lunes, 25 de agosto de 2025

Instantes fugaces

Jacques Rozier empezó en 1960 su primer largometraje, que sigue siendo, por el momento, el único, ya que gastó en rodarlo más tiempo y dinero de lo previsto. Este nuevo Stroheim no tenía a sus espaldas la organización hollywoodense, de forma que ningún productor se ha arriesgado a confiarle la dirección de un nuevo film. Por si fuera poco, Adieu Philippine, una vez mutilado y completado en 1962, fue un absoluto fracaso comercial. Este cúmulo de circunstancias ha impedido la confirmación del talento de Rozier, que se revelaba como uno de los más importantes realizadores de la «nueva ola» francesa.

Por lo pronto, Adieu Philippine, puede considerarse como el manifiesto antológico-representativo de la primera etapa de la Nouvelle Vague, la que va de 1958 a 1962. Adieu Philippine, es un film libre, nuevo y espontáneo. Hecho por jóvenes, con jóvenes y sobre los jóvenes, tal vez su mayor limitación estribe en que sea un film exclusivamente para jóvenes. Sin embargo, pocas veces ha dado el cine una imagen más justa y reconocible, más vivida y sensible no sólo de la juventud francesa que en el año 60 tenía que ir a Argelia, sino de todos los que somos jóvenes en esta década. En el film no ocurre nada sensacional, nada importante, como suele suceder en esos años en que se penetra en el mundo y en los que los detalles más insignificantes cobran una relevancia desmedida, en un sentido u otro. Abandonando la narración en provecho de las situaciones, Rozier ha construido su película a base de momentos dispersos y fugaces, que se están yendo en el continuo fluir del tiempo. La escena no subsiste ya como unidad dramática con su nacimiento, desarrollo y clímax, y ha sido sustituida por una elíptica sucesión de instantes autónomos, unidos tan sólo por el lento paso de los minutos, que se van tiñendo de fragilidad, que ven minada su felicidad por la inminencia del fin, de ese fin del verano, de las vacaciones, de la libertad, de la adolescencia que amenaza, cada vez más cercano, a los protagonistas del film. Podría decirse que Adieu Philippine es la actualización cinematográfica de unos recuerdos que se van apagando, la relectura salteada de un diario íntimo, con sus momentos más dichosos o divertidos puestos ya entre paréntesis por la nostalgia, mientras que los instantes de melancolía se hacen más punzantes, más hirientes, y dejan que esta tonalidad cubra toda la película.


Utilizando actores no profesionales en su mayor parte, Rozier ha conseguido retransmitirnos en su total inmediatez sus gestos, sus sentimientos, sus movimientos indecisos, filmando la película como un reportaje en directo, empleando los métodos (y no los propósitos) del cinéma-vérité, rodando casi siempre en exteriores, y nunca en interiores reconstruidos, evitando cualquier énfasis, cualquier dramatización en la planificación, cualquier estridencia en sus intérpretes.

Adieu Philippine se nos presenta entonces como la más entrañable sucesión de tiempos muertos y como uno de los más perfectos ejemplares de simbiosis cine-vida, hasta tal punto que —dejando de lado los numerosos episodios de «cine dentro del cine»— se convierte en un documental sobre su propio rodaje. De ahí la inmediatez, la espontaneidad natural, la riqueza de esta película que se limita a proponer a nuestros ojos la contemplación de gestos y ademanes, de idas y vueltas, de emociones que afloran —un instante— antes de ser sustituidas por otras. El placer que proporciona esta película no es el de asistir a un film, sino el de sumergirnos en el espectáculo intrascendente —pero cuán importante— de la vida misma, inmersos en el cotidiano fluir del tiempo, nerviosos un momento, reposados otro, eliminando ese paso intermedio, ese lenguaje convencionalizado que se suele llamar «puesta en escena», y que se convierte a veces en una cortina que sólo Godard, Rouch y Rossellini han rasgado con tanta violencia como Jacques Rozier, el autor maldito de la «nueva ola».

No es de extrañar, por tanto, que este film evoque con frecuencia —la misma tonalidad, la misma musicalidad del montaje y las imágenes, la misma sonrisa entristecida— Une partie de campagne (1936), una de las más geniales obras de Jean Renoir, y esas grandiosas evocaciones de la adolescencia que son Les Veuves de quinze ans (1964), el misterioso cortometraje de Rouch, Baisers volés y el episodio de Truffaut en El amor a los veinte años, los dos mejores flashbacks de La commare secca de Bertolucci, Masculin Féminin de Godard, La partida de Skolimowski, y los dos films más famosos de Forman. En todos ellos late la misma proximidad, la misma atención a los pequeños detalles, la misma mezcla de comicidad y tristeza, la misma libertad frente a las tradiciones narrativas. Ahora bien, el film único de Rozier no puede englobarse en un «género», no sólo por tratarse de una de las obras más antiguas que nos han planteado el tema, sino por sus específicas circunstancias históricas (la guerra de Argelia y la eclosión de la «nueva ola») y por sus peculiaridades estilísticas, que acaban por hacer del tiempo su verdadero protagonista, factor que hace más lamentable todavía —si bien no desvirtúa el sentido de la película, ni dificulta su comprensión— que las dos horas y media que duraba el film tal y como lo montó Rozier se hayan visto reducidas en la versión «standard» que circula —muy irregularmente— por los cine-clubs españoles a 108 minutos, que nos privan de la visión de numerosos instantes, tan importantes como los que quedan, de una de las obras que más, antes y mejor han contribuido a liberar al cine moderno de las férreas y previsibles estructuras dramáticas que le han impuesto sesenta años de rutina.

En El Noticiero Universal (5 de septiembre de 1969)

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