miércoles, 27 de agosto de 2025

Juguetes rotos (Manuel Summers, 1965)

Algo sucede dentro de un cineasta para que, como tantos, tras unos comienzos ambiciosos, prometedores y apreciables –Del rosa... al amarillo (1963), incluso La niña de luto (1964)–, y aunque ya empezara a coquetear con la conformidad y la rutina –El juego de la oca (1965)–, como aconseja el instinto de supervivencia, se juegue su futuro a una carta y, rompiendo con los usos y costumbres comerciales, haga una película documental y durísima, que nada tiene que ver ni con las anteriores ni, sobre todo, con las siguientes, que fueron, como hizo temer el fracaso de Juguetes rotos, cuesta abajo...

Manolo Summers, además de director de cine y ocasional actor, era dibujante de “monos”, de trazo infantil e inocencia solo aparente, primero muy críticos, después muy reaccionarios, o muy cínicos. Aunque prematuramente calvo, tuvo cierto aire de niño desnutrido, y parecía conservar hasta el final nostalgia de su niñez, y una residual añoranza, en medio de la amargura, de volver al cine de sus comienzos, aunque hay que decir que los reiterados intentos se saldaron con una caricatura involuntaria.

Un día, se preguntó qué habría sido de varios ídolos de su infancia, personajes públicos –toreros, boxeadores, futbolistas, cantantes, artistas de circo– entonces en la cúspide de la celebridad, ricos, famosos, queridos y admirados por todos, y sobre los que había caído un pesado y espeso silencio. Era pronto, se dijo, para que hubieran muerto. Y se puso a seguir su pista. Como resultado de sus pesquisas, los encontró... en un hospital, en un asilo de ancianos, en una pensión de mala muerte. Solos y abandonados, sin dinero, sin amigos, olvidados, en precario estado de salud, sonados o prematuramente envejecidos. Alguno, humillado y deprimido, otros altivos y desengañados, aquél perdido en la irrealidad vaporosa de loa recuerdos conservados en alcohol, otro más resentido o amargado.

Tan deprimente descubrimiento le llenó de indignación, y decidió no sólo darles conversación y filmarla, sino exponer la injusticia con que, como los juguetes rotos y ya inútiles por los niños, eran arrinconados por la sociedad.

El panorama de una España deprimente y de una vejez desprotegida, y de la ingratitud generalizada para con las viejas glorias, no gustó nada a censura, en tiempos en los que España se vendía como “different”, alegre y soleada a los turistas. La película de Summers sufrió unos 80 cortes. Uno de los miembros de la Comisión de Censura, que ejercía de crítico en un diario piadoso, se permitió reprocharle, entre otros defectos, un pésimo montaje, del que al parecer era más responsable el crítico que el cineasta.

Los tajos censoriales no hicieron sino agudizar la aspereza y la brusquedad malhumorada de la película, que, mal distribuida y acogida, no tuvo, lógicamente, ningún éxito entre el público. A nadie le gusta verse reflejado como un ingrato, ni que le acusen de destruir a sus ídolos y luego abandonarlos a su triste suerte. A nadie le agrada contemplar lo que tal vez, sin ser siquiera famoso ni nunca nada parecido a rico, le espera en sus últimos años. El público le dio la espalda, bendecido por buena parte de la crítica, que acusó a Summers de “crueldad” y hasta de “explotar” a esos pobres viejecitos: Paulino Uzcudun, Gorostiza, Nicanor Villalta, El Gran Gilbert, Pacorro, Román Alís....


JUGUETES ROTOS (1965)

Jouets cassés

de Manuel Summers

Qu'arrive-t-il à un cinéaste pour qu'après des débuts ambitieux, comme d'autres, prometteurs et intéressants (Del rosa... al amarillo, 1963, La niña de luto, 1964), et bien qu'il ait commencé à flirter avec le conformisme et la routine (El juego de la oca, 1965) comme son instinct de conservation lui conseillait, il mise son avenir professionnel sur une seule carte, et pour que, rompant avec les us et coutumes commerciaux, il réalise un documentaire très dur, qui n'a rien à voir avec ses films précédents et moins encore avec les suivants, qui furent, comme l'a fait craindre l'échec de Juguetes rotos, une dégringolade...

Manuel Summers, en plus d'être metteur en scène de cinéma et acteur occasionnel, était dessinateur de "vignettes" au trait enfantin et innocent (de pure apparence), d'abord très critiques, puis très réactionnaires ou très cyniques. Bien que prématurément chauve, il avait un certain air d'enfant mal nourri, et il sembla conserver jusqu'à la fin la nostalgie de son enfance, et un reste de désir, dans beaucoup d'amertume, de revenir au cinéma de ses débuts, bien qu'il faille admettre que ses tentatives répétées s'en soldèrent par la caricature involontaire.

Un jour, il se demanda ce qu'il était advenu de quelques idoles de son enfance, personnages publics (toreros, boxeurs, footballeurs, chanteurs, artistes de cirque) autrefois au sommet de la célébrité, riches, aimés et admirés de tous, et sur lesquels était retombé un silence pesant et épais. Ils étaient encore trop jeunes pour être morts, se dit-il. Et il partit à leur recherche. Au bout de ses enquêtes, il les retrouva... dans un hôpital, dans un hospice de vieillards, dans une pension minable. Seuls et abandonnés, sans argent, sans amis, oubliés, en mauvaise santé, sonnés ou prématurément vieillis. L'un humilié et déprimé, l'autre hautain et déçu, un autre encore perdu dans l'irréel vaporeux des souvenirs conservés dans l'alcool, un autre enfin amer et aigri.

Cette découverte si déprimante le remplit d'indignation, et il décida non seulement de leur donner la parole et les filmer en train de s’exprimer, mais aussi d'exposer l'injustice avec laquelle, tels les jouets cassés devenus inutiles aux yeux des enfants, ils étaient délaissés par la société.

Ce panorama d'une Espagne déprimante, d'une vieillesse laissée à l'abandon et de l'ingratitude généralisée à l'encontre des gloires anciennes, déplut fortement à la censure, en ces temps où l'Espagne se vendait aux touristes comme "différente", joyeuse et ensoleillée. Le film de Summers dut subir quelque 80 coupes. Un des membres de la Commission de Censure, critique dans un quotidien pieux, se permit même de lui reprocher, entre autres défauts, un montage "épouvantable", dont il était semble-t-il plus responsable lui-même que le cinéaste.

