Dice Borges, en el admirable prólogo de El informe de Brodie, que «la literatura no es otra cosa que un sueño dirigido», definición que cuadra mejor aún al cine, y en particular, a un tipo de cine que tuvo en Hitchcock, Lang y Tourneur sus más eximios representantes. No cabe duda de que Skolimowski pertenece más a esa tendencia que a otra, si bien, a juzgar por aquella parte de su obra que conocía hasta ahora (Rysopis, Walkower, Barrera, La partida, Deep End), los sueños filmados por Skolimowski estaban menos «dirigidos» que impulsados; y no avanzaban en una dirección muy precisa, lo que le alejaba de sus precursores mencionados, más conscientes de la importancia de la precisión al adentrarse en el territorio de lo fantástico.
Tal vez contagiado del sentido práctico que suele atribuirse —no sé si con fundamento real— a los anglosajones, lo cierto es que las dos películas suyas más recientes (de 1970 y 1978) que he visto, ambas rodadas en Inglaterra y, hasta cierto punto, «muy inglesas» —con esa englishness que sólo americanos como Fleischer, Mankiewicz, Mackendrick o Losey, centroeuropeos como Preminger y Wilder o ingleses decididamente raros, como el Michael Powell de Peeping Tom, han conseguido plasmar en la pantalla— sugieren que Skolimowski ha madurado en un sentido paralelo al que describe Borges cuando, en el prólogo citado, advierte: «He renunciado a las sorpresas de un estilo barroco; también a las que quiere deparar un final imprevisto. He preferido, en suma, la preparación de una expectativa a la de un asombro.» Obsérvese que este distingo corresponde exactamente al que hacía Hitchcock entre el «suspense» y la sorpresa, y sigamos leyendo a Borges: «Durante muchos años creí que me sería dado alcanzar una buena página mediante variaciones y novedades; ahora, cumplidos los setenta, creo haber encontrado mi voz.» A los cuarenta, Skolimowski parecía estar descubriendo la suya... como Lang, Tourneur o Hitchcock, en tierra extraña y aceptando una serie de condiciones y convenciones que les eran ajenas, pero que igualmente podían haber sido propias sin que en un principio las sintieran como tales. Como confesaba Borges: «Cada lenguaje es una tradición; cada palabra, un símbolo compartido; es baladí lo que un innovador es capaz de alterar; recordemos la obra espléndida, pero no pocas veces ilegible de un Mallarmé o de un Joyce.» Esto es lo que Skolimowski, hacia 1978, parece haber entendido. Por eso, The Shout es, acaso voluntariamente, desde luego a sabiendas, una obra «menor». Reducida en sus dimensiones, tanto espaciales como temporales (no llega a hora y media), con pocos personajes y ninguna pretensión, ha sabido dar cuerpo —sin inflarla— a una historia muy corta de Robert Graves: le ha añadido concreción, la ha realizado. Ha eludido la sorpresa y la necesidad de dar explicaciones al final mediante el sencillo expediente de empezar por ahí y remontarse al pasado, de modo que el desarrollo de la película parezca ir dando satisfacción a nuestra intrigada curiosidad. Pero su habilidad de modesto artífice ha ido un poco más allá de esa astucia, ya que, inquietantemente, resulta que el narrador es parte de la historia, lo que confiere a su relato una ambigüedad creciente a medida que la película avanza. No es mala idea hacer que desconfiemos del narrador cuando se nos cuenta algo tan inverosímil, por no decir increíble, como lo que El grito refiere (o, más bien, sugiere). Pero contar con la desconfianza, la perplejidad o la angustia del espectador para servirse de ella, como un elemento más de la estrategia narrativa, supone un paso decisivo en un cineasta; no se trata ya del orgullo artesanal por la obra bien hecha, acabada, pulida, que funciona como un mecanismo de relojería, sin cabos sueltos, contradicciones o lagunas, sino del vértigo del narrador auténtico, que no es —como pudiera pensarse— el que se deja llevar por su imaginación o por la lógica interna de la historia que teje, sino el que se da cuenta de que se la está contando a alguien —sean muchos o pocos, da igual: cuanto más numerosos y lejanos, más universal habrá de ser la historia—, de que tiene un interlocutor. Es decir, que no se limita a urdir una trama ni a impresionar celuloide ni a emitir palabras, sino que se dirige a alguien a quien ha de tener presente en todo momento si quiere ser seguido, comprendido. De ese alguien desconocido y, en principio, numerosísimo a quien se dirigen las películas hay que estar pendiente: a ciegas, si se quiere, intuitivamente, porque no hay otra manera, pero hay que interpelarle de forma que entienda, sienta curiosidad —incluso impaciencia— por lo que se le refiere.
