lunes, 14 de julio de 2025

Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979)

Hay que volver a ver Apocalypse Now. Se comentó tan insistentemente su aventurado y prolongado rodaje, se estrenó en medio de tanta expectación y se discutió de tal modo acerca de sus sucesivos o alternativos finales que un muro de letra impresa entorpeció la (necesaria ardua) relación que debía establecerse entre la película y su público. El saldo fue decepcionante: todos la han visto, a pocos les satisface, nadie la recuerda. Después de tanto hablar sobre ella, ya nunca se menciona. Y no hay que olvidarla: es urgente recuperarla como obra viva, vigente más aún que entonces, y no dejar que quede sepultada bajo la losa de difamaciones con que se intentó restarle importancia. Porque se trata de una obra verdaderamente impresionante, audaz e innovadora en un grado raro en el cine americano. Un verdadero monumento, que no ha tenido prolongación ni descendencia.

Hay que reconocer que se trata de una experiencia agotadora, porque hay que sufrirla y «atravesarla» —como la jungla—, más que verla: no es posible limitarse a asistir a ella como un espectáculo distante, porque arrastra; tiene una vitalidad sorprendente en el cine moderno, un empuje único en el cine no narrativo, que obliga al espectador a una implicación (a la que éste se resiste) que no consiguieron nunca los vanguardistas europeos, no sé si por falta de energía o por creer que la distanciación era la mejor forma de establecer una cierta complicidad intelectual con su exiguo público. Ignoro si el acierto de la estrategia de Coppola obedece a la necesidad económica de que su película fuese vista por el mayor número posible de personas o se debe a la asunción (consciente o no) del dinamismo propio del cine épico de su país, pero lo cierto es que Apocalypse Now bate en sus terrenos respectivos tanto al Godard de Les Carabiniers (1963) como al Walsh de Objetivo Birmania (1945), hazaña de la que sólo encuentro un precedente en el delirante y lúcido Fuller de Invasión en Birmania (1962), que era, con todo, una película mucho más tradicional, de dimensiones más modestas y más lineal.


El controvertido final —ahora se ve claramente— da lo mismo, en el fondo, que sea uno u otro, pues lo que cuenta es el viaje, el itinerario. Hasta tal punto carece de verdadera importancia la conclusión que es el proyeccionista el que, de hecho, al correr las cortinas o encender las luces de la sala, determina en cada proyección dónde acaba la película, es decir, en qué termina exactamente, sin que ello modifique la experiencia que supone su visión ni su sentido global, que es el que vale. Para convencerse, basta con ver la película varias veces; aunque los finales sean diferentes, su efecto es el mismo. La polémica sobre este «punto final» debe dejarse a los amantes de las simplificaciones y los mensajes verbales, esos que dirán que detestan Selecciones del Reader's Digest, pero añoran sus recapitulaciones finales, porque quieren que les digan lo que tienen que pensar acerca de lo que han visto en lugar de pensar ellos (que es lo que Coppola exige). En el fondo parece insensato pedir aclaraciones a una película cuya última hora de proyección tiene una capacidad alucinatoria única en el cine que conozco, pues hace —por su duración— que uno pierda toda noción del tiempo real, «objetivo», exterior a lo que sucede en la pantalla, dimensión anunciada ya por el juego de sobreimpresiones y sonidos obsesionantes del genérico. No hay que olvidar que debe ser la única película del mundo que empieza diciendo «Esto es el fin» (a través de la canción de Jim Morrison & The Doors).

En una película que trata de la guerra y la locura, la muerte y la destrucción, el ruido y el fuego, el desorden y el exceso, es particularmente notable que Coppola haya conseguido ejercer un control sobre los actores tan absoluto: Brando (en uno de sus mejores y más incomprendidos trabajos) da volumen a un personaje que permanece en la sombra; Robert Duvall impide que resulte caricaturesco el suyo; Martin Sheen borda el papel más difícil imaginable, puesto que se reduce a callar y mirar. De este modo, en Apocalypse Now la desmesura avanza, a paso de carga, sin desviarse un milímetro del sendero trazado con osadía por Coppola, que mantiene el rumbo con mano firme y segura, como un buen piloto: ser director de cine consiste también en eso.

En Casablanca nº 34 (octubre de 1983)

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