Blow Out (Brian De Palma, 1981)
La frivolidad ha tratado de hacerle pasar por el sucesor de Hitchcock. Pero él no se ha prestado a la halagadora impostura: es demasiado listo -como prueban, más aún que sus películas, todas sus declaraciones- y más ambicioso. Yo sospecho que acaricia, calladamente, el afán imposible de conciliar las virtudes de Hitch (tensión, misterio, vértigo, inventiva para la composición y el encuadre sugerente, habilidad para dirigir al espectador) con las de Godard (meter todo en un film, acumulación y collage, dispersión, quiebros y cambios de tono, sorpresa y juego, impúdica mostración de realidades “en bruto”, libertad). Tal vez asombre esta influencia, que creo aún operante, pero basta rastrear un poco y recordar que en 1970 confiaba a Joseph Gelmis, simultáneamente, que “sería estupendo si pudiera ser el Godard americano” y que no le disgustaría “hacer algo así como Psicosis”. Porque puede que haya aprendido, pero no ha cambiado nada: en la misma conversación, su perenne cómplice Charles Hirsch le definía como “un auténtico voyeur y un fanático de las teorías conspiratorias acerca del asesinato de Kennedy”, elementos presentes -con otros muchos, demasiados- en Blow Out (Impacto), como casi siempre (tal vez con menor fortuna): mezclados esta vez con Blow-up (Antonioni), La conversación (Coppola), El último testigo (Pakula), Hitchcock y sus obras precedentes (en particular Vestida para matar), un poco a la manera del Godard de Made in USA, no cuajan suficientemente. Por eso, y por la sensación de dejà vu que produce, no es tan estimulante y divertida como las más alocadas y circenses (El fantasma del Paraíso, La furia), ni tan saludable -por su energía y falta de pretensiones- como Carrie (que recomendaría como antídoto de Gritos y susurros o Sonata de otoño).
De Palma, como Carpenter, no teme la incredulidad del público. Cuenta y juega con ella, arrastrando al espectador más allá de la inverosimilitud. No sabe guiarle sutilmente, como Hitchcock, pero sí deslumbrarle, por lo menos a ratos, y que se haga la ilusión de que la ficción reina en el cine.
En Casablanca nº 26 (febrero de 1983)
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