Octavio es un agitado y muy modesto empleadillo de oficina, cuidado por su madre viuda, que detesta los gatos. El Sr. Bey, dueño y director de la empresa, en un momento de sentimentalismo, le regala una invitación a un lujoso balneario para que disfrute unas vacaciones, y le regala la ropa desechada (abundante pero de talla que duplica la del siempre hambriento chupatintas).
En agosto, con todos los gastos pagados, Octavio se instala en un tipo de vida que acaso conociera por las películas americanas, y que no había soñado probar. Conoce a hijos e hijas de millonarios y banqueros, por lo general vacuos y ociosos niños de papá; pero, mientras finge ser uno de ellos, se enamora de la muy distinta Lelly Molina, hijo del rival en los negocios de Bey, que deducimos es la hija de la mujer cuyo amor le empujó a los negocios, aunque ascendiera en la escala social demasiado tarde.
Por azar, Octavio descubre y denuncia a su jefe la traición del apoderado Ernesto Cañete, que ha vendido a Molina información para conseguir la exclusiva de suministros textiles al ejército de la República Democrática de Turulandia, lo que permite a Bey invertir la jugada. La inopinada aparición de su obsequiosa madre le delata, y se vuelve con ella a Madrid sin leer la carta de Lelly. El cierre de este moderno cuento de hadas de reconciliación y armonía interclasista combina una fiesta sorpresa con baile, concesión de mano y fuegos artificiales... cuya “huella de luz” esta vez no se borrará.
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Comedia CIFESA de la primera posguerra –en plena guerra mundial, a la que no se hace la menor alusión, pese a no faltar ocasiones–, patentemente inspirada en las americanas de la década anterior (Capra, LaCava), pero con notable pobreza de medios, que delatan sobre todo los decorados con aspiración a la opulencia, materialización visible de un “quiero y no puedo” que afecta a la película entera y a todos los personajes (pobres o riquísimos, echan en falta algo).
Pese a lo precipitadamente inverosímil que resulta casi todo, basado en los esquemas más típicos de los cuentos de hadas (aquí con la incongruente y voluminosa apariencia de Juan Espantaleón, más parecido que nunca a Robert Middleton), y encarrilado a la fuerza hacia un final feliz tan ineludible como inconcebible con un mínimo de realismo, lo cierto es que algunos flecos de la realidad ambiental se cuelan de rondón ocasionalmente, en cuanto encuentran un resquicio, bien sea en forma de caricatura o detalle de excentricidad (la delirante obsesión contra los gatos de la ahorrativa madre del protagonista delata que todos, humanos modestos y gatos, pasaban hambre y competían por los alimentos) o por frases de pasada (el empresario–hada, a propósito de la ficticia R.D. de Turulandia, suelta que “nadie ama el dinero más que un demócrata, porque ama el suyo y el ajeno”; la implicación de que los otros gobiernos –salvo, se entiende, el español de la época– son venales). Las generalizaciones son abundantes, y con un cierto aroma populista: los ricos –o, mejor dicho, sus hijos; los padres han labrado su propia fortuna y han ascendido– son inútiles y caprichosos, despreciativos, sin alma ni compasión; los pobres son presentados como obedientes, trabajadores y honrados, y agradecen la caridad y las sobras. Hasta tal punto es así, que –no está claro si conscientemente o no, porque el diálogo parece sostener lo contrario– el final de la película se remata, reveladora si no significativamente, con unos grandes fuegos de artificio.
Frente al ocasional recurso a figuras de estilo insistentes, repetidas, de por sí enfáticas y casi expresionistas, y para colmo subrayadas por la música, otros elementos sorprenden por su levedad de toque, su agilidad, su aprovechamiento de las convenciones conocidas por el público para dejar implícito lo que la censura probablemente hubiera objetado o vetado de quedar más claro.
Salvan la película algunos incidentes y diálogos que bordean el disparate (cómico o sentimental), de gracia quizá no siempre deliberada, la ingenuidad ilimitada de la que se alimentaban los papeles habituales de Antonio Casal, impertérrito; el encanto y la belleza de Isabel de Pomés; la eficacia de algunos secundarios, la mayoría, con una dicción menos falsa y teatral de lo que parece norma perenne en el cine español; también la ilusión y el entusiasmo con que Gil y su equipo tratan de emular a sus modelos americanos, con “homenajes” que se anticipan en 17 años a los de la Nouvelle Vague; un cierto cariño al cine y al trabajo bien hecho, la voluntad de compensar la escasez relativa (hasta el poder de CIFESA era comparativamente ahorrativo) con pequeñas astucias. Por eso, más de 60 años después, permanece visible e inspira indulgencia hacia sus muy forzados y extemporáneos tributos verbales a la ideología dominante, recordatorios de adhesión al régimen que se estrellarían, de tomarlos en serio, con el subliminal mensaje igualitario subyacente en las comedias del New Deal.
Texto preparatorio para la intervención en un programa no emitido al cancelarse “¡Qué grande es el cine español!”. Escrito en julio de 1996.
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