No es ni siquiera un plano, sino su final, su último poso. Se trata en realidad de apenas unos fotogramas, mientras la penumbra invade la imagen, que se desvanece para dar paso a otra, incipiente —el cartel que anuncia a Susan Alexander en El Rancho—, en uno de los muchos fundidos-encadenados que hacen avanzar, con rumbo imprevisible, la trama intrincada y circular de su primera y más famosa película, Citizen Kane, que no es para mí la mejor, ni la que más me emociona ni la que más quiero, ni siquiera la que más me impresionó ni la primera que vi de las suyas (Touch of Evil acapara estas dos últimas categorías, y quizá alguna otra), en parte porque la encuentro estridente y excesivamente heteróclita, aunque contenga muchas de las cosas más memorables que ha dado el cine.
Es, pues, un momento, que puede pasar desapercibido si no se contempla la película con suma atención, tratando de absorber cada detalle, cada mota de información, cada indicio; actitud que, por supuesto, la película estimula, ya que se presenta como una investigación y va acumulando abrumadoramente ante nosotros pista tras pista, sembrando dudas acerca de su veracidad, su correcta interpretación y su verdadera trascendencia. Aun así, basta un descuido, una distracción, el mínimo asomo de impaciencia para perderse ese parpadeo final de un plano que se extingue y que encuentro no ya sublime, sino conmovedor como pocos de los momentos que he vivido ante una pantalla de cine. La primera vez casi doy un salto en la butaca, y a partir de entonces redoblé mi atención y me interesó todavía más la película, que ya veía con un máximo de ansiedad y de expectativas, con la impresión prefabricada de estar asistiendo a un acontecimiento excepcional para mí, aunque llevase veinticinco años produciéndose para otros. No olvidemos que corría el año 1966, fecha en la que por fin se estrena en España Citizen Kane (1941), al tiempo casi que À bout de souffle (1959), quizá para hacernos sentir más vívidamente cuán lejos estábamos de ponernos al día: nos estaban diciendo sincronicen sus relojes a... hacía 25 años y siete, respectivamente.
Pero a partir de ese instante casi imperceptible supe que Kane no sólo contaba la historia de un periódico, de un magnate influyente y ambicioso, de un idealista desinteresado convertido en amargado ermitaño, sino que alguna de las muchas vidas que tangencialmente resumía me afectaban personalmente, y no sólo como cine. Y siempre que he vuelto a ver Citizen Kane —lo que ha sucedido ya unas veinte veces— desde el principio he estado esperando, no con impaciencia, pero sí con anticipación, alerta, en guardia, la llegada de ese momento, que es muy difícil de prever. La estructura narrativa y rítmica de esa película que le sirve de hogar y matriz no facilita que nos orientemos temporalmente dentro de ella, pues tan pronto se nos antoja próximo el final como nos vemos transportados, mediante un nuevo retroceso, al pasado, con lo que resulta de una duración subjetiva muy desorientadora, aunque la cronología de los hechos sea mucho menos difícil de reconstruir de lo que parece.
No es, sin embargo, a pesar de su levedad y su brevedad, de su carácter casi borroso, un momento insignificante, sino la despedida definitiva del personaje que más invita a que sintamos por él admiración y hasta cariño de toda la película, el del amigo fiel hasta el punto de sacrificar la ya vieja amistad que le une con Kane a la verdad, a la sinceridad y a la exigencia que supone hacia el otro y hacia sí mismo la autenticidad de esa relación. Me refiero, claro, a Jedediah Leland, Jed, encarnado por un duradero amigo de Welles (que es Kane) en la vida real, el modesto pero muy competente actor (e ingenioso escritor ocasional) Joseph Cotten. Y aclaro que, por supuesto, no es él quien se despide de nosotros en ese instante fugitivo, casi desvanecido ya, ni Kane (muerto, se diría, mucho antes, por lo menos unos 78 minutos de proyección), sino la película de él. Es, para mí, un regalo de Welles; un regalo tacaño, pensará alguno, creyendo erróneamente que la presencia, la convicción y la persistencia de una imagen es (como creen los políticos) cuestión de tiempo, de metraje, cuando su fuerza proviene más bien del encuadre, de la luz y —quizá sobre todo— de su emplazamiento, del lugar que ocupa en ese flujo organizado de tiempo que es una película digna de tal nombre.
Y el sitio, la colocación de esos fotogramas es ciertamente privilegiado, al cierre de una secuencia en sí misma impresionante, profunda, nostálgica, conmovedora, en la que el joven Welles (como cuatro años antes el joven Leo McCarey en Make Way For Tomorrow) imagina de verdad, por persona interpuesta (no poniéndose barba blanca, calva falsa y arrugas de maquillaje, lo cual tiene siempre algo de farsa, de juego, por su parte), lo que es la vejez (con sus achaques) y su corolario, la inminente proximidad de la muerte, tras habernos dado, a través de los sucesivos flash-backs que materializan el relato de Leland al periodista, la visión más crítica de su trayectoria, los momentos más felices de la vida de Kane y los más tranquilos, su primer fracaso y su segundo gran fracaso.
Y en ese momento en el que se aleja el frágil y titubeante Joseph Cotten por un pasillo, escoltado por dos enfermeras que no le dejan fumar, más que en ningún patético expirar, en ninguna vida violentamente segada por una ráfaga de metralleta o pulverizada por una explosión, veo yo lo que Jean Cocteau llamó tan simple como poéticamente filmer la mort au travail, filmar la muerte en acción, justo antes de culminar su tarea, que es, como justamente observó Jean-Luc Godard hace ya muchos años, una de las posibles misiones o funciones (o tal vez definiciones) del cine.
En Nickel Odeon nº 16 (otoño de 1999)
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