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"¡Qué grande es el cine!" (12/06/1995) |
José Luis Garci modera el debate en torno a la película 'Tres camaradas' de Frank Borzage (1938).
Con la participación de Miguel Marías, Juan Cobos y Juan Miguel Lamet.
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Aunque hoy olvidado, y desconocido para la mayoría, Frank Borzage es uno de mis directores favoritos, y además uno de los que han realizado una obra más amplia y coherente: casi 100 películas, de las que unas 20 me parecen obras maestras. Es muy difícil decidir, como sucede con John Ford y alguno más, cuál es la mejor —para uno mismo— de ellas, pero creo que la que más me emociona es Three Comrades, quizá junto con su complementaria The Mortal Storm (1940), también con Margaret Sullavan y Robert Young, aunque en esa ocasión acompañados por James Stewart, Frank Morgan y Robert Stack.
Hay que decir que, pese a que no suele hoy recordarse, Borzage fue enormemente popular, respetado en la industria y admirado por la crítica. Cuando prácticamente desconocía su obra, me intrigaba la devoción de gente tan variada como Georges Sadoul, Henri Agel y Ado Kyrou. Claro que su cine no es asiduamente programado por las televisiones, y pese a los amplísimos ciclos que le han dedicado recientemente algún festival y varias cinematecas, entre ellas la española, y al monumental libro de Hervé Dumont, sigue siendo difícil que para los aficionados sea algo más que un nombre de dudosa pronunciación y contornos brumosos. Hay que decir, además, que ni Three Comrades ni The Mortal Storm se distribuyeron en España; al menos, no en su momento, por razones que serán obvias en cuanto empiece la película; no sé si ésta tardíamente se proyectó, aunque creo que se estrenó en televisión hace unos años. Y es una lástima, porque, con independencia del puesto que ocupa en la obra de su director —con un antecedente claro en Little Man, What Now? (1934) —, Three Comrades es una gran película sobre varias de las cuestiones más importantes que existen: la amistad, el amor, la enfermedad y la muerte, la generosidad, la vida en sociedad y la política.
Sin perderse en discusiones, quizá convenga aquí hacer alguna precisión acerca de la participación en ella de varios colaboradores ilustres. El productor fue Joseph L. Mankiewicz, que antes de ser el director y guionista que tanto admiramos todos, fue un magnífico productor, responsable de varias películas ejemplares. El argumento se debe al novelista alemán Erich Maria Remarque, que mi desconocimiento del alemán me impide considerar como un gran escritor, pero que era, sin duda, un excelente argumentista: son muchas las grandes películas basadas en sus novelas, y algo tiene que explicar que haya inspirado las mejores de directores como Borzage, Sirk (Tiempo de amar, tiempo de morir), André de Toth (The Other Love) o Sydney Pollack (Bobby Deerfield). El guionista, al que luego se añadió como colaborador Edward E. Paramore, fue nada menos que F. Scott Fitzgerald, el autor de novelas como El gran Gatsby, Suave es la noche, Los bellos y los condenados y El último magnate. Es el único crédito que obtuvo en su poco afortunado intento de ser guionista en Hollywood, y no terminó bien, sino con un incidente con Mankiewicz del que han hecho grandes hogueras los que desprecian el cine y tienen una visión maniquea de las relaciones, siempre conflictivas, entre los artistas y la industria. El problema es que Scott Fitzgerald no se peleó con Harry Cohn, ni con un ignorante y megalómano comerciante, sino con un individuo tan culto y civilizado como Mankiewicz, que además era un excelente guionista.
Creo que tanto Domingos locos de Aaron Latham, que hace la crónica de la experiencia hollywoodense de Scott Fitzgerald con más objetividad que éste en los amargos —y no muy inspirados— relatos reunidos como The Pat Hobby Stories, como la biografía de Andrew Trumbull, pese a ser proclives a dar la razón al escritor, dejan bastante claro que la decisión de Mankiewicz, sin duda dolorosa para él mismo y ofensiva para Scott Fitzgerald, fue bastante razonable; aunque se haya perdido alguna frase hermosa, que actores tan competentes como Margaret Sullavan y Franchot Tone consideraban impronunciables, la mayor parte de las supresiones de Mankiewicz son lógicas, y los añadidos en nada deterioran el resultado: sean quienes fuesen sus responsables, es magnífico.
