lunes, 22 de septiembre de 2025

Selva Trágica (Roberto Farias, 1964)

Ha llegado por fin a Madrid, más de un año después de su estreno en Barcelona, y desgraciadamente doblada, una película de Roberto Farias, titulada en España, melodramática y estúpidamente Fieras humanas. Por si fuera poco, se ha estrenado en un cine especializado en programas dobles de ínfima calidad —mientras en Arte y Ensayo se exhiben vergonzosos productos comerciales con excesiva frecuencia—, sin la menor publicidad y ante la ignorancia e indiferencia de la crítica de periódicos. Por este motivo, muchos serán los aficionados que no hayan podido —o no se les haya ocurrido siquiera— asistir ir a una de las películas brasileñas más importantes que se han visto en Madrid (ya que ni Los fusiles, Os Fuzis, 1964 de Ruy Guerra ni Matraga, A Hora e Vez de Augusto Matraga, 1966 de Roberto Santos, estrenadas hace mucho en Barcelona han llegado todavía.

En el panorama del actual e importantísimo cine brasileño, Roberto Farias ocupa una posición curiosa y marginal, no formando parte del Cinema Nôvo propiamente dicho. Poco se sabe de él, y esto es contradictorio. En su indispensable libro Revisión crítica del cine brasilero (publicado en español por el I.C.A.I.C. de Cuba, Glauber Rocha le apellida “Faria” mientras que en otras fuentes y en los títulos de crédito de la película que comentamos se llama “Farias". Del libro de Rocha se deduce que nació en 1930 mientras que en el número 113 de Cinéma 67 se dice que nació en Rio de Janeiro en 1935. Comenzó como director de “chanchadas” (comedias musicales pseudo populares de baja calidad y grandes éxitos de taquilla), hasta que decidió hacer algo más personal, Cidade Ameaçada, que Rocha data en 1960 y la revista francesa en 1958 (parece de mayor confianza, en este caso, la información de Rocha). Tras el fracaso de esta película sobre la delincuencia juvenil, vuelve a la “chanchada”, pero consigue realizar O Assalto ao Trem Pagador (1962), película policiaca-social que obtiene un inmenso éxito de taquilla, lo que, tras el de Os Cafajestes (1962) de Guerra, facilita la consolidación del C.N. Al parecer, es una película muy bien hecha, en la que, según Rocha, “toma siempre partido por los fuera de la ley frente a la máquina policiaca brasileña —institución tan agresiva como el sindicato del crimen”— pero es “confusa: el director tiene valor personal pero no tiene formación ideológica sólida. Acusa pero no profundiza.” Rocha reconoce sin embargo que el guión de Selva Trágica (1964) “anuncia un Roberto Farias evolucionado”.

Las previsiones de Rocha se han visto cumplidas, hasta tal punto que Selva Trágica puede englobarse ya en el C.N. Nos encontramos ante una película técnicamente excelente, que plantea con madurez y admirable sobriedad uno de los máximos casos de explotación que ha mostrado el cine. La acción transcurre en el Mato Grosso, donde una pandilla de “changaís”(?) se dedica a robar mate a una compañía latifundista que monopoliza esta planta. Son capturados por uno de los capataces, Casimiro (Mauricio de Valle, interpretando un personaje muy semejante al de Antonio das Mortes que encarnaba en Dios y el diablo en la tierra del Sol, 1964, de Rocha). Los supervivientes, Paulo (Reginaldo Farias), su amante Flora (Rejana Medeiros) y un viejo, son capturados y condenados por el propietario a la esclavitud laboral (los dos hombres) o sexual (la mujer). A través de una historia muy lineal, muy clara, se describen las situaciones de violencia y explotación a que da lugar el planteamiento inicial.

Para narrar esta terrible historia y su desesperado final, Farias ha rehuido toda concesión: el fin es lento, aplastante, sin el menor efectismo, evitando incluso el lirismo épico y revolucionario de Rocha. Farias ha elegido el camino de las sobriedad, confiando en la fuerza del tema y en los actores que, muy bien dirigidos (y eso que sus voces se pierden en un espantoso doblaje), han sabido dar vista a unos personajes sencillos y reales que el director escruta con calma y sencillez, actitud que no hace sino resaltar lo inadmisible de los sucesos relatados, a través de un estilo cuya accesibilidad permite la toma de conciencia de cualquier público, por analfabeto que sea, desvelando las raíces ideológicas que hacen posible un caso como el que presenta la película. Quizá la película no sea como el segundo film de Rocha, un llamamiento a la revolución, pero desde luego posibilita en el espectador el acceso a la situación necesario para que esta llamada sea eficaz, complementando así a Dios y el diablo en la tierra del Sol.

Selva Trágica es, además, un film que revela una gran madurez y contrariamente a O Assalto ao Trem Pagador —según Rocha— carece de ambigüedad y revela una postura bien definida y lúcida. La excelente factura de la película, desde la admirable fotografía de José Rosa hasta el montaje, pasando por la planificación, la música o los actores, permite al film una eficacia que, de otra manera, no hubiera tenido. Es una película seca, dura, austera, necesariamente monótona, quizá influida por Rocha (hieratismo de los actores, sentido del espacio, uso del paisaje) pero en un registro muy diferente, sin barroquismo, sin hibridez, sin la poesía salvaje que impregna Dios y el diablo en la tierra del Sol, sino de un rigor y una homogeneidad que le confieren una grandeza de muy distinto signo. En resumen, un film importante, que nos revela una nueva faceta de un cine del que en España se podría aprender mucho, y que, a pesar de todo tipo de dificultades políticas, técnicas y financieras, consigue expresar, valientemente, los defectos de una sociedad y los conflictos de un país subdesarrollado, y que lo hace con plena conciencia, con claridad y con eficacia.

En Cineinformación (escrito hacia mayo de 1969)

viernes, 19 de septiembre de 2025

Sobre la crítica

En primer lugar, quiero aclararos que no me considero un crítico de cine, ya trataré de ir explicando por qué. No tengo ninguna titulación, ni un mísero máster, ni nada de nada, de cine, que nunca he estudiado como una asignatura, ni siquiera un cursillo de verano. Ni he ido nunca a uno de los por lo visto muy numerosos talleres de escritura y hasta escuelas de crítica que han proliferado últimamente. Entre otras cosas, porque surgieron cuando yo llevaba ya unos veinte años siendo tomado por un crítico, y además porque pienso muy seriamente que es una actividad autodidacta, no transmisible. Hay que ver mucho cine, ir conociendo su historia, algo de su técnica. Hay que ver las películas más de una vez. Hay que leer mucha crítica. Hay que pensar sobre las películas. Hay que saber escribir, o aprender. Y lo mismo sucede con hablar. Es esencial la práctica.

Aún menos soy, como a veces me han descrito o presentado, muy a mi pesar y sin haber dado pie para ello, pues no me gusta ninguna forma de impostura, un historiador del cine, ni de ninguna otra cosa. Ni siquiera un estudioso –lo que sé o pueda saber se me ha quedado sin hacer yo el menor esfuerzo– ni, horror de los horrores, un erudito.

En realidad, aunque no hace al caso, lo único que soy es economista. Y un cinéfilo. Un cinéfilo que procura informarse, que lee, que escribe, o quizá habla. Me gusta la idea de Jean Vigo, que aspiraba a tener “un punto de vista documentado”. Me temo, eso sí, que es tarde para deshacer el entuerto, y que se me seguirá considerando como un crítico, meramente porque llevo casi 52 años –los hará en septiembre– publicando lo que escribo sobre cine. Tampoco me considero un profesor, aunque lleve ya nueve años dando clases. Pero advierto que mi único título para hablar de la crítica aquí hoy reside en que llevo unos 55 años leyendo atentamente todo tipo de críticas.

Están muy extendidas tres ideas muy negativas sobre la crítica: que no sirve para nada, que es una actividad parasitaria y que no es digna de confianza. Es curioso, porque hay muchas personas que se presentan como críticos, he conocido a bastantes que ambicionaban tan insignificante cosa y a muchos más que creen practicarla, cuando, según mis criterios, hacen... en fin, otras cosas. Yo estoy, en principio, al menos en parte o hasta cierto punto, bastante de acuerdo con esas tres apreciaciones desfavorables que he enumerado. Veamos hasta qué punto.

Que la crítica no sirve para gran cosa se me antoja casi evidente, pese a que, sin embargo, existe desde tiempo inmemorial y no tiene aire de ir a desaparecer, al menos nominalmente. Ni sirve de mucho para los críticos ni, me temo, para nadie más. Desde luego, para ganarse la vida, no. Al menos, si se ejerce con honradez. Y dudo que de ningún modo, aunque lo ignoro. Nunca nadie ha intentado comprarme.