Les coupes de la censure ne firent qu'aiguiser l'âpreté et la brusquerie bougonne du film, qui, mal distribué et mal reçu, ne rencontra, en bonne logique, aucun succès public. Personne n'aime se voir représenter sous les traits d'un ingrat, ni être accusé de briser ses idoles et de les abandonner ensuite à leur triste sort. Personne n'aime voir projeté ce qui peut l'attendre à la fin de sa vie, sans même être célèbre ni bien riche. Le public lui tourna le dos, béni par bonne partie de la critique, qui accusa Summers de "cruauté" et même "d'exploiter" ces pauvres petits vieux, qu'étaient devenus Paulino Uzcudun, Gorostiza, Nicanor Villalta, Le Grand Gilbert, Pacorro, Román Alís…

Para Cinéma du Reél 2005 (marzo de 2005)

lunes, 25 de agosto de 2025

Otro Luis Buñuel

 

Miguel Marías

Un ensayo que supone la feliz reunión del mejor de nuestros críticos con el genio cinematográfico indiscutible del siglo XX español. El Buñuel de Marías está llamado a ser el libro clásico sobre el cineasta aragonés

Legendario ensayo, interrumpido, pospuesto durante décadas, retomado entre profundas dudas, siempre al borde de quedar para siempre en un cajón, Otro Luis Buñuel responde a una necesidad íntima, la que sentía uno de nuestros mejores y más influyentes cinéfilos, Miguel Marías, por expresar su opinión sobre el más importante cineasta español de todos los tiempos. Este preciso y certero ejercicio de escritura, este acto de clarificación, aleja por un lado a Buñuel del tópico —cimentado por la excesiva bibliografía y las todopoderosas lecturas exógenas, que se apropiaron de su obra ante nuestra acomplejada permisividad— del artista protestatario, cruel, sarcástico, blasfemo y misantrópico, para acercarlo, por otro, y a partir de una continua revisión de sus películas en el tiempo, al estatuto que en esencia lo definió: un cineasta obligado a profesionalizarse en la industria tras el arranque vanguardista de su obra. Se proyecta luz aquí, entonces, sobre ese «otro Luis Buñuel», sin duda el mejor, el que atravesado por un privilegiado sentido del humor y una lúdica consideración del cine como arte narrativo, se dirigió al público para proponerle maneras de ensanchar su sensibilidad y apreciar las bondades de la indeterminación entre lo vivido y lo soñado, lo real y lo imaginario.

«Desde El gran calavera, Los olvidados y Susana, hasta llegar a Nazarín, The Young One y Viridiana, pasando, claro está, por Robinson Crusoe, Él y Ensayo de un crimen, Buñuel se convirtió en lo que nadie se pudo imaginar en 1930, es decir, en un gran cineasta clásico, que conjugaba una inusitada capacidad de narrar con concisión y elegancia con una no menor libertad estructural».

***

ÍNDICE

Introducción. ¿Demasiado para nosotros?
Explicación de una larga historia      . . . . . . . . . . . . . . . . 9

OTRO LUIS BUÑUEL    . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .15

A VISTA DE PÁJARO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27

EL OJO DE LA AGUJA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33

LA PREMONICIÓN DEL PERRO . . . . . . . . . . . . . . . .39

LA TIERRA SUMERGIDA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59

SAINETES REPUBLICANOS . . . . . . . . . . . . . . . . . . .69

LA CONVENCIÓN PERVERTIDA . . . . . . . . . . . . . . .79

MANUAL DE SUPERVIVENCIA . . . . . . . . . . . . . . . 105

BUÑUEL AMABLE . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .   113

    Susana (1950/1) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .   116

    La hija del engaño (1951) . . . . . . . . . . . . . . . . . . .  .118

    Una mujer sin amor (1951) . . . . . . . . . . . .  . . . . . . .118

    Subida al cielo (1951/2) . . . . . . . . . . . . . . .  . . . . . . 121

    El bruto (1952/3) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .  . . . . . .  122

    La ilusión viaja en tranvía (1953/4) . . . . . . . . .. . . . 123

    El río y la muerte (1954) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 124

ÉL (1952/3) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .   127

ABISMOS DE PASIÓN (1954) . . . . . . . . . . . . . . . . .  . 131

ENSAYO DE UN CRIMEN (1955) . . . . . . . . . . . . . .. . 133

INTERLUDIO FRANCÉS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 137

    Cela s’appelle l’aurore (1955/6) . . . . . . . . . . . . . . .137

    La Mort en ce jardin (1956) . . . . . . . . . . . . . . . . . . .139

    La Fièvre monte à El Pao (1959) . . . . . . . . . . . . . . .140

NAZARÍN (1958/9) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .  .   143

THE YOUNG ONE/LA JOVEN (1960) . . . . . . . . . . .. .147

VIRIDIANA (1961) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .  151

EL ÁNGEL EXTERMINADOR (1962) . . . . . . . . . . . . .159

¿BUNUEL O BUÑUEL? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .  167

    Le Journal d’une femme de chambre (1963/4) . . . . .167

final del periodo mexicano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .171

    Simón del desierto (1964/5) . . . . . . . . . . . . . . . . . . .171

LOS ADIOSES DE BUÑUEL . . . . . . . . . . . . . . . . . . .177

    Belle de jour (1966/7) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 182

    La Voie Lactée (1968/9) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 187

    Tristana (1969/70) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 189

    Le Charme discret de la bourgeoisie (1972) . . . . . 195

    Le Fantôme de la Liberté (1974) . . . . . . . . . . . . . . .198

    Cet obscur objet du désir (1977) . . . . . . . . . . . . . . .199

BUÑUEL (Poema) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 203

https://www.athenaica.com/libro/otro-luis-bunuel_165597/

Instantes fugaces

Jacques Rozier empezó en 1960 su primer largometraje, que sigue siendo, por el momento, el único, ya que gastó en rodarlo más tiempo y dinero de lo previsto. Este nuevo Stroheim no tenía a sus espaldas la organización hollywoodense, de forma que ningún productor se ha arriesgado a confiarle la dirección de un nuevo film. Por si fuera poco, Adieu Philippine, una vez mutilado y completado en 1962, fue un absoluto fracaso comercial. Este cúmulo de circunstancias ha impedido la confirmación del talento de Rozier, que se revelaba como uno de los más importantes realizadores de la «nueva ola» francesa.

Por lo pronto, Adieu Philippine, puede considerarse como el manifiesto antológico-representativo de la primera etapa de la Nouvelle Vague, la que va de 1958 a 1962. Adieu Philippine, es un film libre, nuevo y espontáneo. Hecho por jóvenes, con jóvenes y sobre los jóvenes, tal vez su mayor limitación estribe en que sea un film exclusivamente para jóvenes. Sin embargo, pocas veces ha dado el cine una imagen más justa y reconocible, más vivida y sensible no sólo de la juventud francesa que en el año 60 tenía que ir a Argelia, sino de todos los que somos jóvenes en esta década. En el film no ocurre nada sensacional, nada importante, como suele suceder en esos años en que se penetra en el mundo y en los que los detalles más insignificantes cobran una relevancia desmedida, en un sentido u otro. Abandonando la narración en provecho de las situaciones, Rozier ha construido su película a base de momentos dispersos y fugaces, que se están yendo en el continuo fluir del tiempo. La escena no subsiste ya como unidad dramática con su nacimiento, desarrollo y clímax, y ha sido sustituida por una elíptica sucesión de instantes autónomos, unidos tan sólo por el lento paso de los minutos, que se van tiñendo de fragilidad, que ven minada su felicidad por la inminencia del fin, de ese fin del verano, de las vacaciones, de la libertad, de la adolescencia que amenaza, cada vez más cercano, a los protagonistas del film. Podría decirse que Adieu Philippine es la actualización cinematográfica de unos recuerdos que se van apagando, la relectura salteada de un diario íntimo, con sus momentos más dichosos o divertidos puestos ya entre paréntesis por la nostalgia, mientras que los instantes de melancolía se hacen más punzantes, más hirientes, y dejan que esta tonalidad cubra toda la película.


