miércoles, 23 de julio de 2025

Corman y Poe

Los expertos en cine fantástico —término que encubre mayoritariamente películas sin fantasía alguna— son grandes fanáticos del novelista y guionista Richard Matheson. Como yo no soy ni lo uno ni lo otro no puedo disimular que como adaptaciones o trasposiciones de un mundo literario y personal tan apasionante como singular las películas escritas por Matheson y dirigidas por Roger Corman me parecen harto discutibles, más bien superficiales y ramplonas, y un tanto «baratas» (en el sentido moral, no sólo económico, de la palabra). Ahora bien, estas visiones de Poe (que a menudo parecen el producto de pesadillas causadas por el esfuerzo de imaginar cómo hacer a partir de un tema, un relato o un poema de Poe una película de serie B, de terror, atractiva para el público adolescente) si nos olvidamos de su base —o más bien punto de partida— literaria no carecen de atractivo e interés. Un interés ciertamente limitado y no sólo por la falta de medios y tiempo de rodaje, sino también por el conflicto de intenciones (latente siempre en Corman) entre el estilista barroco y el productor astuto que es al mismo tiempo, y que había de conducirle a la esquizofrenia o a abandonar una de sus dos personalidades (hace veintidós años que no dirige una película).


De las ocho películas que, si no me equivoco, hizo Corman utilizando a Poe como trampolín o pretexto, conozco seis. De ellas, la menos interesante es, probablemente por timidez y respeto aparente a la fuente ilustre, la primera, The House of Usher/The Fall of the House of Usher (1960). El sabor de la declamación autoirónicamente shakespeariana del noble Vincent Price, la buena voluntad y ciertos valores plásticos se estrellan contra una escasez que frustra una y otra vez las proclividades barrocas del director. Cuando, como en The Pit and the Pendulum (El péndulo de la muerte, 1961), Corman se adentra en el terreno de lo macabro y la demencia, tomándose libertades con la letra, y prescinde un poco de ineptas parejas juveniles, lo que se pierde en «buen gusto» se gana en efectividad como cine de terror. Más divertidas y fantasiosas son aquellas películas que acuciadas por la miseria bordean la parodia: así sucede con la hilarante versión de The Raven (El cuervo, 1963), gracias sobre todo al refuerzo de Peter Lorre y Boris Karloff, que forman con Price un trío que en su terreno poco tiene que envidiar a los hermanos Marx en el cine cómico. Por último, con más dinero y en Inglaterra, Corman rueda las dos películas más fieles a Poe y más hermosas de la serie, The Masque of the Red Death (La máscara de la muerte roja) y The Tomb of Ligeia/Ligeia (ambas de 1964), en las que da rienda suelta al barroquismo estilístico hasta entonces sólo latente o intermitentemente manifiesto, al que siempre había aspirado. Son dos películas serias, dramáticas y fascinantes, sobre todo la segunda, que permiten hacerse una idea de lo que Corman el director hubiera podido hacer si Corman el productor le hubiese dejado.

En Casablanca nº 34 (octubre de 1983)

lunes, 21 de julio de 2025

Pasión fría

Alexandre Astruc, considerado como uno de los precursores de la «Nueva Ola» —junto a Franju, Melville, Leenhardt—, es en España un director «maldito». Hasta ahora sólo los cine-clubs habían proyectado alguno de sus films: Le Rideau cramoisi (1952) y Une vie (1958). Llega por fin, con nueve años de retraso, una de sus obras más famosas: La Proie pour l'ombre, bajo el absurdo título de Tres menos dos. Su nombre español nos da ya una pista, aunque superficial: la película muestra, describe y analiza las relaciones que mantiene Anna (Annie Girardot) con dos hombres, su hosco marido, Eric (Daniel Gélin) y su impulsivo amante, Bruno (Christian Marquand). Sin embargo, no se trata del clásico triángulo, pues lo que desea Anna no es el amor, sino la libertad, la independencia, y para ello no quiere ser poseída y dominada por ninguno de los dos hombres, a los que, bajo sus diferentes actitudes, acaba encontrando equivalentes y, en consecuencia, abandonándoles.

Astruc es, primordialmente, un estilista. Crítico y teórico, desarrolló una concepción del cine como forma de escritura (la caméra-stylo) que, a pesar de las diversas influencias que ha sufrido, se ha mantenido como básica en su forma de hacer cine. Sólo que si en un principio se declaraba wellesiano, finalmente, al descubrir a Mizoguchi, tomó como objetivo el hacer películas límpidas, cristalinas, en que la puesta en escena resultara imperceptible. Sin embargo, al ser esta «invisibilidad» estilística consecuencia de una búsqueda voluntaria y consciente, la cámara, en lugar de hacerse insensible, ha pasado a convertirse en protagonista de sus films, llamando constantemente la atención por la fluidez y elegancia de sus movimientos, por su sorprendente ubicuidad, rayana en el virtuosismo. Sus largos planos, que respetan al máximo la continuidad espacio-temporal de la acción, acaban por hacerse notar, como ha sucedido con Otto Preminger, director muy admirado por Astruc, y a cuyo film Buenos días, tristeza (Bonjour Tristesse,1958), se parece mucho La Proie pour l'ombre. En efecto, la claridad, la fluidez de las mejores obras de ese gran cineasta que ya no es Preminger, se reencuentra en los pocos films de Astruc que conozco: su serenidad, su maestría para usar el Scope, la precisión de su dirección de actores, las sutiles vibraciones anímicas que laten en sus misteriosos y ambiguos personajes (hechos de luz y de sombra), evocan, ante todo, los films intimistas de Preminger.


Ahora bien, La Proie pour l'ombre es una película más frágil, más tensa, menos rigurosa que las de Preminger. Esta tensión no nace simplemente del enfrentamiento de los opuestos caracteres de los personajes, sino, sobre todo, del choque que se produce a cada instante entre los sentimientos románticos (decimonónicos, como los de Une vie) de los protagonistas y el frío y moderno decorado (parecido al de La noche de Antonioni) en que se desenvuelven. Se podría decir, incluso, que la red trazada a su alrededor por los incesantes movimientos de cámara de Astruc forma parte de ese decorado, hasta llegar a formar un edificio —inmaterial, invisible— de piedra, cristal, fuego y hielo, en el que sólo el perfecto ensamblaje de tan heterogéneos materiales crea un equilibrio inestable, que de vez en cuando se resquebraja, saliendo a la superficie uno de sus elementos, que dominará la película hasta ser reabsorbido por su contrario: el fuego se apaga, el hielo se derrite, y la superficie del film vuelve a hacerse lisa y pulida hasta que una nueva grieta se abra en ella y, poco después, la fisura se cierre de nuevo.

Podríamos comparar entonces La Proie pour l'ombre a las aguas tranquilas de un rio que fluye lentamente, con suavidad, y cuya calma se ve turbada de improviso por un soplo de viento que agita su superficie, o por una piedra que se hunde hasta el fondo mientras la onda del choque dibuja sobre las aguas una sucesión creciente —y cada vez más débil— de círculos concéntricos. Así, a un gesto brusco de Bruno le responde un cambio de plano igualmente violento, que rompe la continuidad espacial de forma voluntariamente perceptible; a una crispación de Anna le acompaña un salto de eje que crea una tensión momentánea, que luego se diluye en la sombra que, poco a poco, se irá extendiendo sobre los personajes. Este neoclasicismo teñido de toques románticos emparenta a Astruc con Éric Rohmer y sus Cuentos morales (La Collectionneuse, 1966), y le acerca, por tanto, a Goethe (no es casual que Bruno declame en un momento unas palabras de este escritor, y tampoco lo es la presencia en la banda sonora de la Cantata 51 de Bach), o a Mozart.