Para los que hacen o quieren hacer cine, me temo que no. En general, puede o suele encantarles una crítica elogiosa, por desacertada que esté, pero el menor reparo, la más leve duda, no digamos un consejo y menos aún una crítica seria, por respetuosa y educada que sea, no la admite casi nadie. Se pueden perder amistades, que así queda demostrado que no eran tales o que tales amigos no valían la pena. Me caben en los dedos de una mano los cineastas más o menos amigos a los que les he podido decir que no me ha gustado nada algo suyo sin que hayan dejado de saludarme.

A los lectores –suponiendo que alguien las lea aún, y que alguien se fíe de alguien– sospecho que tampoco, y si todavía se fían, así en general, no comprendo que no hayan escarmentado. Para mí que hace años que debían de haber dejado de fiarse, y en especial de lo que, me temo, se toma aún por opinión crítica, simplemente porque es más rápido, no hay que leer y no te va a destripar el argumento de la película: las estrellitas, calificaciones numéricas o abreviaturas similares. ¿No les parece sospechoso que haya tantas estrellitas y tan pocas –si alguna– bolas negras, cuando la experiencia del menos exigente indica que abunda más lo malo que lo bueno, no digamos que lo eminente? ¿Tampoco les mosquea la rara unanimidad de las opiniones y la escasa o nada convincente justificación, si es que la hay, de las mismas? Es mejor, de verdad, fiarse del “boca a oreja” de algún amigo con el que en este terreno tengamos alguna afinidad, por mínima que sea, y que si nos elogia algo no va a ser interesadamente, sino por compartir con nosotros una experiencia que él ha encontrado interesante o agradable. Y si no, la intuición de cada cual, y a correr el riesgo de caer en un horror, que no se evita precisamente por fiarse de esa abstracción –cada vez más homogénea y acrítica– llamada “la crítica”.

Sin embargo, tras esta concordancia con la visión negativísima de la crítica que empecé exponiéndoles, se pueden estar preguntando –o deseando preguntarme a mí- ¿cómo diablos llevo más de medio siglo haciendo algo que en general se considera como crítica, y que según yo mismo apenas sirve para nadie? Y como decía Pepe Isbert en Bienvenido Mister Marshall, se merecen una explicación y yo se la voy a dar. La explicación está en que todo es relativo. Y aunque, en general, la crítica suela ser inútil para sus supuestas víctimas, los presuntos verdugos y sus idóneos destinatarios, en ocasiones puede servir para algo.

A un cineasta no muy creído, pretencioso y orgulloso tal vez le fuese posible aprender algo de lo que se dice sobre sus películas, o rectificar alguna tendencia equivocada cuando todavía está a tiempo.

Al espectador, si se descubre alguna afinidad con algún crítico, sus recomendaciones o advertencias le pueden ayudar a no perderse alguna película, y a no perder el tiempo, el dinero y la paciencia en otras.

Y al propio “crítico” le puede servir, no para –como algunos, quiero creer que ingenuamente, creen– para “darse a conocer en el ambiente cinematográfico”, para “hacer curriculum”, para “influir” o para “tener poder”, sino para aclarar sus propias ideas acerca de películas o filmografías a menudo complejas, ambiguas y contradictorias, ni uniformemente logradas ni totalmente fallidas, y saber expresarlas de manera clara o siquiera comprensible para quien se aventure a leer esas líneas. No basta con decir “me chifla” o “me aburre”, o “a mí me da cien patadas”; hay que decir algo razonable, que permita a quien no está en nuestro cerebro ni ha visto la película en cuestión intuir por qué nos ha emocionado, divertido, conmovido, repugnado, indignado, interesado, decepcionado o irritado. Lo cual, para el supuesto crítico, puede tener cierta utilidad, y a sus eventuales lectores quizá les resulte una menor pérdida de tiempo que las pedantes jergas académicas de unos, los exabruptos “viscerales” de otros o la repetición de lo dicho ya por otros o de lo que pone en los pressbooks.

Parece que hay ya niños que dicen que de mayores quieren ser “influencers”, como si eso fuese un oficio y se pudiera saber a priori si uno va a influir a alguien en algún aspecto, pero yo no he querido nunca ser influyente ni he tratado de hacer proselitismo cinematográfico. Por un lado, porque cada cual tiene su carácter, su cultura, sus gustos, y es inevitable que, espontáneamente, le agraden o interesen unas cosas y otras, en cambio, no tanto, o nada en absoluto. No sólo está en su derecho, es que no tiene remedio. Por mucho que se elogie y explique y razone, al que se aburra con una de mis películas favoritas, Gertrud de Dreyer, no voy a conseguir que deje de parecerle lenta, fría, lejana. Como mucho, puedo lograr que, acomplejado, admita que no es mala, que sin duda es muy buena. Pero ni la admirará ni le conmoverá como a mí. Tampoco voy a tratar de convencer a quien le encanten los “Torrentes” o los “Ocho apellidos” de que son malas y aburridísimas, aunque a mí no me hayan provocado ni una sonrisa. Suerte que tienen los que se ríen todo el rato y lo pasan bien en lugar de sentir claustrofobia en la sala como yo y verse martirizados durante una hora y media o más. Y no creo conveniente fomentar la insinceridad ni presionar a los que disfrutan con lo que nos disgusta para que nieguen haber pasado un buen rato. Por mucho que me digan que Vertigo es mala (y muchos lo dijeron en su momento) nunca me van a convencer, ni tampoco me van a convertir al culto de los señores Haneke, Von Trier, Iñárritu, Reygadas, Rosales, Recha, Dumont y otros cuantos universalmente loados y premiados.

Otra cosa que se dice a menudo de la crítica es que es una actividad parasitaria. En general, así es, lógicamente: uno escribe sobre lo –más difícil y complicado– que previamente han creado otros, y ciertamente depende el crítico en buena parte de lo que una película le inspire. Por eso creo mejor escribir sobre lo que a uno le gusta que sobre lo que uno detesta, aunque esto también pueda ser, ocasionalmente, necesario y hasta útil: es bueno aprender a explicar por qué algo disgusta sin insultar, cosa que, me temo, es lo que ahora mola, entre otras cosas porque es más fácil y encima suena a sincero (aunque pocas veces lo sea realmente, a menudo es una “figura de estilo” como otra cualquiera), cuando en realidad el que insulta se está descalificando a sí mismo, como el que grita e insulta en una discusión o un debate.

Pero también puede ser la crítica una actividad creativa, literariamente valiosa –no quiero con eso decir “con latiguillos” de supuesta “brillantez literaria”–, y en ocasiones una determinada crítica es mejor que la propia película acerca de la que, en teoría, habla, porque en realidad se basa en la película que han imaginado o soñado durante la proyección o después.

Otro tópico muy repetido sobre la crítica –usado sobre todo como arma arrojadiza por directores dolidos– es –obsérvese la inmediata personalización– que el crítico es un ser resentido y envidioso, porque es un creador frustrado o impotente. Puede que alguno corresponda a esa caricatura, de los muchos que he conocido si acaso los hay que, más que frustrados, eran todavía aspirantes a ser cineastas. Y la crítica permitía –con suerte– financiar parcialmente la frecuente asistencia al cine o la compra de libros y revistas sobre cine. Ahora debe servir para pagarse algún viaje o asistencia a un festival, para comprar DVDs o Blurays, a lo mejor para hacer un corto. Es relativamente raro, en mi experiencia, el caso del cineasta frustrado. También es una idea que creo desenfocada la muy extendida noción de que el ejercicio de la crítica sirve como aprendizaje para dirigir. Yo creo que el sentido crítico puede coartar la creatividad, sobre todo si es muy agudo, y que hacer crítica sería una actividad más propia de un buen productor. Pero como yo creo que para ser productor de verdad hace falta tener muchísimo dinero, tengo mis dudas acerca de su utilidad.

Aclaro ya por qué no me considero un crítico, sino un cinéfilo que escribe (o habla, eso muy tardíamente, tuve que vencer mi enorme timidez). Como muchos ejercientes creen, la crítica forma parte del periodismo, y se supone que ha de informar al público lector (tenido por profano) de los rasgos y virtudes o defectos de una película, así animándoles a ir a verla o desaconsejándoselo. Para ello, han de ejercer su actividad en un medio de comunicación (periódico diario, semanario, revista cultural o de información semanal, radio, televisión, desde hace unos años blogs o revistas digitales en la red). Y la inmediatez y urgencia va unida a la prontitud de sus juicios valorativos, por prudencia a menudo mitigados (no haya retiradas de publicidad). La urgencia es cada vez mayor hoy que una película se estrena en viernes y se juega su carrera comercial en el primer fin de semana. Ese crítico puede influir, sobre todo si lo hace en un medio poderoso, en el éxito o fracaso de la película. Y si hay (como suele) uniformidad o unanimidad en los medios de mayor difusión, la suerte puede quedar echada.

