sus rasgos estilísticos, o alguno suelto que llama la atención - como su perenne y desmedida afición a inclinar la cámara, a fotografiar tilted shots - resulta tan tosco y elemental que su reiteración acabó por fatigar incluso a los (pocos, supongo) que pudieran encontrarle alguna justificación o que lo considerasen inicialmente (pese a no serlo realmente) original y significativo, o al menos un eficaz recurso expresivo para trasmitir inquietud o desequilibrio; se trata de un rasgo que no era exclusivo de Reed, ni siquiera equivalía a una "firma" o "signatura", sino más bien una manía un tanto pueril, casi - a partir de un cierto momento, desde el éxito de El tercer hombre - un rito supersticioso (todavía en 1963 no se había desprendido de esa curiosa propensión, detectable por lo menos desde 1944).
A primera vista, Reed era "un hombre sin atributos", desprovisto de pintoresquismo y de misterio, sin el colorido ni la aureola mítica que con facilidad han envuelto como un manto protector a sus más o menos contemporáneos americanos (Nicholas Ray, Sam Fuller, Joseph H. Lewis, Budd Boetticher), incluso a los de origen centroeuropeo (Edgar G. Ulmer, Robert Siodmak, Andre de Toth, Douglas Sirk), y también a algunos, por lo menos unos pocos, de sus compatriotas (Michael Powell, David Lean). Aunque, evidentemente, tuviera sus secretos, sus pasiones y sus obsesiones, Reed consiguió mantenerlos siempre al margen de sus películas y de su muy escasa imagen pública, y sólo muy recientes investigaciones los han ido sacado a la luz. De hecho, hay que rebuscar bastante (Jacques Tourneur, Gordon Douglas, Richard Quine) para encontrar cineastas de edad (siquiera cinematográfica, si no biológica) más o menos semejante a la suya que parezcan tan vulgares, de aire tan funcionarial - parece un oficinista, un empleado de banca - tan poco asociables visualmente con el mundo del cine o con las actividades artísticas en general. Cabe imaginar, por eso mismo, que hubiera sido un más que adecuado espía, pues nadie habría sospechado nunca de él como agente secreto; más bien parecía uno de esos distraídos y ni siquiera demasiado estrafalarios profesores de Historia, que viven perdidos entre libros, legajos y documentos, anclados en una remota centuria del Medievo, y que, por lo demás, con frecuencia eran reclutados por el espionaje británico o solicitados por sus equivalentes soviéticos, convirtiéndose bastante a menudo en agentes dobles. No es por eso sorprendente su afinidad y duradera complicidad con Graham Greene, ni que se le dieran particularmente bien las películas que abordan, más o menos oblicuamente, las actividades secretas, encubiertas o subterráneas, ni las escenas situadas en los márgenes o las modernas catacumbas de la sociedad, que ilustra muy gráficamente el laberinto subterráneo al que da acceso el alcantarillado vienés en su película más famosa.
Reed mantuvo siempre - incluso en la cumbre de su efímera y relativa popularidad - lo que se llama "un perfil bajo" de cara a los medios de comunicación, y fue obstinadamente avaro en declaraciones y entrevistas. Para colmo, cuando hablaba, además de revelarse poco comunicativo y bastante lacónico, por no decir propenso - a partes iguales - al monosílabo y a la obviedad, no solía decir nada particularmente original, interesante o llamativo; su pretensión era escasa, su modestia casi excesiva, y tan explícita que parecía falsa, hasta el punto que muchos tal vez pensaran que se trataba de una estudiada "pose", y que su inclinación a dar la razón al entrevistador, sin discutir sus afirmaciones en forma de preguntas, encubría falta de ideas y opiniones definidas o cierta indiferencia al juicio o la interpretación de los demás.