En todo caso, no hay que detenerse demasiado en esta cuestión, en la que, curiosamente, parece como si Borzage no existiese, cuando es, en realidad, con quien más tienen que ver estos personajes y esta historia de "almas engrandecidas por el amor y la adversidad", y a quien se debe su auténtica grandeza cinematográfica.
Three Comrades comienza con la derrota alemana en la I Guerra Mundial, el 11 de noviembre de 1918. Un joven aviador pregunta a un oficial si ahora podrá volver a llamarle "padre", y otro propone un brindis "por los camaradas vivos y muertos de todos los hombres", mencionando también, no sin causar cierta sorpresa, a los enemigos; en la barra, se nos presenta al trío de camaradas: el joven e ingenuo Erich Lohkamp (Robert Taylor) —"Ahora viviré"— , el mayor y más desencantado Otto Koster (Franchot Tone) —"Brindaré por lo que más aprecio: nosotros tres"— y el idealista Gottfried Lenz (Robert Young) —"Brindo por la paz que esperan encontrar ahora que la guerra ha terminado"—, aunque el primero que se nos define por completo, por sus actos, es el capitán Koster, seco y expeditivo: le comunican que su avión, "Baby", será desguazado por la mañana; sale a despedirse, recupera la placa con un dibujo de un perro y el nombre, y suelta una bomba de mano en el avión, haciéndolo volar en llamas.
Una secuencia de montaje de Slavko Vorkapich nos conduce con el calendario hasta 1920, y nos vemos sumidos en la descomposición, la inflación y el desorden que frustraron la República de Weimar y sirvieron de caldo de cultivo al desarrollo del nacionalsocialismo, partido fundado, si no recuerdo mal, en agosto de ese año. Dentro de la deprimente sensación de haber combatido para nada, Koster mantiene una posición aislacionista, encerrado en la vida privada, frente a la preocupación social y la capacidad de indignación de Lenz ("Dale una porra a un rufián y se creerá un dios"); los tres han montado un taller de reparaciones mecánicas, aunque apenas hay trabajo, y han hecho un coche "mestizo", llamado "Baby", que corre mucho más de lo que su aspecto contrahecho hace esperar.
Para celebrar el cumpleaños de Erich, salen de la ciudad al campo en "Baby", cantando "Yo tenía un camarada", y adelantan al prepotente Brauer (Lionel Atwill), que lleva en su Buick a una mujer joven, cuya "aparición", al salir del vehículo, deslumbra a los tres, y subyuga de inmediato a Erich (los otros le dejan "campo libre"). Este personaje de aristócrata arruinada, huérfana y tuberculosa, Patricia Hollmann (Margaret Sullavan), viene a convertir el trío, como siempre ocurre, en un cuarteto, lo mismo que los Tres Mosqueteros eran cuatro con D'Artagnan. Pat dice de ella y Erich, los más jóvenes, que tienen en común que "No estamos ni muertos ni vivos", a lo que Koster replica: "No diga eso. Ud. y Erich están vivos". El oportunista Brauer mantiene que "Lo que Alemania necesita es orden y disciplina", lo que subleva a Lenz.
Erich comenta acerca de Pat: "Es tan frágil... parece que se la va a llevar el viento"; Lenz explica que no se ha casado porque "Los alemanes no entienden de amor..." y que sólo aguantó tres meses en Sudamérica "porque tengo alma de alemán", y exclama "Ojalá existiera un lugar en donde poder vivir y ser un hombre".
Erich va a buscar a Pat —con el camino cerrado por un piano de cola, vestigio del antiguo esplendor de la casa familiar, de la que ahora tiene alquiladas dos habitaciones— y la lleva a cenar al restaurante de Alfons (Guy Kibbee), donde aparecen Koster y Lenz, Erich toca el piano y Lenz sale para una reunión clandestina (Koster le advierte "Ten cuidado"), revelando las relaciones y aspiraciones de todos ellos. Koster es una especie de hermano mayor, preocupado por todos, sereno, que sólo cuenta con ellos y no parece tener ninguna otra ambición o interés en el mundo, ni sentimental ni profesional, y se convierte en el confidente, consejero y mediador de todos, al "adoptar" también como hermana a Pat.
