Les Carabiniers (Jean-Luc Godard, 1963)
Ahora que, al parecer, empiezan a funcionar los cines de «arte y ensayo», ha podido verse, excepcionalmente, en un par de cine-clubs, una obra que debía ser vista en España por un público más amplio y menos especializado. Dado que, por otra parte, no es una obra normal, y no sería muy rentable en una distribución comercial corriente (pero sí tanto o más que muchos engendros que sí se estrenan), su lugar estaría en las salas especializadas. Como no puede haber ninguna objeción de censura, estimo que este film debe verse en España, pues se trata de algo que le hace mucha falta al cine español y que está muy lejos de conseguir: un film MORAL, LIBRE y POLITICO. Este film es Les Carabiniers, de Jean-Luc Godard.
Este film es el más brechtiano que conozco (más incluso que la admirable La Vieille Dame indigne, de Allio). Jamás he sentido ante un film tal odio y horror a la guerra y a la violencia, jamás lo atroz ha sido mostrado de forma tan moral y tan poco retórica. Basado en una obra de Benjamino Joppolo, Godard ha escrito con Rossellini y Gruault el «guión» de esta película, que en resumen se reduce a esto: en un descampado, aislados de la civilización, viven dos campesinos elementales y embrutecidos, Ulises (Marino Mase) y Miguel-Angel (Albert Juross), con su hermana Venus (Geneviève Galéa) y su madre Cleopatra (Catherine Ribeiro), cuando un día llegan los carabineros del rey (Gérard Poirot y Jean Brassat), que les traen cartas del rey (en realidad, avisos de movilización). Los campesinos no quieren ir a la guerra («La guerra no es divertida»), pero los sutiles carabineros les persuaden de lo contrario, pues podrán matar, robar, violar, destruir, y todo ello no sólo impunemente sino hasta con recompensas. Animados por las mujeres, Ulises y Miguel-Angel parten a la guerra, desde donde envían postales contando, orgullosos, sus hazañas.
Aquí Godard comienza a aplicar técnicas de distanciación (algunas de ellas, «brechtianas»; las más, «godardianas»). Casi todas las escenas de guerra (bombardeos, artillería, tanques, rehenes, ejecuciones, detenciones, guerrillas, incendios, requisiciones o robos) carecen de diálogo, son cortas y autónomas, y están separadas por cartelitos en los que se lee unas veces lo que Ulises y Miguel-Angel escriben a su casa y otras lo que Godard dice. Por ejemplo, tras relatar una serie de atrocidades, los nuevos carabineros escriben «Un bonito verano, de todos modos», o Godard pone «No hay victoria, sólo banderas y hombres que caen». Hay que resaltar la importancia de estos «cartelitos» (escritos con la letra de Godard, como en Pierrot el loco las páginas del Diario), que sustituyen a una hipotética voz que o bien sería «emotiva» o «patética» (y por tanto, retórica) o «atonal» (que sería demasiado indiferente), y, de cualquier modo, demasiado humana para los personajes de esta película. Además, la banda sonora ya está ocupada por el silencio, el ruido de disparos y explosiones, y por unos instantáneos «apagones» del sonido y de la imagen, que parecen fallos de proyección y nos recuerdan nuestra condición de espectadores. Porque la distanciación de Godard no coloca al espectador en la posición de testigo omnisciente y ajeno a lo que ocurre, de juez consciente de su superioridad moral sobre los personajes, sino que le relega precisamente, como dice Jean Narboni, al nivel mismo de los personajes, y, con ellos, sometido a los mismos avatares, el espectador ve que se le niega, tanto como la identificación, la posibilidad de verlo todo desde una cómoda distancia. Y esto, el vernos metidos en ella, es lo que hace que la guerra sea más nauseabunda en esta película que en ninguna otra. Y eso que Les Carabiniers es un apólogo moral, una fábula abstracta. Pero, como dice Godard de la película: «Todo el film no es más que ideas, y, como tal, será filmado lo más simplemente posible, en homenaje a Louis Lumière. Porque hace falta no olvidar que el cine debe, hoy más que nunca, tener por norma de conducta este pensamiento de Brecht: "El realismo no es cómo son las cosas verdaderas, sino cómo son verdaderamente las cosas".»