Y aunque no siempre escapase de los proyectos derivativos - es evidente que The Man Between, por ejemplo, trata de repetir con Berlín la jugada maestra de The Third Man en Viena, y que él no fue el único en tratar de rentabilizar su buen entendimiento con el quisquilloso y habitualmente quejumbroso Graham Greene, incluso tan tarde como en 1959 y Our Man in Havana -, todo hace pensar que no quiso dejarse encasillar en un género, y que no le gustaba repetirse, ni le divertía la idea de verse confinado en un nicho determinado, por mucho que pudiera ser fácilmente identificable como propio y exclusivo; de ahí cierto grado saludable de variedad genérica en su filmografía, aunque a ese eclecticismo y a esa diversidad se superpusiese siempre cierta monotonía, propia de un lenguaje casi académico, que se quería funcional y flexible, y quizá lo fuese, pero que, por su propia naturaleza, no trasmite una sensación de amplitud, de horizontes ilimitados, de dinamismo o de afán de experimentar con las formas, como en Howard Hawks, William A. Wellman, Michael Powell e incluso Michael Curtiz.
Con contadas excepciones, casi siempre parciales, todo en el cine de Reed es excesivamente gris y apagado, casi monocorde, con muy raras y fugaces estridencias. Tal vez por eso, sus películas - incluso las mejores o más conseguidas - tienden a borrarse o desdibujarse en la memoria, más que a incrustarse en ella permanentemente, y sólo muy de tarde en tarde algún plano suelto echa raíces en el recuerdo, sobre todo algunos de los insistente e infundadamente atribuidos a la inspiración wellesiana de El tercer hombre, aunque hasta de esa película - polarizadora de casi toda la atención prestada a Reed durante muchos años, sobre todo "a posteriori", retrospectivamente - lo que más gente no olvidará nunca es... la música de cítara de Anton Karas, y no los planos en sí mismos, por cargados de densidad y pintoresquismo que nos parezcan, ni siquiera los personajes turbios, insatisfechos y errantes - propiamente fantasmales - que los atraviesan esquinadamente y sin un rumbo muy preciso.
Siendo - como sin duda fue - lo que se suele considerar "un gran director de actores", casi nunca se citan entre las mejores actuaciones de los que con más asiduidad trabajaron a sus órdenes las que lograron intérpretes tan distintos entre sí y tan distinguidos como James Mason, Margaret Lockwood, Joseph Cotten, Alida Valli, Orson Welles, Ralph Richardson, Trevor Howard, William Holden, Wendy Hiller, Sophia Loren, Alec Guiness, James Donald, Robert Newton, y tantos otros, quizá porque el realizador, que había sido actor en la escena al inicio de su actividad profesional, les imponía un control férreo y no les toleraba excesos - por eso desentonan tanto y tan desagradablemente el histérico y permanentemente malhumorado Laurence Harvey de The Running Man, el desbordado y convencional Anthony Quinn de Flap, el previsible y laborioso Topol de Follow Me, en la última etapa - o los eliminaba cuidadosa e implacablemente durante los ensayos, las tomas sucesivas o el montaje, con el fin de preservar la homogeneidad de tono y la sobriedad a la que, por regla general, aspiraba.
Aunque casi todas sus películas son sumamente tensas, a veces casi angustiosas, y están llenas de tremendos conflictos morales, tal vez sus planteamientos fuesen excesivamente complejos, sutiles y ambiguos para que pudieran extraerse de ellas conclusiones suficientemente claras y definidas. Era enemigo de la simplificación y de la moraleja, poco tajante en sus afirmaciones, más tolerante de lo que solía ser comúnmente aceptado en cada momento histórico - incluso, en plena guerra, se muestra sorprendentemente respetuoso con el enemigo, sin subvalorar su inteligencia ni caer en la tentación de ponerlo en ridículo o convertirlo en una caricatura -, y casi nunca se prestaba a ejercer de juez omnisciente y todopoderoso, lo que contribuye a mantener al espectador en vilo, indeciso, inseguro de sí mismo, en una situación a mi entender estimulante y de vigilia productiva, pero incómoda y generadora de cierto malestar para los espectadores más perezosos, pues provocan disyuntivas de las que no se agradecen y dudas morales que prefieren olvidarse.