El que reflexiona y escribe, con tiempo, con calma, tras ver varias veces la película, para una revista especializada y minoritaria, que sale cuando casi siempre la película ya no está en cartel y va a ser leída por personas que, en buena parte, la han visto ya, no hace crítica, y menos aún cuando habla de cineastas o películas del pasado. No tiene, afortunadamente, más poder que el de recomendar, a quien encuentre sus razonamientos convincentes y atractivos, a descubrir o revisar a un cineasta o algunas de sus películas. Y eso, creo yo, es a fin de cuentas, la función más útil de la actividad que yo llamo, más que crítica, de escribir sobre cine: dar pistas, proponer visiones, llamar la atención sobre olvidados, desconocidos, malditos. Pistas no obligatorias, por supuesto. Hay que evitar que, como en mi adolescencia era obligatorio leer a Pereda, se convierta en obligatorio ver el cine de Bardem o Saura.

Texto preparatorio para su intervención en Locarno Critic Academy (agosto de 2018).

miércoles, 17 de septiembre de 2025

James Gray

Quizá sea The Yards (2000), su segunda película, aún mejor (y conste que encuentro admirables la primera, Little Odessa, 1995, y la tercera, We Own the Night, 2007), pero en el fondo la cuarta y todavía última estrenada, Two Lovers (2008) es probablemente la más valiosa para calibrar el talento de James Gray, a la par que la más “difícil” o menos fácilmente accesible de todas, porque prescinde del atractivo y los raíles dramáticos que proporciona una intriga de confrontación más o menos violenta, entre grupos rivales y hasta en el seno de una familia, y tampoco se sustenta en la mitología (actualizada) y el soporte formal de un género que, aunque en decadencia desde hace mucho tiempo, cuenta todavía con muchos esperanzados seguidores.

En cambio, Two Lovers es una película que creo, encuentro, totalmente realista (veo mucha gente de la edad de Leonard igual de pasiva y desorientada, y tan a la deriva e inestable como Michelle o tan resignada y hambrienta a la vez como Sandra), que habla del mundo actual tal como es, sin cargar las tintas melodramáticamente ni soltar discursos apocalípticos o sociologistas, y lo hace, además, siguiendo atentamente, con generosa objetividad, a unos personajes más bien corrientes, nada extraordinarios ni siquiera pintorescos, sin especiales valores, talentos o virtudes, pero tampoco particularmente negativos o sin esperanza, que Gray examina de cerca pero manteniendo siempre una cierta distancia respetuosa, sin voyeurismo alguno, analizando sin grandilocuencia los sentimientos (también difusos, cambiantes, inseguros, tal vez insuficientemente enérgicos y concretos) y el variado malestar de estos tres seres (más los que los rodean), y que para ello apenas se basa más que en los actores (admirablemente escogidos y dirigidos, en registros tan variados como lo son los mismos personajes) y la cámara, considerada de nuevo (como en Nicholas Ray, como en Rossellini, como en Preminger, como en Naruse, como en el mejor Losey, como en Ida Lupino) como un aparato óptico de precisión que se limita a registrar gestos, movimientos, comportamientos externos –en soledad o en sociedad, en presencia de conocidos y familiares o de extraños–, y sobre todo miradas, y sólo accesoriamente nos permite, quizá, bucear en su interior, por lo que de éste delatan -aunque ellos traten de disimular- sus ademanes, su forma de moverse, su manera de andar, de sentarse o de bailar; siempre sin que la cámara se exhiba, sin buscar otros efectos, sin subrayar ni amplificar nada, sin acelerar artificialmente el ritmo del relato ni imponerle un dinamismo ajeno a lo que en la pantalla sucede.

Esto, que puede parecer muy clásico o muy normal, que en sí mismo, en el curso de la historia del cine, no tendría de extraordinario sino el grado y la desnudez del acierto, es hoy, en las circunstancias presentes del cine americano, una proeza, y además una hazaña peligrosa para la carrera futura de Gray, porque no es ciertamente esta especie de “neorrealismo” lo que más se lleva esta temporada, lo que parece garantizar un posible éxito comercial ni crítico. No recuerdo que haya estado nominada para el óscar, aunque mi interés por los premios es tan exiguo que bien puedo estar equivocado y olvidarme por completo; en todo caso, hace Gray un cine demasiado modesto y preciso para llamar la atención que hoy parece necesaria si se quiere destacar entre la multitud anónima y que se fije en un cineasta que no es un personaje público llamativo una crítica deslumbrada por los efectos especiales y los elevados costes de producción, por el éxito de taquilla o los “grandes temas” de la actualidad tratados superficialmente.

No es que anteriormente se hubiese acercado ni remotamente a esos fáciles y frecuentes defectos el cine de Gray, pero hasta Two Lovers contaba con la ventaja de salida de jugar en un terreno conocido, con la baza de un género fuerte y muy codificado, en el que cabía introducir variantes –mafias rusas en lugar de gangsters italianos, irlandeses o judíos– que suponían una cierta novedad o actualización, pero que se movían dentro de esquemas parecidos a los clásicos -House of Strangers de Mankiewicz, Cry of the City de Siodmak, On the Waterfront de Kazan-, que ya había puesto al día y revitalizado Coppola en la serie The Godfather. El alcance de su cine era más modesto, más limitado, y además progresaba con cierta lentitud (cinco años entre sus dos primeros films, siete desde el segundo al tercero), ritmo que afortunadamente parece haberse acelerado con la llegada de Two Lovers al año siguiente de We Own the Night.

En las tres primeras películas, muy violentas y muy dramáticas, se decidían cuestiones de vida o muerte, había que optar por un camino u otro, y ninguno era fácil. Two Lovers es una obra mucho más tranquila, más cotidiana, menos dramática, en la que lo que está en juego es cómo sobrevivir cuando no hay guerras entre bandas, ni entre gangsters y policías, cómo conseguir, día tras día, seguir viviendo cuando las expectativas son escasas, el futuro se presenta poco prometedor y bastante se consigue con llegar a la noche sin morirse de aburrimiento o monotonía.

Two Lovers, tan sencilla como perfectamente inteligible, tan equilibrada en su consideración de los personajes, tan poco tópica y tan ajena a todo esquematismo, me parece la más segura confirmación del talento de James Gray, aunque su próximo estreno –ya rodado– me inquiete un poco y no esté exento de riesgos, que por otra parte encuentro positivo que se atreva a correr, y que no limite su mundo a las mafias rusas de Nueva York y alrededores. Y creo que, se mire como se mire, Two Lovers es de lo mejor que ha hecho nadie en USA en los últimos diez años. La conclusión de la película me parece un buen indicio de ese talento, porque no cae en una convención para huir de la contraria, como tantas veces sucede, ni la elude cómodamente, sino que es, sencillamente, la más lógico y real, sin pesimismos melodramáticos o nihilistas más o menos complacientes ni optar tampoco por un (posible y hasta aceptable) final feliz que nadie se hubiera creído, ni siquiera, en el fondo, el personaje que más lo hubiera deseado, el que tan admirablemente interpreta Joaquin Phoenix entre dos actrices diametralmente opuestas –Gwyneth Paltrow y Vinessa Shaw- que en esta película están perfectas, como lo están, en papeles menores, Isabella Rossellini o Elias Koteas. La clave está, tal vez, en que ni Leonard ni nosotros sabríamos con seguridad qué final de los posibles hubiera sido verdaderamente feliz.

En Foco (18 de julio de 2011)

lunes, 15 de septiembre de 2025

Entre dos suicidios o El cine como máquina del tiempo

El quinto film de Alain Resnais, Je t'aime, je t'aime (1968), subtitulado en España Te amo, te amo, ya que —por fortuna— se exhibe en versión original, empieza como una película de ciencia-ficción, con algunos elementos de comic (formas de expresión a las que Resnais es muy aficionado). Un escritor, Claude Ridder (Claude Rich), ha intentado —sin éxito— suicidarse, y ha sido seleccionado por unos científicos como cobaya ideal para un experimento de viaje en el tiempo, ya que no tiene el menor apego a la vida, y no le importaría perderla en la experiencia. Este tono misterioso, que ocupa los veinte primeros minutos del film, desaparecerá luego, al sumergirnos con el protagonista en el pasado. Tumbado en una confortable máquina del tiempo, Ridder será enviado a revivir un minuto preciso de su existencia, situado justamente un año antes. Sin embargo, el aparato se estropea, y la memoria de Ridder le lleva de un momento a otro, sin ningún orden, a lo largo de los siete años que duró su relación con una misteriosa, triste y bella joven, Catrine (Olga Georges-Picot), cuyo recuerdo le atormenta, ya que se siente más o menos culpable de su muerte, que provocó o, más bien, no intentó evitar. Finalmente, Ridder recuerda —como era previsible, y de ahí un aumento de tensión, según vemos que este momento puede aproximarse— su suicidio, y vuelve, herido, al presente.

