viernes, 8 de agosto de 2025

Orson Welles: el sentido del pasado

Desde su primera película hasta la última, sin excepciones reales significativas, el cine de Orson Welles ha estado obsesionado no tanto por el pasado, como pudiera parecer a primera vista, ni siquiera por la memoria —aunque siempre se trate del pasado de alguien, recordado o rememorado subjetivamente, unas veces con nostalgia, otras como una carga o una pesadilla que se quiere olvidar o anular—, sino la resultante de combinar dramáticamente esos dos factores o elementos, el tiempo pretérito y su presencia o gravitación actual, es decir, la interpretación de ese pasado, el descubrimiento o el esclarecimiento de su sentido profundo y de sus consecuencias.

Por eso, todas sus películas, incluso las formal y narrativamente más alejadas de la intriga policiaca o de la elucidación de un misterio, adoptan la forma de la investigación o la indagación; de lo que Borges gustaba de llamar, más genéricamente, inquisiciones, quizá tratando de restituir a la palabra su nobleza original, arrebatada por los efluvios negativos que todavía desprende el Santo Oficio.

Esto es lo que es, obviamente, y desde su comienzo mismo, mucho más que una biografía o la crónica cifrada de una época, Ciudadano Kane (1941), que se plantea como el enigma insondable suscitado por la última palabra, misteriosa para todos, pronunciada por el muerto (ese Rosebud que resuena cavernoso, como una amenaza o un conjuro, en las memorias cinematográficas de miles de espectadores de cuatro o tal vez cinco generaciones), y a la que atribuye una importancia desmedida no tanto el propio Welles cuanto un periodista ambicioso y superficial cuya quimérica ambición sería averiguar quién fue realmente el difunto Charles Foster Kane —un hombre de muchos rostros, de múltiples actividades, de persistentes misterios, sobre el que se proyectan muy diversas luces y se vierten miradas y opiniones no ya divergentes y complementarias, sino contradictorias y hasta incompatibles—, es decir, reconstruir todo su pasado, y no como mera sucesión temporal de hechos, declaraciones y empresas (para algo eligió Welles una forma de relato no lineal, sino fragmentaria y en aparente desorden) sino, a fin de cuentas, como significado.

Aunque ya un cartel, al comienzo mismo de la película —y de la obra entera de Welles—, nos avisa premonitoria y lealmente de la vanidad del esfuerzo, quizá de la dudosa licitud del propósito: No trespassing es, ciertamente, el tipo mismo de interdicción absoluta y unilateral que, por la reacción de contrariedad y frustración que provoca, contiene implícitamente una invitación a quebrantar la prohibición que enuncia, la tentación de violar la ley, pues, lejos de acallarla, excita y estimula nuestra curiosidad natural de espectadores: a fin de cuentas, si nos hallamos congregados en una sala oscura, convocados a una hora fijada y rodeados de desconocidos, dispuestos a pasar dos horas sentados, y después de haber pagado en la taquilla, es porque deseamos que nos cuenten una historia.

Se ha dicho a menudo, y justificadamente, que ningún cineasta ha contado tanto con el espectador ni ha jugado con sus expectativas como Alfred Hitchcock. Creo que, a su modo, más discreto e intimista quizá, Orson Welles ejerció con idéntica asiduidad y no menor astucia las prerrogativas que los curiosos otorgamos voluntariamente al narrador, posición que Welles asumía con auténtica fruición, de origen claramente teatral y radiofónico: recuérdese su voz en off al comienzo y al final de El cuarto mandamiento (1942), el comentario interior retrospectivo del personaje (Michael O'Hara) que interpreta él mismo, que abre y cierra La dama de Shanghai (1947), el fastuoso y envolvente plano-secuencia inaugural de Sed de mal (1958), su presentación como mago o prestidigitador en Fraude (1974) y como el propio cineasta y actor Orson Welles en Filming "Othello" (1978)... por no citar sino algunas muestras, distribuidas a lo largo de toda su carrera. Esas intromisiones del autor en la trama, a menudo duplicadas por su participación como actor, y que contaminan incluso algunas películas no dirigidas por él, como Journey into Fear (Estambul, 1942) de Norman Foster, Jane Eyre (Alma desnuda, 1946) de Robert Stevenson o The Third Man (El tercer hombre, 1949) de Carol Reed, son muy reveladoras por el gozo infantil de que Welles, joven, maduro o ya viejo, hace gala siempre que interpela directamente al espectador/oyente.

¿Por qué la voz, susurrante, burlona melodiosa, tentadora, bromista, era siempre el vehículo elegido, lo acompañase o no el rostro de Welles, desnudo o deformado, delgado y juvenil o henchido y arrugado? Sin duda, porque el poso primario, la semilla del vicio insaciable de que nos cuenten historias ajenas, aunque sean inventadas, es de origen infantil, inconscientemente inculcado por los primeros cuentos que, en teoría para hacernos dormir, quizá simplemente para acallarnos y sembrar nuestra memoria de recuerdos, nos relataron nuestros padres, proporcionándonos así la materia prima de nuestros sueños, quizá nuestros primeros desvelos y terrores, nuestros primitivos modelos de conducta. No es raro que el anuncio de que van a relatarnos algo avive instantáneamente nuestra curiosidad más indiscriminada y nos despeje de cualquier saturación o cansancio. Welles nos garantiza que vamos a recibir lo que hemos venido a escuchar o contemplar, con la impaciencia anticipadora del niño que pregunta ¿Y después qué?, ¿Y entonces? y exige insistente e impacientemente Sigue, incluso cuando ya ha escuchado esa misma historia tantas veces que se la sabe de memoria y está en condiciones de detectar cualquier omisión, desviación, cambio de orden o fallo de continuidad y denunciarla... salvo que encuentre la variación satisfactoria o cuando menos intrigante.

No otro origen, apenas unos años posterior, tiene la desmedida afición de Welles a la mascarada, a hacer teatro —como se entiende en inglés y en francés, donde los actores no interpretan, sino juegan— con la misma seriedad y convicción con que los niños se implican en cualquier juego.