Como sugieren algunos de los testimonios personales recopilados en este volumen, Reed era un hombre más bien pudoroso y muy remiso a la autoafirmación, sin conciencia ni voluntad "autoral", pero con ideas propias bastante definidas y nada dispuesto, por tanto, a dar su brazo a torcer, mucho menos a acatar obediente y sumiso órdenes que le parecieran absurdas, desprovistas de fuerza de convicción, incoherentes, contradictorias, prematuramente impacientes e insuficientemente justificadas.
Pero todo hace pensar que tampoco gastaba su voz y sus energías en luchar contra esas interferencias de los productores o de algunos de sus colaboradores, ni se "quemaba" en enfrentamientos abiertos, en choques frontales con el poder en los que, muy probablemente, tenía todas las de perder. Veremos que hacía caso omiso, o meramente nominal o muy superficial, casi cosmético, a las minuciosas observaciones y exigencias contenidas en los sobreabundantes "memoranda" que, según su inveterada costumbre, obsequiaba a todo el mundo el coproductor americano David O. Selznick durante la preparación y el rodaje de The Third Man, sin molestarse siquiera, por lo general, en llevarle la contraria o discutir con él ni con sus representantes, ni - en otros casos -con sus menos insistentes equivalentes. "Lo estudiaremos", "Lo consideraremos", decían siempre, al alimón o por separado, Reed y Greene, escudándose en la distancia y la esperada mediación de Alexander Korda. Sin duda, comentarían brevemente entre ellos dos las observaciones y recomendaciones de Selznick, pero casi siempre para descartarlas y seguir adelante con sus planes originarios, aplicando la sagaz táctica de la resistencia pasiva, quizá contando con la fatiga del adversario y defendiéndose con el sencillo expediente de demorar los cambios hasta que no quedara tiempo ni presupuesto suficiente para llevarlos a efecto, y aprovechándose de que, por muy agobiante que fuese la atención de sus supervisores, no eran estos, a fin de cuentas, los que hacían la película, sino Greene y Reed, y sobre todo el director.
Le falta así a Reed, igualmente, el elemento heroico del artista que lucha con denuedo por defender el control, la integridad o la pureza de su obra, aunque sea para destruirse en el combate sin conseguir casi nunca, o sólo a medias, su objetivo, como les sucedió a Nicholas Ray, a Orson Welles y a tantos otros, antes -Erich von Stroheim - o después - Sam Peckinpah -; quizá la actitud de Reed era más diplomática y, en última instancia, de mayor eficacia, ya que, al fin y al cabo, parece que consiguió hacer su voluntad bastante a menudo, o a cambio de concesiones muy menores y casi siempre anecdóticas.
Es lógico, en todo caso, que Reed no corriese nunca el menor riesgo de convertirse en uno de los ídolos de la nueva crítica francesa de los años 50, ni de la inglesa surgida de la influencia de aquella en el decenio siguiente; es más, muchas de sus escasas manifestaciones públicas le hubieran situado, en todo caso, en el bando contrario, ya que siempre se pronunció como correspondería a un conservador representante de la concepción artesanal-industrial del cine, frente a la más personal, cuando no autobiográfica, que defendían los críticos entonces más renovadores y todavía hoy de escritos e influencia más perdurables.
Eso explica, sin duda, que su fama esté desde hace mucho tiempo un tanto apolillada, y que lo que de ella se conserva entre bolas de naftalina se apoye, casi exclusivamente, en la única de sus películas que adquirió de inmediato, y sin llegar nunca a perderlo por completo, gracias a periódicas reposiciones en sala y permanentes pases televisivos, el estatuto mítico que comparte El tercer hombre con Lo que el viento se llevó, Casablanca, Gilda y algunas más, en todo caso no demasiadas, y muy pocas de ellas europeas.
Pero ser "el realizador" de El tercer hombre, compartiendo el mérito (razonablemente) con Graham Greene y (sin motivo suficiente, según el propio beneficiario de tal distribución de presuntas responsabilidades) con Orson Welles no es el fundamento más sólido de una fama duradera.