Como vemos, este argumento es la fusión de tres historias que se entrecruzan y que tienen funciones diferentes. De ellas, la de la culpabilidad es casi un estorbo, pues actúa únicamente como elemento justificador de los obsesivos recuerdos de Ridder, que contribuye a dramatizar. La de amor es la más hermosa, y es la que —unida a la primera— escribió linealmente Jacques Sternberg, a quien debemos también uno de los más bellos diálogos que se han oído en una película, que parecen poemas de Paul Éluard sin por ello resultar afectados. Esta historia de amor, de clara inspiración surrealista (el encuentro, el azar, el reencuentro, el recuerdo, el amour fou), ha sido inscrita en un relato fantástico que, a la vez que evita una inverosímil acumulación de incidencias que pongan en funcionamiento la memoria de Ridder, permite reestructurar totalmente la narración, atomizándola en una desordenada sucesión de breves instantes del pasado. Para justificar esta nueva estructura que ha dado a la obra, Resnais ha acudido a un truco —muy hábil y astuto, pero, a fin de cuentas, truco—, que consiste en que la máquina del tiempo se estropee y se aleje imprevisiblemente del minuto fijado de antemano, permitiéndonos así conocer toda la aventura sentimental que ha llevado a Ridder a intentar el suicidio. Este artificio es, sin duda, funcional, pero resulta poco convincente y demasiado cómodo por parte de Resnais.

Para que esta fragmentación no resulte confusa, Resnais ha dado a sus imágenes una estructura visual obsesiva (encuadres, líneas rectas, líneas curvas, tomas frontales de largos pasillos, predominio absoluto de planos medios), y ha elaborado la composición del color de forma que cada plano deje una huella indeleble, y sea inmediatamente reconocido cuando, quince o veinte minutos más tarde, se repita o se prolongue. Este procedimiento de grabar las imágenes en la memoria del espectador proviene, como muchos otros elementos de la película, de Hitchcock, cuya influencia en todo Resnais es notoria (así, no puede comprenderse El año pasado en Marienbad, L'Année dernière à Marienbad, 1961, sin tener presente De entre los muertos, Vertigo, 1958, y resulta interesante señalar la equivalencia entre el estado de ánimo de James Stewart tras cada una de las muertes de Kim Novak y el de Ridder al principio y al final de esta película) y, a través de él, Resnais convierte Je t'aime, je t'aime en una máquina del tiempo, y nos hace recorrer con Ridder esta historia de amor, trabajando con nuestra memoria. De ahí la aparente banalidad de los momentos recordados; son instantes que también nosotros hemos vivido, experiencias universales, comunes a cualquier espectador, y que convierten —hasta cierto punto— la historia de Claude Ridder en nuestra propia historia. Por eso su suicidio no ha tenido éxito (es más bien un suicidio mental, frecuente cuando se pierde —de una forma u otra— a la mujer amada), y por eso esta historia nos afecta. Las imágenes que hemos visto al principio del film se convierten en imágenes de nuestro propio pasado. De esta manera hacemos nuestro el film, revivimos la película (esto se hace especialmente sensible en una segunda o cuarta visión, ya que cada instante nos remite no sólo a los anteriores y a nuestras propias vivencias, sino a todos los momentos dispersos que forman la película). Pero, contrariamente a lo que ocurre en Hitchcock, nuestra "identificación" con el protagonista no es pasiva, sino activa: como siempre en Resnais, la obra, en cierto sentido "abierta", necesita la participación consciente y voluntaria del espectador. Esto explica, a su vez, la misteriosa apertura del film, su montaje fascinante, su ritmo envolvente, mientras que la identificación pasiva se ve impedida por la estructura de la película —que es muy clara, pero que exige un esfuerzo mental constante— y por no haber en toda la primera parte (presente) más que un primer plano de Claude Rich, siendo filmado siempre a distancia o de espaldas. Ridder es, por tanto, un recipiente vacío, que hemos de llenar nosotros mismos para ser conducidos, por medio de sus recuerdos, a través de nuestro propio pasado. De esta forma, a través de la inacabable agonía sentimental de Claude Ridder, Resnais nos lleva a lo más profundo de nosotros mismos. Es, pues, una obra reflexiva —y no narrativa— y su estructura queda, por tanto, justificada, hasta tal punto que si reconstruyéramos mentalmente la película, y le devolviéramos su inicial estructura lineal, perdería todo su interés y toda su fuerza.

Este film frágil, imperfecto y emocionante, no tiene la importancia de Hiroshima mon amour (1959) o El año pasado en Marienbad, no significa una innovación en el lenguaje cinematográfico; es, si se quiere, un film clásico con algunos elementos (estructura, relaciones con el espectador) modernos. Pero pese a esto, a pesar de ser una "obra menor", nos revela en Resnais uno de los mejores realizadores actuales: cada detalle de la puesta en escena de Je t'aime, je t'aime, es perfecto, ya sea el color, la fotografía, el decorado, el empleo de la escasa música de Penderecki, los diálogos (por si fuera poco, en sonido directo) o la dirección de actores, gracias a la cual logra Resnais esa sensación de intimidad, de emoción y de verdad que reina en cada uno de los instantes evocados por su protagonista. Podría decir que en Je t'aime, je t'aime, no me convence del todo el "bosque", pero me entusiasma cada uno de los "árboles" que lo componen.

En El Noticiero Universal (26 de junio de 1969)

viernes, 12 de septiembre de 2025

La evaporación de los cines nacionales y el concepto europeo de autor

Perdónenme un momento que para hablar del presente y el futuro siempre incierto haga un flashback y me remonte al pasado, no porque piense que lo ignoren, sino porque, de puro sabido, puede estar olvidado, y porque creo que las cosas tienen causas, a veces no muy cercanas, que conviene recordar y tener en cuenta, si lo que se desea es comprender por qué estamos donde estamos.

Cuando el cine se convirtió –y no en todas partes, nunca conviene generalizar abusivamente– en un fenómeno más o menos industrial, y en los principales países productores funcionaban algunas grandes compañías y un cierto número de empresas temporales o sumamente pequeñas, más o menos independientes durante la gestación del proyecto, aunque finalmente soliesen vender la película ya acabada a las más grandes, que controlaban asimismo la distribución y la exhibición, y cuando los capitales tenían una circulación relativamente restringida, al menos en comparación con su movilidad actual, pudo hablarse de cines nacionales (tuvieran o no rasgos estéticos comunes, tratasen o no asuntos locales).

La costumbre de hablar del cine inglés, italiano, alemán o español se ha mantenido viva, durante muchos años, ocultando quizá que, en la mayoría de los casos, no existe nada que realmente corresponda a tales denominaciones de "origen", y que en ningún país suele ser la producción cinematográfica tan escasa y uniformemente monótona como para que todas las películas tengan rasgos comunes, salvo el grueso de las menos interesantes. Ni siquiera en los países que han tenido producción monopolizada por el Estado y con rígidos controles de censura ideológica. En el mejor de los casos, pretender hoy que subsisten cines nacionales con identidad propia me parece un espejismo o una quimera, como poco una exageración, cuando no una mixtificación publicitaria.

No es estrictamente novedoso que el cine sea un fenómeno internacional, ni que muchos cineastas lo hayan tenido por su "lengua y patria" verdaderas, sin importar demasiado su procedencia o su nacionalidad de origen, su raza o su lengua materna. Numerosos europeos soñaron y sueñan todavía con hacer cine americano, y algunos no tuvieron más remedio, si no querían jugarse el pellejo o trabajar bajo el control de una potencia ocupante, que exiliarse. Obligadas por medidas supuestamente proteccionistas –esa era, al menos, su intencionalidad manifiesta–, que les impedían repatriar los beneficios, algunas compañías importantes, no sólo americanas, desde la Warner o la Metro hasta la Ufa o Pathé, se infiltraron en las industrias de otros países en los que habían obtenido beneficios, produciendo allí pequeñas películas, generalmente destinadas al consumo interno y relegadas a la condición de complementos de programa doble. Tras la Segunda Guerra Mundial, salvo en Francia, que supo defenderse con energía de la invasión, el cine americano desembarcó en toda Europa su cuantiosa producción bloqueada durante el conflicto, en general ya amortizada y por tanto generadora de beneficios extraordinarios durante su aplazada –y a menudo ansiada– distribución en Europa.