De ahí su concepción un tanto iluminista del cine, más arraigada en la linterna mágica y en las sombras chinescas que en la simple reproducción fotográfica, más pendiente de los espacios creados mediante el empleo de las luces (ah, los arcos voltaicos de antaño) y la sabia distribución de las sombras, tan proyectadas como la claridad y el resplandor y de su unidad o fragmentación mediante la dilatación del tiempo que permite la toma larga, el plano-secuencia, o las elipsis que autoriza el montaje. Es un cine ilusionista, consciente de que hasta el movimiento es una mera sensación engañosa, creada por la persistencia retiniana y el juego perverso de la Cruz de Malta entre los fotogramas fijos que se proyectan a razón de 24 por segundo.

Pero el cine, para el hombre que, todavía a los cincuenta años, lo consideraba como el mejor tren eléctrico del mundo es también huella, inscripción, la impresión que produce en la película virgen aquello que el objetivo de la cámara capta e invierte y misteriosamente trasforma siempre, permitiendo a menudo advertir lo que no puede percibirse a simple vista. Por eso, es también un instrumento de conservación, de fijación y eternización del pasado, que una vez registrado puede casi revivirse al volver a ser proyectado, y de alquimia, porque la realidad o la mera apariencia conjurada en el plató se convierte en otra cosa, levemente distorsionada y distinta.

Es natural, por tanto, que ese niño precoz acabara obsesionándose por el cine, el medio que le permitía abarcar y fusionar todas sus aficiones y todos sus temores, y no es raro que, atribuyéndole él mismo tales poderes, lograra trasmitirnos esa fe a sus espectadores.


La verdadera magia del cine no es Hollywood, el colorido del Technicolor primitivo y saturado de Natalie Kalmus ni los blancos y relucientes decorados de Cedric Gibbons para la Metro, ni son tampoco los rostros maquillados y difuminados de las estrellas, sino las imágenes cuadradas, casi ronroneantes, de aspecto siempre más antiguo del que corresponde a la fecha de su realización, de las películas en blanco y negro de Orson Welles, incluso las más pobres (Macbeth) o las rodadas en condiciones más precarias y heterogéneas (Othello, Arkadin).

Si tenemos en cuenta que las imágenes recopiladas y finalmente seleccionadas por Welles en el montaje no son nunca capturadas al azar sino deliberada y hasta meticulosamente construidas, esta sensación de antigüedad tiene que obedecer al deseo expreso del autor, que conocía suficientemente, desde que rodó su primera película, el cine del pasado, como para hacer de Ciudadano Kane un auténtico resumen de las formas y los modos de todo el cine anterior, recuperando figuras de estilo pasadas de moda y tan olvidadas que, más allá de su contexto, ciertamente diferente, y combinadas de manera heterogénea, se tomaron por innovaciones, porque eran para muchos auténticas revelaciones, un verdadero descubrimiento.

Esto hace de cada plano de Welles, sea breve o largo, fijo o en movimiento, un fragmento de pasado, puesto en tiempo presente por el hecho mismo, mágico en sí mismo, de su proyección. Esa actualización del pasado convierte a Welles, a mi modo de ver, en un émulo del Dr. Frankenstein, cuyas criaturas —un poco monstruosas a veces—, hechas de fragmentos inertes, cobran nueva vida bajo la luz del arco voltaico y por obra de esa labor de asociación, combinación, empalme y costura que es el montaje. Por eso es quimérico tratar de imaginar cómo habrían sido las películas que Welles no llegó a montar, y todo intento de suplantarle está de antemano condenado al fracaso: los fragmentos seguirán muertos, y el resultado será una impostura.

Al final de todas las películas de Welles, si el protagonista no ha muerto —lo que sucede con una frecuencia asombrosa para el cine americano (Kane, Arkadin, Quinlan, Josef K., etc.), a veces desde el comienzo mismo—, otros personajes importantes lo habrán hecho y, sobre todo, una historia habrá terminado, sea la relación de Michael O'Hara (Welles) y Elsa Bannister (Rita Hayworth) en La dama de Shanghai, o la de Falstaff (Welles) y el príncipe Hal (Keith Baxter), convertido en rey, en Campanadas a medianoche (1965), lo que permite, en teoría, darles carpetazo y devolverlas nominalmente al olvido. El mérito de Welles —no sé si su meta— es la frecuencia asombrosa con que logró que archivásemos esa historia, para siempre, en todos los rincones o resquicios de nuestra memoria: en nuestro cerebro y en nuestra retina, en nuestros oídos y en nuestro afecto, y que no seamos ya capaces de olvidar no ya a esos personajes singulares, sino los planos mismos en que se materializó su fugaz —pero no tan efímero— retorno a la vida. Algo doblemente ficticio, si se quiere, pero de existencia incontrovertible y duradera.

En Nickel Odeon nº 16 (otoño de 1999)

miércoles, 6 de agosto de 2025

Dvorianskoie gniezdo (Andrei Mikhalkov Konchalovskií, 1969)

El director de esta película nació en 1939 en Khirguisia, una de las repúblicas que integran la U.R.S.S. Allí realizó sus dos primeros films: Pervij ucitel (El primer maestro, 1965) y Assia la coja, que fue prohibida. Tras tres años de inactividad, cuando realiza Dvorianskoie gniezdo (Nido de nobles) ya no hace un film khirguiz, sino ruso, producido por Mosfilm y encuadrado en uno de los más clásicos "géneros" del cine soviético: la adaptación literaria. A pesar del interés que Mikhalkov Konchalovskií manifiesta por Turgeniev, se puede aventurar la hipótesis de que nos hallamos ante el menos personal de sus films, ante un encargo que ha cumplido a la perfección e intentando, como tantos realizadores de Hollywood, inyectar al film su punto de vista.

