La reciente «presentación en sociedad» de La flor de mi secreto devuelve el cine de Pedro Almodóvar al primer plano de una actualidad que nunca llega a abandonar realmente, pues, incluso si no se apresura a hacer otra película, aún no se han apagado los ecos que nos rebotan desde el extranjero de la anterior cuando ya se anuncia la que tiene en gestación.
Esta habilidad de Almodóvar para llamar la atención -de la que muchos de sus colegas podrían aprender más que de su trabajo como cineasta- contribuye a asegurar la popularidad y el éxito de películas que a menudo navegan contra corriente o que, en principio, tenían todas las cartas para verse condenadas al «malditismo», pero explica también algunas de las malas pasiones -envidia y rencor, sobre todo- que despierta su no por consagrada menos polémica persona.
A la vista de La flor de mi secreto -de su título y de su tono, más serio y sosegado que de costumbre, de la historia que narra y de los dos personajes en que parece esta vez desdoblarse el autor, el de Marisa Paredes y el de Juan Echanove-, cabe sospechar que Almodóvar ha empezado a acusar el cansancio que produce permanecer tanto tiempo bajo los focos, sobre todo cuando hay que dedicar tanta o más energía a la promoción que a la creación, y que se está hartando de no reconocer en la imagen que proyecta el rostro que encuentra cada mañana en el espejo.
Se está comentando mucho -y era de esperar- el apreciable cambio de actitud que separa esta última obra de las inmediatamente precedentes: en orden cronológicamente invertido, es decir, de la más a la menos reciente, Kika, Tacones lejanos y Átame! Para bien o para mal -pues su nuevo tono no ha sido del gusto de todos-, se nota. Llama la atención que Almodóvar no alce la voz, que se tome todo en serio y apenas se permita bromas a costa de sus criaturas. Que no cargue las tintas en su retrato de personajes habitualmente maltratados como el marido insensible y la «mejor amiga» (Imanol Arias y Carmen Elías) que traicionan sin pasión a Amanda Gris, la tolerancia que muestra hacia las pintorescas madre y hermana de la protagonista (Chus Lampreave y Rossy de Palma), que eluda juzgar el delictivo abuso de confianza de Joaquín Cortés, son detalles que parecen haber defraudado a quienes esperaban puras caricaturas maniqueístas y motivos de regocijado escarnio.
Esta vez Almodóvar va en serio. Y no está contra nadie. Ha tomado partido por sus personajes, sobre todo por Leocadia/Leo/Amanda; pero ni por defenderla está dispuesto a sacrificar a los demás. Creo que desde la Carmen Maura de La ley del deseo, y antes quizá sólo con el personaje encarnado por esta misma actriz en ¿Qué he hecho yo para merecer esto! - a mi entender, aún las mejores películas de Almodóvar, ahora seguidas por La flor de mi secreto- no se daba esta solidaridad inquebrantable entre el autor y sus criaturas. Y no digo «incondicional», porque no se ciega a sus neurosis, cobardías, debilidades o limitaciones: está con ellas a pesar de esos defectos.


Se le ha reprochado a Almodóvar, al principio con motivo, después con menos razón, casi por hábito -que algunos mantienen impertérritos, como si escribiesen antes de ver la película-, cierto desorden narrativo: es indudable su propensión a acumular personajes, ramificaciones argumentales, chistes y «gags», parodias de «spots» publicitarios y números musicales, extractos de otras películas, y que le cuesta renunciar a esos «caprichos», sobre todo al ver que no sólo le hacen gracia a él, y que algunos los convierten poco menos que en su «marca de fábrica». Es curioso, además, que los mismos que critican tales excesos los echan en falta en cuanto escasean, y no digamos cuando desaparecen, aduciendo que al menos esas «morcillas» y digresiones interpoladas compensan la falta de interés del resto y el escaso rigor de su estructura.
