Pese a no padecer la súbita "fiebre amarilla" que parece haberse abatido sobre buena parte de la crítica europea desde hace dos o tres años, en los que parece bastar que una película proceda de Japón, China, Taiwán, Hong Kong o Corea para garantizar el éxtasis y compensar de la supuesta "decadencia" del cine occidental, debo confesar que llevo ya dos años - este puede ser el tercero - en que mi balance final muestra una película de Takeshi Kitano en uno de los 3 primeros puestos, si no el primero, a menudo debido a su tardío estreno en nuestro país: el año pasado le tocó a Sonatine, que data de 1993.
No me creo mucho que el cine japonés esté experimentando una súbita recuperación general, encuentro que el chino está en retroceso desde los sucesos de Tiananmen, y me temo que se extiende a Corea, Hong Kong o Taiwán el indudable talento de uno, dos o tres directores. Pero no hay más remedio que admitir que el actor Kitano se ha convertido, sobre todo desde 1992, en un gran autor cinematográfico completo, progresivamente original y cada vez más distante de las violentas películas de policías y "yakuzas" que le hicieron famoso y con las que se estrenó como director, hace once años y 8 películas. Sobre todo Sonatine y Hana-Bi, sin duda las más famosas, son películas que juegan con las expectativas de su público habitual para llevarnos a un lugar y unas conclusiones muy diferentes. Se trata de "menor" y se presenta como "poca cosa" El verano de Kikujiro, me temo, simplemente porque carece de tono solemne, rehúye el dramatismo, apenas tiene violencia y cuenta con paso leve y ligero, y una enorme modestia, una historia tan simple que apenas sucede gran cosa externamente, con el agravante de que Kitano, como siempre un duro guardaespaldas, comparte el protagonismo ... con un niño. Si como actor Kitano ha ido progresando hasta convertirse en algo así como el Buster Keaton japonés, la película que sirve de modelo al Verano de Kikujiro parece ser El chico, de Chaplin, una de las mejores y menos recordadas de las obras maestras de Charlot, de la cual parece una versión actualizada al sol poniente y sin necesidad de cargar las tintas dramáticas: en lugar de un huérfano, Kikujiro al menos tiene - parece - una madre con la que tratar de reunirse, un objetivo que supone una aventura y en la que pronto enrola, contra su voluntad, al tímido pistolero encargado de su protección, convertido en una curiosa mezcla de guardaespaldas, niñero y cómplice, que en la aventura a través de medio Japón parece recobrar la oportunidad de vivir, con retraso, una niñez de la que no pudo disfrutar cuando tenía la edad adecuada. Que el tratamiento sea discreta y no ruidosamente cómico, hecho de miradas y sobreentendidos, no hace sino acrecentar la emoción subterránea que genera y sin florituras trasmite la película.
Texto preparatorio para la intervención en El Séptimo Vicio, de Radio 3 (13 de abril del 2000).
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