Nido de nobles evoca II Gattopardo, pues nace de la oposición entre los sentimientos contradictorios que con respecto al pasado experimentan tanto Mikhalkov Konchalovskií (de origen aristocrático, según creo) como Visconti. La tonalidad del film, sin embargo, nos remite más bien al Welles de El cuarto mandamiento, Campanadas a medianoche y Una historia inmortal, pues late en ellas la misma mirada nostálgica frente a un mundo que se acaba y que debe desaparecer. Este conflicto entre el afecto y la razón está encarnado en Nido de nobles en la figura de su protagonista, Fedor (Leonid Kulaguin), que regresa a su hacienda rural tras una larga estancia en un París corrupto donde dejó a su infiel esposa, Varvara (Beata Tyszkiewicz, la de El hombre del cráneo rasurado), e intenta reintegrarse a su pequeño mundo cerrado, nacionalista, conservador. Así redescubre —y con él nosotros— la vieja y abandonada mansión paterna: muebles, retratos, objetos evocadores, visillos al viento, la luz del ocaso, un breve flashback que nos informa sobre sus padres. Su deseo de volver a arraigarse le lleva a visitar a unos amigos vecinos, y allí se enamora de Elizaveta (Irina Kuptchenko), prometida a un estúpido petimetre, superficialmente europeísta. A partir de entonces, el director nos conducirá lenta y suavemente a través de una forma de vida ociosa, detenida en el tiempo, hasta el nudo de extrañas y ambiguas relaciones que se establecen entre los personajes.


Utilizando como instrumentos el paisaje y el decorado, las flores, un color matizado e impresionista, la música y el silencio, con un lirismo tierno y preciso, sin delirios apenas —la locura está en todos los personajes, jamás en la puesta en escena: de ahí la diferencia con Dovjenko, Solntseva, Basov, Paradjanov y otros miembros de la escuela "ukraniana"—, Mikhalkov Konchalovskií nos devuelve íntegramente lo que debió ser el romanticismo en Rusia. Apoyándose en una dirección de actores tan sobria como perfecta, este film sereno, modulado y deslizante como los de Mizoguchi, contenido hasta en sus arrebatos (travellings por las copas de los árboles, gestos y actitudes inexplicables, reaparición espectral de Varvara, etc.), se presenta entonces como una de las mejores películas soviéticas de los últimos veinte años y nos sumerge, imperceptiblemente, en el misterio crepuscular de unos personajes desquiciados y desgarrados por sus pasiones y por la conciencia latente de que el mundo al que pertenecen —y al que se aferran desesperadamente— se está apagando.

En Nuestro Cine nº 92 (diciembre de 1969)

lunes, 4 de agosto de 2025

Pauline à la plage (Éric Rohmer, 1982)

El último Rohmer es, como todos, un soplo de aire fresco: un descanso para la vista, el cerebro y el oído. Ver una película de Rohmer equivale, en los tiempos que corren para el cine, a abrir la ventana de una habitación cuyo ambiente cargado y contaminado se ha hecho irrespirable, llena de ruidos estridentes y de gente mal educada y sin gracia.

Lo malo es que, desde hace algún tiempo, cada película de Rohmer se parece demasiado a las anteriores, de modo que, para conseguir esa sensación de alivio, daba lo mismo volver a ver una de las precedentes que ir a la última estrenada. Poco nuevo han aportado, realmente, las tres «Comedias y proverbios» realizadas hasta el momento a los cuatro (de seis) «Cuentos Morales» que conozco, salvo algunos personajes y —cada vez menos: Rohmer parece estar formando una stock company o «compañía estable», a la manera de Ford y Bergman— ciertos intérpretes, que contribuían a esa impresión de frescor que produce el cine de Rohmer.

Además, el carácter serial de sus películas —con la salvedad de Le Signe du Lion (1959), Die Marquise von O... (1976) y Perceval le Gallois (1978) — tiende, si acaso, a acentuar el parentesco que suele darse entre las obras de un cineasta con personalidad bien definida, ya que hasta las diferencias —a menudo mínimas— aparecen, ante todo, como variaciones sobre un mismo tema, una misma situación, una estructura preexistente o unos personajes conocidos. Esto hace que, para comprender y apreciar plenamente cada entrega, sea preciso o conveniente tener en cuenta las demás, por lo que se establece una clara relación de interdependencia entre unas películas y otras.

Pues bien, desde hace tiempo, quizá desde el último «cuento moral», L'Amour l'aprés-midi (El amor después del mediodía, 1972), asisto a las películas de Rohmer con una curiosa mezcla de complacencia e irritación, que tal vez sea sintomática, aunque no sé si es compartida por otros partidarios de su cine, pero que en las personas refractarias a él se ha traducido en una creciente distancia, ya que la impaciencia que produce, comprensiblemente, su insistencia no tiene el paliativo de ese efecto relajante que a mí, aunque decrecientemente, me siguen haciendo sus películas. Debo confesar que, pese a mi admiración por Rohmer —sobre todo, por Le Signe du Lion y Ma nuit chez Maud (1969)—, siempre me ha parecido sospechosa su proclividad a mostrar personajes estúpidos o, por lo menos, muy poco interesantes y simpáticos, del mismo modo que se me antojaba una mezcla de virtuosismo y perversidad su obstinación por hacer grandes películas a partir de elementos mínimos, poco variados, más bien pobres, escasamente dramáticos y nada cinematográficos: tres o cuatro actores, un par de escenarios, mucho diálogo. Las proezas de los prestímanos pierden su atractivo con la repetición: ya sabemos de lo que es capaz Rohmer con muy poca cosa, casi con nada; a mí, por lo menos, me gustaría saber hasta dónde podría llegar desde un punto de partida apasionante, con una materia prima más rica. En el fondo, sublimar el vacío no tiene tanto mérito, sobre todo si no se ha demostrado estar al nivel de algo realmente magnífico, complejo, conmovedor y dramático... y, la verdad, no puede decirse que el éxito haya coronado las dos tentativas «literarias» de Rohmer: La Marquesa de O..., su película menos lograda, aplica con excesiva neutralidad el objetivo de la cámara al relato de Heinrich von Kleist, sin arriesgarse a tomar partido (que era lo peliagudo ante una peripecia melodramática tan increíble que bordea lo grotesco); Perceval le Gallois, si se remonta la media hora inicial —que hace de ella la obra de más difícil acceso que recuerdo, y determina su fracaso parcial—, acaba por ser una especie de musical fascinante, pero sufre a causa de la indecisión de Rohmer, de una inseguridad a la que no nos tiene acostumbrados; tal vez porque elige a propósito ambientes y personajes de una mediocridad que puede dominar sin dificultad. De ser cierto esta sospecha, se confirmaría la «falta de riesgo» que se le puede reprochar al cine de Rohmer —como al de Truffaut— frente al de Godard, Pialat, el difunto Eustache, Vecchiali, Rivette e incluso Chabrol, impresión que justifica que uno vaya a ver sus películas con una cada vez mayor falta de curiosidad: se sabe lo que va a hacer, y se trata, sin más, de comprobar si ha vuelto a conseguirlo, y hasta qué punto, sin que quepa esperar sorpresas... casi casi ni desagradables, pues está demostrado que Rohmer hace muy bien eso que se empeña en hacer.