Cualquiera que haya seguido la trayectoria de Almodóvar con la curiosidad que ya Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón (1980) despertó, y que conozca todas sus películas, tendría que admitir que el cineasta ha procurado, aunque a veces a regañadientes y con indudable esfuerzo, ir corrigiendo esa tendencia a la dispersión que le es natural, porque es consecuencia de su fértil imaginación y de un sentido del humor que le hace ver el lado cómico de cada incidente dramático y que le empuja, casi sin darse cuenta, hacia la caricatura. No siempre lo ha conseguido, pero ahora que ha llegado a centrarse en un solo personaje, quienes criticaban su autocomplacencia insinúan que «no tiene nada que decir», olvidando que uno de los aspectos saludables que, con todos sus defectos, ha presentado desde el principio el cine de Almodóvar, junto a su descaro y cierta robusta desvergüenza, es precisamente la ausencia de prédicas, mensajes o moralejas.
Hoy que su carrera parece afianzada y con la continuidad asegurada, se puede reconocer que el primer largometraje de Almodóvar era una chapuza, impresentable según los criterios standard de lo exhibible imperantes en el cine y en la televisión. Me temo que hoy, de no haberse hecho célebre su autor, sólo sería adquirido dentro de un lote, y que su emisión se vería relegada a las más inhóspitas horas de la madrugada, cuando es tarde para los trasnochadores y aún pronto para los que madrugan. Sólo el clima de libertad y de apuesta aventurera que reinaba en aquellos tiempos hizo posible que Pepi se estrenase y fuese acogida con benevolencia y sin excesivo rasgamiento de vestiduras.
El caso es que algo nuevo nació para el cine español en esa película fea, caótica, irregular, errática e indisciplinada. Por un lado, era una de las pocas que, en nuestro país, se atrevían a poner en práctica la enseñanza fundamental de la «Nueva ola»: que «todo es posible» y que no hace falta dinero para rodar una película que interese, por lo menos, a unas minorías más amplias de lo que se cree. Y lo cierto es que, sin que productores, distribuidores y exhibidores pudieran imaginarlo, existía en España un público para una película como Pepi; es más, otro sector de los espectadores era ya lo bastante tolerante como para mirarla con curiosidad, aunque fuese como «una rareza».

Almodóvar fue, por su parte, suficientemente ágil como para embarcarse en cuanto pudo en una nueva película, Laberinto de pasiones (1982), antes de que se apagase del todo el revuelo levantado por la primera. Un poco mejor hecha, más homogénea, aunque «coral» y despreocupadamente deslavazada, llena de alusiones irónicas muy coyunturales, y de nuevo con caras nuevas o personajes inéditos hasta entonces en el cine español, Laberinto confirmó que semejantes temas y planteamientos tenían un público, tan desatendido por el cine nacional que, lógicamente, lo sentía como algo ajeno y anacrónico, que convenía evitar.
La tercera película de Almodóvar es un considerable paso adelante. Con un acabado industrial digno, que permite que aparezcan los primeros personajes psicológicamente coherentes de su carrera y los rasgos constitutivos de un estilo hoy evidente, e incluso ocasionalmente amenazado por el manierismo, pero antes inexistente o curiosamente plano, más próximo al «comic» y al café-teatro que al cine. Se consolida su predilección por los personajes femeninos, perpetuamente en crisis, sometidos a impulsos contradictorios y con mucho que revelar bajo su apariencia de normales amas de casa, tías solteras, madres tradicionales o monjas.
El éxito de Entre tinieblas (1983), todavía local, abre a Almodóvar grandes posibilidades. Es quizá su momento de mayor audacia y creatividad: sin poder aún independizarse de la débil estructura industrial del cine español, con ¿Qué he hecho yo para merecer esto! (1984) Almodóvar empieza a ser un personaje conocido más allá de ciertos ambientes, y algunos le reconocen como un creador de importancia histórica para nuestro cine.
Se dice siempre que «nadie es profeta en su tierra», y tiende a darse por supuesto, con curiosa mala memoria, sobre todo después del éxito mundial de Mujeres al borde de un ataque de «nervios» (1988), que así ha sido con Almodóvar. Se pretende que en España nadie le hizo caso hasta que, como un boomerang, le abrió camino el reconocimiento exterior; hasta se ha dicho que su prestigio es «importado». Pero no es cierto: el éxito de Almodóvar empieza en Madrid y pronto se extiende a toda España, y tiene causas en parte espontáneas -el público se acerca a Almodóvar, y va ampliándose en círculos concéntricos-, en parte deliberadas -Almodóvar se ocupa de promocionarse, de llamar la atención, aprovechando las reacciones que provoca-; sólo más tarde llega al extranjero su onda expansiva: fuera, más que nada, sorprende, y se presenta como un síntoma del «cambio» que se ha producido en España desde la muerte de Franco; entonces hasta sus detractores se ven obligados a tomárselo en serio.