Utilizando actores no profesionales en su mayor parte, Rozier ha conseguido retransmitirnos en su total inmediatez sus gestos, sus sentimientos, sus movimientos indecisos, filmando la película como un reportaje en directo, empleando los métodos (y no los propósitos) del cinéma-vérité, rodando casi siempre en exteriores, y nunca en interiores reconstruidos, evitando cualquier énfasis, cualquier dramatización en la planificación, cualquier estridencia en sus intérpretes.

Adieu Philippine se nos presenta entonces como la más entrañable sucesión de tiempos muertos y como uno de los más perfectos ejemplares de simbiosis cine-vida, hasta tal punto que —dejando de lado los numerosos episodios de «cine dentro del cine»— se convierte en un documental sobre su propio rodaje. De ahí la inmediatez, la espontaneidad natural, la riqueza de esta película que se limita a proponer a nuestros ojos la contemplación de gestos y ademanes, de idas y vueltas, de emociones que afloran —un instante— antes de ser sustituidas por otras. El placer que proporciona esta película no es el de asistir a un film, sino el de sumergirnos en el espectáculo intrascendente —pero cuán importante— de la vida misma, inmersos en el cotidiano fluir del tiempo, nerviosos un momento, reposados otro, eliminando ese paso intermedio, ese lenguaje convencionalizado que se suele llamar «puesta en escena», y que se convierte a veces en una cortina que sólo Godard, Rouch y Rossellini han rasgado con tanta violencia como Jacques Rozier, el autor maldito de la «nueva ola».

No es de extrañar, por tanto, que este film evoque con frecuencia —la misma tonalidad, la misma musicalidad del montaje y las imágenes, la misma sonrisa entristecida— Une partie de campagne (1936), una de las más geniales obras de Jean Renoir, y esas grandiosas evocaciones de la adolescencia que son Les Veuves de quinze ans (1964), el misterioso cortometraje de Rouch, Baisers volés y el episodio de Truffaut en El amor a los veinte años, los dos mejores flashbacks de La commare secca de Bertolucci, Masculin Féminin de Godard, La partida de Skolimowski, y los dos films más famosos de Forman. En todos ellos late la misma proximidad, la misma atención a los pequeños detalles, la misma mezcla de comicidad y tristeza, la misma libertad frente a las tradiciones narrativas. Ahora bien, el film único de Rozier no puede englobarse en un «género», no sólo por tratarse de una de las obras más antiguas que nos han planteado el tema, sino por sus específicas circunstancias históricas (la guerra de Argelia y la eclosión de la «nueva ola») y por sus peculiaridades estilísticas, que acaban por hacer del tiempo su verdadero protagonista, factor que hace más lamentable todavía —si bien no desvirtúa el sentido de la película, ni dificulta su comprensión— que las dos horas y media que duraba el film tal y como lo montó Rozier se hayan visto reducidas en la versión «standard» que circula —muy irregularmente— por los cine-clubs españoles a 108 minutos, que nos privan de la visión de numerosos instantes, tan importantes como los que quedan, de una de las obras que más, antes y mejor han contribuido a liberar al cine moderno de las férreas y previsibles estructuras dramáticas que le han impuesto sesenta años de rutina.

En El Noticiero Universal (5 de septiembre de 1969)

viernes, 22 de agosto de 2025

Confidencias junto a la moviola

? About Fakes/Question Mark/Fake!/ Vérités et Mensonges/Nothing but the Truth/Fakes (Fraudes, 1973/75) y Filming "Othello" (1978)

Como se sabe, los últimos diez o quince años de la vida de Welles fueron los más difíciles. Promesas incumplidas, financiaciones y rodajes interrumpidos, guiones frustrados, materiales dispersos y sin montar o aparentemente completos pero sin sonido... a lo que tal vez hubiera que añadir una cierta incapacidad para dar por terminadas ciertas obras, si no una manifiesta voluntad de no ponerles punto final, y quizá, en algún caso, quién sabe, un súbito pánico al fracaso, hicieron de esta etapa la menos fértil, la más pobre cuantitativamente de su carrera.

Sin embargo, en ese frustrante periodo, Welles hace dos extrañas películas, más o menos destinadas a la televisión (o finalmente exhibidas en ese medio), que se cuentan, para mí, entre las mejores de toda su filmografía, y a las que se ha regateado la importancia que tan generosamente se ha atribuido a otras.

Son sendas obras reflexivas sobre el cine, que anuncian la serie de trabajos que, inmediatamente después de la primera, emprendería Jean-Luc Godard y que culmina con la melancólica y exaltante Histoire(s) du Cinéma (a la que ha dedicado más de un decenio y que, en cierto sentido, supone la culminación, o al menos la razón de ser, de toda su actividad cinematográfica).

Tanto en Fraudes como en Filming "Othello" vemos a un Welles maduro, lleno de humor y al mismo tiempo muy en serio, sirviéndose -como él mismo dice en la primera- de la moviola como si fuese una máquina del tiempo, en recuerdo de su casi homónimo H.G. Wells, al que tan unido ha estado desde la adaptación radiofónica de La guerra de los mundos, como luego veremos a Godard manipulando un vídeo, en la mayoría de las películas que van de Numéro Deux y Comment ça va a JLG/JLG (Autoportrait de décembre) y las Histoire(s). La materia que tienen a su alcance, por la que viajan aparentemente a capricho (en realidad, con mucho sentido, cada uno a su modo) y con la que ilustran su discurso -son, muy claramente, películas-monólogo, protagonizadas y narradas por los propios cineastas, que se dirigen al espectador en primera persona, desde su propia experiencia- es, sin embargo, distinta: en el caso de Jean-Luc, es toda la historia del cine, prácticamente, la que elige como territorio para hacer las más sorprendentes e iluminadoras asociaciones y comparaciones; en el de Orson, en cambio, y sin descartar, en Fraudes, algunos fragmentos variopintos de documentales, reportajes televisivos y películas de ficción ajenas, es más bien su propia vida y su propia carrera lo que recorre, centrándose exclusivamente en su versión del Otelo de Shakespeare en Filming "Othello".

Ambas presentan, para mi gusto, grandes interpretaciones wellesianas; aunque se encarne a sí mismo, lo hace con gran sentido del humor y del espectáculo, con un tono tan alejado de la disertación o la lección como próximo a la confidencia y, en ocasiones, a la confesión, por un lado, y al número de magia o prestidigitación, por otro, que les da un encanto y una intimidad muy especiales.


Aunque rodadas, sin duda, con escasez de tiempo y de medios materiales, con presupuestos que rozarían lo ridículo, probablemente sin un plan previo muy riguroso, las dos contienen, junto a imágenes convencionales o esquemáticas, algunos de los planos más hermosos e intrigantes de todo su cine. Y las dos nos cuentan sobre Welles y sobre su idea del cine mucho más que la mayoría de las numerosas entrevistas con él que pueden leerse y que los aún más incontables artículos y libros que se han dedicado a glosar o especular acerca de su obra y su persona, por lo que constituyen, creo yo, materia prima indispensable (y llena de pistas y sugerencias, de posibles puntos de partida) para su estudio, claves para su mejor comprensión.