Si esta sensación de malestar, de insatisfacción, ante el cine de Rohmer podía parecer exagerada a propósito de La Femme de l’aviateur ou On ne saurait penser à rien (La mujer del aviador o Es imposible no pensar en nada, 1980-81) o incluso de Le Beau Mariage (La buena boda, 1981), pues ambas eran muy divertidas y la segunda, aunque demasiado poblada por personajes tontos, contaba con la simpática Béatrice Romand, con Pauline à la plage (Pauline en la playa, 1982) me siento, en cambio, plenamente justificado para expresar mis reservas, ya que la situación se ha agravado, y no sólo cuantitativamente —hay una prueba más de que Rohmer está en un impasse, metido en un callejón del que no diré que no haya salida—, sino también cualitativamente. Porque lo inquietante de Pauline à la plage no es que se parezca a anteriores obras de Rohmer, sino a cuál se asemeja más: a La Collectionneuse (1966). No es que esté peor dirigida —La coleccionista es un prodigio de puesta en escena, de una limpidez, precisión y sencillez ejemplares, y Pauline à la plage, aunque menos inspirada, es impecable desde ese punto de vista—, sino que Rohmer ha volcado su talento en la más nítida y completa captación de los gestos y las palabras de unos personajes que son, sin excepción, completamente carentes de interés, atractivo o simpatía, y pretende que les prestemos atención durante hora y media. Nunca, desde su anterior película «playera» —La coleccionista—, nos había obligado a contemplar a unos seres tan fatuos, vacíos y pesados, tan pedantes en sus razonamientos y tan afectados en sus gestos, tan poco dignos de su conducta y tan poco inteligentes. Así que, para refrescarse, más vale volver a ver, por ejemplo, Le Genou de Claire (La rodilla de Clara, 1970).

En Casablanca nº 34 (octubre de 1983)

viernes, 1 de agosto de 2025

Intimidad y espectáculo en Pedro Almodóvar

La reciente «presentación en sociedad» de La flor de mi secreto devuelve el cine de Pedro Almodóvar al primer plano de una actualidad que nunca llega a abandonar realmente, pues, incluso si no se apresura a hacer otra película, aún no se han apagado los ecos que nos rebotan desde el extranjero de la anterior cuando ya se anuncia la que tiene en gestación.

Esta habilidad de Almodóvar para llamar la atención -de la que muchos de sus colegas podrían aprender más que de su trabajo como cineasta- contribuye a asegurar la popularidad y el éxito de películas que a menudo navegan contra corriente o que, en principio, tenían todas las cartas para verse condenadas al «malditismo», pero explica también algunas de las malas pasiones -envidia y rencor, sobre todo- que despierta su no por consagrada menos polémica persona.

A la vista de La flor de mi secreto -de su título y de su tono, más serio y sosegado que de costumbre, de la historia que narra y de los dos personajes en que parece esta vez desdoblarse el autor, el de Marisa Paredes y el de Juan Echanove-, cabe sospechar que Almodóvar ha empezado a acusar el cansancio que produce permanecer tanto tiempo bajo los focos, sobre todo cuando hay que dedicar tanta o más energía a la promoción que a la creación, y que se está hartando de no reconocer en la imagen que proyecta el rostro que encuentra cada mañana en el espejo.

Se está comentando mucho -y era de esperar- el apreciable cambio de actitud que separa esta última obra de las inmediatamente precedentes: en orden cronológicamente invertido, es decir, de la más a la menos reciente, Kika, Tacones lejanos y Átame! Para bien o para mal -pues su nuevo tono no ha sido del gusto de todos-, se nota. Llama la atención que Almodóvar no alce la voz, que se tome todo en serio y apenas se permita bromas a costa de sus criaturas. Que no cargue las tintas en su retrato de personajes habitualmente maltratados como el marido insensible y la «mejor amiga» (Imanol Arias y Carmen Elías) que traicionan sin pasión a Amanda Gris, la tolerancia que muestra hacia las pintorescas madre y hermana de la protagonista (Chus Lampreave y Rossy de Palma), que eluda juzgar el delictivo abuso de confianza de Joaquín Cortés, son detalles que parecen haber defraudado a quienes esperaban puras caricaturas maniqueístas y motivos de regocijado escarnio.

Esta vez Almodóvar va en serio. Y no está contra nadie. Ha tomado partido por sus personajes, sobre todo por Leocadia/Leo/Amanda; pero ni por defenderla está dispuesto a sacrificar a los demás. Creo que desde la Carmen Maura de La ley del deseo, y antes quizá sólo con el personaje encarnado por esta misma actriz en ¿Qué he hecho yo para merecer esto! - a mi entender, aún las mejores películas de Almodóvar, ahora seguidas por La flor de mi secreto- no se daba esta solidaridad inquebrantable entre el autor y sus criaturas. Y no digo «incondicional», porque no se ciega a sus neurosis, cobardías, debilidades o limitaciones: está con ellas a pesar de esos defectos.


Se le ha reprochado a Almodóvar, al principio con motivo, después con menos razón, casi por hábito -que algunos mantienen impertérritos, como si escribiesen antes de ver la película-, cierto desorden narrativo: es indudable su propensión a acumular personajes, ramificaciones argumentales, chistes y «gags», parodias de «spots» publicitarios y números musicales, extractos de otras películas, y que le cuesta renunciar a esos «caprichos», sobre todo al ver que no sólo le hacen gracia a él, y que algunos los convierten poco menos que en su «marca de fábrica». Es curioso, además, que los mismos que critican tales excesos los echan en falta en cuanto escasean, y no digamos cuando desaparecen, aduciendo que al menos esas «morcillas» y digresiones interpoladas compensan la falta de interés del resto y el escaso rigor de su estructura.