¿Qué he hecho yo para merecer esto! permite comprobar que el cine de Almodóvar no es una creación de laboratorio, ni un aerolito surgido de la nada, que atraviesa nuestro espacio cinematográfico arrasando prejuicios, convenciones y españolismos, sino un producto genuino de nuestra cultura, con raíces en películas ciertamente fundamentales, pero «malditas» y de influencia subterránea, que carecían de prestigio y de continuidad inmediata: lo que podríamos llamar la «comedia esperpéntica», explosiva combinación de ambiciones neorrealistas filtradas por la comedia británica de los estudios Ealing y fertilizadas por la influencia de Valle-Inclán y de los grandes humoristas surgidos en los años 20-30 (Mihura, Jardiel Poncela, Neville, Fernández Flórez), y cuya partida de nacimiento puede ser Esa pareja feliz (1951) de Bardem y Berlanga, inmediato precedente de algunas películas posteriores del segundo de sus autores, de las mejores realizadas por su intérprete principal, Fernando Fernán-Gómez -desde La vida por delante en 1958 hasta El extraño viaje en 1964-, y de las primeras películas, españolas las tres -El pisito, Los chicos y El cochecito-, del italiano Marco Ferreri, que fue pionero en adaptar a Rafael Azcona, que habría de ser el guionista de las obras de madurez de Berlanga (Plácido, en 1962; El verdugo, en 1963).
Naturalmente, no se trata de un salto hacia atrás por encima del vacío, de esa falta de tradiciones y raíces que ha hecho tan frágil, irreal, reiterativo y tributario de lo ajeno el cine español de la larga postguerra. Almodóvar no es un cineasta particularmente cinéfilo o, mejor dicho, no es un «cinéfilo erudito», y sus aficiones no se limitan al cine. Su entronque con las raíces olvidadas no obedece a una decisión consciente, ni se traduce en una imitación deliberada; es una cuestión de gustos concordantes y de afinidades electivas. Es un parentesco que ni siquiera puede percibirse a primera vista, sobre todo porque está mezclado con otras muchas influencias, a veces más llamativas: musicales, plásticas, literarias, y con elementos procedentes de otro tipo de películas, populares o underground, españolas y extranjeras, y tanto vistas en cines de barrio o por televisión como descubiertas en la Filmoteca.
Almodóvar es omnívoro. Si hasta entonces había dominado el collage, la «mixtura» de elementos heterogéneos, el contraste de tonos, colores, sabores y géneros, el efecto sorpresa que provocaban los saltos de uno a otro, ni siquiera un cierto respeto de las tres unidades clásicas y la claustrofóbica situación de Entre tinieblas habían conseguido estructurar realmente esos factores de variedad y dispersión. Pero el arraigo en la realidad, a través de la estilización deformante del esperpento, hace que en ¿Qué he hecho yo para merecer esto!, sin renunciar a las combinaciones exóticas y chocantes, se produzca una organización del punto de vista narrativo sin precedente en las películas anteriores. Esto explica su relativa coherencia, muy superior a la que podía detectarse, en forma aún incipiente e incontrolada, en Entre tinieblas.
Cierto que aún sorprendían en ¿Qué he hecho yo para merecer esto! algunos de los cócteles explosivos que ofrecía al espectador, pero hay que decir que el «combinado» a base del naturalismo sórdido de Visconti en Ossessione (por otra parte, una adaptación a la Italia fascista de la novela «negra» de James M. Cain El cartero siempre llama dos veces), el humor macabro de Hitchcock en un corto de televisión basado en un relato de Roald Dahl (Lamb To The Slaughter, 1958), y el pesimismo solanesco de Fernán-Gómez adaptando a Zunzunegui en El mundo sigue (1963), conjunto de referencias en que puede sintetizarse el «efecto» de esta película de Almodóvar, era un acierto; creo que puede ya verse -y que el tiempo no hará sino confirmarlo- que el mejor testimonio acerca de la España de los años 80 que dejará el cine está precisamente en las imágenes «feas» y alucinadas que nos muestran el desconcierto y el stress del ama de casa encarnada por Carmen Maura en ¿Qué he hecho yo para merecer esto! Y es que cuando la realidad resulta tan inverosímil y disparatada como tiende a serlo en España, el chato realismo que se niega a mirar más allá de la punta de su nariz, sin contar con el absurdo, la locura, el despropósito y la picaresca, tiene poco que hacer, y sus resultados, además de pobres, resultan poco creíbles.