Más la primera que la segunda, pero algo hay de ello incluso en Filming "Othello", juegan a borrar o revelar -alternativamente- las dudosas e intrincadas fronteras entre la realidad y la ficción o, en su aspecto estático, la mera apariencia. En ? About Fakes hay varias historias, mientras que su segundo ensayo filmado, más breve además, es de contenido monográfico y de tono algo más manifiestamente serio. Hay, si se quiere, más creación, más imágenes nuevas, más inventiva, más fabulación en la primera, pero no por ello menos reflexión, sino quizá una meditación de ámbito más amplio y carácter más disperso. Por eso, probablemente, y también por su menor egocentrismo, la más antigua de estas dos piezas es también, a la vez, la más atractiva, la que resulta más divertida y emocionante, pero encuentro tanto una como otra absolutamente fascinantes, y modestas demostraciones de que Welles no era un gigante dormido, sino uno de los cineastas más modernos y descolocados de los años 70, época difícil para el cine que pocos sobrevivieron con dignidad.

Aunque alejado de todo aire trascendente, Welles plantea en estas dos breves películas, fragmentarias y heterogéneas, todas las cuestiones fundamentales del cine y del arte en general. La verdad y la falsificación, el concepto de autor, la originalidad y la imitación, la función de la crítica, la ingenuidad y las tragaderas del público, el espectáculo, la fidelidad, la ambición, la soledad del creador y su responsabilidad.

En Nickel Odeon nº 16 (otoño de 1999)

miércoles, 20 de agosto de 2025

Poemas de Ivan Prueitt

La publicación de algunos poemas del norteamericano Ivan Prueitt obedece, por un lado, a su valor intrínseco, bastante notable y, por otro, a su carácter sintomático de una de las actitudes que puede adoptar actualmente la juventud universitaria de los Estados Unidos.

Desde este punto de vista, conviene señalar el parentesco tonal que —casualmente, pues Prueitt no es un estudioso de la poesía ni de la literatura— existe entre los poemas que publicamos y otras expresiones de descontento: por un lado, Season of Fear tiene casi el mismo título que una novela del director de cine Abraham Polonsky, que trata sobre la época de McCarthy, cuya persecución padeció personalmente y a la que nunca se doblegó; por otra parte, dentro de la originalidad de los poemas de Prueitt —que no parecen muy influidos por nadie— se encuentra una gran afinidad con los de algunos de los más cualificados representantes de la beat generation: Gregory Corso, Lawrence Ferlinghett,y Allen Ginsberg, con cuyo famoso Howl enlazan directamente The Battle y To Mourn and to Love. La violencia lingüística, la dureza sonora y la tensión rítmica de One Death One Life, tal vez la mejor de estas poesías de Prueitt, remite directamente a los poetas antes mencionados, aunque tal vez tenga su origen en la alquimia verbal de Shakespeare.

Un aspecto especialmente sintomático de la poesía de Prueitt, todavía demasiado incipiente para constituir una poética propiamente dicha, es su carácter de creación instintiva e indeliberada, suscitada por estímulos exteriores o internos y fruto más bien de sensaciones padecidas que de ejercer una reflexión radical. A consecuencia de ello, las soluciones propuestas por Prueitt, decidido a no caer en el pesimismo y a no darse por derrotado —de ahí el movimiento ascendente y animoso a partir de una situación inicial depresiva que se encuentra en casi todas sus poesías—, adolecen de un cierto idealismo pacifista, no demasiado distante de ciertos movimientos hippies ni de las posturas espiritualistas adoptadas por algunos poetas beat como Ginsberg o Jack Kerouac. Ivan Prueitt ha buscado su religión en Oriente, pero no la ha encontrado en el budismo, sino en la fe de Bahá'u'lláh, y, según él mismo proclama, su poesía está directamente influida por su condición de Bahá'i, que le permite dar un sentido al caos que transcurre ante sus ojos y no perder la esperanza, viendo el lado positivo que tiene para el hombre toda crisis. No es, por tanto, lo más importante de los poemas de Prueitt las consecuencias ni las decisiones que extrae de su visión de los acontecimientos, sino su percepción de éstos, y la expresión espontánea, casi automática y sin reflexión estilística que da a sus impresiones. Prueitt, más que incidir en la realidad o aportar soluciones válidas, la refleja y con una prometedora sensibilidad poética que, con el tiempo, la experiencia y una mayor elaboración puede llegar a ser auténticamente valiosa.

Miguel Marías


Poemas


La batalla

Nosotros, los soldados del amor dispuestos a luchar,

nos hundimos ante la maltrecha imagen del romance

y condenamos al mundo por su parte en la decadencia del placer.

La creciente fuerza de la ira

agarra cada loco pensamiento y lo clava en nuestras vidas.

El clamor de la batalla es acallado antes del fin ideal,

mientras el sonido de victoria está en el canto fúnebre

que nunca le permite ser parte de la vida.


Todo esto en nosotros y de nuestra libertad esclavos,

hablando en los sones añejos de un dolor de poeta.

Lentamente el fondo de uno mismo y del amor es la verdad de la ignorancia,

y el mundo sin embargo nos ve como felices amantes de toda sensatez

que niegan la posibilidad de la locura.

Pero el clamor resuena aún con fuerza en nuestros oídos

mientras la batalla magulla nuestro instinto de dicha.


Una muerte, una vida

La rabia repentina

cruza la imagen sobre el muro

y luces rojas se encienden.


Un momento único atrapado

por las faltas de los muertos y los vivos

un latido de corazón salta torpemente.


El negror desatado contra la blancura

como ecos retumban los gritos de locura.

Nunca más analítica, la justicia omitida.


La respiración se detiene y los ojos se cierran

ante vanas catástrofes en un reino de voces.

Un gemido da paso a algo más allá del crimen.


El fragmento dentado de vidrio

rasga la piel tan detestada

y la vida del niño se derrama sobre el asfalto.


Una madre grita al mundo de cemento

resaltando como las lápidas sobre los muertos

y el rojo se hace verde, soltando la fatalidad apresurada.


Una pesadilla termina para dar paso a otra

mientras un niño en el dolor del parto saluda al mundo

con sus preguntas de amor, vida, mañana.


Un grito y otro grito aterroriza

los ojos incrédulos de los durmientes,

y los sueños se derriten en la realidad del miedo,

blanco y negro se funden en grises,

de nuevo en inflexibles blancos y negros.


De nuevo, me lanzan a esa batalla

que yo no creé,

llamando desesperadamente a aquellos que me dieron vida

para darle a la vida su ocasión,

pero no oyen lo que suplico,

no escuchan lo que suplican sus hijos y sus hijas.


Meditación, 1

Un susurro de niño perdido en el aliento de los viejos

contemplando la hora de la muerte.

Y sin embargo el universo es pequeño en el momento que piensa

un solo hombre.


Meditación, 2

El propio interior dotado de visión sin ojos.

