viernes, 8 de agosto de 2025

Orson Welles: el sentido del pasado

Desde su primera película hasta la última, sin excepciones reales significativas, el cine de Orson Welles ha estado obsesionado no tanto por el pasado, como pudiera parecer a primera vista, ni siquiera por la memoria —aunque siempre se trate del pasado de alguien, recordado o rememorado subjetivamente, unas veces con nostalgia, otras como una carga o una pesadilla que se quiere olvidar o anular—, sino la resultante de combinar dramáticamente esos dos factores o elementos, el tiempo pretérito y su presencia o gravitación actual, es decir, la interpretación de ese pasado, el descubrimiento o el esclarecimiento de su sentido profundo y de sus consecuencias.

Por eso, todas sus películas, incluso las formal y narrativamente más alejadas de la intriga policiaca o de la elucidación de un misterio, adoptan la forma de la investigación o la indagación; de lo que Borges gustaba de llamar, más genéricamente, inquisiciones, quizá tratando de restituir a la palabra su nobleza original, arrebatada por los efluvios negativos que todavía desprende el Santo Oficio.

Esto es lo que es, obviamente, y desde su comienzo mismo, mucho más que una biografía o la crónica cifrada de una época, Ciudadano Kane (1941), que se plantea como el enigma insondable suscitado por la última palabra, misteriosa para todos, pronunciada por el muerto (ese Rosebud que resuena cavernoso, como una amenaza o un conjuro, en las memorias cinematográficas de miles de espectadores de cuatro o tal vez cinco generaciones), y a la que atribuye una importancia desmedida no tanto el propio Welles cuanto un periodista ambicioso y superficial cuya quimérica ambición sería averiguar quién fue realmente el difunto Charles Foster Kane —un hombre de muchos rostros, de múltiples actividades, de persistentes misterios, sobre el que se proyectan muy diversas luces y se vierten miradas y opiniones no ya divergentes y complementarias, sino contradictorias y hasta incompatibles—, es decir, reconstruir todo su pasado, y no como mera sucesión temporal de hechos, declaraciones y empresas (para algo eligió Welles una forma de relato no lineal, sino fragmentaria y en aparente desorden) sino, a fin de cuentas, como significado.

Aunque ya un cartel, al comienzo mismo de la película —y de la obra entera de Welles—, nos avisa premonitoria y lealmente de la vanidad del esfuerzo, quizá de la dudosa licitud del propósito: No trespassing es, ciertamente, el tipo mismo de interdicción absoluta y unilateral que, por la reacción de contrariedad y frustración que provoca, contiene implícitamente una invitación a quebrantar la prohibición que enuncia, la tentación de violar la ley, pues, lejos de acallarla, excita y estimula nuestra curiosidad natural de espectadores: a fin de cuentas, si nos hallamos congregados en una sala oscura, convocados a una hora fijada y rodeados de desconocidos, dispuestos a pasar dos horas sentados, y después de haber pagado en la taquilla, es porque deseamos que nos cuenten una historia.

Se ha dicho a menudo, y justificadamente, que ningún cineasta ha contado tanto con el espectador ni ha jugado con sus expectativas como Alfred Hitchcock. Creo que, a su modo, más discreto e intimista quizá, Orson Welles ejerció con idéntica asiduidad y no menor astucia las prerrogativas que los curiosos otorgamos voluntariamente al narrador, posición que Welles asumía con auténtica fruición, de origen claramente teatral y radiofónico: recuérdese su voz en off al comienzo y al final de El cuarto mandamiento (1942), el comentario interior retrospectivo del personaje (Michael O'Hara) que interpreta él mismo, que abre y cierra La dama de Shanghai (1947), el fastuoso y envolvente plano-secuencia inaugural de Sed de mal (1958), su presentación como mago o prestidigitador en Fraude (1974) y como el propio cineasta y actor Orson Welles en Filming "Othello" (1978)... por no citar sino algunas muestras, distribuidas a lo largo de toda su carrera. Esas intromisiones del autor en la trama, a menudo duplicadas por su participación como actor, y que contaminan incluso algunas películas no dirigidas por él, como Journey into Fear (Estambul, 1942) de Norman Foster, Jane Eyre (Alma desnuda, 1946) de Robert Stevenson o The Third Man (El tercer hombre, 1949) de Carol Reed, son muy reveladoras por el gozo infantil de que Welles, joven, maduro o ya viejo, hace gala siempre que interpela directamente al espectador/oyente.

¿Por qué la voz, susurrante, burlona melodiosa, tentadora, bromista, era siempre el vehículo elegido, lo acompañase o no el rostro de Welles, desnudo o deformado, delgado y juvenil o henchido y arrugado? Sin duda, porque el poso primario, la semilla del vicio insaciable de que nos cuenten historias ajenas, aunque sean inventadas, es de origen infantil, inconscientemente inculcado por los primeros cuentos que, en teoría para hacernos dormir, quizá simplemente para acallarnos y sembrar nuestra memoria de recuerdos, nos relataron nuestros padres, proporcionándonos así la materia prima de nuestros sueños, quizá nuestros primeros desvelos y terrores, nuestros primitivos modelos de conducta. No es raro que el anuncio de que van a relatarnos algo avive instantáneamente nuestra curiosidad más indiscriminada y nos despeje de cualquier saturación o cansancio. Welles nos garantiza que vamos a recibir lo que hemos venido a escuchar o contemplar, con la impaciencia anticipadora del niño que pregunta ¿Y después qué?, ¿Y entonces? y exige insistente e impacientemente Sigue, incluso cuando ya ha escuchado esa misma historia tantas veces que se la sabe de memoria y está en condiciones de detectar cualquier omisión, desviación, cambio de orden o fallo de continuidad y denunciarla... salvo que encuentre la variación satisfactoria o cuando menos intrigante.

