¡Qué grande es el cine! (26/06/2000) |
Aunque se ha ido "civilizando" y "culturizando" progresivamente, con un aumento de pretensiones y de oscuridades que le ha hecho perder parte de su fuerza primitiva, es uno de los cineastas más violentos y brutales hoy en activo. Todavía por 1992, cuando rodó El teniente corrupto, hacía que a su lado Martin Scorsese sea un buen chico y Quentin Tarantino un afable bromista. Y no se trata de una violencia de "pim-pam-pum", de muertitos anónimos cayendo en "ralenti" ni de pirotécnicas explosiones a lo "Rambo XXV", que no pueden tomarse sino a broma. Aquí las cosas van en serio, son dramáticas, y los hechos más brutales y mortíferos no corren a cargo de superhombres invulnerables, de mutantes clónicos o de robots semihumanizados, casi siempre sin conciencia, responsabilidad o voluntad; ni siquiera son autómatas acondicionados por el entrenamiento militar a obedecer órdenes sin hacerse preguntas. No, aquí los más violentos suelen ser personajes de carne y hueso, que sudan y sangran, dominados por los instintos - lo mismo el sexual que el de supervivencia - y por los recuerdos que quisieran olvidar, que piensan confusamente, casi siempre atormentados por la culpa y el remordimiento, sobrecogidos por sentimientos religiosos inculcados o hereditarios que no comprenden, y no sólo son mortales, sino a menudo impulsados por una clara tendencia suicida o un vago pero intenso deseo de castigo y un afán de expiación que les arrastra muy lejos de cualquier tipo de salvación, tanto física como espiritual. Son seres a la deriva, que no ven claro, y que se ciegan y confunden más todavía entregándose a todo tipo de estimulantes, llegando con relativa facilidad a perder el control.
De estos personajes, ninguno tan torturado como el grosero, antipático, corrupto y brutal, pero patético, teniente de la policía neoyorkina que encarga, con dominio increíble del exceso, ese gran actor que es Harvey Keitel, también cómplice de Ferrara en la que yo considero su mejor película hasta la fecha, Snake Eyes o Dangerous Game. El resultado de esta explosiva combinación de personajes y violencia es un cine aplastante, de apariencia caótica pero de muy claro sentido, quizá lo más parecido que cabe imaginar a la obra de Samuel Fuller, aunque, para los que la conozcan, con algunas diferencias que quizá sea ilustrativo apuntar someramente:
Durante la época de mayor actividad de Fuller no sólo existía una autocensura preventiva, aplicada por la propia industria cinematográfica para no perder ingresos y no tentar a los poderes públicos federales, estatales e incluso locales a implantar la suya. Además, estaban vigentes unas ciertas nociones del "buen gusto" y de lo que el público estaba dispuesto a tolerar que impedían, de hecho, una expresión demasiado gráfica y explícita de la violencia, de la que se tendía a dar más bien una "impresión" indirecta, arte en el que Fuller era un maestro. Ahora, en cambio, los límites de lo permisible se han difuminado, cuando no han desaparecido, y los cineastas se complacen en llegar a las más descarnadas descripciones de la violencia física y sus dolorosos y destructivos efectos, con todo lujo de detalles y tomándose todo el tiempo que se les antoja o que creen conveniente (no tengo claro para qué o quién)... a menos que sea el que requiera su torpeza expresiva.
Por otra parte, la pobreza de medios en el cine de los años 40-50, por ser siempre en blanco y negro, resulta más abstracta y menos "sucia" que en color, da más sensación de austeridad y desnudez que de cochambre y desorden. De ahí que los planos más violentos y sangrientos de Fuller sean discretos y sobrios, además de muy breves, sobre todo si se comparan con los equivalentes de las películas de los 60 y decenios posteriores, en concreto con las de las primeras obras, las más precarias económicamente, de Ferrara. En contrapartida, la violencia interna era por fuerza mucho mayor en las viejas películas de Fuller y sus compañeros de fatiga Joseph H. Lewis, Phil Karlson, Andre de Toth, Budd Boetticher, Edward Ludwig, Allan Dwan o Jacques Tourneur, y vibraba incluso en los planos más estáticos y tranquilos, siempre precariamente suspendidos entre dos estallidos de violencia. Era la retórica del disparo aislado, frente a la estética de la ráfaga de metralleta que domina hoy cualquier película, de la caída a plomo, en seco, de un cuerpo convertido en cadáver frente al arco descrito en "ralenti" por cien "madelman" que, mientras surcan el espacio, manan litros de sangre... o jugo de tomate. Y en el terreno sexual, Fuller y sus coetáneos se contentaba con cargar de sugerente erotismo gestos y miradas, sombras o siluetas al trasluz, dejando el resto a la imaginación del espectador, mientras que hoy no hay detalle que se deje, velado, a una imaginación que ni se le supone ya al espectador, por lo visto, y desde luego no se le pide. Además, no hay tabúes, hasta tal punto que mientras Fuller a veces se acerca, en el terreno de las ideas y las asociaciones de imágenes, a algunos de los planteamientos sobre temas religiosos de Buñuel, cuando Ferrara acomete yuxtaposiciones parecidas acaban pareciendo casi una parodia, por exceso, de los horrores que los censores más pudibundos y malpensados imaginaban alucinatoriamente al ver las películas de Buñuel, y que correspondían más a su propia imaginación calenturienta y a su predisposición a escandalizarse y a rasgarse las vestiduras que a las intenciones del siempre solapado e irónico Buñuel.