Con independencia de movimientos o "escuelas" de importancia artística, política, social o histórica a veces duradera, como el neorrealismo italiano o la nueva ola francesa, los cines europeos, encerrados cada vez más en mercados locales muy fragmentados y pequeños en su mayor parte, y colonizados mayoritariamente por el cine americano, han ido declinando desde sus niveles respectivos de anteguerra, de tal modo que hoy puede apenas hablarse –y yo diría que con reservas– del cine francés, y muy dudosamente, en cambio, del alemán, el italiano, el británico o el español, no importa que sea bajo o elevado, insuficiente o excesivo el número de películas producidas anualmente en cada uno de esos países.

Dejando de lado la tendencia europea a emular, por gusto o por aspiración comercial, el cine de Hollywood, ya manifiesta en los años 20, un factor ha distinguido desde siempre al cine de ambos continentes: la muy diversa consideración de los derechos de autor, del copyright, en uno y otro. En Estados Unidos, el "autor" es el dueño de los medios de producción o, en el caso de los distribuidores, del negativo, es decir, el que pone el dinero, lo adelanta o lo presta; la película se considera un producto como otro cualquiera, que puede trocearse, recortarse, colorearse, o retocarse alterando su formato, repitiendo tomas o rehaciendo en mayor o menor medida el montaje, y que puede continuarse o reiterarse cada cierto tiempo sin contar para nada con quien tuvo la idea, la escribió o la convirtió en cine. En Europa, aunque está sometida a asedio por un buen número de productores, envidiosos del control y la libertad de que gozan en el sistema americano, todavía subsiste una diferenciación entre los derechos de autor y los derechos de explotación, lo que hace más plausible que en América que el director pueda ser quien inicie, escriba y controle la forma final (el final cut) de sus películas, en lugar de ser un técnico especializado (a menudo muy hábil), bajo contrato plurianual con un estudio o con el equivalente de un contrato "de obra y servicio" para "realizar" un guión que se le entrega tal cual, y que sólo con talento y astucia, solapada y disimuladamente (no debiera por ello extrañar que hasta los más personales y prestigiosos cineastas americanos renegasen en público de su hipotética condición de artistas, que les convertiría en "sospechosos" y reivindicasen con excesiva modestia la de artesanos de la industria del espectáculo), o –excepcionalmente– participando como socio en la producción, podrá hacer siquiera parcialmente suyo.

Es precisamente ese "poder" que todavía –aunque cada vez sea menos frecuente, menos normal, y no pueda ya darse por supuesto, salvo quizá en Francia– se le reconoce a un director, incluso novel, en Europa, lo que hace más fácil (lo que no significa, claro, que lo sea realmente, ni que resulte cómodo o sencillo) que se realice en nuestro continente un cine personal, no industrial, ni de compañía, ni siquiera "nacional". No existen apenas compañías de producción con personalidad y sello propio; de hecho, los actuales conglomerados industriales de América tampoco tienen rasgos que permitan distinguir las películas, a simple vista, por el tipo de decorados, la música, la iluminación, el montaje o los actores, como ocurría meridianamente entre los años 30 y mediados de los 50, cuando al instante podíamos identificar un film como producido por la Metro, la Universal, la Warner, la Fox, la Paramount, la Columbia o incluso la RKO. Puede que en Italia supieran distinguir a simplemente un film Titanus, o en Francia uno de Gaumont o Pathé, pero no estoy tan seguro. Hoy, todas las compañías americanas se caracterizan precisamente, como sólo antaño la United Artists no originaria (esto es, la que, abandonada por sus fundadores Griffith, Chaplin, Pickford y Fairbanks, se convirtió en una financiera-distribuidora), por su absoluta carencia de rasgos distintivos característicos.

Que haya un individuo a cargo de la película, y que la producción se fragmente, se debilite o desnacionalice; que casi todas las películas sean coproducidas por varias sociedades pequeñas (y a menudo creadas "ad hoc" y sin voluntad de permanencia) y múltiples cadenas de televisión o sociedades de inversión impersonales (incluso de un solo país, a veces de muchos) es una circunstancia que facilita que el cine europeo, sin que por ello exista una "identidad europea" artificialmente creada, sea más difusamente "europeo" que alemán, italiano, español o inglés, sobre todo si los jóvenes cineastas quieren romper con el cine tradicionalmente asociado a su país, como es de suponer que ocurre a menudo entre los nuevos directores alemanes, por ejemplo, que se diría aspiran, como muchos españoles, a que el mayor elogio de sus películas consista en que se diga que "no parecen alemanas" (o españolas). Para que tales reacciones de "rechazo" (nunca suficientes en sí mismas, a lo sumo para elegir el punto de partida) tengan algún sentido haría falta, y me temo que no sea hoy lo más frecuente, conocer a fondo la historia pasada del cine que se ha hecho donde cada cual pretende hacerlo.

Hay ciertas cosas que, conviene admitirlo, en general, los americanos han hecho –prácticamente siempre, o al menos desde muy pronto– mejor que los europeos, y no sólo por contar con más medios, sino por inclinación o afinidad y por tener una concepción del cine no sólo más industrial y mercantil, más atenta a la demanda y dirigida a todos los públicos del mundo entero, sino menos dependiente de cualquier noción de "realismo" y mucho más reconciliada con la idea del artificio y el trucaje, sin las ataduras que pueden suponer las ambiciones artísticas o el afán de autenticidad. Las escenas espectaculares, las de acción, las muy físicas (cualquier reyerta, callejera o en interiores). También, y ahí sí cuentan las diferencias de presupuesto y de disponibilidad de técnicos avezados, las de efectos especiales o las muy complicadas, con masas de extras y con mucho movimiento.

Frente a ese hecho poco discutible, claro, caben dos actitudes: resignarse a "saltarse" (eliminándolas del guión) ciertas escenas o simplificarlas a máximo, o tratar de imitarlas. En el segundo caso, forzosamente limitado en número, restringido a la "gama alta" de la manufactura pesada europea, la derrota está casi garantizada, con un coste del que se suele resentir el resto de la película y que puede hacerla inamortizable hasta si tiene éxito, dado que el cine europeo nunca ha tenido acceso a los mercados mundiales, y en particular al americano. En el primero, invitará a potenciar aspectos que a los americanos no les interesan, o por los que sienten menor inclinación (no seamos tan ilusos como para pensar que no hay americanos capaces de igualar los resultados de Rohmer), con el riesgo de fomentar una cierta instalación en la comodonería y la facilidad, que –esta sí– es nueva: hace cuarenta o cincuenta años, italianos o españoles se atrevían aún a rodar escenas complicadas, llenas de extras y de movimientos de actores y cámara, en lugar de filmar a dos o tres individuos inmóviles en planos cortos y carentes de contexto o en planos fijos innecesariamente dilatados. Cualquier autodenominado "indie" americano puede copiar el simplismo o la incompetencia, cuando no la mera tendencia a seguir la "ley del mínimo esfuerzo", que tan a menudo en este continente se disfrazan de "minimalismo" en boca de pretendidos cineastas que se autocalifican de "radicales", cuando se sabe que la falta de recursos, para dar resultados, ha de ser suplida por mucho esfuerzo y abundancia de ideas e imaginación, fuera en la antigua "serie B" hollywoodense o sea en las producciones marginales o modestas europeas. Y este esfuerzo y esta imaginación son personales, por muchos que sean los miembros del equipo que contribuyan con los suyos al logro de una obra original, fresca, capaz de sorprendernos.

Por eso encuentro peligrosa una moda, ya vieja y en su origen "sesentaiochesco" de izquierdas, opuesta al "culto de la personalidad" en el que habían desembocado algunas posiciones generalizadoramente "autoristas", consistente en atacar el concepto mismo de "cine de autor" y la evidencia manifiesta de que, donde haya un "director" digno de ser así llamado, es el que tiene mayores posibilidades de ser el responsable principal del valor cinematográfico que tenga una película, sea este grande o escaso. Si negamos el concepto de autor renegamos de la idea de "obra" y convertimos el cine en una acumulación o sucesión de productos (las películas). Con lo cual, de hecho, se hace el juego a los productores ansiosos de dominar a los directores y considerarlos como una combinación de meros técnicos (realizadores) y capataces a sueldo y sometidos a sus órdenes, y se renuncia, además, a la única ventaja diferencial que puede tener el cine europeo frente al americano.

Pueden darse coincidencias o confluencias casuales entre los directores europeos de una misma promoción, siempre que tengan un mínimo de ambición y aspiren a hacer algo que se aparte, siguiera relativamente, de la norma, de lo usual, de lo rutinario, de lo academicista, de lo que ya hacen los demás, y no por prurito de originalidad, sino porque es otra cosa la que buscan o la que les interesa hacer. Pero conviene no amalgamar a personajes completamente diferentes por el mero hecho de que se aparten de lo usual, poco o mucho, a veces sólo en apariencia o "de boquilla".