Cualquiera que haya seguido la trayectoria de Almodóvar con la curiosidad que ya Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980) despertó, y que conozca todas sus películas, tendría que admitir que el cineasta ha procurado, aunque a veces a regañadientes y con indudable esfuerzo, ir corrigiendo esa tendencia a la dispersión que le es natural, porque es consecuencia de su fértil imaginación y de un sentido del humor que le hace ver el lado cómico de cada incidente dramático y que le empuja, casi sin darse cuenta, hacia la caricatura. No siempre lo ha conseguido, pero ahora que ha llegado a centrarse en un solo personaje, quienes criticaban su autocomplacencia insinúan que «no tiene nada que decir», olvidando que uno de los aspectos saludables que, con todos sus defectos, ha presentado desde el principio el cine de Almodóvar, junto a su descaro y cierta robusta desvergüenza, es precisamente la ausencia de prédicas, mensajes o moralejas.

Hoy que su carrera parece afianzada y con la continuidad asegurada, se puede reconocer que el primer largometraje de Almodóvar era una chapuza, impresentable según los criterios standard de lo exhibible imperantes en el cine y en la televisión. Me temo que hoy, de no haberse hecho célebre su autor, sólo sería adquirido dentro de un lote, y que su emisión se vería relegada a las más inhóspitas horas de la madrugada, cuando es tarde para los trasnochadores y aún pronto para los que madrugan. Sólo el clima de libertad y de apuesta aventurera que reinaba en aquellos tiempos hizo posible que Pepi se estrenase y fuese acogida con benevolencia y sin excesivo rasgamiento de vestiduras.

El caso es que algo nuevo nació para el cine español en esa película fea, caótica, irregular, errática e indisciplinada. Por un lado, era una de las pocas que, en nuestro país, se atrevían a poner en práctica la enseñanza fundamental de la «Nueva ola»: que «todo es posible» y que no hace falta dinero para rodar una película que interese, por lo menos, a unas minorías más amplias de lo que se cree. Y lo cierto es que, sin que productores, distribuidores y exhibidores pudieran imaginarlo, existía en España un público para una película como Pepi; es más, otro sector de los espectadores era ya lo bastante tolerante como para mirarla con curiosidad, aunque fuese como «una rareza».

Almodóvar fue, por su parte, suficientemente ágil como para embarcarse en cuanto pudo en una nueva película, Laberinto de pasiones (1982), antes de que se apagase del todo el revuelo levantado por la primera. Un poco mejor hecha, más homogénea, aunque «coral» y despreocupadamente deslavazada, llena de alusiones irónicas muy coyunturales, y de nuevo con caras nuevas o personajes inéditos hasta entonces en el cine español, Laberinto confirmó que semejantes temas y planteamientos tenían un público, tan desatendido por el cine nacional que, lógicamente, lo sentía como algo ajeno y anacrónico, que convenía evitar.

La tercera película de Almodóvar es un considerable paso adelante. Con un acabado industrial digno, que permite que aparezcan los primeros personajes psicológicamente coherentes de su carrera y los rasgos constitutivos de un estilo hoy evidente, e incluso ocasionalmente amenazado por el manierismo, pero antes inexistente o curiosamente plano, más próximo al «comic» y al café-teatro que al cine. Se consolida su predilección por los personajes femeninos, perpetuamente en crisis, sometidos a impulsos contradictorios y con mucho que revelar bajo su apariencia de normales amas de casa, tías solteras, madres tradicionales o monjas.

El éxito de Entre tinieblas (1983), todavía local, abre a Almodóvar grandes posibilidades. Es quizá su momento de mayor audacia y creatividad: sin poder aún independizarse de la débil estructura industrial del cine español, con ¿Qué he hecho yo para merecer esto! (1984) Almodóvar empieza a ser un personaje conocido más allá de ciertos ambientes, y algunos le reconocen como un creador de importancia histórica para nuestro cine.

Se dice siempre que «nadie es profeta en su tierra», y tiende a darse por supuesto, con curiosa mala memoria, sobre todo después del éxito mundial de Mujeres al borde de un ataque de «nervios» (1988), que así ha sido con Almodóvar. Se pretende que en España nadie le hizo caso hasta que, como un boomerang, le abrió camino el reconocimiento exterior; hasta se ha dicho que su prestigio es «importado». Pero no es cierto: el éxito de Almodóvar empieza en Madrid y pronto se extiende a toda España, y tiene causas en parte espontáneas -el público se acerca a Almodóvar, y va ampliándose en círculos concéntricos-, en parte deliberadas -Almodóvar se ocupa de promocionarse, de llamar la atención, aprovechando las reacciones que provoca-; sólo más tarde llega al extranjero su onda expansiva: fuera, más que nada, sorprende, y se presenta como un síntoma del «cambio» que se ha producido en España desde la muerte de Franco; entonces hasta sus detractores se ven obligados a tomárselo en serio.

¿Qué he hecho yo para merecer esto! permite comprobar que el cine de Almodóvar no es una creación de laboratorio, ni un aerolito surgido de la nada, que atraviesa nuestro espacio cinematográfico arrasando prejuicios, convenciones y españolismos, sino un producto genuino de nuestra cultura, con raíces en películas ciertamente fundamentales, pero «malditas» y de influencia subterránea, que carecían de prestigio y de continuidad inmediata: lo que podríamos llamar la «comedia esperpéntica», explosiva combinación de ambiciones neorrealistas filtradas por la comedia británica de los estudios Ealing y fertilizadas por la influencia de Valle-Inclán y de los grandes humoristas surgidos en los años 20-30 (Mihura, Jardiel Poncela, Neville, Fernández Flórez), y cuya partida de nacimiento puede ser Esa pareja feliz (1951) de Bardem y Berlanga, inmediato precedente de algunas películas posteriores del segundo de sus autores, de las mejores realizadas por su intérprete principal, Fernando Fernán-Gómez -desde La vida por delante en 1958 hasta El extraño viaje en 1964-, y de las primeras películas, españolas las tres -El pisito, Los chicos y El cochecito-, del italiano Marco Ferreri, que fue pionero en adaptar a Rafael Azcona, que habría de ser el guionista de las obras de madurez de Berlanga (Plácido, en 1962; El verdugo, en 1963).