Film de modulaciones, escultórico, palpitante, suave y cruel, acaba por evocar la «terrible dulzura» de Mizoguchi, el ídolo de Astruc. No es tampoco coincidencia que este film se presente, entonces, como lo más aproximado a una hipotética —e imposible— síntesis de Douglas Sirk (lirismo, pasiones desatadas, hojas secas al viento, clima funerario, vértigos suicidas) y Robert Bresson (rigor, concisión, sobriedad, ascetismo), y que se pueda decir de él que es un film apasionadamente frío o fríamente apasionado.

En El Noticiero Universal (1 de octubre de 1969)

viernes, 18 de julio de 2025

Paul Newman as filmmaker: the intimate gaze

Much has been written about the late Paul Newman’s blue eyes. But it's strange that his way of looking at people and things through the camera aroused so little interest during his lifetime. Newman directed officially six features from 1968 to 1987 (I suspect he also had a hand in James Goldstone's Winning and Stuart Rosenberg's WUSA), which implies that he stayed inactive behind the camera for the last 21 years of his life. I have no way of knowing —did anyone interview him about this side of his work?— whether Newman felt frustrated, if he ever had any project he could not get financed or simply got disillusioned at the utter lack of attention (not to mention recognition) that met his work as director. I’m under the impression that his efforts were treated rather as a star’s whim, all his films being too modest and quiet —almost like Jacques Tourneur’s— to risk being accused of megalomania or even ambition.

Low-key, austere, episodic, halting, slow: These were some of the (rather damning) descriptions his films drew from critics. At best, they were called delicate, sensitive, or sensible, ancient but old-fashioned virtues for the late ’60s, and even more so after. His style was considered "unobtrusive" (bless him), visually undistinguished, plain, tentative, hesitant, or standard —in particular when he made The Shadow Box for TV in 1980. All his films were adaptations of novels or plays, save for the original (co-written and co-produced with R.L. Buck) Harry & Son (1984), reputedly his most “personal” film (and certainly not his best although still very good). That he took over from Richard A. Colla, as star and producer of Sometimes a Great Notion (aka Never Give an Inch, 1971) did not help that most interesting film’s reputation, already at risk because it dealt with a redneck family, which was neither politically correct nor cool. Besides looking rather like a Ken Kesey update of Delmer Daves’s Spencer’s Mountain (1963), which is, after all, in the great but not very popular tradition of John Ford’s How Green Was My Valley (1941), this was the only one of Newman’s films as director without his longtime wife, Joanne Woodward, in the cast. These two were also the only films Newman directed in which he also acted.


Eschewing sentimentality, histrionics, and dramatic tours de force, Newman’s films were always quiet and serene, no matter how terrible or sad the events depicted or implied. Most of his characters were neither happy nor rich, but they never whimpered or gave speeches to the audience. Newman looked at them level-headedly and with understanding, sometimes with concealed compassion; the actors were directed with the most precise flexibility. Even newcomers or otherwise difficult or hammy old ones were magnificent under his guidance (Christopher Plummer in The Shadow Box had his best role since Nicholas Ray’s Wind Across the Everglades and forgot all his mannerisms—unless they were "in character"). They seemed not to perform, but merely to exist before the camera, which was always placed at the right distance, keeping track of their most intimate feelings as conveyed or unwillingly revealed through their eyes, movements, silences, pauses, or gestures, never stressed or underlined by a cut or a tracking shot.

As a director, Newman depicted characters he cared for. He was fair enough to them not to hide their limitations or faults. He did not give them false, conventional happy endings. They had no one to deceive or cheat: it was an affair strictly between Newman and his characters, regardless of the audience, which was not their concern. Newman as director tried to understand them and let the audience watch, without encouraging any sort of artificial identification. He never flinched in front of risky, difficult scenes, of the sort most filmmakers elude with a sudden fade out or a jump cut. He went straight to the point, to where it hurts, and stared hard and long, unafraid of ridicule.

I see Newman the filmmaker as a sort of unconscious missing link between the "lost" (or "injured") generation of Nicholas Ray, Elia Kazan, Richard Brooks, Joseph L. Mankiewicz, Robert Aldrich, John Huston, Otto Preminger, Vincente Minnelli, Joseph Losey, Jules Dassin, Robert Rossen, Abraham Polonsky, and Orson Welles, and a more "modern," less plot-driven American cinema whose few truly daring representatives, from John Cassavetes, Shirley Clarke, or Kent Mackenzie to Michael Cimino, Abel Ferrara, or Charles Burnett usually did not last in full or free activity very long. (That the other great one was also an actor —John Cassavetes, of course— must mean something.)


Newman’s first directorial effort, Rachel, Rachel (1968), a penetrating and balanced portrait of a lonely small-town schoolteacher getting dangerously past her prime and belatedly discovering love and sex, should have encouraged his transition from acting to filmmaking along the lines that Clint Eastwood was soon to follow successfully. But Rachel was neither spectacular nor cute, refusing both soapbox opera and frustrated-spinster-demagoguery. Perhaps it felt like an old-fashioned, stagy, William Inge-ish piece in the revolutionistic culture of the period. Yet it already made me recall André Bazin’s insightful article about the cinematic challenge of filming a stage play whole, without “airing” it artificially. Newman managed to concentrate on characters and carefully avoid melodrama, two of his distinctive attributes as a director.

Not planned or designed by Newman, Sometimes a Great Notion (1971) is perhaps his most uneven work, partially salvaged at the last moment. But his way of looking at the characters and of confronting a difficult scene made it occasionally very moving and truthful, and almost casually, unintentionally beautiful. And I’m quite sure he enjoyed directing the likes of Henry Fonda, Lee Remick, and Richard Jaeckel, all members of a large, conflicted three-generation family (including in-laws) of Oregon loggers. More sprawling than every other Newman film, it shows he could have succeeded as well in the epic mode.

Then came Newman’s most ambitious project, a second gift to his talented actress wife. Adapted by Alvin Sargent (one of the best screenwriters of the period) from a play by Pulitzer Prize winner Paul Zindel, the electrifying The Effect of Gamma Rays on Man-in-the-Moon Marigolds (1972) uses the camera as a sort of microscope to get inside the characters by staying respectfully outside and looking very intently on them. Reaching something quite uncommon, which I would call the nakedness of truth, it is a very simple film, so hard-edged it hurts, fully and intimately centered on a woman and her troubled daughters.

Still more impressive in its absolute modesty and to-the-point exploration of life’s last sparks is his next film, The Shadow Box (1980), largely unseen and often dismissed for being a TV movie. This is probably the deepest and most serenely harrowing film I have seen about illness and death, about loneliness despite love and the strange, complex relationships one weaves with relatives and close friends. Newman was treading the most dangerous ground, with the fearsome subject of terminal illness and agony. Bathos, sentimentality, cheap melodramatics, and tearful explosions hover over that kind of film, ready to cripple it at the slightest distraction of its makers. That he wholly and without visible effort avoided all these traps proves Newman’s achieved mastery as a filmmaker (he knew what he wanted to keep out, as well as what he wanted to get) and his maturity as a human being. Cassavetes could be more passionate, rough-edged, and brutal, and his movies were full of energy, but Newman had an edge in precision and balance, and the ability to mix the most concrete, realistic behavior and the most abstract settings.