Un elemento esencial del cine europeo es la soledad de los creadores; incluso los que inicialmente puedan ser vistos o etiquetados como un grupo, por pertenecer a una misma revista, haber estudiado juntos o haber surgido a la luz pública más o menos al mismo tiempo, si perseveran, no harán una película tras otra, sino espaciadamente, y perderán el contacto y la sincronía inicial que pudieran tener. Ahí radica quizá la mayor incertidumbre que planea sobre la futura supervivencia del cine europeo, pues dependerá de la resistencia y la integridad de los cineastas, arrojados fuera de la precaria industria, y de que sean lo bastante numerosos y, a pesar de las dificultades, lo bastante activos como para que formen una masa crítica que haga notar su presencia y prolongue el estímulo de hacer cosas personales entre las generaciones siguientes.

No pretendo con esta observación de que los cines nacionales están desapareciendo ni dar la voz de alarma ante una evolución catastrófica y desarraigadora, que puede impulsar un manierismo exacerbado y alejar por completo al cine de su supuesta "vocación realista", haciendo del cine extranjero la referencia básica de las nuevas películas, pero tampoco creo que sea un desarrollo ante el que haya que batir palmas de alegría, ni que entregarse acríticamente, dándolo por una consecuencia inevitable de la arrolladora "globalización". Es más bien un fenómeno del que hay ya síntomas abundantes e inequívocos por doquier, y que, por tanto, hay que plantearse, siquiera para obrar conscientemente y, en el caso de los cineastas, tomar partido, elegir su campo. Es evidente que cierto localismo o provincianismo, como la desdeñosa ignorancia de cuanto sucede fuera del reducido marco vital en el que se desarrolla nuestra vida cotidiana, puede ser empobrecedor en extremo, y en principio parece aceptable el reparo de que las películas concebidas con esas perspectivas no encontrarán un público numeroso en el exterior, o resultarán incomprensibles. Pero ¿y si Jean Renoir tuviera aun razón cuando pretendía, hacia 1940, que las películas más apegadas a una sociedad concreta eran las que más podían interesar fuera de sus límites? ¿Y si creemos conocer, superficial y mediatizadamente, otros países, otras regiones, sobre las que en realidad nada sabemos, y que nos convendría conocer siquiera un poco?

Texto preparatorio para una conferencia. Escrito el 10 de marzo de 2008.

miércoles, 10 de septiembre de 2025

To Be Or Not To Be (Ernst Lubitsch, 1942)

 

¡Qué grande es el cine! (23/12/2002)

José Luis Garci modera el debate en torno a la película ‘Ser o no ser’ de Ernst Lubitsch (1942). En compañía de Miguel Marías, Juan Antonio Porto y Beatriz Pérez Aranda.

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Rodada en el peor momento para los aliados de la II G.M., estrenada cuando Estados Unidos acababa de entrar en la contienda, Ser o no ser tardó 28 años en llegar a España. Señal de que no agradó a los simpatizantes de Hitler; sin embargo, y aunque hoy pueda sorprender, fue una película críticamente menospreciada en su momento, malentendida y acusada de “mal gusto” (a eso Lubitsch estaba acostumbrado) y de falta de tacto (es de suponer que algunos actuaban con la misma “prudente” autocensura que el funcionario polaco que prohíbe, en el film, el estreno de la obra de teatro “Gestapo”, para no irritar a los nazis... que estaban invadiendo Polonia sin previa declaración de guerra), a veces con la inverosímil excusa de "tomarse a broma" el drama de Polonia (país hacia el cual no hay la mínima falta de respeto, sino una admiración que Lubitsch no hace extensiva a uno solo de sus compatriotas alemanes). Que la película era un acto de fe y de valentía (de haber ganado Hitler, como entonces no era en absoluto descartable, cuantos intervinieron en ella se la jugaban) parece evidente, y sólo una rigidez academicista y compartimentadora de los géneros puede considerar inadmisible el enfoque irónico, burlón y farsesco, que por otra parte es el empleado ese mismo año por Leo McCarey en Once Upon a Honeymoon y dos años antes por Charlie Chaplin en The Great Dictator (El gran dictador). Ridiculizar a Hitler era un modo de combatirlo y desenmascararlo como una grotesca caricatura, burlarse de él una forma de molestarle y de no tenerle miedo, de no tomarse en serio sus ideas, de contrarrestar el derrotismo y la desmoralización, de resistir conservando al menos el sentido del humor.

Por lo demás, describir To Be Or Not To Be simplemente como una "comedia" es, como poco, una inexactitud. Lo es, y de las más grandes, pero sólo en parte; otra parte es una película histórica, política, de guerra, de espionaje y resistencia completamente seria y realista. Que en ese combate los civiles que son cómicos de profesión y por vocación empleen los recursos de su oficio y de su arte no era sino un modo de decir que la lucha no estaba reservada a los militares, sino que cualquiera podía y debía participar en ella, aprovechando sus habilidades o facultades en lugar de jugar a los soldados, probablemente sin conseguir resultados y provocando represalias.

El guión de To Be Or Not To Be es uno de los más complejos -pero claros-, inteligentes y perfectos que se han escrito. Pero era un guión extremadamente difícil de realizar con éxito, sin caer en la confusión, sin alargarse, sin que perdiera tanto la gracia como la tensión. No creo que nadie más que Lubitsch hubiera sido capaz de filmarlo sin echarlo a perder. Piénsese en todo lo que cuenta en sólo 99 minutos y sin que en ningún momento nos perdamos ni caigamos en la confusión y el desconcierto, pese al juego constante con la realidad y la apariencia, los grados de simulación y representación, la combinación de azar, planificación e improvisación.

Texto preparatorio para la intervención en ¡Qué grande es el cine! (23 de diciembre de 2002)

lunes, 8 de septiembre de 2025

Semblanza de Oliveira

Clasificado en "raros y curiosos" -etiqueta de prestigio para unos pocos, pero disuasoria para la creciente mayoría de espectadores perezosos-, el cineasta portugués Manoel de Oliveira es el decano entre los activos: cumplirá 93 años el 12 de diciembre, aunque nadie lo diría al contemplar sus películas, ni el ritmo al que se suceden, menos aún al verlo y escucharle en persona.

Pese a realizar películas cada vez más alejadas del pelotón, se ha hecho difícil seguir ignorando a un director que, contra toda expectativa, ha incrementado su creatividad con la edad: 3 largos en los 50, 60 y 70, 9 en los 80, 11 en la década que acabó con el año 2000, un largo y un corto en el 2001. La clave de esta febril actividad es la esperanza depositada aún por Manoel de Oliveira en lo que se llamó el séptimo arte y hoy tiende a considerarse una rama residual del enmarañado árbol audiovisual. Hace falta una fe en el cine que pocos de sus colegas demuestran para innovar sin desfallecer; que lo haga precisamente un hombre poco más joven que el cine mismo tiene, en el fondo, su lógica: Oliveira es el único director en ejercicio que rodó cine mudo y que tiene perspectiva histórica personal para no dejarse engañar por las modas y para tener presentes la misión y las posibilidades todavía inexploradas del invento popularizado por los hermanos Lumière.

Si Oliveira resulta "raro" es por culpa de un ambiente cada vez más adocenado y uniforme, menos exigente e inventivo, más propenso a la facilidad y la rutina. Su cine parece anómalo porque se mantiene fiel a sí mismo, con una lógica que Oliveira aplica tranquilamente, sin la menor tentación de erigirla en dogma, lo que explica que cada película sea independiente de las anteriores y se inscriba, a pesar de ello, en la continuidad de una obra coherente y amplia como pocas, siempre sorprendente e imprevisible, tan ajena a la monotonía como a la reiteración.

Si un guión de Oliveira causa asombro entre los profesionales del cine es porque sigue siendo un "amateur", lo mismo que otros "resistentes" como Godard, Straub & Huillet, Rouch, Pialat, Erice, Rohmer, Rivette, Garrel, Sokurov, Kiarostami, Guerín..., que no han renunciado al riesgo y que todavía consideran el cine como un medio de conocimiento, un instrumento de investigación y análisis, un arte en construcción y en proceso de constante evolución... como algo vivo, en suma, que no puede darse por "dado" o "sentado".

El secreto de Oliveira -gracias a la complicidad de un productor fuera de normas, Paulo Branco- reside en hacer películas que cuesten menos que lo que puedan recaudar en el mundo. Semejante regla de tres no constituye un misterio, pero es ignorada por muchos cineastas de menor edad biológica que nunca llegarán a ser tan jóvenes como algunos de sus mayores. Una cierta austeridad y modestia vital es el precio que hay que pagar por la libertad imprescindible para hacer lo que realmente se quiere. Pero hay que saber lo que se quiere, y quererlo: Oliveira no parece haber hecho nunca una película sin deseo, sin la apetencia concreta de hacer esa y no otra; no ha rodado con desgana y por compromiso ni cuando aceptaba un encargo.