Brauer invita a Pat y Erich a la ópera, y luego a un club a bailar. Grave problema para el pobre Erich, que tiene que vestirse con retales mal atados de ropa vieja de sus compañeros, y que hace el ridículo y se va a emborracharse a Alfons. Cuando, de madrugada, vuelve a casa, se encuentra a Pat dormida y aterida, envuelta en su traje de lamé plateado, y juntos ven amanecer. Erich: "No es de día ni es de noche"; Pat: "Es la eternidad". Koster es quien anima a Pat a casarse, como Lenz el que convence a Erich de que tienen futuro, y deben arriesgarse juntos. Koster dice a Pat: "Tienes miedo de ser feliz porque no podrías soportar dejar de serlo".
Boda en Alfons. Premonitorias palabras del matrimonio, que no se oyen en la ceremonia privada, pero que los recién casados evocan en la playa, durante su breve luna de miel, interrumpida por la recaída de Pat. Es una felicidad en vilo, siempre amenazada. Pat: "A veces sueño que el viento se nos lleva a todos".
Pelea por un trabajo con los de otro taller. El 22 de octubre de 1920. "Una semana es tan poco tiempo contigo y tanto sin ti..." dice Pat a Erich. Despedida en la estación, cuando Pat sale para el sanatorio, a la que no acude Lenz. Erich y Koster van por él, pero un joven francotirador le mata, cuando ayudaba a escapar a Henry Hull. Erich: "Gottfried se ha ido, Pat está a 1.000 kilómetros... Koster, no me dejes". Al son del "Aleluya" de Händel, fuera de una iglesia, en las calles nevadas de Nochebuena, Koster arrincona y mata al joven y acobardado asesino de su camarada.
"Nos queremos más allá del tiempo y del espacio". Repetición ritual —típica de Borzage— que Pat exige de Erich: "Doy gracias a Dios por haberte conocido".
Koster vende su coche a Brauer (le había dicho que "se cortaría un brazo antes") para pagar la operación de Pat. Pat se da cuenta de todo lo que le ocultan: "Has vendido a Baby. No debes mentirme. Has vendido a Baby para que siguiera viviendo. Imagino que he tenido un hijo y que dejo aquí algo... ¿Cómo es posible que, queriéndonos como nos queremos, me tenga que morir?... Si vosotros pasáis hambre, tal vez pueda vivir unos meses... si vendéis los dedos uno a uno, la sangre y el tuétano... viviré un poco más". Koster: "¿Acaso no ves lo que nos has dado?... Hay otros, Pat, para quienes vivir es un acto de honor."
Pat dice que la asusta el ruido del reloj de Erich; Erich se lo quita y lo estampa, y sale a despedirse de Koster. Pat, en insólito picado, se levanta de la cama, atraviesa el cuarto apoyándose en una silla, sale al balcón, ve a Erich que se despide de Koster, hace un gesto, Erich la ve, alza las dos manos y cae. Pat a Erich: "Nuestro tiempo se ha pasado. Ha llegado el momento de morir. Resulta fácil cuando se ama tanto."
En el cementerio, Erich: "Está tan lejos Sudamérica... Ojalá vinieran con nosotros"; se oyen disparos; Koster: "Están luchando en la ciudad", y se van, sobre un extraño paisaje pintado de nieve y sombras, flanqueados por las fantasmagóricas reimpresiones de los dos caídos.
Aunque está llena de momentos, y hasta de frases (que curiosamente pueden ser de Scott Fitzgerald, pero cuadran con todo lo que conozco de Borzage, y también pueden proceder de Remarque), sublimes, los 2 ó 3 minutos finales, desde lo del reloj, son de lo más impresionante, terrible y conmovedor que para mí ha dado el cine. Si no, el momento en que Erich encuentra a Pat dormida a la puerta de su casa, esperándole, o la conversación final entre Koster —curiosamente, tiene más escenas importantes con ella que Erich— y Pat. O la aparición de Pat, antes sólo entrevista sentada, al salir del coche.
Texto preparatorio para la intervención en ¡Qué grande es el cine! (12 de junio de 1995)
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