Sé que entre muchos aficionados la devoción por el cine de Bertrand Tavernier supone una rara excepción en su ignorante y generalizado desprecio del cine francés actual; sin duda, obedece al mismo motivo por el que algunos adoraban antaño a René Clair y tenían en un pedestal a Claude Autant-Lara, Marcel Carné, Julien Duvivier y hasta Jean Delannoy o André Cayatte, mientras no se acordaban de Jean Renoir, encontraban superficial a Ophuls y no encontraban nada interesante en Jacques Becker o Jean Grémillon, les parecía un pesado Robert Bresson y que Jacques Tati no tenía gracia, y detestaban sin verlas las obras de Jean Cocteau, Jean-Pierre Melville, Marcel Pagnol y Sacha Guitry. Se trata de algo tan simple como optar por el riesgo - que en Francia, desde 1958, ha estado representado por la Nouvelle Vague y sus continuadores - o por la comodidad del academicismo hecho socialmente respetable por el manoseo de los grandes temas.
Tavernier fue un crítico interesante a principios de los 60, y empezó a dirigir largometrajes, un poco tímidos y pesados pero correctos y no desprovistos de interés, en los años 70. Pero en ambos campos ha sido víctima del halago y la autosatisfacción. Hoy se pavonea - también cinematográficamente - con el aire ufano de un hombre encantado de haberse conocido, y nada dispuesto a aceptar la menor crítica ni a que, en esa faceta, le lleven la contraria. Su libro más famoso, No sé cuántos años de cine americano (van aumentando con el paso del tiempo y las reediciones) empeora a medida que envejece, y no por quedarse desfasado, sino por el permanente revisionismo de Tavernier, que pocas veces se traduce en hacer justicia o en nuevos descubrimientos. Algo semejante sucede no sólo con el cine que le gusta o deja de gustar, sino con su propia obra, cada vez más oronda y paquidérmica, más previsible y con mayor tendencia a hacerle cosquillas al público.
Parece haber abandonado, dentro de una variedad de estilos y enfoques que responde más a la diversidad de sus modelos que a su riqueza interior, la línea en la que obtuvo, a mi parecer, resultados más emocionantes: la de La muerte en directo, rodada en inglés con Romy Schneider y Harvey Keitel; en general, es el símbolo de la "buena factura" industrial y de la "inquietud social" más complaciente para el pequeño burgués que gusta de sentirse "progresista y solidario", pero casi nada en su cine me suena a sincero, a verdadero. Puede ser real lo que describe, estadísticamente frecuente, o haber sucedido efectivamente: todo me resulta monótono, artificial, excesivamente relamido y bien empaquetado, de un insistente didactismo que presenta sus opiniones dogmáticamente, como si de la verdad absoluta se tratase. Justo el tipo de cine que detesto, por bien manufacturado que esté, aunque los actores resulten verosímiles, y encima no le faltan en España ni émulos ni discípulos. Es curioso que los adversarios del cine francés justifiquen su abstencionismo en la acusación generalizada de pedantería, y que en cambio no encuentren ese rasgo en el más fatuo de los cineastas de un cierto talento (es decir, no cuento a los Luc Besson y compañía) que hoy trabajan en Francia. Puede que sea, en unos casos, ingenuidad y sentimentalismo, y en otros simple afinidad de carácter con Monsieur Tavernier.
Texto preparatorio para su intervención en El Séptimo Vicio, en Radio 3 (abril de 2002)
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