Texto preparatorio para la intervención en El Séptimo Vicio, en Radio 3. Escrito el 29 de noviembre de 2001.

viernes, 5 de septiembre de 2025

Misterios de Casablanca

De esta supercélebre película, con 75 años a cuestas, vista alguna vez por casi todo el mundo, varias por muchos y no menos de quince por mí mismo, hay unas cuantas cosas que, pese a haberlo intentado, no han dejado de ser para mí auténticos misterios, enigmas casi impenetrables. No voy, por tanto, a desvelarlos, ni tampoco a narrar ninguna nueva anécdota oculta de las muchas —a veces, me temo, fantasiosas cuando no apócrifas, a menudo incompatibles con lo que puede observarse y oírse en la proyección— que hay, otros lo seguirán haciendo, en medio mundo, por los siglos de los siglos, pero a mí, qué le voy a hacer, me interesan limitadamente las especulaciones, solo un poco algunas leyendas y nada los cotilleos, y aún menos referidos a muertos que no tuve el gusto ni el disgusto de conocer.

El misterio mayor, con ser asombroso, no es exclusivo de Casablanca; ni siquiera se puede decir que sea infrecuente: la perdurabilidad y vigencia de las películas, aunque aún —el cine tiene tan sólo 122 años— sometidas a unas pruebas del mero paso del tiempo de dimensiones mucho menos espectaculares que la pintura, la escultura, la arquitectura, la poesía, la música, la danza o la escritura en general (y con independencia de las variables antigüedades y durabilidades de los soportes físicos en los que sobreviven, ya que los del cine —que, de paso, son también los de otras artes— son asaz recientes, cambiantes y, para colmo, muy precarios, me temo que cada vez más volátiles). Casablanca cumple este año 2017 nada menos que 75 años y se mantiene, diría yo, sin una arruga, atractiva, emocionante y eficaz como propaganda (es enardecedora como pocas). Sin duda, algo semejante o comparable sucede con muchas otras películas, incluso mucho más antiguas: Sunrise (Amanecer, 1927), de F.W. Murnau, cumplió este año los 90, Berg-Ejvind och hans Hustru (Los proscritos, 1917), de Victor Sjöstrom, nada menos que un siglo, y Angel (1937), de Ernst Lubitsch, 80 años... pero todas ellas son apreciadas en alto grado por minorías de mayor o menor tamaño, pero no por la gran mayoría, incluso de los poco aficionados al cine, que adoran —hasta cuando se resisten, y lo hacen a regañadientes— Casablanca. Aparte de que dos de las tres películas aún más antiguas —y para mí muy superiores— que he mencionado sean mudas, a nadie se le ocurriría hoy reponer en un cine ni siquiera la de Lubitsch, pese a contar con Marlene Dietrich, pero sí Casablanca, y probablemente todavía se llenaría, pese a ser una película que buena parte de la población mundial ha visto ya, a menudo varias veces, que pasa con frecuencia en las diferentes cadenas de TV, que se ha editado mil veces en VHS, en DVD, en Bluray y que muchos tenemos, por tanto, en casa, siempre visible, o, mejor dicho, revisable. Compárese con la rareza que supone un pase televisivo de Angel (no digamos las mudas) y la muy precaria existencia de versiones domésticas digitales.

Hay, además, películas muy afamadas y valiosas de esos años que no han despertado nunca el afecto, la pasión o la mitomanía que todavía hoy revalida o renueva, creo yo, en generaciones más jóvenes Casablanca. Y que, por ello, no incitan a la visión repetida de manera tan insistente e insinuante como Casablanca, rasgo este ya mucho más raro, aunque lo comparte otra película de esos años, para mí mucho menos lograda, pero de poder de seducción parecido: Gone with the Wind (Lo que el viento se llevó, 1939), firmada por Victor Fleming pero preparada y empezada por George Cukor y en la que —como era frecuente en las producciones de David O. Selznick— intervinieron también varios otros directores y unos cuantos guionistas no acreditados.

Lo que, curiosamente, nos lleva a otro de los puntos que encuentro muy misteriosos de Casablanca. Sin que las peripecias de su escritura, preparación, rodaje, montaje y lo que ahora se llama "postproducción" sean, ni de lejos, comparables a las de varias películas famosas y de gran éxito producidas por Selznick, como la ya mencionada en el párrafo anterior o Duel in the Sun (Duelo al sol, 1946), de King Vidor (y otras cuantas manos rectoras), lo cierto es que el proceso de producción de Casablanca, según se ha ido desvelando paulatinamente, se aleja prodigiosamente de lo que a mí me parecería no ya conveniente y lógico, sino ni siquiera normal.

No voy a entrar en detalles, que cuando no son pesados y aburridos parecerían una escandalosa mezcla de burocracia y anarquía, imprevisión e interferencias, que solo por feliz casualidad o puro milagro parecen haber generado una película excelente y duradera, de gran éxito a lo largo de varias décadas (y generaciones de espectadores). Quizá algo tuviera que ver que Michael Curtiz fuera un artesano eficaz, rápido, decidido y enérgico, todo ello lo bastante para no perder la calma y pilotar impertérrito el buque en medio de un huracán; puede que otra parte de la sorprendente fortuna de una película que podría haber sido un caos incoherente y un desastre económico proceda de la mágica conjunción de una productora (la Warner) con un estilo muy definido y una acusada predilección por el ritmo rápido y el dinamismo narrativo (véanse las elipsis sintéticas, sin pausa, de sus "montajistas" James Leicester & Donald Siegel), la gran cualificación de todos los técnicos y actores, la época y el mero hecho de estar filmada en plena guerra y con cierto sentido de urgencia. No olvidemos que, aunque se estrenase a finales de 1942 y se distribuyese de modo más general en 1943, se escribió, e incluso se rodó, cuando aún no estaba nada clara la posibilidad de que los aliados consiguieran derrotar a Hitler y el eje Berlín-Roma-Tokio parecía hasta entonces alarmantemente triunfador.


Porque no hay que olvidar que Casablanca fue una de las más memorables aportaciones de la Warner al "esfuerzo de guerra", y que, en tanto que representante de un subgénero (una especie de rama bastarda de muchos géneros) tan peligroso y tan proclive al esquematismo, la caricatura y el maniqueísmo como la propaganda política, tiene el mérito de ser una de las contadas obras maestras del panfleto. Si digo que no abundan, pero las hay, es porque las meras condiciones de existencia de los panfletos (y otras variantes apenas disimuladas, como los manifiestos, los pasquines, las pancartas, las pintadas, los posters, los slogans, ciertos discursos o arengas, muchos murales, los graffiti, el agit-prop o el dazibao; incluiría a menudo los himnos y las banderas, como representaciones simbólicas e identitarias) tienden a anteponer el fin a los medios, subordinando cualquier aspiración artística (la coherencia, la belleza, la reflexión) e incluso ética (la verdad, la justicia, la objetividad) a la urgencia y la eficacia en la obtención de resultados inmediatos. Para ello suelen incurrir, casi ineludiblemente, en la simplificación (sin siquiera detenerse ante la falsificación o la mentira consciente y deliberada), y muy voluntaria y decididamente en el partidismo y la exageración. Todo ello hace que, de partida, sea difícil que en este campo —de puras arenas movedizas y propenso al trazo grueso— se produzcan, hasta por casualidad, obras admirables y duraderas, en lugar de artefactos meramente funcionales y utilitarios netamente perecederos (de usar y tirar); les pasa lo que a la publicidad, que es difícil que engendre obras de arte y que resistan el paso del tiempo. Aunque no imposible: se dan casos. Hay, incluso, ejemplos muy notables. Lo mismo que hay himnos o panfletos con cuyo contenido no hace falta comulgar ni siquiera compartir parcialmente, y que nos emocionan, enardecen y conmueven, incluso si pertenecen a otro país, otros tiempos, otra cultura, otras ideas. El Gettysburg Address de Abraham Lincoln, el Manifiesto Comunista de Karl Marx & Friedrich Engels, La Internacional, La Marsellesa, El acorazado Potemkín, La huelga y Octubre, de S.M. Eisenstein, Tres cantos a Lenin, de Dziga Vertov, The Mortal Storm, de Frank Borzage, The Grapes of Wrath, de John Ford, This Land Is Mine, de Jean Renoir, Raduga, de Mark Donskoí o Casablanca son solo algunas muestras, desde mi personal punto de vista y sin siquiera escarbar demasiado en mi memoria, títulos a los que sin duda podrían añadirse fácilmente otros tantos más, quizá diferentes para cada persona, quizá sorprendentemente coincidentes en algunos casos. La música es a menudo un componente esencial, porque, sin necesidad de tener un significado explícito (ni apenas deducible), puede emocionar y hasta arrebatar, a menudo más que la letra de himnos o canciones. De ahí que casi todos los panfletos fílmicos tengan una cierta dimensión operística, o cierta afinidad estructural con la ópera, cosa que encuentro evidente en Casablanca, que es, entre otras cosas, un espléndido melodrama de amor y guerra y traición y sacrificio.

