Quizá Montxo Armendáriz haya sido víctima de un arranque prometedor, con un primer largo, Tasio (1984), acogido con júbilo general y que, como toda obra inicial de éxito o —sobre todo— prestigio, puede convertirse en una losa, cuando menos un peligro, para su autor. Lo que suele considerarse como el colmo de la buena fortuna se revela, a la larga, más bien una carga, un peso a veces insoportable o aplastante, y por lo menos representa un precedente comprometedor, que exige determinadas cosas y casi impide otras.
Uno de los riesgos de la política de los autores, que —aunque sea por comodidad— practican hasta sus más conspicuos enemigos, estriba en que parece como si todo director, para ser tenido en consideración, o conservar su frágil estatuto artístico, hubiera de progresar constantemente, superando a cada intento el logro anterior; de lo contrario, se dirá que decae, como poco que se ha estancado, que se repite o que ha perdido frescura, cuando, en realidad, al espectador lo que le interesa —o debiera importarle— es que la película que está viendo resulte para él intrigante, emocionante, convincente, sin tener que compararla con la o las anteriores, ni evaluar —a veces sin apenas recordar otras etapas, que bien puede incluso desconocer— la evolución de la carrera del cineasta, que, por lo demás, puestos a eso, podría no tener nada más que contar, o madurar pero hacer obras menos redondas, o más arriesgadas pero no tan logradas como las precedentes, que serían, en cambio, más modestas, limitadas e inconscientes.
Esto explica, creo yo, que —con cierta frecuencia— un director, en lugar de aprovechar el crédito que se ha granjeado con su primera película y rodar otra inmediatamente después, a menudo se sumerja en un más o menos largo periodo de aparente inactividad, silencio o indecisión. No se trata de hacer, como la primera vez, simplemente una película, a ser posible prometedora y que destaque en el contexto general por algún rasgo distintivo; ni meramente de realizar otra película, una más. Puede que todo debutante sea, con independencia de su edad y sus estudios, un cineasta amateur, un aficionado; pero cuando se encara a su segunda realización, se está convirtiendo ya en un “profesional”, y pongo el término entrecomillado porque hoy, en general, y en España muy en particular, es muy difícil que nadie haga tantas y tan seguidas y variadas películas como para que llegue a contar con un periodo de formación, de adquisición del oficio, y sea, en cambio, más o menos frecuente que su carrera entera esté compuesta de sucesivas primeras obras separadas entre sí por periodos de tres o cinco años de proyectos fallidos o que cuesta mucho tiempo y esfuerzo poner en marcha; el caso extremo sería, como en tantas cosas, Víctor Erice, con su cadencia aproximadamente decenal.
Si Montxo Armendáriz contó con sencillez en Tasio una historia que para él significaba algo muy especial, cargada de recuerdos de parientes o vecinos, relatos escuchados con avidez y vivencias compartidas, que emocionaba con pudor y contención, sin insistir para lograrlo, y que resultaba nueva y original para gran parte del público —que casi siempre reconoce virtudes como la dignidad y el respeto a los personajes —, a pesar de tener un claro precedente en su cuarto e inmediatamente anterior cortometraje (rodado en 1981), también puede decirse que tuvo la ambigua suerte de que se lanzaran, un poco exageradamente, las campanas al vuelo, en parte por el mero deseo de que surgiesen nuevos cineastas, y después la dudosa pero, en el fondo, saludable fortuna de que su segunda obra, mucho más actual, de tema (la droga entre los jóvenes) más candente, más arriesgada y difícil, y a mi juicio netamente superior, 27 horas (1986), despertase mucho menor interés, y se recibiera con cierta tibieza y escaso entusiasmo. Yo creo que molestó bastante, entre otras cosas, por un realismo en sus conclusiones tan exento de moralina como de esperanza, y ya se sabe que al que acude al cine a pasar el rato no le gusta nada salir preocupado o angustiado. La tercera fue igualmente audaz, o incluso más todavía, de hecho tan contemporánea que seguiría estando de actualidad, si se viese a menudo, el cual no es, precisamente, el caso, ya que Las cartas de Alou (1990) fue todavía menos vista y valorada que la anterior, y aún hoy sigue sin que se le reconozca su valor ejemplar, tanto cinematográfico como cívico y hasta el carácter premonitorio, entonces insospechado para la mayor parte de los habitantes de este país, que el tiempo se ha ocupado de revelar en sus imágenes carentes de retórica, ya que abordaba, con lucidez y generosidad, la explotación de los inmigrantes ilegales.