Eso vive indescubierto en todas las almas.

El poder de ver qué misterio gira en el átomo

o se mueve por oscuras regiones del cosmos.


Lamentar y amar

Te llamo para que escuches

un quejido contenido impaciente

pero dolorosamente en el alma de un joven.


Un dolor profundo de dos siglos

violado en el alma de una edad inocente.

Nosotros, tus hijos y tus hijas

lloramos y no somos inocentes sin embargo,

gritamos y no somos escuchados todavía,

amamos y aún no se nos ama,

sensatos y sin embargo enloquecidos,

para ofrecer a la vida finalmente su sutil canto funerario

muriendo en un país que no puede llorar.

Caigo perplejo ante

tus crímenes sobre mi mente,

rascando polvo que fue una vez de nuestra forma,

preguntándome qué crió la creación para llamar a la tierra su dominio.

Y, desde entonces, ha olvidado su propia nobleza.

En este instante de egoísta agonía

hay aún algo cálido

moviéndose a lo largo de mis venas

al fondo de mi pecho.

Me detengo, de nuevo, para sentir el misterio

que es la vida girando

en un designio a la razón desconocido

y sangre tan roja, tan profunda

se convierte en ríos que llevan a la vida,

acercándose a una respuesta.


En mi pensamiento escucho un ritmo

y viene lentamente palpitando

al tiempo de poemas sentidos de corazón

colocados en un canto con paciencia.

Recuerdo rostros

que pude amar tan ciegamente,

mirando al fondo de canciones que son amor.

Hermanos y hermanas míos, moveos juntos,

y ojos que ven

profundos más profundos se hunden

en ese dormir que es el amor.

Cálidas palmas vivientes fueron estrechadas

dejando a todos los corazones sentir el pulso

del ritmo universal

mientras el cantante nos transportaba al paraíso.


Traducción de Miguel Marías


En El urogallo nº 9 (mayo-junio de 1971)

lunes, 18 de agosto de 2025

Jusqu’au coeur (Jean Pierre Lefebvre, 1968)

Hasta el corazón es el sexto film del franco-canadiense Lefebvre, nacido en 1941 en Montreal (Québec), y el primero que no ha producido él mismo, sino la O.N.F. De ahí unos mayores medios económicos, el empleo de grúas, color, transparencias, etc. Tal vez por eso mismo, significa una cierta regresión con respecto al magnífico II ne faut pas mourir pour ça (1967) ya que la extremada sobriedad estilística de esta película ha sido reemplazada en Jusqu'au coeur por una estructuración más compleja y a veces caprichosa, al igual que resulta un poco simplista el uso de diversas texturas cromáticas para diferenciar entre sí los tres niveles de la historia que narra la película: hay fragmentos virados en rojo, azul o amarillo, otros en color normal, y otros en blanco y negro y rodados en 16 mm.


El tema es muy sencillo: un joven, Garou le Chien (Robert Charlebois), cuyo parecido con el Opale del Testamento del doctor Cordelier da pie a un divertido homenaje a Renoir, se niega a ir a la guerra. Para persuadirle, aparte del bombardeo publicitario habitual, es sometido a una operación. Por otra parte, Garou tiene relaciones con Mouffe (Claudine Monfette), dando lugar a varias de las mejores —y muy godardianas, como casi todo en la película— escenas, en especial aquellas en que la chica se pasea, embarazada, cantando a un micrófono diversas variaciones sobre la letra, "ne dites moi à quoi rêvent les enfants abortés". Toda la fuerza de la película, y a su vez su desequilibrio, surge del choque y los cambios de dirección narrativos que produce la alternancia constante de secuencias muy breves de las tres historias, que además no obedecen al mismo ordenamiento cronológico. De esta forma, Jusqu'au coeur podría entroncarse con algunas películas como Nocturno 29, de Portabella, o Nedjelja, de Zafranovic, que a través de la fragmentación transmiten una serie de datos dispersos, y a veces en clave simbólica o surrealista, sobre la sociedad de la que hablan, encomendando la función de dar un sentido a esos elementos aislados a una estructuración formal más o menos lograda que relaciona unos factores con otros hasta crear una continuidad de significado. Hay que decir que, de los films citados, el menos original, pese a su gran interés, es sin duda el de Lefebvre, ya que las influencias de Godard son excesivamente evidentes y la estructura funciona tan sólo "a posteriori".

En Nuestro Cine nº 92 (diciembre de 1969)

viernes, 15 de agosto de 2025

Cine e Historia – Ben Hur: a tale of the Christ (Fred Niblo, 1925)


Fundación Juan March, 13 de octubre de 2017

***

CINE E HISTORIA

Como cualquiera puede advertir en cuanto lo piense durante un par de minutos, todo el cine es –quiéranlo o no sus productores y autores– forzosamente histórico, porque cada película está anclada en una serie de circunstancias, medios, técnicas, creencias, modas y puntos de vista que, con mayor o menor evidencia o claridad, reflejan el momento de la historia en que fue concebida y realizada.

Ahora bien, dentro de esa condición temporal o secular, y por tanto histórica, ha habido desde los comienzos del cine un género o más bien super-género, pues es tan amplio y variado como vaporoso y de difusas fronteras, que se podría calificar de “histórico”, y que ha sido frecuentado por los más diversos cineastas, entre los que se cuentan, por cierto, varios de los más grandes o al menos de los más hábiles desde un punto de vista narrativo o espectacular, cuando no desde ambos.

Ello hace posible seleccionar un buen número –nueve en este nuevo ciclo de cine mudo que acoge la Fundación Juan March y ha elegido Romà Gubern– de obras de gran calidad, interés y variedad, sobre las cuales conviene, sin embargo, mantener un considerable grado de escepticismo acerca de su fidelidad a la Historia, tantas veces instrumentalizada, edulcorada o falsificada (cuando no simplemente inventada o soñada) por razones tanto ideológicas como comerciales.

Para estudiar la Historia y tratar de aproximarse a la (siempre relativa) verdad, mucho me temo que no es el cine el lugar más adecuado ni el más fiable. Hasta lo más estrictamente fiel a los hechos suele estar condimentado o acompañado por tantas licencias “poéticas” y ficciones que conviene contemplarlo con el mismo grado de incredulidad que la más absoluta ficción. Acuérdense de cuántas películas “basadas en hechos reales” nos advierten, en realidad, que vamos a presenciar acontecimientos inverosímiles.

Pero lo cierto es que, a pesar de las deformaciones, simplificaciones y amalgamas (o de las omisiones de personajes o hechos relevantes) cometidas por guionistas, directores, productores, decoradores, diseñadores de vestuario, peluqueros e intérpretes (sin olvidar a los siempre ávidos censores de todo pelaje), la historia ofrece suficientes (y casi inagotables) peripecias dramáticas muy variopintas, que han nutrido profusamente el acervo argumental del cine. En contrapartida, el cine ha permitido a sus espectadores viajar como en la máquina del tiempo de H.G. Wells a otras épocas y reflexionar acerca de hechos tal vez ignorados u olvidados, y veces han espoleado su curiosidad lo bastante como para repasar esa historia que estudió en su infancia o adolescencia y que tal vez ha olvidado, que ignoraba por completo o que interpretará ahora de otra manera, con otra perspectiva, que a su vez habrá de contrastar mentalmente con las propuestas por los diferentes cineastas en momentos y circunstancias muy distintos.