Most people read Harry & Son as a metaphoric transposition of the feelings and reflections of Newman after the death of his own son Scott. Probably that notion has projected over the film a sort of sentimentality that he, both as actor and as author-director, was trying to keep at bay. I think he succeeded, but it’s useless—all but the most innocent or uninformed of viewers is contaminated by that knowledge.


And then came his unintended last work, The Glass Menagerie (1987), which one must not take as any sort of testament, but as probably the best screen version (together with a couple of shorts made in Germany in the late ’70s by the ailing Douglas Sirk) of a Tennessee Williams play, the one that finally caught the poetry and longing and fantasy (not only the sound and the fury) of this playwright’s creatures, almost mad with desire and loneliness.

It is, certainly, a small body of work but one of the highest quality and elegance. Newman needed not to become famous or rich, being both already. His was a labor of love—to films, to drama, to actors, to writing, to life. Also to his country, I think, because all of them could be classified as Americana, which is probably one of the reasons for his neglect as director. And very specifically, I’d say, a token of love to his own Anna Karina, his Marlene Dietrich, his Ingrid Bergman, his Lillian Gish: Joanne Woodward, who was never better than in those five of these six films in which she appears.

Publicado como “The Intimate Gaze : a tribute to Paul Newman–the neglected filmmaker” en Moving Image Source (10 de octubre de 2008)

miércoles, 16 de julio de 2025

Pasolini de incógnito

En el Instituto Italiano di Cultura de Madrid, se ha proyectado una vergonzosa y comercialona producción de Dino de Laurentiis, Capriccio all'italiana (1967), que consta de cinco episodios sin la menor relación entre sí. El de Steno (II mostro della domenica) lo podría haber hecho el Summers de ¿Por qué te engaña tu marido?. Los dos de Bolognini (Perchè? y La gelosa) son simplemente abyectos. El de Monicelli (La bambinaia), casi llega a la mediocridad, gracias a Silvana Mangano. Pero entre tanta basura hay una joya: Che cosa sono le nuvole?, de Pier Paolo Pasolini, que en veintidós minutos nos da su obra maestra (entre lo visto en España) y el mejor homenaje a la commedia dell'arte desde Le Carrosse d'or (1952), de Renoir. Rodado antes que Edipo re, con una maravillosa fotografía en color de Tonino delli Colli y un delirante vestuario, este pequeño —pero grandísimo— film nos cuenta la vida de una marioneta (Ninetto Davoli, con la cara embadurnada de marrón) creada para interpretar Otelo. Desdémona es Laura Betti; Cassio, Franco Franchi; el titiritero, Francesco Leonetti; Bianca, Adriana Asti (la de Prima della rivoluzione) y Iago, Totò, en su última interpretación. También aparecen Ciccio Ingrassia y Domenico Modugno. La dirección de actores, magnífica, incluso con cómicos tan burdos y detestables como Franchi e Ingrassia, es una experiencia muy original, ya que todos están «colgados» de cuerdas y se mueven, como marionetas, de forma desarticulada. Otelo besa dos rojas cerezas, se come una y ofrece otra a Desdémona, en una escena llena de encanto, que recuerda los besos a través de una paloma del episodio babilónico de la Intolerancia, de Griffith, mientras una enana y un jorobado tocan la mandolina para hacer música de fondo. El sádico Iago (Totò, con la cara pintada de verde y los labios y los ojos muy rojos) pone en marcha la tragedia e incita a Otelo a matar a Desdémona. Otelo se pregunta por qué matar a su amada, y el titiritero le explica que quizá sea lo que, en el subconsciente, ella desea. Y Iago insiste: «La verdad es algo que existe en sí, que se siente, pero que si se explica deja de existir». Otelo abofetea a Desdémona, que complaciente le ofrece la otra mejilla. Por fin, Otelo intenta estrangularla, Iago se frota las manos, pero el público, en un principio satisfecho del espectáculo, inquieto y protestón desde que ha descubierto la maquinación de Iago, ya no lo soporta y se rebela: salta al escenario, mata a Iago y a Otelo, atiende solícito a Desdémona y lleva en hombros a Cassio.


Arrinconados contra la pared, tras el fin del espectáculo, las marionetas lloran la muerte de Otelo, que, estropeado, es cargado con Iago en un camión lleno de florida basura. Inmóviles, desesperados, los títeres gritan sin voz en el camión, mientras el chófer (Domenico Modugno) canta, con La Venus del espejo pegada en la pared de la cabina, y los deposita, entre inmundicias y latas de conserva, en un vertedero. Ya solos, inmóviles cara al cielo, entre desperdicios, contemplan las nubes, que Otelo ve por primera vez. Otelo, maravillado, pregunta «¿qué es eso?». Iago le responde «las nubes». Otelo, extasiado: «qué bello, qué bello». Y Iago, finalmente, replica: «Oh, maravillosa belleza del mundo».

A través de esta poética y hermosa fábula, Pasolini nos hace una distanciada reflexión sobre el teatro y la vida (y, de paso, el cine), sobre la realidad y la ficción, sobre el drama y la comedia, en suma, sobre la creación y el arte, con los bellos colores del prólogo de Edipo re, con música y canciones y, sobre todo, con una sensibilidad que choca con la zafiedad de los otros cuatro episodios.

Sugeriría a los distribuidores de Arte y Ensayo que dejasen de comprar cortos de animación yugoslavos (seguramente, vendidos al peso y comprados por lotes) y que trajeran este episodio de Capriccio all'italiana como complemento de alguna de sus películas (a ser posible, Uccellacci e uccellini o Teorema), pues vale la pena ahorrarse los demás sketchs y dar en V.O. el de Pasolini, para no perderse el sublime texto y la magnífica «recitación» de los actores de Che cosa sono le nuvole?

En Nuestro Cine nº 87 (julio de 1969)

lunes, 14 de julio de 2025

Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979)

Hay que volver a ver Apocalypse Now. Se comentó tan insistentemente su aventurado y prolongado rodaje, se estrenó en medio de tanta expectación y se discutió de tal modo acerca de sus sucesivos o alternativos finales que un muro de letra impresa entorpeció la (necesaria ardua) relación que debía establecerse entre la película y su público. El saldo fue decepcionante: todos la han visto, a pocos les satisface, nadie la recuerda. Después de tanto hablar sobre ella, ya nunca se menciona. Y no hay que olvidarla: es urgente recuperarla como obra viva, vigente más aún que entonces, y no dejar que quede sepultada bajo la losa de difamaciones con que se intentó restarle importancia. Porque se trata de una obra verdaderamente impresionante, audaz e innovadora en un grado raro en el cine americano. Un verdadero monumento, que no ha tenido prolongación ni descendencia.

Hay que reconocer que se trata de una experiencia agotadora, porque hay que sufrirla y «atravesarla» —como la jungla—, más que verla: no es posible limitarse a asistir a ella como un espectáculo distante, porque arrastra; tiene una vitalidad sorprendente en el cine moderno, un empuje único en el cine no narrativo, que obliga al espectador a una implicación (a la que éste se resiste) que no consiguieron nunca los vanguardistas europeos, no sé si por falta de energía o por creer que la distanciación era la mejor forma de establecer una cierta complicidad intelectual con su exiguo público. Ignoro si el acierto de la estrategia de Coppola obedece a la necesidad económica de que su película fuese vista por el mayor número posible de personas o se debe a la asunción (consciente o no) del dinamismo propio del cine épico de su país, pero lo cierto es que Apocalypse Now bate en sus terrenos respectivos tanto al Godard de Les Carabiniers (1963) como al Walsh de Objetivo Birmania (1945), hazaña de la que sólo encuentro un precedente en el delirante y lúcido Fuller de Invasión en Birmania (1962), que era, con todo, una película mucho más tradicional, de dimensiones más modestas y más lineal.