Hasta ahí, las cosas marchaban inmejorablemente bien, confirmando la más ingenua fe en el progreso. Cada película de Armendáriz era un tranquilo paso adelante, mejor, más completo y más natural, más seguro que el precedente. Y Montxo Armendáriz, siempre producido por Elías Querejeta, con guiones originales (en los dos últimos con la colaboración del propio Querejeta), se había convertido, para algunos espectadores atentos, en uno de los más respetables y fiables directores del cine español, a la vez personal y singularmente modesto, y un señor muy particular e independiente, relativamente maduro (tenía 35 años cuando se estrenó su primer largometraje, frente a los 23 de José Luis Guerin cuando filmó Los motivos de Berta), que se dedicaba a otras actividades y no vivía del cine, sino que, cuando tenía algo que contar, hacía una película, y luego se reincorporaba a su trabajo verdaderamente profesional.
Pero dos fracasos parecen ser demasiados, incluso con producciones de coste no muy elevado y bien lejos de Hollywood, y tres películas convierten a un director en un profesional hasta si se ha resistido a ello. Por causas concretas que desconozco, son cinco años los que separan Las cartas de Alou de la siguiente, Historias del Kronen (1995), que en la filmografía de Armendáriz destaca, sobre todo, por ser su primera adaptación de una obra literaria, la novela homónima de un joven autor de éxito, y que me permito dudar —a riesgo de equivocarme— que sea una elección personal. Todavía producida —por cuarta y última vez— por Querejeta, a mi entender es una película mucho menos personal, menos clara, más retorcida y ambigua (en el mal sentido de la palabra) que cualquiera de las anteriores. Quizá la raíz de lo irreconocible que resulta como una película de Montxo Armendáriz estribe en que trata de unos personajes por los que es muy difícil sentir no ya estima, sino incluso interés; que pueden suscitar preocupación y horror —como, en otro sentido, el protagonista de 27 horas, estupendamente encarnado por el muy poco aprovechado Martxelo Rubio—, pero difícilmente respeto. A mi entender, se trata de personajes radicalmente ajenos al mundo de Armendáriz, que no los entiende ni parece sentirse a gusto en su compañía forzosa. Se nota que no quiere permitirse despreciarlos, pero se diría que le tienta; es posible, por otra parte, que temiese ser tratado de "viejo", moralista o conservador, si dejaba clara su postura —riesgo que sí asumió Robert Bresson en El diablo, probablemente (Le Diable, probablement, 1977) o El dinero (L'argent, 1983)—, aunque también se detecta un cierto afán de contraponerlo con la figura del abuelo del protagonista —eso sí, sin identificarse con él—, perteneciente a una generación menos afortunada pero más autosuficiente, más sufrida, menos quejosa pese a tener que haber hecho frente a circunstancias mucho más difíciles. De ahí resulta, contrariamente a lo que era patente en sus tres obras primeras, una especie de vacilación deliberada, casi de disimulo, que se traduce en la técnica de dar una de cal y otra de arena y en una distancia con respecto a los personajes que convierte Historias del Kronen en una película fría y calculadora, externa, carente de espontaneidad, y hasta irritante cuando uno detecta —o cree advertir— una actitud que yo, entonces, llamé para mis adentros “precaucionismo”, acordándome del reproche que le hizo, en su tiempo, en Cahiers du Cinéma un crítico que no recuerdo —tal vez fuese Pierre Kast—, a la adaptación paliativa de Drieu la Rochelle por Louis Malle en Fuego fatuo (Le feu follet, 1963). Todavía no se había extendido el imperativo de la corrección política, ni se había popularizado esta denominación, que tan exactamente describe el tira y afloja y las medias tintas en los que incurre deliberadamente, me temo, Armendáriz, en franca contraposición a la franqueza despreocupada que caracterizaba su cine anterior.
