Hay cineastas que creen saber todo de antemano, y ejecutan (¿ciegamente?) el plan trazado previamente (el guión), y otros que, por el contrario, se hacen preguntas, tanto sobre lo que muestran como sobre la manera de filmarlo. Es una diferencia de carácter, quizá de ética; en cualquier caso, tiene consecuencias estéticas: un film convencional fallido no plantea problemas y en cambio un film que busca, aun no plenamente conseguido, hace pensar, y las preguntas planteadas por el cineasta, al término de la película, se trasladan al espectador.
No creo que sean muchos los directores que se planteen, como si de un género se tratase, hacer un documental o una película de ficción. Se les ocurre un tema que despierta su curiosidad, o reciben un encargo, y empiezan a dar vueltas al problema de cómo enfocarlo, de cómo aproximarse a la cuestión, sin saber a dónde van a llegar ni si van a extraer alguna conclusión. Es fácil que estas películas estén, como ha sido frecuente, en el filo entre la realidad y la ficción, que son el doble origen (y el posible doble destino) del cine desde sus comienzos. En algunos casos, la forma de acercarse a la realidad, o de profundizar en ella, o de desvelarla tras el manto de la apariencia, exige un dispositivo, una trama ficticia que permita penetrar en lo real, no quedarse en la superficie. Un ejemplo de este proceder sería Tren de sombras, película de José Luis Guerín situada entre dos documentales menos ambiguos, aunque rodados, precisamente, como si fuesen obras de ficción.
Tren de sombras parte de un falso found footage, una película “familiar” muda y en blanco y negro, encontrada en estado de semidescomposición. Rodada patentemente por el propio Guerín, es curioso que muchos hayan creído que se trata de una verdadera película “amateur” antigua, y que a partir de ella, en forma de indagación policiaca, ha escrito Guerín la historia. Es casi al revés, lo que prueba la ambigüedad de la imagen cinematográfica y la reversibilidad de una narración no basada en la estricta causalidad. El supuesto viejo film es una ficción introducida por Guerín mediante un rótulo inicial imprescindible –sin él no funcionaría– como excusa o McGuffin para una exploración hipotética, conjetural, de la opacidad de las imágenes cinematográficas; este artificio impide que Tren de sombras sea pura especulación teórica. Sin comentario o diálogos ni personajes vivos, ese rótulo condiciona y trasforma la manera de mirar la película, de asimilar la información fragmentaria que paulatinamente suministra: abre una puerta que, al invitarnos a ello, hace a los espectadores introducir en ella la intriga, el dramatismo, los personajes y hasta el “suspense”. Las lagunas, que podrían ser accidentales, debidas al (mal) estado de la copia, sugieren nuevas hipótesis: un cierto afán ilícito y velado, por parte de los operadores del film antiguo, de filmar - a escondidas de su familia, sin que lo adviertan los captados - también la “periferia” del ocio y las poses festivas de una familia acomodada y amplia. Cuando se repasan en la moviola, se altera la velocidad, se amplían o detienen las imágenes dañadas, surge una sospecha, parece descubrirse un secreto que, en realidad, recubre otro. La reconstrucción no material de la película, más bien de su rodaje, de los ángulos de toma, de las direcciones de las miradas, del contracampo ausente (del espacio off, a veces reflejado casualmente en alguna superficie brillante), de los diferentes planos del volumen en que se estratifica la acción, convierte Tren de sombras en una indagación acerca de las andanzas de los retratados, en una posible historia secreta de esa familia.
No hay verbo en Tren de sombras, ni narración en sentido estricto. La mayor parte de su metraje, la película apócrifa de los Fleury, es una sucesión caprichosa de escenas más o menos tópicas de film familiar. Con sonido y música, aunque apenas se entreoigan una o dos frases. Pero tiene ritmo, tensión, misterio, suspense al poco rato (¿qué es esto?, ¿a dónde va?), intriga (algo intuimos, y sospechamos que habrá más) estrictamente imprevisible; nos preguntamos sin cesar hasta qué punto es un film “de montaje” o un rompecabezas minuciosamente planeado y filmado con inaudita precisión, teniendo en cuenta que cada plano no es sólo un rectángulo bidimensional, sino un volumen poliédrico que se despliega en el tiempo; interrogamos ansiosamente cada fotograma, o sus restos, tratando de ver más, de penetrar su secreto. No pasa nada, pero somos conscientes de los fantasmas que habitan los viejos restos de película, la mansión vacía, tal vez abandonada; no en vano se subtitula “El espectro de Le Thuit”. ¿Somos nosotros quienes fantaseamos ante las imágenes que desfilan otra vez o retroceden, que se ralentizan, detienen o aceleran en la moviola? No hay la menor pista o insinuación, Guerín deja que las imágenes mudas hablen por sí solas, se miren, se hagan eco, se respondan, y que los gestos y las miradas se conviertan en señas, en pistas, en signos.
En “Movie Movie : guía de películas” de Teo Calderón. 3ª edición. Madrid : Alymar, 2005.
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