El controvertido final —ahora se ve claramente— da lo mismo, en el fondo, que sea uno u otro, pues lo que cuenta es el viaje, el itinerario. Hasta tal punto carece de verdadera importancia la conclusión que es el proyeccionista el que, de hecho, al correr las cortinas o encender las luces de la sala, determina en cada proyección dónde acaba la película, es decir, en qué termina exactamente, sin que ello modifique la experiencia que supone su visión ni su sentido global, que es el que vale. Para convencerse, basta con ver la película varias veces; aunque los finales sean diferentes, su efecto es el mismo. La polémica sobre este «punto final» debe dejarse a los amantes de las simplificaciones y los mensajes verbales, esos que dirán que detestan Selecciones del Reader's Digest, pero añoran sus recapitulaciones finales, porque quieren que les digan lo que tienen que pensar acerca de lo que han visto en lugar de pensar ellos (que es lo que Coppola exige). En el fondo parece insensato pedir aclaraciones a una película cuya última hora de proyección tiene una capacidad alucinatoria única en el cine que conozco, pues hace —por su duración— que uno pierda toda noción del tiempo real, «objetivo», exterior a lo que sucede en la pantalla, dimensión anunciada ya por el juego de sobreimpresiones y sonidos obsesionantes del genérico. No hay que olvidar que debe ser la única película del mundo que empieza diciendo «Esto es el fin» (a través de la canción de Jim Morrison & The Doors).

En una película que trata de la guerra y la locura, la muerte y la destrucción, el ruido y el fuego, el desorden y el exceso, es particularmente notable que Coppola haya conseguido ejercer un control sobre los actores tan absoluto: Brando (en uno de sus mejores y más incomprendidos trabajos) da volumen a un personaje que permanece en la sombra; Robert Duvall impide que resulte caricaturesco el suyo; Martin Sheen borda el papel más difícil imaginable, puesto que se reduce a callar y mirar. De este modo, en Apocalypse Now la desmesura avanza, a paso de carga, sin desviarse un milímetro del sendero trazado con osadía por Coppola, que mantiene el rumbo con mano firme y segura, como un buen piloto: ser director de cine consiste también en eso.

En Casablanca nº 34 (octubre de 1983)

viernes, 11 de julio de 2025

Os Fuzis (Ruy Guerra, 1964)

Si, por un lado, Los fusiles parece reintegrarse en el fondo histórico-mítico común a todo el "Cinema Nôvo Brasileiro" cuando trata temas del Nordeste (la sequía y la obsesión de que el Sertão se convierta en mar, el misticismo religioso y los "beatos", la alienación, el hambre, la violencia, los Conselheiros, las matanzas de Canudos y del Monte Santo, etc.), y ofrece numerosos puntos de contacto con Dios y el diablo en la tierra del sol (1964) de Glauber Rocha, es también evidente, por otra parte, que a pesar de la similitud de ciertas imágenes y paisajes se aparta de estas películas en su estilo y, sobre todo, en su estructura narrativa.

Como El hombre del cráneo rasurado (De Man die zijn haar kort liet knippen, 1963), film en el que André Delvaux reconoce la influencia de Los fusiles, el segundo largometraje de Ruy Guerra se desarrolla a través de una serie de secuencias amplias e inconexas, que se suceden como bloques, sin otra función aparente que proporcionarnos los datos y antecedentes necesarios para que comprendamos las circunstancias de la acción que va a desenvolverse. Estas secuencias-dato, cuya separación no está claramente señalizada ni delimitada cronológicamente, permanecen aisladas durante la primera parte de la película, de tal forma que parecen carecer de sentido, no esclareciéndose su significado hasta el momento en que, bastante avanzada ya la acción, se anudan y se explican mutuamente, haciendo que la duración distendida de cada una de ellas se acumule a la de las anteriores.

A lo largo de unos cincuenta minutos, Guerra se limita a mostrarnos una serie de acciones y sucesos de muy diversa índole y estilo, planteándonos a través de cada uno de ellos un lema o aspecto del problema: el misticismo, la sequía, unos hechos históricos que la transmisión oral ha ido deformando con el tiempo, los campesinos hambrientos que llegan a Milagres, la inquietud del propietario del almacén de víveres, la llegada de cinco soldados armados que envía el Gobierno para proteger los intereses del cacique-propietario, las relaciones de los soldados entre sí y de la tropa con los habitantes del pueblo, etc. Suprimidos los nexos entre una secuencia y otra, durante toda esta primera fase de la película nos limitamos a asimilar una serie de informaciones cuyo significado y función no logramos comprender (ya que Guerra utiliza una compleja variedad del "montaje alternado", en la que los elementos en juego son muy numerosos). Es tan sólo cuando las diversas piezas del "rompecabezas", que hasta entonces habían permanecido aisladas, se enlazan y conectan entre sí, cuando comprendemos, de golpe, el significado de la película, considerada como un todo. A partir de este momento de confluencia, el film abandona este peculiar tipo de estructura y transcurre de forma relativamente lineal, si bien sigue dilatando escenas en las que no ocurre nada, en que la acción no progresa ("rechazo las construcciones dramáticas donde todo es útil a la acción y a su progresión, donde todo sirve para hacerla avanzar... es en el tiempo de la elipsis cuando las cosas y su evolución me parecen más interesantes"). De ahí la importancia de los tiempos muertos en este film, en los que las relaciones se van creando poco a poco, en los que la tensión se acumula lentamente.

Frente a este rechazo de la elipsis dentro de cada secuencia, Guerra utiliza sistemáticamente la elipsis entre una secuencia y otra, y también dentro del plano. De esta forma llegamos a uno de los aspectos más innovadores de Los fusiles: el empleo del espacio en off (fuera de campo), en el que se basa siempre una porción importante de cada escena, cuando no toda ella. Tenemos, como ejemplo de esto último, la secuencia en que uno de los soldados, fortuitamente, da muerte a un campesino que intenta capturar una cabra, y en la que no vemos a la cabra ni al campesino hasta que, muerto éste, acaba la escena. Naturalmente, este no es sino un aspecto particular del empleo rigurosísimo y original que hace Guerra del espacio, a través de movimiento de cámara y actores (y sus entradas y salidas de campo), de encuadres y composiciones, que si en algún momento pueden parecer confusos y desordenados, obedecen siempre a unas necesidades expresivas que Guerra no se cansa de explorar. Esto nos lleva, a su vez, al empleo del sonido, que pocas veces ha sido potenciado como en Los fusiles (importancia y relieve de los jadeos, gritos, gemidos, cánticos, música, disparos, diálogos y ruido en general).

Cada secuencia del film parece obedecer a una concepción diferente, y así nos encontramos con fragmentos de carácter documentalista-etnográfico (entrevistas con varios viejos, con una ciega, etc.), junto a otras delirantes, enloquecidas, bárbaras y salvajes (la muerte de Gaucho, vomitando sangre entre alaridos, gemidos y contorsiones exasperadas), febriles (la escena nocturna de amor callejero entre Mario y Luisa) o didácticas (la explicación del manejo del fusil, quizá la mejor de toda la película). Sin embargo, Los fusiles no es un film caótico, por muchos saltos de eje, fallos de raccord y flous que haya, sino, por el contrario, un film muy medido y organizado a todos los niveles, con el resultado de que la adecuación entre una escena y otra se vea complementada por la adecuación entre el montaje, la fotografía, la dirección de actores, el texto, la música y el tema.

