lunes, 11 de agosto de 2025

Nocturno 29 (Pere Portabella, 1968)

No siempre los bordados falsean lo que cubren

(Joan Brossa: «Oro y sal»)

El primer largometraje de Pere Portabella se abre con las imágenes más alucinantes que se han rodado en España. La fotografía quemada, al rojo vivo, de Cuadrado, las variaciones de intensidad de la luz, los cuerpos como cincelados que se mueven ante nuestros ojos, el silencio opresivo y el "ruido de proyección” que se le superpone, el riguroso y fascinante montaje y el ritmo obsesivamente lento de esta escena, se alían para crear un insólito clima erótico, dándonos de paso una muestra antológica de lo que podría ser un auténtico cine bárbaro, prehistórico, y con una fuerza sólo comparable a la de ese "cine de las cavernas" que aparece en algunas escenas del Edipo, de Pasolini, y en todas las de Les Carabiniers, de Godard. A partir de este genial prólogo, en esta película puede suceder todo, y mucho sucederá.

La aportación teórica fundamental de la "Escuela de Barcelona" ha sido tomar conciencia de la ineficacia del naturalismo como medio de penetrar cinematográficamente en nuestra realidad, y propugnar, por el contrario, el recurso a lo imaginario para proyectar sobre lo que nos rodea una nueva luz, más penetrante y provocadora. Como dice un personaje de Brossa, en El gancho: "Existen muchos trucos a bate de espejos y fondos negros. Se puede encender fuego con un espejo". El primero en llevar con éxito a la práctica este principio, ha sido Gonzalo Suárez, con Ditirambo (1967). El segundo ha sido Portabella con Nocturno 29, primer film español que puede considerarse descendiente y heredero de L'Age d'or, de Buñuel.

Nocturno 29 (1968), no cuenta una historia. No hay psicología, ni explicaciones, ni personajes. Los actores, por tanto, no interpretan (excepto en el peor momento del film), limitándose a dar el "tipo" y ejecutar ciertas acciones físicas. La película es una simple sucesión de secuencias, cuyo enlace es puramente ideológico-visual, y no narrativo. Estas escenas son independientes, pero no están ya tan explícitamente delimitadas como en el cortometraje que Portabella rodó en 1967, No contéis con los dedos, que es el borrador de Nocturno 29. Si en No conteu amb els dits, las secuencias quedaban demasiado aisladas (incluso mentalmente), convirtiéndose por ello en viñetas sin más significación que la propia de cada una de ellas, resultando ineficaces hasta como provocación al no poderse establecer en cine una comunicación tan directa con el público como en el teatro (lo que explica que cosas que no funcionan en No contéis con los dedos, fueran magníficas en el Concert irregular, de Brossa, que el mismo Portabella dirigió sobre la escena), y malogrando un film por otra parte no exento de aciertos aislados, en Nocturno 29, se han corregido estos defectos, dotando al film de una estructura más abierta y rigurosa, y se nos ha dado un film lleno de sentido, de alusiones precisas, de referencias concretas, y no, como muchos pretenden o desearían, una obra confusa y oscura. Ciertamente, las armas de que Brossa y Portabella se han servido incluyen el sentido del absurdo, el humor y la ironía, la fantasía y el misterio, pero utilizados aquí de forma más eficaz y menos fácil que en No contéis con los dedos (si bien persisten algunos detalles irritantes, como el hombre que cacarea debajo de una mesa y algún otro chistecito).

Uno de los aspectos más apreciables de esta película es la constante invención de sus autores —pese a mi admiración por Brossa, me gustaría que Portabella hiciera una película con tema propio—, que han conseguido que cada escena se base en un principio diferente, sin repetir nunca la misma fórmula. Y así asistimos a un análisis global de casi todos los elementos que integran nuestra larga noche, a través de escenas de todos los matices, y en las que Portabella ha superado siempre el naturalismo —sin por ello abandonar la realidad— a través del silencio (no hay diálogos apenas), el ritmo, la luminosidad, el montaje, el uso de los actores, la música y el sonido, hasta tal punto que Nocturno 29, se puede emparentar con Las Hurdes (Terre sans pain, 1932), el genial documental surrealista de Buñuel.


Es una pena que la coherencia (no unidad, ni siquiera homogeneidad) estilística del film se vea quebrada en el paseo-conversación de Lucía Bosé y Mario Cabré por un bosque, filmada convencionalmente en planos-contraplanos, con reflejos de sol y desenfoques, que destruyen la escena y quitan fuerza a los diálogos, muy importantes. Mucho mejor hubiera sido rodarla en un largo plano fijo, permitiendo así asimilar su significado político sin romper la originalidad de este film de ruptura, estéticamente muy "underground". Sin embargo, este error no llega a desequilibrar la película, cuyas secuencias son, en general, magníficas; no sólo la inicial, sino también la del hombre que se arranca los ojos para no ver un desfile, la de los perros ladrando tras las rejas, la de Lucía Bosé, maquillándose, o en una fábrica desierta (la mejor escena de montaje hecha en España), la del partido de fútbol puntuado por los gorgoritos de Anna Ricci, la del casino y su comentario sobre condiciones de embarque, la de los azotes-ducha, la del Banco (descripción minuciosa de su funcionamiento mecánico), la del apagón, la de L. Bosé aterrada mientras suenan las campanas, la del bar en que una pareja se canta divertidas "malagueñas", la de la partida de cartas, la de los retales-bandera o la huida de España que cierra la película. En suma, Nocturno 29 es una de las pocas obras modernas de nuestro cine y, por tanto, una de las más importantes. Por ella, sólo nos queda esperar el próximo film de Portabella y constatar que, actualmente, el mejor cine español se hace en Barcelona.

En El Noticiero Universal (23 de julio de 1969)

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