Las películas de este ciclo que hoy comienza, dentro del siempre oportuno (yo diría que hasta necesario, pues también para entender el cine, y no digamos para hacerlo, hay que conocer su historia) repaso del llamado cine “mudo”, y que se proyectan por orden cronológico no de su filmación ni de su estreno, sino de los acontecimientos históricos en los que cada obra se centra, comprenden películas rodadas entre 1919 y 1929, es decir, aproximadamente del decenio final del cine silencioso.

En mi opinión, que naturalmente nadie tiene que compartir ni a priori ni a posteriori, todas ellas merecen ser vistas e incluso revisadas, pues es difícil que una sola proyección agote su riqueza, y varias de ellas son mayoritariamente consideradas obras maestras, juicio con el que sorprendentemente estoy de acuerdo, con apenas un par de excepciones, que no desvelaré, que simplemente me parece muy buenas, a ratos muy emocionantes, pero que estéticamente encuentro discutible o poco apasionante. Sí querría llamar la atención, por ser menos fáciles de ver, y por ello quizá hoy menos conocidas, hacia las dos de Ernst Lubitsch y dos de las obras soviéticas, tanto La Nueva Babilonia de Kozintsev y Trauberg, sobre la Comuna de París, como El fin de San Petersburgo de Pudovkin, que es mucho menos conocida que Octubre de Eisenstein, su contemporánea celebración del décimo aniversario de la Revolución de Octubre de 1917, pero igualmente magnífica.

Conviene, creo yo, sobre todo a quienes interesen tanto el cine y su historia como la Historia con mayúscula, verlas todas, porque no hay una que no valga la pena. Una es francesa, tres soviéticas, dos alemanas y tres americanas. Sus directores son un danés, cuatro rusos, dos alemanes, dos estadounidenses, y entre ellos los hay tan célebres como Carl Theodor Dreyer, Sergeí Mikhailovich Eisenstein, Vsevolod Pudovkín, la pareja formada por Grigori Kozintsev y Leonid Trauberg, Josef von Sternberg, Ernst Lubitsch (que repite), y King Vidor ...además de Fred Niblo.

BEN-HUR: A TALE OF THE CHRIST

El menos conocido hoy día de todos esos cineastas es precisamente Fred Niblo, que fue el responsable de la actualmente menos recordada y posiblemente más “comercial” y, si se quiere, también la más convencional, de las nueve que componen el ciclo de esta temporada, es decir, la que voy a tratar de presentarles a continuación.

Se trata, como saben, de una adaptación –creo que ya la segunda– de una novela por entonces muy célebre pero sobre la que me permitirán que no opine, sino que me limite a confesar que es uno de los pocos libros que no he conseguido terminar, ni de niño, ni de adolescente, ni de adulto. Tres veces lo intenté, y las tres me di por vencido. Adivinarán que no es precisamente el argumento que narra lo que me atrae de esta película.

La novela en cuestión fue escrita por el general Lew Wallace, que si no recuerdo mal fue, entre otras cosas, gobernador de Texas en tiempos de Billy el Niño, y se convirtió en un best-seller para varias generaciones de lectores. Todavía se leerá, supongo, pero la película muda de Fred Niblo rodada en 1925 se ha hecho progresivamente menos visible, y además ha sido ocultada por la extendida suposición de que lo más reciente –sobre todo en un arte que se supone tan tributario de la técnica y sus avances como el cine– superará siempre a lo más antiguo, de modo que la versión realizada en 1959 por uno de los ayudantes de Niblo en esta versión, William Wyler (otros fueron Henry Hathaway y Jacques Tourneur), que recibió incontables óscares y entusiasmó a millones de espectadores, y debe de seguir lográndolo, pues se pasa a menudo por las televisiones, ha mantenido vivo el recuerdo de la novela y ha sepultado en el olvido a la versión muda, que a mi entender, pese a ser 34 años anterior, es muy superior a la interpretada por Charlton Heston y Stephen Boyd, no obstante ser estos actores mucho más convincentes, en estos papeles, que Ramon Novarro y Francis X. Bushman, que son, para mí, el punto más endeble de la versión muda, y conste que Novarro podía ser, en ocasiones, un actor excelente, por ejemplo, en El príncipe estudiante (1927) de Ernst Lubitsch. Si no menciono otras versiones posteriores, como una televisiva de 2010 encomendada a un tal Steve Shill y otra aún peor de 2016, perpetrada por Timur Bekmambetov, es porque no les encuentro el menor interés, y a su lado la de Wyler, a mi entender una de las menos interesantes películas de ese director, parece una obra magnífica. Mi pertinaz y ya definitiva ignorancia de la novela me impide entrar en un curioso debate reciente acerca de una supuesta relación “homoerótica” entre Messala y Ben-Hur, que algunos detectaron en la versión de Wyler y de la que aquí, desde luego, no advierto la menor insinuación.

Fred Niblo es hoy, sin duda, un desconocido, total o relativamente, para la mayoría de los aficionados al cine. Aunque figure (y no sólo por Ben-Hur) en casi todas las Historias del Cine. Quizá, entre otras razones, porque después de 1932 ya no dirigió ninguna película y además falleció en 1948. Pero este cineasta, que había nacido en Nueva York en 1874 y cuyo nombre verdadero era Frederick Liedtke, y por tanto de origen germánico, aunque a veces utilizase el nombre más bien italianizante de Federico Nobile, fue durante unos años, por lo menos entre 1920 y 1927, uno de los directores más reputados, más apreciados por la industria, mejor pagados y más afamados. Dirigió a buen número de las mayores estrellas del cine mudo hollywoodense y varias de sus películas fueron taquilleras y premiadas. Llegó a dirigir (algunas sólo en parte, lo que dificulta determinar su grado de responsabilidad y definir su posible estilo) 44 películas entre 1916 y 1932, pero yo no he logrado ver más que ocho, todas ellas de las más afamadas, que no me permiten hacerme una idea ni siquiera aproximativa de su valía. Era, eso desde luego, un muy hábil artesano, a veces un poco tendente, para mi gusto, al estatismo. The Red Lily (1924) y Ben-Hur (1925) son las que encuentro mejores de las que conozco, ninguna es un desastre y todas son, en mayor o menor grado, buenas y amenas películas, sin excesivas pretensiones de originalidad. Claro que algunas fueron preparadas y empezadas por otros directores, y en otras participaron, además de él, antes, durante o después de él, otros varios, como sucede en Ben-Hur: parece segura la intervención no acreditada de Charles Brabin, Christy Cabanne, J.J. Cohn, Rex Ingram, además de, en diversas funciones, B. Reeves Eason, Alfred L. Raboch y David Smith.