La siguiente película de Almodóvar es el «patito feo» de su filmografía. Entonces elogiada por sus más ditirámbicos entusiastas -ya se había puesto «de moda»-, pero hoy completamente silenciada hasta por su autor, se trata de una tentativa, no lograda pero apasionante, de recurrir al mito para interpretar una realidad que escapa entre los dedos por la propia velocidad de los cambios y porque los superficiales ocultaban los que se producen de modo subterráneo, en las personas.
Matador (1986) es una película con algunos rasgos excepcionales en la filmografía de Almodóvar. Sigue siendo la única no escrita en solitario por el director, que ha admitido que hace cine porque quiere contar historias y no se considera suficientemente bueno como escritor. En esta ocasión creyó descubrir afinidades en las novelas de Jesús Ferrero, y le invitó a colaborar con él, pensando que le podía ayudar a construir mejor y a crear un relato metafórico, más apartado que ninguna otra de sus obras de la realidad de partida. Aunque es difícil que funcionen alianzas de este tipo, hay en Matador un grado de estilización incomparable al de cualquier otra película de Almodóvar, incluidas las posteriores, aunque ignoro si esta característica, aquí de una belleza plástica que bordea el esteticismo, debe algo a Ferrero, y tiendo a pensar que no. Matador es también, paradójicamente, una película algo «oriental» -con temas y ritos japoneses: el doble suicidio, el duelo-, y al mismo tiempo un sorprendente retrato de Madrid y la película de Almodóvar que más juega con las «españoladas» (los toreros, el sol, la muerte).
A pesar de un desequilibrio casi constante, encuentro esta película tan reveladora e interesante que espero que Almodóvar, ahora que ha madurado, prolongue la experiencia algún día. No sólo se trata de la película más libre e imaginativa, plástica y narrativamente más audaz, de cuantas había dirigido Almodóvar, sino que sigue siendo, en 1995, la que cuenta con un personaje masculino más desarrollado -el matador retirado que interpretaba Nacho Martínez- y, además, con uno femenino de fuerza equivalente y aún más misterioso -la abogada asesina que encarna Assumpta Serna-, enlazados por una especie de destino que convierte en inevitable el encuentro de dos seres complementarios, tan parecidos como opuestos, y que no tienen otra posibilidad de unión duradera que la muerte.
El núcleo de la historia -tan simple e implacable como el de un buen western, por ejemplo Duelo al sol- tiene una fuerza enorme, y la película, con un poco de despojamiento, hubiera avanzado incontenible y vertiginosa hacia su ineludible clímax. Pero Almodóvar todavía se dejaba distraer por sus propias ocurrencias chistosas, a menudo divertidas y sabrosas, por su gusto por la provocación y su afición a encadenar viñetas absurdas, y entre el sainete y la tragedia media un abismo que no es fácil transitar con naturalidad.

Ese mismo año, con La ley del deseo (1986), Almodóvar vuelve a su terreno, el que está definiendo como propio y exclusivo, y lo hace con la libertad que le confiere asumir la producción, fundando con su hermano Agustín la compañía El Deseo, S. A. Esto supone la decidida asunción de un riesgo múltiple: personal, artístico y comercial. La ley del deseo es quizá la película más perfecta de Almodóvar, aunque algunos encuentren más «redonda» la siguiente, Mujeres al borde de un ataque de «nervios»; para mí no hay duda, al menos, de que se trata de su obra más audaz, dura y compleja.