El no muy prolongado silencio de Armendáriz tras la experiencia de Kronen y la (al menos aparente) ruptura con Querejeta (pocos son los que aguantan tres películas con él, si bien han sido muchos los que le deben el arranque de sus respectivas carreras) extraña menos que las pausas anteriores, pese a que probablemente fuese su mayor éxito comercial; tal vez —reconozco que es así en mi caso—, después de la decepción, teníamos menos esperanzas puestas en él, y pensábamos que el tiempo le ayudaría a recobrar el rumbo. Así resulta en 1997, con Secretos del corazón, un nuevo guión original, en este caso con un enfoque retrospectivo, más en línea con Tasio que con las demás, y que, curiosamente, tras ser muy apreciada en el momento de su estreno, ha caído en un misterioso olvido, que comparte con la otra gran película española de aquel año, El color de las nubes de Mario Camus, sospecho que porque hoy se miran como académicas y se consideran sentimentales, confundiendo la intensa emoción y el dramatismo y la claridad expositiva con la rutina y la sensiblería, de las que ambas obras están singularmente desprovistas.
Desgraciadamente, y a pesar de que considere Secretos del corazón la mejor película realizada hasta la fecha por Armendáriz, las películas siguientes, una suerte de documental más bienintencionado que interesante —Escenario móvil, 2004— embutido entre dos largos al menos parcialmente de época, Silencio Roto (2001) y Obaba (2005), no han consolidado la recobrada confianza, sino que, con menor o mayor gravedad, se deslizan por una pendiente conformista, políticamente correcta (en forma que se me antoja oportunista y encuentro muy previsible) y estéticamente vulgar y ampulosa, cuando no pseudopoética —tres rasgos típicos del academicismo televisivo predominante en el cine español ambicioso de los últimos años que me resultan particularmente indigestos—, razones todas ellas que me hacen, en este momento, no saber qué pensar acerca de Montxo Armendáriz, o mejor y más precisamente, acerca de su cine, porque yo estoy casi seguro de que él, aunque le conozco muy poco, es una persona honrada e inteligente. Tal vez le falte una pizca de ambición artística, o de interés apasionado por el cine como forma de expresión —y no sólo como medio de comunicación—, carencias o insuficiencias que le disuaden de reflexionar cinematográficamente sobre lo que cuenta y cómo lo hace —en este sentido, me parece muy decepcionante Escenario móvil—, y por eso se conforma, a veces, me temo, con ilustrar con muy aburrida competencia técnica historias lo mismo ajenas (Bernardo Atxaga en Obaba, sin duda la más pobre y peor construida de sus películas, incluyendo Historias del Kronen) que propias (aunque basadas en experiencias no vividas, muy de segunda mano, como la hagiográfica y nada sutil ni compleja Silencio Roto), procurando en exceso resultar —ay— irreprochable desde un punto de vista ideológico supuestamente mayoritario. Convertirse en portavoz del progresismo ilustrado no me parece un objetivo interesante, ni es, desde luego, lo que cabía esperar del autor o principal responsable de Tasio, 27 horas, Las cartas de Alou y Secretos del corazón.
La indiscutible, aunque no infalible, habilidad para extraer algunas interpretaciones naturales de los actores, sean noveles o veteranos —incluso en Obaba, hay algo que suena a verdadero, gracias a Pilar López de Ayala, y pese a no contar con un personaje en el que apoyarse, sino tener un vacío que rellenar—, merece una dedicación más arriesgada, más digna, esperanza que el recuerdo de sus mejores logros obliga a mantener en pie, aunque, he de confesarlo, en los tiempos que corren, con una confianza muy debilitada.
En "Montxo Armendáriz : Itinerarios". Asociación Cinéfila Cáceres “Re-Bross”, Ocho y Medio, 29 de octubre de 2007.
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