Por otra parte, como se habrá podido deducir de las breves indicaciones que he dado sobre el argumento de Los fusiles, a partir del momento en que las diversas secciones se han soldado entre sí, el film adquiere un matiz expositivo-parabólico que escapa del esquematismo, gracias, precisamente, al pesimismo que algunos reprochan a Guerra.

Para comprender bien las causas de esta actitud y del didactismo que acecha al film, conviene remontarse a los orígenes de Guerra y de esta película. Ruy Guerra nació en la colonia portuguesa de Mozambique, en 1931. De 1952 a 1954 estudió en el I.D.H.E.C. de París —donde rodó un corto de prácticas, Quand le soleil dort, que ya planteaba algunos de los temas de Los fusiles—. Luego estuvo en España —donde nació la idea de Los fusiles, que ocurría en invierno, en un pueblo desarmado que pedía la protección del ejército para defenderse de los lobos, que ese año no bajaban, acabando por producirse ciertas situaciones de violencia— y en Grecia, donde, tras las oportunas modificaciones, estuvo a punto de rodar la película. En 1958 se trasladó al Brasil, donde hizo su primer largometraje, Os Cafajestes (1962), y, tras adaptar el guión a la realidad brasileña del momento, consiguió hacer por fin Os Fuzis (después ha hecho un film "panameño", Sweet Hunters, 1969; véase crónica de Venecia).


He aquí, pues, que la "argumentación" de Los fusiles, reducida a su armazón ideológico, es plurivalente, ya que ha podido adecuarse a situaciones geográfico-político-sociales tan diferentes (en algunos aspectos) como las de España, Grecia y Brasil. El carácter parabólico-metafórico de la historia es, pues, evidente, y de ahí el peligro de caer en el esquematismo, evitado ya en parte por la perfecta adecuación con los datos objetivos del Nordeste que ha logrado Guerra. También se explica, por otra parte, el notable "africanismo" del film y su complejidad estructural (formación francesa, conocimiento de Eisenstein), que contrasta con su aparente primitivismo. Las raíces africanas de la cultura brasileña tienen aquí mayor relieve que en los films de Glauber Rocha, Walter Lima Jr., Carlos Diegues, Roberto Farias, Paulo Cezar Saraceni o Joaquim Pedro de Andrade, a la vez que Los fusiles es, narrativamente, un film mucho más intelectualizado (en el buen sentido) que los de aquellos directores.

Además, la condición de extranjero de Guerra explica ya en cierta medida su pesimismo (parece negar la posibilidad de la revolución en el Brasil), que contrasta con el esperanzado final épico de Deus e o Diabo na Terra do Sol, aunque conviene tener en cuenta que el fin de la película de Rocha, si es revolucionario, lo es de forma muy romántica e idealizada (como indica el estilo de la escena, la canción, etc.), y que su acción transcurre en 1940, mientras que, como nos indica un cartel inicial, Los fusiles ocurre en 1963 (piénsese que el mismo Rocha, en su film siguiente, Terra em Transe, 1967, que sucede en época actual, en Eldorado, país imaginario pero inequívocamente identificable, ya no es nada optimista). Por último, si analizamos a fondo el planteamiento político de Guerra en Los fusiles, resulta que lo que él niega es la eficacia de la revuelta individual y humanista (pues la actuación de Gaucho —que, además, no es de Milagres ni vive allí— es un arrebato sentimental, provocado por la pasividad y resignación del padre de un niño muerto de hambre, en el momento en que los soldados van a llevarse del pueblo los víveres del cacique, y no la consecuencia de una postura ideológica coherente y un plan de lucha organizada), que no logra inflamar a un pueblo analfabeto, hambriento y entregado al misticismo y a la esperanza de que "Dios lo arreglará todo". Para colmo, la violación del tabú religioso, que implica el que den muerte y descuarticen orgiásticamente al buey sagrado del "beato" para saciar con él su hambre, deja en el aire la posibilidad —remota— de una revolución, impulsada por la necesidad ya incontenible.

No es, sin embargo, su aspecto político el que hace de Los fusiles una obra importante, aunque contribuya a ello. Su lema, bastante didáctico en el fondo, y no demasiado original, sería insuficiente para dar a la película el valor que tiene. Este valor lo alcanza precisamente gracias al rigor y a la coherencia con que se ha dado forma a este "mensaje", ya que en ningún momento es expresado verbalmente, sino que se impone a nosotros con toda evidencia, y como consecuencia lógica del desarrollo del film, es decir, de su estructuración —que no es, por tanto, una mera investigación formal, sino el vehículo más adecuado a la expresión espontánea del pensamiento de Guerra—. De hecho, sólo en una escena (excelente, por otra parte), se plantea explícitamente el tema político del film: aquella en que Gaucho y el soldado discuten sobre la protesta y la pasividad en medio de los campesinos, sentados en el suelo en espera de un milagro. Es decir, que Guerra no construye la película para demostrarnos algo, subordinando cada elemento de ella a esta argumentación, sino que describe los sucesos (casi todos reales) con tal claridad y en tal orden que, sin que nos imponga enfáticamente sus opiniones, nuestra propia reflexión activa nos lleve a las mismas conclusiones. De esta manera Guerra evita una vez más el esquematismo, no sólo por la función catártica de la violencia y por la estructura narrativa, sino también por la ausencia de sentimentalismo y de psicología (la definición de los personajes recurre a las explicaciones psíquicas tan poco como un buen "western").

Naturalmente, el film tiene algunos defectos, pero éstos carecen de importancia, ya que se deben única y exclusivamente a las dificultades materiales del rodaje y a la falta de medios económicos (costó poco más de 1.000.000 de pesetas). Los fusiles es un film coherente, porque asume el propio subdesarrollo de la sociedad en que ha sido creado, abandonando cualquier referencia extranjera en provecho de las auténticas tradiciones del país. Actitud que debía ser un ejemplo a esa tendencia del cine español (nuevo o viejo, tanto da) que se empeña en (o se encarga de) hacer creer a los de fuera y a los de dentro que vivimos en un país moderno, desarrollado, armónico y feliz, en el que no hay problemas ni vicios, y si los hay carecen de importancia y tienen fácil arreglo, y que para ello enmascaran la realidad en oropeles de falso lujo, pretendiendo estar à la page y que todo resulte muy bonito y coloreado. Es más honrado y más útil hacer un film salvaje, brutal, demente, pobre y "feo" como Los fusiles —y otros films brasileños o yugoslavos—, porque lodo es cuestión de talento y de verdad. No olvidemos, además, que Los fusiles hubiera podido ser un film español, motivo por el que nos afecta doblemente.

En Nuestro Cine nº 90 (octubre de 1969)

miércoles, 9 de julio de 2025

Huella de luz (Rafael Gil, 1942)

Octavio es un agitado y muy modesto empleadillo de oficina, cuidado por su madre viuda, que detesta los gatos. El Sr. Bey, dueño y director de la empresa, en un momento de sentimentalismo, le regala una invitación a un lujoso balneario para que disfrute unas vacaciones, y le regala la ropa desechada (abundante pero de talla que duplica la del siempre hambriento chupatintas).

En agosto, con todos los gastos pagados, Octavio se instala en un tipo de vida que acaso conociera por las películas americanas, y que no había soñado probar. Conoce a hijos e hijas de millonarios y banqueros, por lo general vacuos y ociosos niños de papá; pero, mientras finge ser uno de ellos, se enamora de la muy distinta Lelly Molina, hijo del rival en los negocios de Bey, que deducimos es la hija de la mujer cuyo amor le empujó a los negocios, aunque ascendiera en la escala social demasiado tarde.