Hay que decir que la fama y el éxito de casi todas las versiones cinematográficas de la novela de Lew Wallace se ha medido en función de sus dos escenas más espectaculares. De esa competición quedan como claras triunfadoras la versión de Niblo de 1925 y la de Wyler de 1959. En ambas ha destacado siempre, aún más que la batalla naval (aquí dirigida por David Smith) la carrera –o más bien el combate, en todo caso el duelo a muerte– de cuadrigas entre Ben-Hur y Messala. Es sabido que en la versión más aclamada el que dirigió esa escena no fue Wyler, sino Yakima Canutt, y que en la que veremos hoy no fue Niblo, sino B. Reeves Eason, otro de esos oscuros “directores de 2ª unidad” que apechugaban con las escenas técnica y físicamente más complicadas y duras, con la ayuda de múltiples cámaras, dobles de los actores y especialistas en escenas arriesgadas.

Sin embargo, he de decir que, con independencia de la notable competencia técnica de esas escenas, lo más meritorio de la versión de Niblo me parece su capacidad para suscitar emoción y conmover con medios muy simples, lo que echo en falta, en cambio, en la versión de Wyler, para mí excesivamente fría. Así, más que en las masas de esclavos, prisioneros, combatientes y remeros de las galeras, veo a Niblo interesado por la amada, la madre y la hermana de Ben-Hur, es decir, por la acusadamente melodramática historia que en el último cuarto de la película empareda las peripecias de los restos dispersos de la familia Ben-Hur con la crucifixión de Cristo, un poco en la línea del montaje paralelo probablemente heredado de la Intolerancia realizada en 1916 por Griffith, estructura empleada igualmente por varios otros directores, sobre todo Cecil B. DeMille en su primera versión de Los Diez Mandamientos (1923) y The Road to Yesterday (1925), entre otras, o por Michael Curtiz en El Arca de Noé (1929), con la diferencia de que aquí Niblo mezcla dos historias contemporáneas entre sí y las otras exploran paralelismos o contrastes entre historias pasadas (generalmente extraídas de la Biblia o de los Evangelios) y momentos más o menos contemporáneos al de su filmación.

Ben-Hur tuvo fama de ser la película más costosa realizada hasta la fecha, y fue rodada, además de en Hollywood, en gran parte en Italia, y con algunos colaboradores europeos –como el futuro director Camillo Mastrocinque–, tratando de reproducir la época de la acción con la mayor fidelidad. No recuerdo ya si son 9 u 11 las escenas rodadas en Technicolor de 2 bandas, que resulta un poco extraño pero no feo y sí relativamente sobrio en la cuidadosa restauración de David Gill y Kevin Brownlow.

Advierto al que lo haya podido leer en algún sitio que no se moleste en intentar identificar a ninguno de los 8 directores, 19 actores y un productor que hicieron de extras como espectadores de la carrera de cuadrigas. No lo va a conseguir y se quedará sin ver la efectista pero espectacular carrera.

Texto preparatorio para la presentación del ciclo y de la película en la Fundación Juan March (13 de octubre de 2017)

miércoles, 13 de agosto de 2025

Mi plano favorito de la obra de Orson Welles

No es ni siquiera un plano, sino su final, su último poso. Se trata en realidad de apenas unos fotogramas, mientras la penumbra invade la imagen, que se desvanece para dar paso a otra, incipiente —el cartel que anuncia a Susan Alexander en El Rancho—, en uno de los muchos fundidos-encadenados que hacen avanzar, con rumbo imprevisible, la trama intrincada y circular de su primera y más famosa película, Citizen Kane, que no es para mí la mejor, ni la que más me emociona ni la que más quiero, ni siquiera la que más me impresionó ni la primera que vi de las suyas (Touch of Evil acapara estas dos últimas categorías, y quizá alguna otra), en parte porque la encuentro estridente y excesivamente heteróclita, aunque contenga muchas de las cosas más memorables que ha dado el cine.

Es, pues, un momento, que puede pasar desapercibido si no se contempla la película con suma atención, tratando de absorber cada detalle, cada mota de información, cada indicio; actitud que, por supuesto, la película estimula, ya que se presenta como una investigación y va acumulando abrumadoramente ante nosotros pista tras pista, sembrando dudas acerca de su veracidad, su correcta interpretación y su verdadera trascendencia. Aun así, basta un descuido, una distracción, el mínimo asomo de impaciencia para perderse ese parpadeo final de un plano que se extingue y que encuentro no ya sublime, sino conmovedor como pocos de los momentos que he vivido ante una pantalla de cine. La primera vez casi doy un salto en la butaca, y a partir de entonces redoblé mi atención y me interesó todavía más la película, que ya veía con un máximo de ansiedad y de expectativas, con la impresión prefabricada de estar asistiendo a un acontecimiento excepcional para mí, aunque llevase veinticinco años produciéndose para otros. No olvidemos que corría el año 1966, fecha en la que por fin se estrena en España Citizen Kane (1941), al tiempo casi que À bout de souffle (1959), quizá para hacernos sentir más vívidamente cuán lejos estábamos de ponernos al día: nos estaban diciendo sincronicen sus relojes a... hacía 25 años y siete, respectivamente.

Pero a partir de ese instante casi imperceptible supe que Kane no sólo contaba la historia de un periódico, de un magnate influyente y ambicioso, de un idealista desinteresado convertido en amargado ermitaño, sino que alguna de las muchas vidas que tangencialmente resumía me afectaban personalmente, y no sólo como cine. Y siempre que he vuelto a ver Citizen Kane —lo que ha sucedido ya unas veinte veces— desde el principio he estado esperando, no con impaciencia, pero sí con anticipación, alerta, en guardia, la llegada de ese momento, que es muy difícil de prever. La estructura narrativa y rítmica de esa película que le sirve de hogar y matriz no facilita que nos orientemos temporalmente dentro de ella, pues tan pronto se nos antoja próximo el final como nos vemos transportados, mediante un nuevo retroceso, al pasado, con lo que resulta de una duración subjetiva muy desorientadora, aunque la cronología de los hechos sea mucho menos difícil de reconstruir de lo que parece.

No es, sin embargo, a pesar de su levedad y su brevedad, de su carácter casi borroso, un momento insignificante, sino la despedida definitiva del personaje que más invita a que sintamos por él admiración y hasta cariño de toda la película, el del amigo fiel hasta el punto de sacrificar la ya vieja amistad que le une con Kane a la verdad, a la sinceridad y a la exigencia que supone hacia el otro y hacia sí mismo la autenticidad de esa relación. Me refiero, claro, a Jedediah Leland, Jed, encarnado por un duradero amigo de Welles (que es Kane) en la vida real, el modesto pero muy competente actor (e ingenioso escritor ocasional) Joseph Cotten. Y aclaro que, por supuesto, no es él quien se despide de nosotros en ese instante fugitivo, casi desvanecido ya, ni Kane (muerto, se diría, mucho antes, por lo menos unos 78 minutos de proyección), sino la película de él. Es, para mí, un regalo de Welles; un regalo tacaño, pensará alguno, creyendo erróneamente que la presencia, la convicción y la persistencia de una imagen es (como creen los políticos) cuestión de tiempo, de metraje, cuando su fuerza proviene más bien del encuadre, de la luz y —quizá sobre todo— de su emplazamiento, del lugar que ocupa en ese flujo organizado de tiempo que es una película digna de tal nombre.

