lunes, 28 de julio de 2025

Who’s Afraid of Virginia Woolf? (Mike Nichols, 1966)

Hay películas tan famosas antes de su estreno que, en muchas ocasiones, los árboles de la publicidad, los premios y los escándalos acaban tapando el bosque de la pantalla y no dejando ver. Esto ocurre con casi todos los films del divertido e histriónico matrimonio Taylor-Burton: víctima célebre de ello, incluso ante su propio autor, J. L. Mankiewicz, fue Cleopatra. Con ¿Quién teme a Virginia Woolf? no ha ocurrido lo mismo, pues a una buena cosecha de Oscar 1966 y al éxito de público se ha unido una muy favorable acogida de la crítica especializada. Esto quizá se deba a su origen teatral, la famosa obra de Edward Albee.

El relativo interés de esta película se debe, en primer lugar, a su argumento: no conozco la obra en que está basada, pero el film da de ella una buena impresión. Al menos, tiene una serie de bonitas ideas, dignas de los pequeños melodramas familiares que se rodaban en Hollywood hacia 1940. Esto nos lleva, inevitablemente, al viejo tópico de las relaciones teatro-cine, que en mi opinión sólo deberían analizarse cuando la película es un fracaso. El mismo día que ¿Quién teme a Virginia Woolf? había visto el film que Peter Brook ha hecho a partir del Marat/Sade de Peter Weiss, de modo que no puedo evitar relacionarlas, de un modo que quizá sea esclarecedor: la obra de Weiss es mucho mejor que la de Albee, y sin embargo el film de Brook es mucho peor que Virginia Woolf, debido, sobre todo, a que mientras los autores de esta última no se han planteado el problema de la trasposición más que en términos de condensación y reestructuración, Peter Brook lo ha abordado de un modo totalmente erróneo, intentando «hacer cine» a base de efectos (colores brillantes, exceso de primeros planos, fotografía sobreexpuesta, desenfoques, montaje violento, fragmentación del espacio escénico), olvidando que, al ser la obra de Weiss la representación de una representación (La persecución y asesinato de Marat representado por los internos del asilo de Charenton bajo la dirección del Marqués de Sade), su esencia misma era una representación, y por tanto había que respetar su teatralidad (incluso registrándola «desde el punto de vista de un espectador de primera fila», haciendo buen «teatro filmado» y no un film híbrido malo). Con ¿Quién teme a Virginia Woolf? no pasa esto, pues es una obra menos esencialmente teatral, basada en unos personajes interesantes y una historia emocionante, y por tanto más «narrativa», de tal modo que aunque el film es casi constantemente un duelo verbal entre cuatro personajes, se está siempre mucho más cerca del cine (tal vez la primera escena, en la que hablan de un viejo «melo» de la Warner con Bette Davis, sea una clave).


Antes hablé de los «autores» de Virginia Woolf, y ese plural hay que explicarlo. Aparte de Albee, cuya aportación es la más interesante y personal, el autor del film es el productor y guionista Ernest Lehman. En efecto, si se excluye el hecho material de rodar la película y dirigir a los actores, es él y no otro quien se ha ocupado de todo lo que Hawks, Hitchcock, Ford o Preminger hacen en sus films: Lehman ha elegido la obra (y comprado los derechos), los actores, el director (famoso en Broadway), el músico (magnífica labor de Alex North, inspirándose en Vivaldi), el fotógrafo (Haskell Wexler, el de América, América), y el resto del equipo; ha escrito la adaptación (mejorando quizá la obra), ha integrado el trabajo de todos y ha supervisado el montaje. Otro elemento importante es la interpretación, casi siempre muy buena (sobre todo Richard Burton). Y así nos encontramos con una película no exenta de interés pero que, sin embargo, no permite albergar la menor esperanza en su joven director, Mike Nichols, dada la absoluta falta de personalidad que acusa su primera película, en la que se ha limitado a un trabajo de ejecución, de un nivel aceptable y nunca horrible, pero subordinado a la obra y al lucimiento de los actores. Hay que poner en su activo que éstos no se le desbocan en exceso, y que ha sabido mantener el ritmo durante más de dos horas, pero se puede lamentar que no haya sido Vincente Minnelli, como estaba previsto, el que la ha dirigido, pues Nichols ha desaprovechado la ocasión de hacer una gran película, al no hacer más que ilustrar unas situaciones bastante teatrales y limitadas, sin añadirles un punto de vista personal, sin enriquecer las escenas o los personajes con detalles originales, sin crear mediante la planificación unas relaciones más profundas, sin hacer otra cosa que lo que estaba escrito en el guión. Y lo peor de todo es que Virginia Woolf ha ganado varios Oscar y que su segundo film, The Graduate (1967), le ha valido el del «mejor director». Y eso no es sano para nadie.

Queda, pues, un típico «producto de consumo», pero bastante agradablemente consumible, sobre todo en un país donde el teatro es tan malo. Escenas como la primera, la charla Burton-Segal en el jardín o las finales valen la pena. Aunque, claro está, el doblaje ha estropeado casi todo, haciéndonos pensar, si cerramos los ojos, que escuchamos un serial radiofónico.

En Nuestro Cine nº 76 (agosto de 1968)

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