Por azar, Octavio descubre y denuncia a su jefe la traición del apoderado Ernesto Cañete, que ha vendido a Molina información para conseguir la exclusiva de suministros textiles al ejército de la República Democrática de Turulandia, lo que permite a Bey invertir la jugada. La inopinada aparición de su obsequiosa madre le delata, y se vuelve con ella a Madrid sin leer la carta de Lelly. El cierre de este moderno cuento de hadas de reconciliación y armonía interclasista combina una fiesta sorpresa con baile, concesión de mano y fuegos artificiales... cuya “huella de luz” esta vez no se borrará.

***

Comedia CIFESA de la primera posguerra –en plena guerra mundial, a la que no se hace la menor alusión, pese a no faltar ocasiones–, patentemente inspirada en las americanas de la década anterior (Capra, LaCava), pero con notable pobreza de medios, que delatan sobre todo los decorados con aspiración a la opulencia, materialización visible de un “quiero y no puedo” que afecta a la película entera y a todos los personajes (pobres o riquísimos, echan en falta algo).

Pese a lo precipitadamente inverosímil que resulta casi todo, basado en los esquemas más típicos de los cuentos de hadas (aquí con la incongruente y voluminosa apariencia de Juan Espantaleón, más parecido que nunca a Robert Middleton), y encarrilado a la fuerza hacia un final feliz tan ineludible como inconcebible con un mínimo de realismo, lo cierto es que algunos flecos de la realidad ambiental se cuelan de rondón ocasionalmente, en cuanto encuentran un resquicio, bien sea en forma de caricatura o detalle de excentricidad (la delirante obsesión contra los gatos de la ahorrativa madre del protagonista delata que todos, humanos modestos y gatos, pasaban hambre y competían por los alimentos) o por frases de pasada (el empresario–hada, a propósito de la ficticia R.D. de Turulandia, suelta que “nadie ama el dinero más que un demócrata, porque ama el suyo y el ajeno”; la implicación de que los otros gobiernos –salvo, se entiende, el español de la época– son venales). Las generalizaciones son abundantes, y con un cierto aroma populista: los ricos –o, mejor dicho, sus hijos; los padres han labrado su propia fortuna y han ascendido– son inútiles y caprichosos, despreciativos, sin alma ni compasión; los pobres son presentados como obedientes, trabajadores y honrados, y agradecen la caridad y las sobras. Hasta tal punto es así, que –no está claro si conscientemente o no, porque el diálogo parece sostener lo contrario– el final de la película se remata, reveladora si no significativamente, con unos grandes fuegos de artificio.


Frente al ocasional recurso a figuras de estilo insistentes, repetidas, de por sí enfáticas y casi expresionistas, y para colmo subrayadas por la música, otros elementos sorprenden por su levedad de toque, su agilidad, su aprovechamiento de las convenciones conocidas por el público para dejar implícito lo que la censura probablemente hubiera objetado o vetado de quedar más claro.

Salvan la película algunos incidentes y diálogos que bordean el disparate (cómico o sentimental), de gracia quizá no siempre deliberada, la ingenuidad ilimitada de la que se alimentaban los papeles habituales de Antonio Casal, impertérrito; el encanto y la belleza de Isabel de Pomés; la eficacia de algunos secundarios, la mayoría, con una dicción menos falsa y teatral de lo que parece norma perenne en el cine español; también la ilusión y el entusiasmo con que Gil y su equipo tratan de emular a sus modelos americanos, con “homenajes” que se anticipan en 17 años a los de la Nouvelle Vague; un cierto cariño al cine y al trabajo bien hecho, la voluntad de compensar la escasez relativa (hasta el poder de CIFESA era comparativamente ahorrativo) con pequeñas astucias. Por eso, más de 60 años después, permanece visible e inspira indulgencia hacia sus muy forzados y extemporáneos tributos verbales a la ideología dominante, recordatorios de adhesión al régimen que se estrellarían, de tomarlos en serio, con el subliminal mensaje igualitario subyacente en las comedias del New Deal.

Texto preparatorio para la intervención en un programa no emitido al cancelarse “¡Qué grande es el cine español!”. Escrito en julio de 1996.

lunes, 7 de julio de 2025

El género ingrato

Se dice a menudo que la comedia es el género más agradecido, porque es difícil que llegue a molestar o irritar, y al público le apetece, en principio, pasar un rato distraído y divertido, sin que le cuenten dramas ni problemas. Pero si la comedia se entiende no como un simple género, sino como una forma de ver la vida -con sentido del humor- o de vivirla -quizá con no tanto humor, pero sí con cierta propensión al teatro, la palabrería, el disimulo, el juego, el coqueteo, a inventar historias o embellecer los sucesos cuando se cuentan-, es decir, como una forma de conocimiento y exploración de la realidad y de unos personajes, que no por divertidos han de ser artificiales ni caricaturescos, las cosas cambian.

Si el director no aspira a arrancarle carcajadas a cualquier precio a ese público al que llaman "el respetable" precisamente quienes lo desprecian, ni está dispuesto a burlarse cruelmente de sus personajes, si se contenta con que los espectadores sonrían, la comedia se convierte en un arma de doble filo, en un producto extremadamente frágil y arriesgado. Esto le sucede, temo, a la comedia más inteligente y generosa que he visto en los últimos meses, y que es, para colmo, española: Un paraguas para tres, de Felipe Vega, con Icíar Bollaín, Eulalia Ramón -dos actrices que son personas, y no muñecas, y que se nota que son simpáticas, divertidas e inteligentes- y Juanjo Puigcorbé -por fin liberado de una cierta pesadumbre-. Imagino que alguno habrá pensado que Felipe Vega hacía concesiones comerciales, ya que los perezosos le han creado una imagen de serio (que merece, pero sin olvidar que la seriedad es compatible con el sentido del humor) y "difícil" que quizá no hiciese esperar de él una comedia, y que se tome su incursión en el género como una renuncia.



No hay tal, sino más bien una liberación. A mí me parecen excelentes las dos películas anteriores de Felipe Vega, Mientras haya luz (1987) y, sobre todo, El mejor de los tiempos (1989), pero hasta esta última se me antojaba un poco "puritana" –desde un punto de vista estrictamente cinematográfico- y me hacía desear que Felipe Vega dejase de reprimir sus tendencias más espontáneas -y sabias-, que sacrificaba un poco al rigor estilístico y a la exigencia para consigo mismo -en principio, dignas de admiración y respeto, y desgraciadamente muy desusadas-. Esto es lo que sucede, por fin, con Un paraguas para tres, que siendo, en apariencia, su obra menos personal, es la que mejor y de modo más íntegro le refleja: en ella le reconozco entero, y relajado, y no sólo una parte de él, la más crispada, como en las anteriores, sin que esto signifique que la última sea forzosamente la mejor. Sí la más serena, la más madura, también la más accesible -aunque para mí la anterior tenía que haber sido un éxito de taquilla, probablemente obstaculizado por la ridícula tendencia a considerarla difícil y por una mala distribución-, aunque, por las razones que he expuesto, quizá demasiado modesta y poco pretenciosa -como Innisfree de José Luis Guerín, como El sol del membrillo de Víctor Erice- para llamar la atención en medio de la algarabía, la confusión y la polución que dominan el panorama, ciertamente poco sano para todas aquellas películas que, por innovar, por buscar algo más que la rentabilidad, por respetar al espectador, por no alzar la voz, por apartarse de la rutina, corren el riesgo de ser convertidas en frágiles flores de invernadero, donde pronto pierden el aroma y languidecen, sin ser útiles más que para el desarrollo personal como cineastas de sus autores. Y es una lástima, porque son películas de las que cualquiera podría disfrutar sin esfuerzo.