Por concentrarse sus películas más endebles, decepcionantes e impersonales en la última etapa de su carrera, y ser casi apátridas en su mayoría, semi-inglesas semi-americanas pero sin ser ya realmente británicas ni casi nunca del todo hollywoodenses, las que hoy y desde hace mucho tiempo circulan - precisamente por su ambigua nacionalidad, por su indefinición, por su distribución a través de canales multinacionales -, mientras que se ha hecho cada año más difícil volver a ver las mejores y más originales, las más controladas por Reed desde su concepción a montaje, las más genuinamente británicas, la mayoría de los espectadores jóvenes tienden actualmente a no pensar nunca en él, a lo sumo a considerarle como un artesano más, del montón, desprovisto en sí mismo de interés, y a creer que el acierto de El tercer hombre, de no deberse a Welles - como muchos se obstinan todavía en querer creer - es puramente casual, o por lo menos más el producto de una época - y del clima angustiado y existencialista de la postguerra - y de una afortunada confluencia de circunstancias - una buena historia, un reparto acertado, un equipo técnico competente, localizaciones poco usuales - que del talento cinematográfico, dramático o narrativo de Carol Reed.
Y no es que sus primeras películas, vistas ahora, resulten sistemáticamente apasionantes, ni que todo su periodo más puramente inglés sea uniformemente ilustre, del mismo modo que sería una simplificación desprovista de base sostener que el éxito mundial de El tercer hombre, su excesiva reputación subsiguiente y la lenta desaparición del cine inglés y su progresiva fagocitación por el cine americano después de la Segunda Guerra Mundial (y la de sus restos por la BBC-Television a partir de los años 60), acabaron bruscamente con su carrera o le secaron permanentemente la inspiración.
Para mí es evidente que la línea divisoria, de poder trazarse algo parecido, no es tan recta y nítida, ni tiene carácter definitivo y tajante, puesto que encuentro que sus mejores obras son algo posterior (Outcast of the Islands, 1951) o muy anterior (Bank Holiday, 1938), o quizá un poco solamente (The Way Ahead, 1944; Odd Man Out, 1946) a su obra más célebre y recordada; también creo que, incluso en los últimos años, aunque sea solamente una vez, logró estar en tan buena forma como en sus mejores tiempos (Oliver!, 1968), y para colmo en el menos verosímil y más inesperado de los terrenos, así como que a finales de los años 50 hay varias películas seguidas muy respetables y estimulantes o por lo menos reveladoras, a veces basadas en argumentos de Graham Greene, como Our Man in Havana (Nuestro hombre en La Habana, 1959), pero otras no, como The Key (La llave, 1958), adaptada de una novela de Jan de Hartog, que en modo alguno son inferiores a otras películas de mayor prestigio, tanto de finales de los 40 (The Fallen Idol, 1948) como de los 30 (The Stars Look Down, 1939).
Lo que sugiere, a mi entender, que no es un problema cronológico, ni subjetivo (la edad) ni objetivo (la época). Debiera estar claro que Reed, en sus obras más logradas, menos interferidas o rectificadas, fue siempre un excelente y atento narrador, capaz de trasmitir - desde fuera y desde dentro - angustia, inseguridad y hasta miedo: Larga es la noche, El tercer hombre o El vagabundo de las islas son buena prueba, pero también Se interpone un hombre, Trapecio o La llave. Ya he mencionado - y las excepciones son raras, y todas tardías - su extraordinaria habilidad y pericia como director de actores, incluso cuando corría el riesgo - como hacía a menudo - de elegirlos a contrapelo de su experiencia o de la imagen previa que proyectaban (reto y astucia a los que son particularmente proclives los británicos, en medida muy superior a los americanos).
