lunes, 21 de julio de 2025

Pasión fría

Alexandre Astruc, considerado como uno de los precursores de la «Nueva Ola» —junto a Franju, Melville, Leenhardt—, es en España un director «maldito». Hasta ahora sólo los cine-clubs habían proyectado alguno de sus films: Le Rideau cramoisi (1952) y Une vie (1958). Llega por fin, con nueve años de retraso, una de sus obras más famosas: La Proie pour l'ombre, bajo el absurdo título de Tres menos dos. Su nombre español nos da ya una pista, aunque superficial: la película muestra, describe y analiza las relaciones que mantiene Anna (Annie Girardot) con dos hombres, su hosco marido, Eric (Daniel Gélin) y su impulsivo amante, Bruno (Christian Marquand). Sin embargo, no se trata del clásico triángulo, pues lo que desea Anna no es el amor, sino la libertad, la independencia, y para ello no quiere ser poseída y dominada por ninguno de los dos hombres, a los que, bajo sus diferentes actitudes, acaba encontrando equivalentes y, en consecuencia, abandonándoles.

Astruc es, primordialmente, un estilista. Crítico y teórico, desarrolló una concepción del cine como forma de escritura (la caméra-stylo) que, a pesar de las diversas influencias que ha sufrido, se ha mantenido como básica en su forma de hacer cine. Sólo que si en un principio se declaraba wellesiano, finalmente, al descubrir a Mizoguchi, tomó como objetivo el hacer películas límpidas, cristalinas, en que la puesta en escena resultara imperceptible. Sin embargo, al ser esta «invisibilidad» estilística consecuencia de una búsqueda voluntaria y consciente, la cámara, en lugar de hacerse insensible, ha pasado a convertirse en protagonista de sus films, llamando constantemente la atención por la fluidez y elegancia de sus movimientos, por su sorprendente ubicuidad, rayana en el virtuosismo. Sus largos planos, que respetan al máximo la continuidad espacio-temporal de la acción, acaban por hacerse notar, como ha sucedido con Otto Preminger, director muy admirado por Astruc, y a cuyo film Buenos días, tristeza (Bonjour Tristesse,1958), se parece mucho La Proie pour l'ombre. En efecto, la claridad, la fluidez de las mejores obras de ese gran cineasta que ya no es Preminger, se reencuentra en los pocos films de Astruc que conozco: su serenidad, su maestría para usar el Scope, la precisión de su dirección de actores, las sutiles vibraciones anímicas que laten en sus misteriosos y ambiguos personajes (hechos de luz y de sombra), evocan, ante todo, los films intimistas de Preminger.


Ahora bien, La Proie pour l'ombre es una película más frágil, más tensa, menos rigurosa que las de Preminger. Esta tensión no nace simplemente del enfrentamiento de los opuestos caracteres de los personajes, sino, sobre todo, del choque que se produce a cada instante entre los sentimientos románticos (decimonónicos, como los de Une vie) de los protagonistas y el frío y moderno decorado (parecido al de La noche de Antonioni) en que se desenvuelven. Se podría decir, incluso, que la red trazada a su alrededor por los incesantes movimientos de cámara de Astruc forma parte de ese decorado, hasta llegar a formar un edificio —inmaterial, invisible— de piedra, cristal, fuego y hielo, en el que sólo el perfecto ensamblaje de tan heterogéneos materiales crea un equilibrio inestable, que de vez en cuando se resquebraja, saliendo a la superficie uno de sus elementos, que dominará la película hasta ser reabsorbido por su contrario: el fuego se apaga, el hielo se derrite, y la superficie del film vuelve a hacerse lisa y pulida hasta que una nueva grieta se abra en ella y, poco después, la fisura se cierre de nuevo.

Podríamos comparar entonces La Proie pour l'ombre a las aguas tranquilas de un rio que fluye lentamente, con suavidad, y cuya calma se ve turbada de improviso por un soplo de viento que agita su superficie, o por una piedra que se hunde hasta el fondo mientras la onda del choque dibuja sobre las aguas una sucesión creciente —y cada vez más débil— de círculos concéntricos. Así, a un gesto brusco de Bruno le responde un cambio de plano igualmente violento, que rompe la continuidad espacial de forma voluntariamente perceptible; a una crispación de Anna le acompaña un salto de eje que crea una tensión momentánea, que luego se diluye en la sombra que, poco a poco, se irá extendiendo sobre los personajes. Este neoclasicismo teñido de toques románticos emparenta a Astruc con Éric Rohmer y sus Cuentos morales (La Collectionneuse, 1966), y le acerca, por tanto, a Goethe (no es casual que Bruno declame en un momento unas palabras de este escritor, y tampoco lo es la presencia en la banda sonora de la Cantata 51 de Bach), o a Mozart.

Film de modulaciones, escultórico, palpitante, suave y cruel, acaba por evocar la «terrible dulzura» de Mizoguchi, el ídolo de Astruc. No es tampoco coincidencia que este film se presente, entonces, como lo más aproximado a una hipotética —e imposible— síntesis de Douglas Sirk (lirismo, pasiones desatadas, hojas secas al viento, clima funerario, vértigos suicidas) y Robert Bresson (rigor, concisión, sobriedad, ascetismo), y que se pueda decir de él que es un film apasionadamente frío o fríamente apasionado.

En El Noticiero Universal (1 de octubre de 1969)

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