El director de esta película nació en 1939 en Khirguisia, una de las repúblicas que integran la U.R.S.S. Allí realizó sus dos primeros films: Pervij ucitel (El primer maestro, 1965) y Assia la coja, que fue prohibida. Tras tres años de inactividad, cuando realiza Dvorianskoie gniezdo (Nido de nobles) ya no hace un film khirguiz, sino ruso, producido por Mosfilm y encuadrado en uno de los más clásicos "géneros" del cine soviético: la adaptación literaria. A pesar del interés que Mikhalkov Konchalovskií manifiesta por Turgeniev, se puede aventurar la hipótesis de que nos hallamos ante el menos personal de sus films, ante un encargo que ha cumplido a la perfección e intentando, como tantos realizadores de Hollywood, inyectar al film su punto de vista.
Nido de nobles evoca II Gattopardo, pues nace de la oposición entre los sentimientos contradictorios que con respecto al pasado experimentan tanto Mikhalkov Konchalovskií (de origen aristocrático, según creo) como Visconti. La tonalidad del film, sin embargo, nos remite más bien al Welles de El cuarto mandamiento, Campanadas a medianoche y Una historia inmortal, pues late en ellas la misma mirada nostálgica frente a un mundo que se acaba y que debe desaparecer. Este conflicto entre el afecto y la razón está encarnado en Nido de nobles en la figura de su protagonista, Fedor (Leonid Kulaguin), que regresa a su hacienda rural tras una larga estancia en un París corrupto donde dejó a su infiel esposa, Varvara (Beata Tyszkiewicz, la de El hombre del cráneo rasurado), e intenta reintegrarse a su pequeño mundo cerrado, nacionalista, conservador. Así redescubre —y con él nosotros— la vieja y abandonada mansión paterna: muebles, retratos, objetos evocadores, visillos al viento, la luz del ocaso, un breve flashback que nos informa sobre sus padres. Su deseo de volver a arraigarse le lleva a visitar a unos amigos vecinos, y allí se enamora de Elizaveta (Irina Kuptchenko), prometida a un estúpido petimetre, superficialmente europeísta. A partir de entonces, el director nos conducirá lenta y suavemente a través de una forma de vida ociosa, detenida en el tiempo, hasta el nudo de extrañas y ambiguas relaciones que se establecen entre los personajes.
Utilizando como instrumentos el paisaje y el decorado, las flores, un color matizado e impresionista, la música y el silencio, con un lirismo tierno y preciso, sin delirios apenas —la locura está en todos los personajes, jamás en la puesta en escena: de ahí la diferencia con Dovjenko, Solntseva, Basov, Paradjanov y otros miembros de la escuela "ukraniana"—, Mikhalkov Konchalovskií nos devuelve íntegramente lo que debió ser el romanticismo en Rusia. Apoyándose en una dirección de actores tan sobria como perfecta, este film sereno, modulado y deslizante como los de Mizoguchi, contenido hasta en sus arrebatos (travellings por las copas de los árboles, gestos y actitudes inexplicables, reaparición espectral de Varvara, etc.), se presenta entonces como una de las mejores películas soviéticas de los últimos veinte años y nos sumerge, imperceptiblemente, en el misterio crepuscular de unos personajes desquiciados y desgarrados por sus pasiones y por la conciencia latente de que el mundo al que pertenecen —y al que se aferran desesperadamente— se está apagando.
En Nuestro Cine nº 92 (diciembre de 1969)
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