Naturalmente, no se trata de un salto hacia atrás por encima del vacío, de esa falta de tradiciones y raíces que ha hecho tan frágil, irreal, reiterativo y tributario de lo ajeno el cine español de la larga postguerra. Almodóvar no es un cineasta particularmente cinéfilo o, mejor dicho, no es un «cinéfilo erudito», y sus aficiones no se limitan al cine. Su entronque con las raíces olvidadas no obedece a una decisión consciente, ni se traduce en una imitación deliberada; es una cuestión de gustos concordantes y de afinidades electivas. Es un parentesco que ni siquiera puede percibirse a primera vista, sobre todo porque está mezclado con otras muchas influencias, a veces más llamativas: musicales, plásticas, literarias, y con elementos procedentes de otro tipo de películas, populares o underground, españolas y extranjeras, y tanto vistas en cines de barrio o por televisión como descubiertas en la Filmoteca.

Almodóvar es omnívoro. Si hasta entonces había dominado el collage, la «mixtura» de elementos heterogéneos, el contraste de tonos, colores, sabores y géneros, el efecto sorpresa que provocaban los saltos de uno a otro, ni siquiera un cierto respeto de las tres unidades clásicas y la claustrofóbica situación de Entre tinieblas habían conseguido estructurar realmente esos factores de variedad y dispersión. Pero el arraigo en la realidad, a través de la estilización deformante del esperpento, hace que en ¿Qué he hecho yo para merecer esto!, sin renunciar a las combinaciones exóticas y chocantes, se produzca una organización del punto de vista narrativo sin precedente en las películas anteriores. Esto explica su relativa coherencia, muy superior a la que podía detectarse, en forma aún incipiente e incontrolada, en Entre tinieblas.

Cierto que aún sorprendían en ¿Qué he hecho yo para merecer esto! algunos de los cócteles explosivos que ofrecía al espectador, pero hay que decir que el «combinado» a base del naturalismo sórdido de Visconti en Ossessione (por otra parte, una adaptación a la Italia fascista de la novela «negra» de James M. Cain El cartero siempre llama dos veces), el humor macabro de Hitchcock en un corto de televisión basado en un relato de Roald Dahl (Lamb To The Slaughter, 1958), y el pesimismo solanesco de Fernán-Gómez adaptando a Zunzunegui en El mundo sigue (1963), conjunto de referencias en que puede sintetizarse el «efecto» de esta película de Almodóvar, era un acierto; creo que puede ya verse -y que el tiempo no hará sino confirmarlo- que el mejor testimonio acerca de la España de los años 80 que dejará el cine está precisamente en las imágenes «feas» y alucinadas que nos muestran el desconcierto y el stress del ama de casa encarnada por Carmen Maura en ¿Qué he hecho yo para merecer esto! Y es que cuando la realidad resulta tan inverosímil y disparatada como tiende a serlo en España, el chato realismo que se niega a mirar más allá de la punta de su nariz, sin contar con el absurdo, la locura, el despropósito y la picaresca, tiene poco que hacer, y sus resultados, además de pobres, resultan poco creíbles.


La siguiente película de Almodóvar es el «patito feo» de su filmografía. Entonces elogiada por sus más ditirámbicos entusiastas -ya se había puesto «de moda»-, pero hoy completamente silenciada hasta por su autor, se trata de una tentativa, no lograda pero apasionante, de recurrir al mito para interpretar una realidad que escapa entre los dedos por la propia velocidad de los cambios y porque los superficiales ocultaban los que se producen de modo subterráneo, en las personas.

Matador (1986) es una película con algunos rasgos excepcionales en la filmografía de Almodóvar. Sigue siendo la única no escrita en solitario por el director, que ha admitido que hace cine porque quiere contar historias y no se considera suficientemente bueno como escritor. En esta ocasión creyó descubrir afinidades en las novelas de Jesús Ferrero, y le invitó a colaborar con él, pensando que le podía ayudar a construir mejor y a crear un relato metafórico, más apartado que ninguna otra de sus obras de la realidad de partida. Aunque es difícil que funcionen alianzas de este tipo, hay en Matador un grado de estilización incomparable al de cualquier otra película de Almodóvar, incluidas las posteriores, aunque ignoro si esta característica, aquí de una belleza plástica que bordea el esteticismo, debe algo a Ferrero, y tiendo a pensar que no. Matador es también, paradójicamente, una película algo «oriental» -con temas y ritos japoneses: el doble suicidio, el duelo-, y al mismo tiempo un sorprendente retrato de Madrid y la película de Almodóvar que más juega con las «españoladas» (los toreros, el sol, la muerte).

A pesar de un desequilibrio casi constante, encuentro esta película tan reveladora e interesante que espero que Almodóvar, ahora que ha madurado, prolongue la experiencia algún día. No sólo se trata de la película más libre e imaginativa, plástica y narrativamente más audaz, de cuantas había dirigido Almodóvar, sino que sigue siendo, en 1995, la que cuenta con un personaje masculino más desarrollado -el matador retirado que interpretaba Nacho Martínez- y, además, con uno femenino de fuerza equivalente y aún más misterioso -la abogada asesina que encarna Assumpta Serna-, enlazados por una especie de destino que convierte en inevitable el encuentro de dos seres complementarios, tan parecidos como opuestos, y que no tienen otra posibilidad de unión duradera que la muerte.

El núcleo de la historia -tan simple e implacable como el de un buen western, por ejemplo Duelo al sol- tiene una fuerza enorme, y la película, con un poco de despojamiento, hubiera avanzado incontenible y vertiginosa hacia su ineludible clímax. Pero Almodóvar todavía se dejaba distraer por sus propias ocurrencias chistosas, a menudo divertidas y sabrosas, por su gusto por la provocación y su afición a encadenar viñetas absurdas, y entre el sainete y la tragedia media un abismo que no es fácil transitar con naturalidad.

Ese mismo año, con La ley del deseo (1986), Almodóvar vuelve a su terreno, el que está definiendo como propio y exclusivo, y lo hace con la libertad que le confiere asumir la producción, fundando con su hermano Agustín la compañía El Deseo, S. A. Esto supone la decidida asunción de un riesgo múltiple: personal, artístico y comercial. La ley del deseo es quizá la película más perfecta de Almodóvar, aunque algunos encuentren más «redonda» la siguiente, Mujeres al borde de un ataque de «nervios»; para mí no hay duda, al menos, de que se trata de su obra más audaz, dura y compleja.