Ya su célebre arranque era un peligro desde el punto de vista de la comunicación con el público: sé de bastantes hombres que se han sentido agredidos, y que desde ese momento han rechazado la película. Aunque se trate, en última instancia, de un juego de apariencias, con una hábil aportación del sonido al trompe-l'oeil -si puede decirse-, hay que decir que la brutalidad con que empieza esta película apenas tiene precedentes en la historia del cine, salvo el corte de ojo por una cuchilla de afeitar de Un chien andalou (1928) de Buñuel.
Desde Pepi, el cine de Almodóvar ha sido calificado de provocador. Y el propio Almodóvar parece halagado por la etiqueta, dado el tiempo que dedica a explicar que no puede evitarlo. Pero va siendo hora de poner las cosas en su sitio: aunque es cierto que la pésima «presentación» plástica de aquella película -de un acabado sub-industrial-, su escasamente audible banda sonora, su atropellado desarrollo, sus salidas de tono, el tremendismo esquemático de los personajes, la grosería deliberada del diálogo, el planteamiento escatológico de algunas secuencias y la misma mezcla de géneros y «texturas» visuales resultaban «chocantes», y dentro del aplicado y hasta atildado «europeísmo» postulado entonces para el cine español, parecía el clásico elefante en una cacharrería, conviene no exagerar, y no olvidar el pequeño detalle de que, siguiendo una inveterada tradición de nuestro cine, Almodóvar daba «una de cal y otra de arena», de forma que todas esas llamativas y hasta pregonadas «osadías» se hicieran perdonar como una especie de «travesura juvenil», precisamente por «ser de mentirijillas», por no «ir en serio», por tratarse de una mezcla de comedia bufa y farsa disparatada, por su irrealismo total, que hacían inofensiva la «gamberrada» del debutante. Baste recordar que, por tratarse de «comedias», la censura franquista dejaba pasar lo que prohibía en cualquier película seria o de pretensiones «realistas». Además, en los años inmediatamente anteriores al estreno de Pepi, este país se había ido convirtiendo aceleradamente a la tolerancia, y estaba dando muestras de unas «tragaderas» impensables poco antes. La sociedad española se escandalizaba por poco, y el individuo que lo hacía, se callaba o incluso fingía indiferencia, no fuera a ser tildado de retrógrado, anticuado, pusilánime o «ultra». Algunos, curándose en salud o para lavar viejas manchas, se convirtieron en entusiastas de todo tipo de rupturas e irreverencias. Ahora que, bajo mantos variados, parece que vuelve la intolerancia, sospecho que el primer cine de Almodóvar no sería considerado «políticamente correcto», y que las mismas personas «liberadas» que entonces se extasiaban y le reían la gracia se indignarían hoy por su tratamiento de los personajes femeninos. Porque no basta con que alguien se proponga «provocar» -y conste que no atribuyo a Almodóvar tal objetivo-, es preciso que sus «víctimas» se dejen provocar, y desde que Almodóvar irrumpió en nuestro cine hay muy pocas personas que estén por la labor, y casi nadie ha entrado al trapo. Digo esto porque algunos fanáticos de la «corrosión» le han reprochado a Almodóvar, sobre todo a cuento de La flor de mi secreto, que ya ni siquiera resulte provocador, como si dependiese exclusivamente de él y la supuesta intención de levantar ampollas entre los timoratos fuese una virtud o una garantía de probidad artística. A Almodóvar le tocó nacer y crecer en un tiempo y un lugar en el que cualquier cosa era pecado y causaba escándalo, si no estaba prohibida; pero, como cineasta, le ha caído en suerte debutar en una época en la que todo estaba permitido, no había censura y hasta los peores carcas se habían reconvertido en «demócratas de toda la vida», flipaban con el neoliberalismo, y se aprestaban a sacar todo el partido que pudieran de la recién instaurada «permisividad».