Para el programa de radio Cine todos los días (1992)

viernes, 4 de julio de 2025

Las vacilaciones de Montxo Armendáriz

Quizá Montxo Armendáriz haya sido víctima de un arranque prometedor, con un primer largo, Tasio (1984), acogido con júbilo general y que, como toda obra inicial de éxito o —sobre todo— prestigio, puede convertirse en una losa, cuando menos un peligro, para su autor. Lo que suele considerarse como el colmo de la buena fortuna se revela, a la larga, más bien una carga, un peso a veces insoportable o aplastante, y por lo menos representa un precedente comprometedor, que exige determinadas cosas y casi impide otras.

Uno de los riesgos de la política de los autores, que —aunque sea por comodidad— practican hasta sus más conspicuos enemigos, estriba en que parece como si todo director, para ser tenido en consideración, o conservar su frágil estatuto artístico, hubiera de progresar constantemente, superando a cada intento el logro anterior; de lo contrario, se dirá que decae, como poco que se ha estancado, que se repite o que ha perdido frescura, cuando, en realidad, al espectador lo que le interesa —o debiera importarle— es que la película que está viendo resulte para él intrigante, emocionante, convincente, sin tener que compararla con la o las anteriores, ni evaluar —a veces sin apenas recordar otras etapas, que bien puede incluso desconocer— la evolución de la carrera del cineasta, que, por lo demás, puestos a eso, podría no tener nada más que contar, o madurar pero hacer obras menos redondas, o más arriesgadas pero no tan logradas como las precedentes, que serían, en cambio, más modestas, limitadas e inconscientes.

Esto explica, creo yo, que —con cierta frecuencia— un director, en lugar de aprovechar el crédito que se ha granjeado con su primera película y rodar otra inmediatamente después, a menudo se sumerja en un más o menos largo periodo de aparente inactividad, silencio o indecisión. No se trata de hacer, como la primera vez, simplemente una película, a ser posible prometedora y que destaque en el contexto general por algún rasgo distintivo; ni meramente de realizar otra película, una más. Puede que todo debutante sea, con independencia de su edad y sus estudios, un cineasta amateur, un aficionado; pero cuando se encara a su segunda realización, se está convirtiendo ya en un “profesional”, y pongo el término entrecomillado porque hoy, en general, y en España muy en particular, es muy difícil que nadie haga tantas y tan seguidas y variadas películas como para que llegue a contar con un periodo de formación, de adquisición del oficio, y sea, en cambio, más o menos frecuente que su carrera entera esté compuesta de sucesivas primeras obras separadas entre sí por periodos de tres o cinco años de proyectos fallidos o que cuesta mucho tiempo y esfuerzo poner en marcha; el caso extremo sería, como en tantas cosas, Víctor Erice, con su cadencia aproximadamente decenal.

Si Montxo Armendáriz contó con sencillez en Tasio una historia que para él significaba algo muy especial, cargada de recuerdos de parientes o vecinos, relatos escuchados con avidez y vivencias compartidas, que emocionaba con pudor y contención, sin insistir para lograrlo, y que resultaba nueva y original para gran parte del público —que casi siempre reconoce virtudes como la dignidad y el respeto a los personajes —, a pesar de tener un claro precedente en su cuarto e inmediatamente anterior cortometraje (rodado en 1981), también puede decirse que tuvo la ambigua suerte de que se lanzaran, un poco exageradamente, las campanas al vuelo, en parte por el mero deseo de que surgiesen nuevos cineastas, y después la dudosa pero, en el fondo, saludable fortuna de que su segunda obra, mucho más actual, de tema (la droga entre los jóvenes) más candente, más arriesgada y difícil, y a mi juicio netamente superior, 27 horas (1986), despertase mucho menor interés, y se recibiera con cierta tibieza y escaso entusiasmo. Yo creo que molestó bastante, entre otras cosas, por un realismo en sus conclusiones tan exento de moralina como de esperanza, y ya se sabe que al que acude al cine a pasar el rato no le gusta nada salir preocupado o angustiado. La tercera fue igualmente audaz, o incluso más todavía, de hecho tan contemporánea que seguiría estando de actualidad, si se viese a menudo, el cual no es, precisamente, el caso, ya que Las cartas de Alou (1990) fue todavía menos vista y valorada que la anterior, y aún hoy sigue sin que se le reconozca su valor ejemplar, tanto cinematográfico como cívico y hasta el carácter premonitorio, entonces insospechado para la mayor parte de los habitantes de este país, que el tiempo se ha ocupado de revelar en sus imágenes carentes de retórica, ya que abordaba, con lucidez y generosidad, la explotación de los inmigrantes ilegales.

Hasta ahí, las cosas marchaban inmejorablemente bien, confirmando la más ingenua fe en el progreso. Cada película de Armendáriz era un tranquilo paso adelante, mejor, más completo y más natural, más seguro que el precedente. Y Montxo Armendáriz, siempre producido por Elías Querejeta, con guiones originales (en los dos últimos con la colaboración del propio Querejeta), se había convertido, para algunos espectadores atentos, en uno de los más respetables y fiables directores del cine español, a la vez personal y singularmente modesto, y un señor muy particular e independiente, relativamente maduro (tenía 35 años cuando se estrenó su primer largometraje, frente a los 23 de José Luis Guerin cuando filmó Los motivos de Berta), que se dedicaba a otras actividades y no vivía del cine, sino que, cuando tenía algo que contar, hacía una película, y luego se reincorporaba a su trabajo verdaderamente profesional.

Pero dos fracasos parecen ser demasiados, incluso con producciones de coste no muy elevado y bien lejos de Hollywood, y tres películas convierten a un director en un profesional hasta si se ha resistido a ello. Por causas concretas que desconozco, son cinco años los que separan Las cartas de Alou de la siguiente, Historias del Kronen (1995), que en la filmografía de Armendáriz destaca, sobre todo, por ser su primera adaptación de una obra literaria, la novela homónima de un joven autor de éxito, y que me permito dudar —a riesgo de equivocarme— que sea una elección personal. Todavía producida —por cuarta y última vez— por Querejeta, a mi entender es una película mucho menos personal, menos clara, más retorcida y ambigua (en el mal sentido de la palabra) que cualquiera de las anteriores. Quizá la raíz de lo irreconocible que resulta como una película de Montxo Armendáriz estribe en que trata de unos personajes por los que es muy difícil sentir no ya estima, sino incluso interés; que pueden suscitar preocupación y horror —como, en otro sentido, el protagonista de 27 horas, estupendamente encarnado por el muy poco aprovechado Martxelo Rubio—, pero difícilmente respeto. A mi entender, se trata de personajes radicalmente ajenos al mundo de Armendáriz, que no los entiende ni parece sentirse a gusto en su compañía forzosa. Se nota que no quiere permitirse despreciarlos, pero se diría que le tienta; es posible, por otra parte, que temiese ser tratado de "viejo", moralista o conservador, si dejaba clara su postura —riesgo que sí asumió Robert Bresson en El diablo, probablemente (Le Diable, probablement, 1977) o El dinero (L'argent, 1983)—, aunque también se detecta un cierto afán de contraponerlo con la figura del abuelo del protagonista —eso sí, sin identificarse con él—, perteneciente a una generación menos afortunada pero más autosuficiente, más sufrida, menos quejosa pese a tener que haber hecho frente a circunstancias mucho más difíciles. De ahí resulta, contrariamente a lo que era patente en sus tres obras primeras, una especie de vacilación deliberada, casi de disimulo, que se traduce en la técnica de dar una de cal y otra de arena y en una distancia con respecto a los personajes que convierte Historias del Kronen en una película fría y calculadora, externa, carente de espontaneidad, y hasta irritante cuando uno detecta —o cree advertir— una actitud que yo, entonces, llamé para mis adentros “precaucionismo”, acordándome del reproche que le hizo, en su tiempo, en Cahiers du Cinéma un crítico que no recuerdo —tal vez fuese Pierre Kast—, a la adaptación paliativa de Drieu la Rochelle por Louis Malle en Fuego fatuo (Le feu follet, 1963). Todavía no se había extendido el imperativo de la corrección política, ni se había popularizado esta denominación, que tan exactamente describe el tira y afloja y las medias tintas en los que incurre deliberadamente, me temo, Armendáriz, en franca contraposición a la franqueza despreocupada que caracterizaba su cine anterior.