No otro origen, apenas unos años posterior, tiene la desmedida afición de Welles a la mascarada, a hacer teatro —como se entiende en inglés y en francés, donde los actores no interpretan, sino juegan— con la misma seriedad y convicción con que los niños se implican en cualquier juego.

De ahí su concepción un tanto iluminista del cine, más arraigada en la linterna mágica y en las sombras chinescas que en la simple reproducción fotográfica, más pendiente de los espacios creados mediante el empleo de las luces (ah, los arcos voltaicos de antaño) y la sabia distribución de las sombras, tan proyectadas como la claridad y el resplandor y de su unidad o fragmentación mediante la dilatación del tiempo que permite la toma larga, el plano-secuencia, o las elipsis que autoriza el montaje. Es un cine ilusionista, consciente de que hasta el movimiento es una mera sensación engañosa, creada por la persistencia retiniana y el juego perverso de la Cruz de Malta entre los fotogramas fijos que se proyectan a razón de 24 por segundo.

Pero el cine, para el hombre que, todavía a los cincuenta años, lo consideraba como el mejor tren eléctrico del mundo es también huella, inscripción, la impresión que produce en la película virgen aquello que el objetivo de la cámara capta e invierte y misteriosamente trasforma siempre, permitiendo a menudo advertir lo que no puede percibirse a simple vista. Por eso, es también un instrumento de conservación, de fijación y eternización del pasado, que una vez registrado puede casi revivirse al volver a ser proyectado, y de alquimia, porque la realidad o la mera apariencia conjurada en el plató se convierte en otra cosa, levemente distorsionada y distinta.

Es natural, por tanto, que ese niño precoz acabara obsesionándose por el cine, el medio que le permitía abarcar y fusionar todas sus aficiones y todos sus temores, y no es raro que, atribuyéndole él mismo tales poderes, lograra trasmitirnos esa fe a sus espectadores.


La verdadera magia del cine no es Hollywood, el colorido del Technicolor primitivo y saturado de Natalie Kalmus ni los blancos y relucientes decorados de Cedric Gibbons para la Metro, ni son tampoco los rostros maquillados y difuminados de las estrellas, sino las imágenes cuadradas, casi ronroneantes, de aspecto siempre más antiguo del que corresponde a la fecha de su realización, de las películas en blanco y negro de Orson Welles, incluso las más pobres (Macbeth) o las rodadas en condiciones más precarias y heterogéneas (Othello, Arkadin).

Si tenemos en cuenta que las imágenes recopiladas y finalmente seleccionadas por Welles en el montaje no son nunca capturadas al azar sino deliberada y hasta meticulosamente construidas, esta sensación de antigüedad tiene que obedecer al deseo expreso del autor, que conocía suficientemente, desde que rodó su primera película, el cine del pasado, como para hacer de Ciudadano Kane un auténtico resumen de las formas y los modos de todo el cine anterior, recuperando figuras de estilo pasadas de moda y tan olvidadas que, más allá de su contexto, ciertamente diferente, y combinadas de manera heterogénea, se tomaron por innovaciones, porque eran para muchos auténticas revelaciones, un verdadero descubrimiento.

Esto hace de cada plano de Welles, sea breve o largo, fijo o en movimiento, un fragmento de pasado, puesto en tiempo presente por el hecho mismo, mágico en sí mismo, de su proyección. Esa actualización del pasado convierte a Welles, a mi modo de ver, en un émulo del Dr. Frankenstein, cuyas criaturas —un poco monstruosas a veces—, hechas de fragmentos inertes, cobran nueva vida bajo la luz del arco voltaico y por obra de esa labor de asociación, combinación, empalme y costura que es el montaje. Por eso es quimérico tratar de imaginar cómo habrían sido las películas que Welles no llegó a montar, y todo intento de suplantarle está de antemano condenado al fracaso: los fragmentos seguirán muertos, y el resultado será una impostura.

Al final de todas las películas de Welles, si el protagonista no ha muerto —lo que sucede con una frecuencia asombrosa para el cine americano (Kane, Arkadin, Quinlan, Josef K., etc.), a veces desde el comienzo mismo—, otros personajes importantes lo habrán hecho y, sobre todo, una historia habrá terminado, sea la relación de Michael O'Hara (Welles) y Elsa Bannister (Rita Hayworth) en La dama de Shanghai, o la de Falstaff (Welles) y el príncipe Hal (Keith Baxter), convertido en rey, en Campanadas a medianoche (1965), lo que permite, en teoría, darles carpetazo y devolverlas nominalmente al olvido. El mérito de Welles —no sé si su meta— es la frecuencia asombrosa con que logró que archivásemos esa historia, para siempre, en todos los rincones o resquicios de nuestra memoria: en nuestro cerebro y en nuestra retina, en nuestros oídos y en nuestro afecto, y que no seamos ya capaces de olvidar no ya a esos personajes singulares, sino los planos mismos en que se materializó su fugaz —pero no tan efímero— retorno a la vida. Algo doblemente ficticio, si se quiere, pero de existencia incontrovertible y duradera.

En Nickel Odeon nº 16 (otoño de 1999)

No hay comentarios:

Publicar un comentario