Por eso, el cine de Almodóvar habrá sido todo lo libre que se quiera, pero no muy provocador o, al menos, tan sólo en un par de aspectos, que suelen ser silenciados. Uno es, obviamente, la sexualidad, donde es muy probable que algunas de sus películas, sobre todo las seis primeras -no se olvide que Mujeres era «para todos los públicos» y entusiasmó a todos los niños que la vieron-, hicieran vacilar alguna preconcepción y prejuicios, dentro de una notable ambigüedad y de una no menos insólita naturalidad. El otro es la autodenominada «industria cinematográfica», que vio con malos ojos -aunque disimulara- la intrusión de un advenedizo que no respetaba las normas, que destrozaba sus rígidos y anticuados esquemas, que ponía en ridículo sus nociones irreales sobre «lo que quiere el público» y que, para colmo, como advirtieron con ya indisimulada envidia, ganaba más dinero que nadie y vendía sus películas en todo el mundo. Fue una suerte para Almodóvar que no le diesen en 1989 el Óscar a la mejor película extranjera para el que estuvo nominada Mujeres al borde de un ataque de «nervios», porque no se lo habrían perdonado todavía y él se hubiera creído que era un genio.
Por eso creo que algunas «osadías» de Almodóvar, además de no provocar más que a los reprimidos, eran facilidades o concesiones a sus adeptos, y celebro que en La flor de mi secreto haya renunciado a ellas por completo.

En todo caso, y volviendo a La ley del deseo, sí puede decirse que en ella hay algo de desafío, y por tanto de triunfo. Frente al amontonamiento y las ramificaciones de las primeras películas, que generaban una tendencia a la dispersión que fue paliándose, mediante una protagonista a la que seguía casi constantemente en ¿Qué he hecho yo para merecer esto!, mediante una pareja central en Matador, en La ley del deseo aparece una estructuración de tramas y puntos de vista más compleja y ordenada, pues pasa del director encarnado por Eusebio Poncela a su joven amante (Antonio Banderas), con la súbita adquisición de un protagonismo de primer plano por parte de la hermana transexual del primero (Carmen Maura, que se convierte en el centro moral de la película), para desembocar en un desenlace trágico que reúne a los tres personajes. Formalmente, es la más elaborada y contenida de las obras de Almodóvar -sin caer en excesos decorativistas-, y la que cuenta con una interpretación más impresionante y homogénea. Por último, aunque sea aventurado decirlo, parece la obra más personal de Almodóvar, ya que no toma prestados elementos de otras películas -como suele-; el estilo es plenamente coherente, y ha repartido entre los personajes diferentes aspectos de su personalidad.
El éxito y la fama mundial le llegaron a Almodóvar con Mujeres al borde de un ataque de «nervios», su película más accesible, divertida, amable y brillante, aunque no una de las más ricas y complejas, ni tan intrigante como la fallida Matador. Quizá la clave de su inmensa popularidad radique en su energía, el ritmo endiablado con el que mueve los hilos de varias intrigas -todas tan disparatadas que resultaría ocioso pedirles verosimilitud-, y en el entusiasmo de una troupe de actores y actrices que mezcla con acierto personalidades hechas y caras nuevas, pero integradas en un mundo que puede ya definirse como «almodovariano». No quisiera dar a entender que se trata de una película acrítica e inofensiva, jovial e inocente, y puramente festiva, porque sería falsear su carácter, pero lo cierto es que en ella se detecta seguridad, brío y placer por el trabajo que cada cual estaba haciendo, y que eso se contagiaba al espectador, imponiéndole su lógica propia -bien distante de la convencional- a través de la siempre eficaz dinámica del «vodevil» de entradas y salidas, y del no menos socorrido recurso de las persecuciones y confusiones de identidad, casi tan antiguo como el propio cine.
La capacidad de supervivencia que Almodóvar ha admirado siempre en determinadas mujeres -de Carmen Maura en ¿Qué he hecho yo para merecer esto! a Verónica Forqué en Kika- tiene su cima en esta película, y hace que el espectador planee sobre el dramatismo de las situaciones, identificándose con ella. Se alcanza así un grado de complicidad entre el autor y un vastísimo público que no tiene precedentes en su obra y que supera todas las barreras lingüísticas: he podido comprobar lo bien que es comprendida la película por públicos que forzosamente se pierden los diálogos, una de las bazas fundamentales del cine de Almodóvar.