El no muy prolongado silencio de Armendáriz tras la experiencia de Kronen y la (al menos aparente) ruptura con Querejeta (pocos son los que aguantan tres películas con él, si bien han sido muchos los que le deben el arranque de sus respectivas carreras) extraña menos que las pausas anteriores, pese a que probablemente fuese su mayor éxito comercial; tal vez —reconozco que es así en mi caso—, después de la decepción, teníamos menos esperanzas puestas en él, y pensábamos que el tiempo le ayudaría a recobrar el rumbo. Así resulta en 1997, con Secretos del corazón, un nuevo guión original, en este caso con un enfoque retrospectivo, más en línea con Tasio que con las demás, y que, curiosamente, tras ser muy apreciada en el momento de su estreno, ha caído en un misterioso olvido, que comparte con la otra gran película española de aquel año, El color de las nubes de Mario Camus, sospecho que porque hoy se miran como académicas y se consideran sentimentales, confundiendo la intensa emoción y el dramatismo y la claridad expositiva con la rutina y la sensiblería, de las que ambas obras están singularmente desprovistas.

Desgraciadamente, y a pesar de que considere Secretos del corazón la mejor película realizada hasta la fecha por Armendáriz, las películas siguientes, una suerte de documental más bienintencionado que interesante —Escenario móvil, 2004— embutido entre dos largos al menos parcialmente de época, Silencio Roto (2001) y Obaba (2005), no han consolidado la recobrada confianza, sino que, con menor o mayor gravedad, se deslizan por una pendiente conformista, políticamente correcta (en forma que se me antoja oportunista y encuentro muy previsible) y estéticamente vulgar y ampulosa, cuando no pseudopoética —tres rasgos típicos del academicismo televisivo predominante en el cine español ambicioso de los últimos años que me resultan particularmente indigestos—, razones todas ellas que me hacen, en este momento, no saber qué pensar acerca de Montxo Armendáriz, o mejor y más precisamente, acerca de su cine, porque yo estoy casi seguro de que él, aunque le conozco muy poco, es una persona honrada e inteligente. Tal vez le falte una pizca de ambición artística, o de interés apasionado por el cine como forma de expresión —y no sólo como medio de comunicación—, carencias o insuficiencias que le disuaden de reflexionar cinematográficamente sobre lo que cuenta y cómo lo hace —en este sentido, me parece muy decepcionante Escenario móvil—, y por eso se conforma, a veces, me temo, con ilustrar con muy aburrida competencia técnica historias lo mismo ajenas (Bernardo Atxaga en Obaba, sin duda la más pobre y peor construida de sus películas, incluyendo Historias del Kronen) que propias (aunque basadas en experiencias no vividas, muy de segunda mano, como la hagiográfica y nada sutil ni compleja Silencio Roto), procurando en exceso resultar —ay— irreprochable desde un punto de vista ideológico supuestamente mayoritario. Convertirse en portavoz del progresismo ilustrado no me parece un objetivo interesante, ni es, desde luego, lo que cabía esperar del autor o principal responsable de Tasio, 27 horas, Las cartas de Alou y Secretos del corazón.

La indiscutible, aunque no infalible, habilidad para extraer algunas interpretaciones naturales de los actores, sean noveles o veteranos —incluso en Obaba, hay algo que suena a verdadero, gracias a Pilar López de Ayala, y pese a no contar con un personaje en el que apoyarse, sino tener un vacío que rellenar—, merece una dedicación más arriesgada, más digna, esperanza que el recuerdo de sus mejores logros obliga a mantener en pie, aunque, he de confesarlo, en los tiempos que corren, con una confianza muy debilitada.

En "Montxo Armendáriz : Itinerarios". Asociación Cinéfila Cáceres “Re-Bross”, Ocho y Medio, 29 de octubre de 2007.

miércoles, 2 de julio de 2025

Fernando Trueba

Es frecuente que los niños pequeños adquieran lo que se llama "un ojo perezoso", que se trata de corregir tapándole el que usan para que no tenga más remedio que usar el otro. La "planificación perezosa" de las primeras películas dirigidas por el ex-crítico influyente (Guía del Ocio y El País, nada menos) Fernando Trueba -sobre todo la famosa Ópera prima- tenía la virtud de alejarle por completo de la ramplona y chabacana machaconería de las comedias españolas dominantes en la época, que solo los dotados de conciencia histórica o memoria pueden siquiera imaginar. El espejismo no duró demasiado, pues tras una interesante tentativa documental -que no fue rentable- se vió que en el caso de Trueba el cuerpo no tenía mucho aguante y se embadurnó de Sal gorda, sellando un pacto "contra natura" con un aprendiz local de Mefistófeles que poco le ha beneficiado. Sólo una vez ha sabido sacar partido de esa larga alianza con uno de los mandarines del lugar, cortejado por el poder y temido por los bancos: lograr hacer El sueño del mono loco, la única vez que ha mostrado su rostro más auténtico. Por lo demás, se ha confinado a idealizar y falsificar el pasado y hacer comedias tan mecánicas como poco graciosas. No basta con pagar culto de boquilla al pobre Billy Wilder ni agitar la bandera tricolor de una República que ni vivió ni conoce; sin sentido del humor, es difícil hacer comedias. En ese recorrido, cada vez más desesperanzadoramente insípido, se ha ido instalando en la más funcionarial de las rutinas, en una indiferencia absoluta, que no logra convertir en oro la hojalata y que anula la materia prima cuando, de tarde en tarde, tiene valor, como en Calle 54 y El Embrujo de Shanghai, escandalosas exhibiciones del arte del desperdicio. ¡Qué lejos estamos del cinéfilo que admiraba a Robert Bresson, Éric Rohmer, Jean Eustache o Alain Tanner!

Siento concebir ya pocas esperanzas de que Trueba recupere algún día la relativa frescura de Ópera prima, la inquietante perversidad del Mono loco, ni siquiera la eficacia de Sé infiel y no mires con quién. La última película suya que de verdad me gusta, el episodio televisivo La mujer inesperada, con Resines y María Barranco, data de hace ya 12 años, y es mucho tiempo, dominado, cuando acierta, por logros de objetivos tan poco explicables como hacer una comedia como las que se hacen AHORA en Estados Unidos: Two Much desperdiciaba a Daryl Hannah.

Texto preparatorio para la intervención en El Séptimo Vicio, en Radio 3. Escrito el 17 de abril de 2002.