Aparte de la moralidad del «fondo» del film, hay que señalar la de su modo de expresión (no hay que olvidar que Godard dijo que «un travelling es una cuestión moral» y Lenin que «la ética es la estética del futuro»). Para ello, nos bastará un ejemplo muy concreto y revelador, particularmente espinoso: el uso de trozos de documentales de guerra en que se ven cadáveres destrozados y otros horrores de la guerra. Decía Godard en 1959, en un coloquio sobre Hiroshima, mon amour: «Hay una cosa que me molesta un poco en Hiroshima y que me había molestado también en Nuit et brouillard, y es que hay una cierta facilidad en mostrar escenas de horror, porque se está pronto más allá de lo estético. Quiero decir que, bien o mal filmadas, importa poco: tales escenas hacen, de todos modos, una impresión terrible en el espectador». Y en Les Carabiniers, film sobre la violencia y la atrocidad de la guerra, Godard rehúye casi siempre mostrarnos las ejecuciones (desencuadra a la víctima y se oyen los disparos solamente, por ejemplo), y cuando usa material de noticiarios lo hace sin la menor complacencia, sin primeros planos, en planos breves, sin acumular horrores, creando de ese modo, precisamente, una mayor repulsa a esa violencia cuyas consecuencias entrevemos e imaginamos.
Después de tres años, heridos pero felices, Ulises y Miguel-Angel vuelven a su casa con «todos los tesoros del mundo» en una maleta, en forma de postales y fotos que, cuando acabe la guerra, servirán como certificados de posesión. Así, ante las mujeres maravilladas, en una escena delirante, hacen inventario de sus conquistas: la torre Eiffel, la Samaritaine, las Pirámides, la torre de Pisa, aviones, coches, barcos, animales, pájaros, mujeres y todo tipo de objetos existentes. Poco después, cuando acaba la guerra, van a la ciudad a materializar sus conquistas, y allí encuentran luchas en las calles, partisanos, fusilamientos, desorden. Uno de los carabineros les cuenta que el rey se ha rendido sin condiciones, y que se fusila a los criminales de guerra, les da sus citaciones y, tras quemar unos archivos comprometedores (mientras, otro carabinero cambia la insignia de su jeep), les dice que entren en una casa derruida, que va a decirles un secreto. Y, allí, detrás de la puerta, Ulises y Miguel-Angel son fusilados por exceso de celo.
Pero la guerra y lo atroz no son los únicos (o el único: ¿es que son dos?) temas del film más político de Godard. Como en todas sus obras, hay otros dos temas: la libertad y el cine, que en este caso se confunden y son la libertad del cine, tema que va, por un lado, en la forma y la estructura de este film único, original y aislado (godardianamente diríamos «cinéma à part», «cine aparte»), denso y escalofriante, verdaderamente revolucionario y comprometido (sin ambigüedad: los bombarderos agresores son Heinkel o Stukas nazis, «On fait partie de la légion Condor»), y por otro, de modo más explícito, en una escena que no por tener antecedentes en Keaton (Sherlock Jr.) y Rossellini (Illibatezza) es menos genial: la primera vez que Miguel-Angel va al cine, y se asusta al ver venir hacia él un tren, y salta a la pantalla para mirar a una mujer por encima del borde del baño, y acariciarla, hasta romper la pantalla (M.-A. es tan elemental que tiene que tocar todo lo que ve para asimilarlo).
Así, en este film fundamental, que une la atroz y lo sublime (véase la ejecución de una bella guerrillera comunista, que es fusilada recitando una fábula de Maiakowski), lo cómico y lo trágico, lo desgarrador y lo grotesco, lo ridículo y lo terrible, el espectador ríe, y de pronto su risa se hiela horrorizada, ante el cinismo de los carabineros y la atrocidad de la guerra, ante los cadáveres y las ruinas de las ciudades. Es un film que es necesario poder ver en España, y si viniera acompañado por Bitter Victory y Le Petit Soldat o La Guerre est finie, mucho mejor, pues es necesario que se vea esto en España, donde lo único que se ha hecho en este sentido, salvando las distancias, es El verdugo.
En El Noticiero Universal (3 de julio de 1967)
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