Sospecho que el éxito de Mujeres tuvo efectos muy peligrosos en la evolución de Almodóvar, que se traslucen, con diferentes intensidades, en las tres películas siguientes, a mi entender las menos interesantes de su filmografía desde 1983, y con el agravante de describir, para mí, una trayectoria aceleradamente descendente, desde los defectos veniales y el improbable (aunque relativo) happy ending de Átame! (1989) hasta los fallos mucho más graves de Tacones lejanos (1991) y el fracaso casi total de Kika (1993), que ni siquiera resultaba divertida, tendencia por fortuna quebrada por La flor de mi secreto (1995).

Resulta aventurado sugerir las causas del deterioro -apreciado en España de forma bastante general, pero no en Francia y otros lugares, donde sólo Kika ha sido algo más reticentemente acogida- de la carrera de Almodóvar tras Mujeres, pero es posible que no supiera qué hacer para igualar o superar el éxito de esa película, pese a que por entonces padecía cierto complejo de genio. Esto último no es de extrañar, ya que todos somos vanidosos y susceptibles al halago, y estamos expuestos a dar por buenos los elogios, sobre todo si son tan unánimes y de tan variada procedencia como los que, durante dos o tres temporadas, se acumularon sobre Almodóvar, convertido de la noche a la mañana no ya en «el único cineasta español» para la crítica internacional -como antes Saura, por ejemplo-, sino en uno de los «directores estrella» del cine mundial, loado por la crítica y seguido con expectación embobada por el público de los más variados países. Podría decirse que el «poder» se le subió a la cabeza, y que al caerle encima cuando, por falta de rumbo, no podía aprovecharlo, pero tampoco podía permitirse dejar pasar de largo la ocasión, acometió películas insuficientemente meditadas y quizá no del todo necesarias, en las que hay, por supuesto, hallazgos, aciertos y escenas brillantes, pero sin la coherencia ni la consistencia que estaba progresivamente logrando. A falta de ideas y de sentimientos definidos, es probable que tendiese a apoyarse en lo que ya había hecho y más se le había celebrado, y que se sintiese obligado a que sus nuevas películas no decepcionaran ni sorprendiesen en exceso -lo que es siempre arriesgado- a sus admiradores, a que respondiesen plenamente a la «imagen de marca» que se había divulgado de él. Como ésta es una visión un tanto simplista y esquemática del cine de Almodóvar, casi una caricatura, y, por otra parte, era precisamente lo típica e inconfundiblemente «almodovaresco» lo que esperaban de él tanto seguidores como financiadores internacionales (Ciby 2000), parece comprensible que su carrera estuviese a punto de estancarse y hasta de ser presa de la inercia, con lo que decepcionó progresivamente no sólo a los que le esperaban a la siguiente película, con ganas de que se estrellase o de que se le acabase la «buena racha», sino también a los que creemos en su talento y tendemos a exigirle más, y particularmente que no se repita ni haga concesiones a la galería, y que no peque de autoindulgencia, porque es un riesgo que siempre le ha amenazado, sino que siga aprendiendo. No me detendré en los defectos que veo en las tres películas que menos aprecio, aunque quizá convenga advertir que encuentro una gran diferencia de nivel entre la a ratos apasionante, pero finalmente decepcionante Átame! y el estruendoso y molesto error de concepción en que se basa Kika, sin que la realización lo remedie: no cabe meterlas en el mismo saco, porque no son víctimas de los mismos fallos ni tienen éstos idéntica gravedad, y tampoco se trata de que el período «Carmen Maura» sea mejor que el período «Victoria Abril», aunque se dé esa extraña coincidencia.
Creo más interesante atender a las novedades que ofrece La flor de mi secreto y esperar la definitiva superación de esa etapa de crisis o desconcierto, en la que podría aplicarse a Almodóvar la expresión materna con que Chus Lampreave caracteriza la situación de su hija (Marisa Paredes): «Una vaca sin cencerro», es decir, desorientada y sin siquiera capacidad de señalar dónde está para que alguien pueda encontrarla. Observemos, para acabar, que en esta última película se alcanza un equilibrio, por precario y difícil que sea, entre la intimidad y el espectáculo, cuya incompatibilidad, y no digamos la explotación de la primera por el segundo, han constituido la base de la mayor parte de los conflictos abordados en la obra reciente de Almodóvar.
En Revista de Occidente nº 175 (diciembre de 1995)