Sin ser una película rodada con cámara subjetiva ni con una planificación estrictamente correspondiente al punto de vista del protagonista, Bad Lieutenant sí parece la traducción a imágenes de las novelas de flujo de conciencia o de monólogo interior, como el Ulises de Joyce, en la medida en que aspira a hacernos compartir la visión sonambulesca, de pesadilla, que tiene de la realidad circundante su protagonista, el anónimo teniente encarnado con absoluto impudor por Harvey Keitel, sin recurrir a voz en off o interior alguna y sin darnos prácticamente la menor información o el mínimo dato biográfico-explicativo, ni mediante flashbacks ni a través del diálogo, sino manteniéndose Ferrara siempre deliberadamente fuera del personaje, aunque muy próximo.
En realidad, las referencias más pertinentes para adentrarse en el caos que es esta película no son cinematográficas, sino literarias. Por un lado, su behaviorismo hace pensar en novelas "existencialistas" como El extranjero de Albert Camus y La náusea de Jean-Paul Sartre; por otro, más aún que a Joyce, parecen remitir a las novelas y a los poemas largos de la beat generation. Desde Jack Kerouac hasta, más aún, William S. Burroughs, desde los poemas de Gregory Corso y Lawrence Ferlinghetti al célebre Howl (Aullido) de Allen Ginsberg, al que apostaría que se hace alusión en las múltiples ocasiones en las que el teniente, más que llorar, literalmente aúlla. Sé bien que son referencias un poco anticuadas, y siempre insólitas en el cine americano, pero que sospecho hayan sido de gran influencia en los años formativos de Abel Ferrara.
Ni por un momento se trata de explicar o justificar psicológica o socialmente al teniente. Es su conducta, a la que asistimos al seguirle, la que nos va dando pistas: observamos que su eficacia como detective es casi nula (salvo que reciba un soplo), limitándose a acudir rutinariamente, como un curioso con licencia para acercarse, cada vez que hay un aviso de radio, normalmente cuando es tarde para hacer otra cosa que contemplar con hastiada indiferencia unos cuantos cadáveres más. Vemos que, incluso mientras conduce, no para de esnifar o de beber a morro, y que en general se mete de todo continuamente, sin tasa ni medida, compulsivamente. Vemos que su proceder es delictivo, y más propio de un delincuente que de un agente de la ley, y deducimos que su cargo le sirve como escudo. Se cree con libertad de hacer lo que quiera con impunidad y casi invulnerabilidad; en esto se equivoca, puede estar a salvo de sus colegas, pero a los verdaderos delincuentes, los profesionales, no les asusta su placa. Su familia no existe para él, salvo como un engorro: tiene a veces que dejar en el colegio a los niños, y su griterío natural le produce dolor de cabeza. Tampoco parece representar gran cosa para su familia, ya que no saluda ni habla, duerme a deshoras en un sofá y se dedica a ver partidos de baseball por la televisión, lo único que le interesa, y de hecho más por haber apostado que por el juego en sí. Incluso de su muy teórica condición de católico saca argumentos para creerse intocable, bendito e inmortal, lo que le lleva a ser temerariamente irresponsable y a no guardar las formas ni las apariencias: suele ir sonado, sucio, arrugado, despeinado, nada o mal afeitado, y da la impresión de apestar, sin que nadie parezca demasiado escandalizado por ello, ni saque las oportunas conclusiones acerca de su más que sospechosa actuación. Lo cual, como que no tenga nombre propio, supone una generalización implícita de su caso que asombra, meramente si uno pretende imaginar una película española semejante.
Texto preparatorio para la intervención en ¡Qué grande es el cine! (26 de junio del 2000)
No hay comentarios:
Publicar un comentario