Y esa actitud supone, en Skolimowski, una evolución enorme. Su primera película era tan para sí que consiste en enormes planos-secuencias, correspondientes a los siete u ocho rollos de película que recibían para sus prácticas los alumnos de dirección de la escuela de Lodz; siete u ocho cortometrajes que, pegados uno tras otro al concluir sus estudios, le permitieron tener en su haber un largometraje (impresionante, además) nada más obtener el diploma. Eso, sin mencionar que, como la siguiente, era de, por y con Skolimowski: guionista, director, intérprete principal. Barrera no parecía tener en cuenta para nada al público, pues la información que suministraba era tan escasa como vaga. Sin acusar de «ejercicios de estilo» (de hecho, Rysopis se niega a ser siete ejercicios) a las anteriores obras de Skolimowski, lo que sí parece claro es que ni Deep End ni, sobre todo, The Shout lo son, como han pretendido los que ven un abandono o una regresión en la carrera del cineasta. Por otra parte hay algo en las historias que cuenta, y mucho en el espacio en que se mueven sus personajes, y en estos mismos personajes, que emparenta estrechamente todas las películas mínimamente controladas y personales de Skolimowski: es obvio, por ejemplo, lo mucho que tiene que ver —en la película— el triángulo Alan Bates-Susannah York-John Hurt con el que protagoniza El cuchillo en el agua, guión de Skolimowski rodado por Polanski en 1962; el vagabundo que encarna Bates, aparte de ser mayor y procedente de Australia, en poco se diferencia de los interpretados por el propio Skolimowski en Rysopis (1964) y Walkower (1965) o por Jan Nowicki en Barrera (1966), y algunos rasgos caprichosos y adolescentes de su conducta podrían emparentarle con los de Jean-Pierre Léaud en Le Départ (1967) o John Moulder-Brown en Deep End (1970); los diálogos son tan escasos como de costumbre, y da lo mismo que se digan en polaco o en inglés. No digo esto como elogio: en sí, no tiene valor o mérito; en todo caso, la continuidad puede ser indicio de implicación del autor en la obra y revelar la persistencia de ciertas obsesiones, cosa que suele darse en el tipo de narradores a los que Skolimowski, como Hitchcock, Lang, Tourneur o Rivette, como Kafka, Borges o Gombrowicz, parece pertenecer. Recordemos nuevamente el prólogo de El informe de Brodie: «El curioso lector advertirá ciertas afinidades íntimas. Unos pocos argumentos me han hostigado a lo largo del tiempo; soy decididamente monótono.»
Es cierto que The Shout no abre nuevos caminos al cine; ni siquiera puede tener ya, a estas alturas, el impacto que tuvieron los dos primeros films de Skolimowski. Lo que llama la atención, lo que sorprende ahora de esta película, estrenada con un retraso incomprensible, pero todavía reciente, a fin de cuentas, es el cuidado con que está hecha, su perfección, el sentido que tiene cada movimiento de cámara, la justificación de cada encuadre y de cada gesto. También en eso, como en otras cosas, se aproxima este Grito —tan opuesto al lanzado en 1957 por Antonioni— a ciertos relatos de Kipling, que sin duda Graves conoce, como In the House of Suddhoo, Beyond the Pale, The Gate of the Hundred Sorrows, que Borges, en el prólogo tantas veces citado, califica con acierto de «lacónicas obras maestras».
En Casablanca nº 26 (febrero de 1983)
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