Ya su célebre arranque era un peligro desde el punto de vista de la comunicación con el público: sé de bastantes hombres que se han sentido agredidos, y que desde ese momento han rechazado la película. Aunque se trate, en última instancia, de un juego de apariencias, con una hábil aportación del sonido al trompe-l'oeil -si puede decirse-, hay que decir que la brutalidad con que empieza esta película apenas tiene precedentes en la historia del cine, salvo el corte de ojo por una cuchilla de afeitar de Un chien andalou (1928) de Buñuel.

Desde Pepi, el cine de Almodóvar ha sido calificado de provocador. Y el propio Almodóvar parece halagado por la etiqueta, dado el tiempo que dedica a explicar que no puede evitarlo. Pero va siendo hora de poner las cosas en su sitio: aunque es cierto que la pésima «presentación» plástica de aquella película -de un acabado sub-industrial-, su escasamente audible banda sonora, su atropellado desarrollo, sus salidas de tono, el tremendismo esquemático de los personajes, la grosería deliberada del diálogo, el planteamiento escatológico de algunas secuencias y la misma mezcla de géneros y «texturas» visuales resultaban «chocantes», y dentro del aplicado y hasta atildado «europeísmo» postulado entonces para el cine español, parecía el clásico elefante en una cacharrería, conviene no exagerar, y no olvidar el pequeño detalle de que, siguiendo una inveterada tradición de nuestro cine, Almodóvar daba «una de cal y otra de arena», de forma que todas esas llamativas y hasta pregonadas «osadías» se hicieran perdonar como una especie de «travesura juvenil», precisamente por «ser de mentirijillas», por no «ir en serio», por tratarse de una mezcla de comedia bufa y farsa disparatada, por su irrealismo total, que hacían inofensiva la «gamberrada» del debutante. Baste recordar que, por tratarse de «comedias», la censura franquista dejaba pasar lo que prohibía en cualquier película seria o de pretensiones «realistas». Además, en los años inmediatamente anteriores al estreno de Pepi, este país se había ido convirtiendo aceleradamente a la tolerancia, y estaba dando muestras de unas «tragaderas» impensables poco antes. La sociedad española se escandalizaba por poco, y el individuo que lo hacía, se callaba o incluso fingía indiferencia, no fuera a ser tildado de retrógrado, anticuado, pusilánime o «ultra». Algunos, curándose en salud o para lavar viejas manchas, se convirtieron en entusiastas de todo tipo de rupturas e irreverencias. Ahora que, bajo mantos variados, parece que vuelve la intolerancia, sospecho que el primer cine de Almodóvar no sería considerado «políticamente correcto», y que las mismas personas «liberadas» que entonces se extasiaban y le reían la gracia se indignarían hoy por su tratamiento de los personajes femeninos. Porque no basta con que alguien se proponga «provocar» -y conste que no atribuyo a Almodóvar tal objetivo-, es preciso que sus «víctimas» se dejen provocar, y desde que Almodóvar irrumpió en nuestro cine hay muy pocas personas que estén por la labor, y casi nadie ha entrado al trapo. Digo esto porque algunos fanáticos de la «corrosión» le han reprochado a Almodóvar, sobre todo a cuento de La flor de mi secreto, que ya ni siquiera resulte provocador, como si dependiese exclusivamente de él y la supuesta intención de levantar ampollas entre los timoratos fuese una virtud o una garantía de probidad artística. A Almodóvar le tocó nacer y crecer en un tiempo y un lugar en el que cualquier cosa era pecado y causaba escándalo, si no estaba prohibida; pero, como cineasta, le ha caído en suerte debutar en una época en la que todo estaba permitido, no había censura y hasta los peores carcas se habían reconvertido en «demócratas de toda la vida», flipaban con el neoliberalismo, y se aprestaban a sacar todo el partido que pudieran de la recién instaurada «permisividad».

Por eso, el cine de Almodóvar habrá sido todo lo libre que se quiera, pero no muy provocador o, al menos, tan sólo en un par de aspectos, que suelen ser silenciados. Uno es, obviamente, la sexualidad, donde es muy probable que algunas de sus películas, sobre todo las seis primeras -no se olvide que Mujeres era «para todos los públicos» y entusiasmó a todos los niños que la vieron-, hicieran vacilar alguna preconcepción y prejuicios, dentro de una notable ambigüedad y de una no menos insólita naturalidad. El otro es la autodenominada «industria cinematográfica», que vio con malos ojos -aunque disimulara- la intrusión de un advenedizo que no respetaba las normas, que destrozaba sus rígidos y anticuados esquemas, que ponía en ridículo sus nociones irreales sobre «lo que quiere el público» y que, para colmo, como advirtieron con ya indisimulada envidia, ganaba más dinero que nadie y vendía sus películas en todo el mundo. Fue una suerte para Almodóvar que no le diesen en 1989 el Óscar a la mejor película extranjera para el que estuvo nominada Mujeres al borde de un ataque de «nervios», porque no se lo habrían perdonado todavía y él se hubiera creído que era un genio.

Por eso creo que algunas «osadías» de Almodóvar, además de no provocar más que a los reprimidos, eran facilidades o concesiones a sus adeptos, y celebro que en La flor de mi secreto haya renunciado a ellas por completo.

En todo caso, y volviendo a La ley del deseo, sí puede decirse que en ella hay algo de desafío, y por tanto de triunfo. Frente al amontonamiento y las ramificaciones de las primeras películas, que generaban una tendencia a la dispersión que fue paliándose, mediante una protagonista a la que seguía casi constantemente en ¿Qué he hecho yo para merecer esto!, mediante una pareja central en Matador, en La ley del deseo aparece una estructuración de tramas y puntos de vista más compleja y ordenada, pues pasa del director encarnado por Eusebio Poncela a su joven amante (Antonio Banderas), con la súbita adquisición de un protagonismo de primer plano por parte de la hermana transexual del primero (Carmen Maura, que se convierte en el centro moral de la película), para desembocar en un desenlace trágico que reúne a los tres personajes. Formalmente, es la más elaborada y contenida de las obras de Almodóvar -sin caer en excesos decorativistas-, y la que cuenta con una interpretación más impresionante y homogénea. Por último, aunque sea aventurado decirlo, parece la obra más personal de Almodóvar, ya que no toma prestados elementos de otras películas -como suele-; el estilo es plenamente coherente, y ha repartido entre los personajes diferentes aspectos de su personalidad.