Y el sitio, la colocación de esos fotogramas es ciertamente privilegiado, al cierre de una secuencia en sí misma impresionante, profunda, nostálgica, conmovedora, en la que el joven Welles (como cuatro años antes el joven Leo McCarey en Make Way For Tomorrow) imagina de verdad, por persona interpuesta (no poniéndose barba blanca, calva falsa y arrugas de maquillaje, lo cual tiene siempre algo de farsa, de juego, por su parte), lo que es la vejez (con sus achaques) y su corolario, la inminente proximidad de la muerte, tras habernos dado, a través de los sucesivos flash-backs que materializan el relato de Leland al periodista, la visión más crítica de su trayectoria, los momentos más felices de la vida de Kane y los más tranquilos, su primer fracaso y su segundo gran fracaso.

Y en ese momento en el que se aleja el frágil y titubeante Joseph Cotten por un pasillo, escoltado por dos enfermeras que no le dejan fumar, más que en ningún patético expirar, en ninguna vida violentamente segada por una ráfaga de metralleta o pulverizada por una explosión, veo yo lo que Jean Cocteau llamó tan simple como poéticamente filmer la mort au travail, filmar la muerte en acción, justo antes de culminar su tarea, que es, como justamente observó Jean-Luc Godard hace ya muchos años, una de las posibles misiones o funciones (o tal vez definiciones) del cine.



En Nickel Odeon nº 16 (otoño de 1999)

lunes, 11 de agosto de 2025

Nocturno 29 (Pere Portabella, 1968)

No siempre los bordados falsean lo que cubren

(Joan Brossa: «Oro y sal»)

El primer largometraje de Pere Portabella se abre con las imágenes más alucinantes que se han rodado en España. La fotografía quemada, al rojo vivo, de Cuadrado, las variaciones de intensidad de la luz, los cuerpos como cincelados que se mueven ante nuestros ojos, el silencio opresivo y el "ruido de proyección” que se le superpone, el riguroso y fascinante montaje y el ritmo obsesivamente lento de esta escena, se alían para crear un insólito clima erótico, dándonos de paso una muestra antológica de lo que podría ser un auténtico cine bárbaro, prehistórico, y con una fuerza sólo comparable a la de ese "cine de las cavernas" que aparece en algunas escenas del Edipo, de Pasolini, y en todas las de Les Carabiniers, de Godard. A partir de este genial prólogo, en esta película puede suceder todo, y mucho sucederá.

La aportación teórica fundamental de la "Escuela de Barcelona" ha sido tomar conciencia de la ineficacia del naturalismo como medio de penetrar cinematográficamente en nuestra realidad, y propugnar, por el contrario, el recurso a lo imaginario para proyectar sobre lo que nos rodea una nueva luz, más penetrante y provocadora. Como dice un personaje de Brossa, en El gancho: "Existen muchos trucos a bate de espejos y fondos negros. Se puede encender fuego con un espejo". El primero en llevar con éxito a la práctica este principio, ha sido Gonzalo Suárez, con Ditirambo (1967). El segundo ha sido Portabella con Nocturno 29, primer film español que puede considerarse descendiente y heredero de L'Age d'or, de Buñuel.

Nocturno 29 (1968), no cuenta una historia. No hay psicología, ni explicaciones, ni personajes. Los actores, por tanto, no interpretan (excepto en el peor momento del film), limitándose a dar el "tipo" y ejecutar ciertas acciones físicas. La película es una simple sucesión de secuencias, cuyo enlace es puramente ideológico-visual, y no narrativo. Estas escenas son independientes, pero no están ya tan explícitamente delimitadas como en el cortometraje que Portabella rodó en 1967, No contéis con los dedos, que es el borrador de Nocturno 29. Si en No conteu amb els dits, las secuencias quedaban demasiado aisladas (incluso mentalmente), convirtiéndose por ello en viñetas sin más significación que la propia de cada una de ellas, resultando ineficaces hasta como provocación al no poderse establecer en cine una comunicación tan directa con el público como en el teatro (lo que explica que cosas que no funcionan en No contéis con los dedos, fueran magníficas en el Concert irregular, de Brossa, que el mismo Portabella dirigió sobre la escena), y malogrando un film por otra parte no exento de aciertos aislados, en Nocturno 29, se han corregido estos defectos, dotando al film de una estructura más abierta y rigurosa, y se nos ha dado un film lleno de sentido, de alusiones precisas, de referencias concretas, y no, como muchos pretenden o desearían, una obra confusa y oscura. Ciertamente, las armas de que Brossa y Portabella se han servido incluyen el sentido del absurdo, el humor y la ironía, la fantasía y el misterio, pero utilizados aquí de forma más eficaz y menos fácil que en No contéis con los dedos (si bien persisten algunos detalles irritantes, como el hombre que cacarea debajo de una mesa y algún otro chistecito).

Uno de los aspectos más apreciables de esta película es la constante invención de sus autores —pese a mi admiración por Brossa, me gustaría que Portabella hiciera una película con tema propio—, que han conseguido que cada escena se base en un principio diferente, sin repetir nunca la misma fórmula. Y así asistimos a un análisis global de casi todos los elementos que integran nuestra larga noche, a través de escenas de todos los matices, y en las que Portabella ha superado siempre el naturalismo —sin por ello abandonar la realidad— a través del silencio (no hay diálogos apenas), el ritmo, la luminosidad, el montaje, el uso de los actores, la música y el sonido, hasta tal punto que Nocturno 29, se puede emparentar con Las Hurdes (Terre sans pain, 1932), el genial documental surrealista de Buñuel.


Es una pena que la coherencia (no unidad, ni siquiera homogeneidad) estilística del film se vea quebrada en el paseo-conversación de Lucía Bosé y Mario Cabré por un bosque, filmada convencionalmente en planos-contraplanos, con reflejos de sol y desenfoques, que destruyen la escena y quitan fuerza a los diálogos, muy importantes. Mucho mejor hubiera sido rodarla en un largo plano fijo, permitiendo así asimilar su significado político sin romper la originalidad de este film de ruptura, estéticamente muy "underground". Sin embargo, este error no llega a desequilibrar la película, cuyas secuencias son, en general, magníficas; no sólo la inicial, sino también la del hombre que se arranca los ojos para no ver un desfile, la de los perros ladrando tras las rejas, la de Lucía Bosé, maquillándose, o en una fábrica desierta (la mejor escena de montaje hecha en España), la del partido de fútbol puntuado por los gorgoritos de Anna Ricci, la del casino y su comentario sobre condiciones de embarque, la de los azotes-ducha, la del Banco (descripción minuciosa de su funcionamiento mecánico), la del apagón, la de L. Bosé aterrada mientras suenan las campanas, la del bar en que una pareja se canta divertidas "malagueñas", la de la partida de cartas, la de los retales-bandera o la huida de España que cierra la película. En suma, Nocturno 29 es una de las pocas obras modernas de nuestro cine y, por tanto, una de las más importantes. Por ella, sólo nos queda esperar el próximo film de Portabella y constatar que, actualmente, el mejor cine español se hace en Barcelona.

En El Noticiero Universal (23 de julio de 1969)