Como todos los dramas de Minnelli, Castillos en la arena (The Sandpiper) representa el choque de dos mundos soñados, idealizados, que sus personajes centrales utilizan, sin saberlo, como corazas protectoras. Este conflicto, planteado de forma esquemática por los guionistas —dos de los célebres «diez de Hollywood»— a partir de una idea de Martin Ransohoff (temible productor, que parece haberse inspirado en el capítulo Junius Maltby de The Pastures of Heaven, 1932, de John Steinbeck, y en The Wild Palms, 1939, de William Faulkner), ha sido trascendido por Minnelli gracias a su habilidad para trasponer en términos plásticos los elementos de un guión dado, de forma que el elemental y retórico planteamiento de Trumbo y Wilson pasa a un segundo término, aunque siga siendo el motor determinante del film. Es decir, su esquematismo sigue presente, pero diluido y sutilizado por el estilo minnelliano.
Si en Como un torrente (Some Came Running, 1959», Con él llegó el escándalo (Home from the Hill, 1960) y Dos semanas en otra ciudad (Two Weeks in Another Town, 1962), Minnelli asumía estilísticamente las tensiones y el apasionamiento de sus guiones —como en Los cuatro jinetes del Apocalipsis (The Four Horsemen of the Apocalypse, 1961]—, para acabar desembocando en una gran serenidad estática (los verdes prados de los cementerios que son el último escenario tanto de Some Came Running como de Home from the Hill) o dinámica (la liberada carrera de Kirk Douglas en el aeropuerto romano que cierra Two Weeks), ya en El noviazgo del padre de Eddie (The Courtship of Eddie's Father, 1963) se observa un acercamiento más cotidiano y reposado, facilitado por el carácter de comedia familiar que tiene la película, muy lejano al melodramatismo crispado —y a veces destructor: Los cuatro jinetes...— de obras anteriores. El punto decisivo, sin embargo, de esta evolución se encuentra en el atípico Adiós, Charlie (Goodbye Charlie, 1964], obra incomprendida a causa, sobre todo, de la tendencia —a mi parecer errónea— por parte de la crítica a considerarla una comedia, cuando en realidad su estructura es paralela a la de los melodramas minnellianos: choque inicial, crescendo paulatino hasta explotar en un nuevo clímax y destrucción-muerte final. Este extrañísimo film, el único de Minnelli no producido por la Metro —sino por la Fox—, y que se resiente de la elección de unos actores —Debbie Reynolds sobre todo— inadecuados, es en realidad un boceto, un esbozo de la poética minnelliana, y esto de forma totalmente onírica y muy explícita, sobre todo a nivel temático. Por ello, y pese a ser una película hasta cierto punto fallida —lo que la diferencia de Mujeres en Venecia (The Honey Pot, 1967), su equivalente en la obra de Mankiewicz— se trata de un film muy revelador y explicativo, a partir del cual Minnelli es consciente de encontrarse en posesión absoluta de su estilo y del medio de expresión cinematográfica.
De esta forma, The Sandpiper, que sobre el papel no era otra cosa que un melodrama romántico e individualista (1), pasablemente anticuado, recargado de pasión y bastante pretencioso (véanse sus diálogos, notablemente poetizados), se convierte en una de las cumbres de la estética minnelliana, porque esta vez Minnelli no comparte la ansiedad de sus personajes, sino que se limita a observarles: toda su puesta en escena —que en realidad no es más que eso, la inteligente y elegante representación y filmación de un argumento que le ha sido encomendado—, despegada del drama y de los seres que lo viven, planea olímpicamente sobre las turbulentas pasiones que relata, un poco a la manera de Godard en Le Mépris o, sobre todo, de Mankiewicz en Cleopatra (1963). Esta serena majestuosidad es la que transmite al film un tono solemne y digno —basado en el respeto que Minnelli tiene tanto para con sus personajes como para con el espectador— que evita que caiga de lleno en el melodramatismo de las situaciones, y que convierte en hermosa metáfora poética el esquemático e insistente simbolismo que —a lo largo de toda la película— trazaron los guionistas al establecer un forzado paralelismo entre el pechiblanco (sandpiper) cuya ala rota cura Laura Reynolds y el personaje del reverendo Edward Hewitt.
En la película, el enfrentamiento del mundo de Laura (la libertad) con el de Hewitt (el orden) se plantea siempre de forma implícita y visible, a través del decorado (barroquismo artístico y caótico de la casa de Laura/aséptica vulgaridad de la casa y el despacho de Hewitt), del entorno (silvestre, costero, salvaje y abierto/urbano, adocenado y cerrado), del color (abigarrado, natural y cálido/suave, frío y artificial) y de los actores (Elizabeth Taylor y Richard Burton, ambos excelentes y, por fortuna, sin doblar). Esta serie de oposiciones traduce, de forma claramente perceptible y espontánea, no resaltada, las naturalezas divergentes de los dos mundos-refugios en que se encierran los personajes principales del film. Puestos en contacto por el azar, Hewitt se introduce en el mundo de Laura, creando entre los dos un nuevo sueño —que tiene por escenario la naturaleza que suele rodear a Laura—, del que quedan excluidos respectivamente Danny, el hijo de Laura, y Claire, la esposa de Hewitt, antes anexionados a sus mundos separados. El aislamiento y la privacidad que exigen las relaciones amorosas de Laura y Hewitt revela el equilibrio inestable de su unión, que acabará por derrumbarse. Sin embargo, Hewitt ha reencontrado en Laura la sinceridad que él perdió con la rutina, lo que le permite volver a desear sus depuestos ideales y le obliga a abandonar el puritanismo y la intransigencia que le caracterizaban; de esta forma, como el sandpiper, podrá volar de nuevo. La película se cierra por tanto sobre la dispersión —y no ya la destrucción, total o parcial, de las películas anteriores de Minnelli— de los personajes: Danny se quedará en la escuela episcopaliana, cuya dirección abandona Hewitt, mientras Laura se queda sola y herida, consagrada de nuevo a la pintura, y Claire parte en otra dirección. Es decir, los dos mundos que se oponían inicialmente, destruidos o abandonados para crear uno nuevo minado desde el interior y amenazado exteriormente por la sociedad, no pueden rehacerse una vez que se ha desvanecido el sueño común a Laura y Hewitt. Sin embargo, esta unión ha sido enriquecedora, al menos para Hewitt, que se encara con la cómoda postura que había adoptado y olvida sus prejuicios, e incluso para los demás, que se ven obligados a renunciar a la vida ficticia que llevaban y volver a la realidad. The Sandpiper es, finalmente, la historia de un despertar, de una venida al mundo y de una renuncia a la tranquilidad del sueño.
(1) La alusión a Henry David Thoreau —rebautizado Rosseau en los subtítulos— es muy significativa. Aprovecho para protestar del estado de la copia y de los letreros.
Publicado en el nº 98 de Nuestro Cine (junio de 1970)
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