El éxito y la fama mundial le llegaron a Almodóvar con Mujeres al borde de un ataque de «nervios», su película más accesible, divertida, amable y brillante, aunque no una de las más ricas y complejas, ni tan intrigante como la fallida Matador. Quizá la clave de su inmensa popularidad radique en su energía, el ritmo endiablado con el que mueve los hilos de varias intrigas -todas tan disparatadas que resultaría ocioso pedirles verosimilitud-, y en el entusiasmo de una troupe de actores y actrices que mezcla con acierto personalidades hechas y caras nuevas, pero integradas en un mundo que puede ya definirse como «almodovariano». No quisiera dar a entender que se trata de una película acrítica e inofensiva, jovial e inocente, y puramente festiva, porque sería falsear su carácter, pero lo cierto es que en ella se detecta seguridad, brío y placer por el trabajo que cada cual estaba haciendo, y que eso se contagiaba al espectador, imponiéndole su lógica propia -bien distante de la convencional- a través de la siempre eficaz dinámica del «vodevil» de entradas y salidas, y del no menos socorrido recurso de las persecuciones y confusiones de identidad, casi tan antiguo como el propio cine.

La capacidad de supervivencia que Almodóvar ha admirado siempre en determinadas mujeres -de Carmen Maura en ¿Qué he hecho yo para merecer esto! a Verónica Forqué en Kika- tiene su cima en esta película, y hace que el espectador planee sobre el dramatismo de las situaciones, identificándose con ella. Se alcanza así un grado de complicidad entre el autor y un vastísimo público que no tiene precedentes en su obra y que supera todas las barreras lingüísticas: he podido comprobar lo bien que es comprendida la película por públicos que forzosamente se pierden los diálogos, una de las bazas fundamentales del cine de Almodóvar.

Sospecho que el éxito de Mujeres tuvo efectos muy peligrosos en la evolución de Almodóvar, que se traslucen, con diferentes intensidades, en las tres películas siguientes, a mi entender las menos interesantes de su filmografía desde 1983, y con el agravante de describir, para mí, una trayectoria aceleradamente descendente, desde los defectos veniales y el improbable (aunque relativo) happy ending de Átame! (1989) hasta los fallos mucho más graves de Tacones lejanos (1991) y el fracaso casi total de Kika (1993), que ni siquiera resultaba divertida, tendencia por fortuna quebrada por La flor de mi secreto (1995).

Resulta aventurado sugerir las causas del deterioro -apreciado en España de forma bastante general, pero no en Francia y otros lugares, donde sólo Kika ha sido algo más reticentemente acogida- de la carrera de Almodóvar tras Mujeres, pero es posible que no supiera qué hacer para igualar o superar el éxito de esa película, pese a que por entonces padecía cierto complejo de genio. Esto último no es de extrañar, ya que todos somos vanidosos y susceptibles al halago, y estamos expuestos a dar por buenos los elogios, sobre todo si son tan unánimes y de tan variada procedencia como los que, durante dos o tres temporadas, se acumularon sobre Almodóvar, convertido de la noche a la mañana no ya en «el único cineasta español» para la crítica internacional -como antes Saura, por ejemplo-, sino en uno de los «directores estrella» del cine mundial, loado por la crítica y seguido con expectación embobada por el público de los más variados países. Podría decirse que el «poder» se le subió a la cabeza, y que al caerle encima cuando, por falta de rumbo, no podía aprovecharlo, pero tampoco podía permitirse dejar pasar de largo la ocasión, acometió películas insuficientemente meditadas y quizá no del todo necesarias, en las que hay, por supuesto, hallazgos, aciertos y escenas brillantes, pero sin la coherencia ni la consistencia que estaba progresivamente logrando. A falta de ideas y de sentimientos definidos, es probable que tendiese a apoyarse en lo que ya había hecho y más se le había celebrado, y que se sintiese obligado a que sus nuevas películas no decepcionaran ni sorprendiesen en exceso -lo que es siempre arriesgado- a sus admiradores, a que respondiesen plenamente a la «imagen de marca» que se había divulgado de él. Como ésta es una visión un tanto simplista y esquemática del cine de Almodóvar, casi una caricatura, y, por otra parte, era precisamente lo típica e inconfundiblemente «almodovaresco» lo que esperaban de él tanto seguidores como financiadores internacionales (Ciby 2000), parece comprensible que su carrera estuviese a punto de estancarse y hasta de ser presa de la inercia, con lo que decepcionó progresivamente no sólo a los que le esperaban a la siguiente película, con ganas de que se estrellase o de que se le acabase la «buena racha», sino también a los que creemos en su talento y tendemos a exigirle más, y particularmente que no se repita ni haga concesiones a la galería, y que no peque de autoindulgencia, porque es un riesgo que siempre le ha amenazado, sino que siga aprendiendo. No me detendré en los defectos que veo en las tres películas que menos aprecio, aunque quizá convenga advertir que encuentro una gran diferencia de nivel entre la a ratos apasionante, pero finalmente decepcionante Átame! y el estruendoso y molesto error de concepción en que se basa Kika, sin que la realización lo remedie: no cabe meterlas en el mismo saco, porque no son víctimas de los mismos fallos ni tienen éstos idéntica gravedad, y tampoco se trata de que el período «Carmen Maura» sea mejor que el período «Victoria Abril», aunque se dé esa extraña coincidencia.

Creo más interesante atender a las novedades que ofrece La flor de mi secreto y esperar la definitiva superación de esa etapa de crisis o desconcierto, en la que podría aplicarse a Almodóvar la expresión materna con que Chus Lampreave caracteriza la situación de su hija (Marisa Paredes): «Una vaca sin cencerro», es decir, desorientada y sin siquiera capacidad de señalar dónde está para que alguien pueda encontrarla. Observemos, para acabar, que en esta última película se alcanza un equilibrio, por precario y difícil que sea, entre la intimidad y el espectáculo, cuya incompatibilidad, y no digamos la explotación de la primera por el segundo, han constituido la base de la mayor parte de los conflictos abordados en la obra reciente de Almodóvar.

En Revista de Occidente nº 175 (diciembre de 1995)