Pero, como más de uno de los que han escrito sobre este cineasta ha señalado, a veces con insistencia, quizá el rasgo más definitorio y distintivo de Carol Reed, el que desde la perspectiva del cine que hoy se cultiva debiera echarse más en falta, y por tanto tenerse en mayor aprecio, es su efectivamente extraordinaria capacidad para crear o plasmar atmósferas, en todas las posibles acepciones del término, desde las más puramente físicas y accidentales o naturales hasta las menos tangibles, tanto las artificialmente creadas como las interiores o incluso ilusorias: temperatura ambiente (calor, humedad, frío), clima moral (de una época y un país), lo que los franceses llaman "el espíritu del lugar" (sea una ciudad, un barrio, un edificio concreto), así como el zeigeist o sentido de la época, que permite datar con precisión hasta sus películas de apariencia - pero sólo apariencia - menos realista, más abstracta y estilizada, más emparentable con el expresionismo del que, sin duda, procede buena parte de su plástica, combinada, como es tan frecuente en el cine británico, con la tradición documentalista; de esa síntesis de las dos tendencias básicas que han vertebrado desde sus orígenes hasta hoy toda la historia del cine procede buena parte del valor perdurable de las películas de Reed y también del olvido en que hoy se las tiene y de los malentendidos que, en determinados momentos, han suscitado, cuando, en el fondo, se trata de aplicar dos métodos distintos - y no tan inconciliables como algunos pretenden - para alcanzar un mismo objetivo: representar e interpretar la realidad a escala reducida, en perspectiva, en forma sintetizada y concentrada pero con inclusión de los rasgos definitorios del entorno.
En el fondo, el antecedente básico, más directo y cronológicamente más cercano, del cine de Carol Reed no es el casi simultáneo "film noir" americano, con el que a menudo se han emparentado o comparado varias de sus obras más famosas, sino más bien el ambigua o confusamente denominado "realismo poético" francés de los años 30, y tanto en sus vertiente más realista o prosaica - a menudo sórdida -, representada muy dignamente por Julien Duvivier, como en la más poética o romántica y estilizada, que ilustra, sobre todo, el a menudo excelente Marcel Carné de películas tan próximas a las de Reed como Le Quai des brumes y otras de la anteguerra e incluso varias de la inmediata postguerra, con las que comparte no sólo rasgos estilísticos sino también una visión del mundo más bien pesimista, desencantada y escéptica en el mejor de los casos, que bordea la misantropía en los momentos de mayor desesperación.
Con todo, hoy la figura de Carol Reed parece reclamar una mayor dosis de memoria y de interés que las que desde hace tiempo se le conceden. Por un lado, porque buena parte de su obra lleva años fuera de nuestro alcance, y es posible redescubrirla, si se mira con suficiente curiosidad y con una mirada desprovista de prejuicios, que permita encontrar lo que hay en esas películas, sin necesidad de atribuirle méritos que no le corresponden ni intenciones ocultas que probablemente no tuvo; por otro, porque, hasta en su fase más estimulante, su carrera resulta significativa, al menos como representación de los riesgos que trae consigo una cierta "internacionalización" del cine que supone, en la práctica, privar a las historias y los personajes de sus raíces, proceso de desarraigo que termina por afectar también, sobre todo en un cineasta tan atento a los ambientes y las atmósferas, a las formas de narrarlas y de interpretarlos y retratarlos. Que Carol Reed fue víctima, en dirección opuesta, del mismo proceso que llevó a algunos grandes cineastas americanos a errar por Europa, sin rumbo ni objetivos, a expensas de las variables y mudables fortunas de sus financiadores, puede demostrarlo la primera y más enraizada parte de su carrera, cuando sólo desde su plataforma británica y ocasionalmente se embarcaba, siguiendo los pasos de sus personajes, en la exploración de territorios ajenos, y no a remolque de empresas cosmopolitas o simplemente deslocalizadas en pos de condiciones fiscales atractivas y mano de obra barata; por último, en esa porción más auténtica de su obra, pueden encontrarse hoy suficientes muestras de talento cinematográfico y de habilidad narrativa, de sentido del drama, como para convencerse de que no fue, ciertamente, el hombre de una película, y de que The Third Man fue cualquier cosa menos un producto del azar, sino más bien un caso de afortunada adecuación entre una historia y su director idóneo, tal vez en aquel momento el único capaz de hacer de ella una de las pocas películas europeas capaces de hacerle la competencia, en su terreno, al cine americano, sin necesidad de imitarlo ni de perder su condición europea.
En “Carol Reed”, edición a cargo de Valeria Ciompi y Miguel Marías. San Sebastián-Madrid : Festival Internacional de Cine-Filmoteca Española, septiembre del 2000.
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