El último Rohmer es, como todos, un soplo de aire fresco: un descanso para la vista, el cerebro y el oído. Ver una película de Rohmer equivale, en los tiempos que corren para el cine, a abrir la ventana de una habitación cuyo ambiente cargado y contaminado se ha hecho irrespirable, llena de ruidos estridentes y de gente mal educada y sin gracia.
Lo malo es que, desde hace algún tiempo, cada película de Rohmer se parece demasiado a las anteriores, de modo que, para conseguir esa sensación de alivio, daba lo mismo volver a ver una de las precedentes que ir a la última estrenada. Poco nuevo han aportado, realmente, las tres «Comedias y proverbios» realizadas hasta el momento a los cuatro (de seis) «Cuentos Morales» que conozco, salvo algunos personajes y —cada vez menos: Rohmer parece estar formando una stock company o «compañía estable», a la manera de Ford y Bergman— ciertos intérpretes, que contribuían a esa impresión de frescor que produce el cine de Rohmer.
Además, el carácter serial de sus películas —con la salvedad de Le Signe du Lion (1959), Die Marquise von O... (1976) y Perceval le Gallois (1978) — tiende, si acaso, a acentuar el parentesco que suele darse entre las obras de un cineasta con personalidad bien definida, ya que hasta las diferencias —a menudo mínimas— aparecen, ante todo, como variaciones sobre un mismo tema, una misma situación, una estructura preexistente o unos personajes conocidos. Esto hace que, para comprender y apreciar plenamente cada entrega, sea preciso o conveniente tener en cuenta las demás, por lo que se establece una clara relación de interdependencia entre unas películas y otras.
Pues bien, desde hace tiempo, quizá desde el último «cuento moral», L'Amour l'aprés-midi (El amor después del mediodía, 1972), asisto a las películas de Rohmer con una curiosa mezcla de complacencia e irritación, que tal vez sea sintomática, aunque no sé si es compartida por otros partidarios de su cine, pero que en las personas refractarias a él se ha traducido en una creciente distancia, ya que la impaciencia que produce, comprensiblemente, su insistencia no tiene el paliativo de ese efecto relajante que a mí, aunque decrecientemente, me siguen haciendo sus películas. Debo confesar que, pese a mi admiración por Rohmer —sobre todo, por Le Signe du Lion y Ma nuit chez Maud (1969)—, siempre me ha parecido sospechosa su proclividad a mostrar personajes estúpidos o, por lo menos, muy poco interesantes y simpáticos, del mismo modo que se me antojaba una mezcla de virtuosismo y perversidad su obstinación por hacer grandes películas a partir de elementos mínimos, poco variados, más bien pobres, escasamente dramáticos y nada cinematográficos: tres o cuatro actores, un par de escenarios, mucho diálogo. Las proezas de los prestímanos pierden su atractivo con la repetición: ya sabemos de lo que es capaz Rohmer con muy poca cosa, casi con nada; a mí, por lo menos, me gustaría saber hasta dónde podría llegar desde un punto de partida apasionante, con una materia prima más rica. En el fondo, sublimar el vacío no tiene tanto mérito, sobre todo si no se ha demostrado estar al nivel de algo realmente magnífico, complejo, conmovedor y dramático... y, la verdad, no puede decirse que el éxito haya coronado las dos tentativas «literarias» de Rohmer: La Marquesa de O..., su película menos lograda, aplica con excesiva neutralidad el objetivo de la cámara al relato de Heinrich von Kleist, sin arriesgarse a tomar partido (que era lo peliagudo ante una peripecia melodramática tan increíble que bordea lo grotesco); Perceval le Gallois, si se remonta la media hora inicial —que hace de ella la obra de más difícil acceso que recuerdo, y determina su fracaso parcial—, acaba por ser una especie de musical fascinante, pero sufre a causa de la indecisión de Rohmer, de una inseguridad a la que no nos tiene acostumbrados; tal vez porque elige a propósito ambientes y personajes de una mediocridad que puede dominar sin dificultad. De ser cierto esta sospecha, se confirmaría la «falta de riesgo» que se le puede reprochar al cine de Rohmer —como al de Truffaut— frente al de Godard, Pialat, el difunto Eustache, Vecchiali, Rivette e incluso Chabrol, impresión que justifica que uno vaya a ver sus películas con una cada vez mayor falta de curiosidad: se sabe lo que va a hacer, y se trata, sin más, de comprobar si ha vuelto a conseguirlo, y hasta qué punto, sin que quepa esperar sorpresas... casi casi ni desagradables, pues está demostrado que Rohmer hace muy bien eso que se empeña en hacer.
Si esta sensación de malestar, de insatisfacción, ante el cine de Rohmer podía parecer exagerada a propósito de La Femme de l’aviateur ou On ne saurait penser à rien (La mujer del aviador o Es imposible no pensar en nada, 1980-81) o incluso de Le Beau Mariage (La buena boda, 1981), pues ambas eran muy divertidas y la segunda, aunque demasiado poblada por personajes tontos, contaba con la simpática Béatrice Romand, con Pauline à la plage (Pauline en la playa, 1982) me siento, en cambio, plenamente justificado para expresar mis reservas, ya que la situación se ha agravado, y no sólo cuantitativamente —hay una prueba más de que Rohmer está en un impasse, metido en un callejón del que no diré que no haya salida—, sino también cualitativamente. Porque lo inquietante de Pauline à la plage no es que se parezca a anteriores obras de Rohmer, sino a cuál se asemeja más: a La Collectionneuse (1966). No es que esté peor dirigida —La coleccionista es un prodigio de puesta en escena, de una limpidez, precisión y sencillez ejemplares, y Pauline à la plage, aunque menos inspirada, es impecable desde ese punto de vista—, sino que Rohmer ha volcado su talento en la más nítida y completa captación de los gestos y las palabras de unos personajes que son, sin excepción, completamente carentes de interés, atractivo o simpatía, y pretende que les prestemos atención durante hora y media. Nunca, desde su anterior película «playera» —La coleccionista—, nos había obligado a contemplar a unos seres tan fatuos, vacíos y pesados, tan pedantes en sus razonamientos y tan afectados en sus gestos, tan poco dignos de su conducta y tan poco inteligentes. Así que, para refrescarse, más vale volver a ver, por ejemplo, Le Genou de Claire (La rodilla de Clara, 1970).
En Casablanca nº 34 (octubre de 1983)
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