No olvidemos un pequeño detalle: la acción de Casablanca transcurre en un par de días, en diciembre (pero no se nos dice exactamente en qué fechas) de 1941. Es inevitable suponer que antes del 7 de ese mes y ese año, ya que precisamente en ese día se produjo el ataque japonés a Pearl Harbor y la consiguiente entrada de los Estados Unidos (a los que Hitler se apresuró a declarar la guerra) en la Segunda Guerra Mundial. Sin duda, el personaje de Rick (Humphrey Bogart), pese a sus claros antecedentes a favor de la libertad y en contra de los fascismos (ayudando a los etíopes invadidos por Mussolini, y a los republicanos españoles), representa —por el desengaño amoroso que le ha llevado a la amargura y el cinismo— a la amplia actitud "anti-intervencionista" o "aislacionista" que periódicamente predomina en los Estados Unidos. Es una estrategia política muy inteligente por parte de los guionistas de la película tratar de reverdecer o reavivar los impulsos anti-totalitarios dormidos, en lugar de limitarse a predicar para los creyentes ya convencidos, como tan a menudo sucede en las obras de propaganda política (sean películas, libros o discursos en mítines). Por eso, las sucesivas tomas de posición y las decisiones cada más arriesgadas (y más generosas) de Rick adquieren la gran fuerza que tienen, lo mismo que la firme y serena actitud de resistencia de Victor Laszlo (Paul Henreid), especialmente generadora de adhesión cuando lidera una réplica abrumadora a Die Wacht am Rhein, cantada por los alemanes, entonando La Marseillaise, secundado por la mayoría de los clientes del Rick's Café. ¿Quién, por mucho que no sea francés, no ha estado tentado sumarse al coro enardecido?

Hay muchas frases de los brillantes y míticos diálogos de Casablanca que se han hecho famosas. Cuatro o cinco se vendrán a la memoria de cualquier espectador. Algunas, como "Detengan a los sospechosos habituales" han pasado a formar parte de varias lenguas, por no mencionar "el comienzo de una gran amistad". Yo querría señalar (sin atribuírselas a nadie en particular) un par de posibles ecos en películas posteriores: el repetido "We said 'No questions'" (Dijimos que nada de preguntas), que para mí retumba en Ultimo tango a Parigi (1972), el hoy muy anticuado film de Bernardo Bertolucci; quizá también sea pura coincidencia, pero Rick e Ilse (Ingrid Bergman) no se habían visto desde París, en el café "La Belle Aurore", y Vienna (Joan Crawford) y Johnny Guitar (Sterling Hayden) se habían despedido cinco años antes en el "Aurora Café" en el mítico western de Nicholas Ray. Por último, diré que mi frase favorita de Casablanca es cuando Rick, ante el asombro de Renault (Claude Rains) al decirle que vino a Casablanca "por las aguas", cuando está en medio del desierto, le replica "I was misinformed" (Me informaron mal).

En “Casablanca : 75 años de leyenda”. Madrid : Notorious, noviembre de 2017.

miércoles, 3 de septiembre de 2025

Munekata shimai (Ozu Yasujiro, 1950)

¡Qué grande es el cine! (09/12/2002)
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No es que la obra de Yasujiro Ozu sea muy conocida entre nosotros, aunque empiece a serlo, por fin, siquiera su nombre, pero es casi seguro que a ninguno le resultará familiar, ni de oídas ni de leídas, el título de la que hoy se programa. Las hermanas Munekata, aunque curiosamente las traducciones tanto francesas como inglesas y españolas suelan convertir ese apellido, no me pregunten por qué, en Munakata (fonéticamente más suena e que a); para colmo, parece que para hermanas hay en japonés dos palabras, con lo cual puede encontrarse su título original trascrito normalmente como Munekata shimai y a veces como Munekata kyodai.

Dada su escasa, por no decir nula, reputación, la reacción usual es imaginar que se trata de una película fallida, menor o secundaria en la obra de Ozu, prescindible para la gente con prisas. Conviene advertir que, en realidad, muy pocas de las obras maestras de Ozu son hoy muy conocidas, ni en Japón ni en Occidente, si se exceptúan Tokyo monogatari (Historias de Tokyo o Viaje a Tokyo), que tiende a considerarse como su máximo logro, y a lo sumo tres o cuatro de las últimas que dirigió (que han circulado un poco más, y desde hace años) y otras tantas que son las que a los que han visto en Filmotecas y festivales lo que queda de su filmografía - 34 de 53 películas - les han parecido más extraordinarias; como algunas de esas restauradas han sido hallazgos tardíos, el número de votos que podrían recibir es muy limitado, y la curiosidad que despiertan, cuando se proyectan todas las supervivientes muy seguidas, se orienta primordialmente a las más famosas y a las que vienen precedidas de alguna recomendación, como, por ejemplo, su posición (por lo demás, esta fue la 7ª) o no inclusión en la lista de las diez mejores películas nacionales que destacaba cada año Kinema Jumpō, revista que casi nadie hemos leído, y que no estaríamos en ningún caso en condiciones de juzgar si tenía buen criterio; en todo caso, es de temer que, cuando en una temporada un cineasta estrenaba dos o tres películas, no todas cabrían en la lista, por geniales que fueran, y que, si acababa de rodar su mejor película, la siguiente, por óptima que pudiera, tendería a resultar ligeramente decepcionante y a verse subvalorada. Algo de esto debió de sucederle a Las hermanas Munekata, sospecho, ya que data de 1950 y es precisamente de 1949 la que yo prefiero de cuantas se conservan hoy de Ozu, Banshun (Primavera tardía), nº 1 de ese año para Kimema Jumpō, como lo fue Bakushu (Verano precoz) en 1951. Sin embargo, he de adelantar que Las hermanas Munekata me parece una de las cinco o seis mejores de Ozu, y por tanto es una obra que sitúo al nivel de las más grandes de la Historia del Cine: de no existir las cuatro o cinco que la anteceden, esta ocuparía tranquilamente el primer puesto, y se podría codear con El río, Vértigo u Ordet.


Por otra parte, hay que advertir que - aunque a simple vista no se advierta, y menos aún desde el año 2002 y desde España - constituye, hasta cierto punto, una pequeña anomalía en la filmografía de Ozu, detalle que puede haber influido en su menor prestigio fuera del Japón: al contrario que casi toda su obra - menos tres, y esta es la primera - desarrollada en la productora Shochiku, Las hermanas Munekata es una producción de Toho. Le faltaron a Ozu, por tanto, la mayoría de sus colaboradores habituales: no, desde luego, el coguionista Kogo Noda, que es el de costumbre, pero sí los técnicos. Su actor-fetiche, Ryu Chishu, desempeña aquí un papel secundario - el padre de las hermanas - y las actrices son un poco inusuales: se puede echar de menos a su preferida, la admirable Setsuko Hara (quizá por eso la mayor de las hermanas se llame como ella), aunque estén admirables tanto Tanaka Kinuyo, cuya colaboración con Ozu no es nada excepcional - Ozu escribió el guión de una de las seis películas sublimes que ella dirigió a partir de 1953 - pero que era la favorita de Mizoguchi desde 1940, como Hideko Takamine, la preferida de Naruse desde 1940; y sería injusto no citar a Sanae Takasugi, que interpreta fina y admirablemente un personaje menor e ingrato.

Como muchas otras películas de Ozu posteriores a la Segunda Guerra Mundial, con la derrota del Japón y la ocupación y consiguiente influencia americana, Las hermanas Munekata trata sobre el cambio y el conflicto entre las actitudes tradicionales y las "modernas", entre las costumbres autóctonas y tradicionales y las importadas de fuera, y sus consecuencias morales, así como sobre el desánimo que golpeó a los que habían intervenido en la guerra y la habían perdido; lo hace de un modo particularmente sintético y equilibrado, ya que - aparte de las posturas de los personajes secundarios -, se plantea entre dos hermanas, la mayor Setsuko (Kinuyo Tanaka) y la menor Mariko (Hideko Takamine), parecidas pero enfrentadas.

Un consejo: conviene fijarse continuamente en la ropa - si es japonesa tradicional o moderna occidental - que llevan en cada momento las mujeres.

La película se mueve constantemente - en tren, se supone, aunque apenas se ve uno desde fuera, nunca se muestra uno de los viajes - entre tres ciudades muy grandes, integradas en la megalópolis de Tokkaido, todas ellas de más de un millón - algunas mucho más - de habitantes: Tokyo, la capital, al este, y un poco al oeste, muy próximas, la antigua capital, Kyoto, y Kobe.

Por otra parte, la película constituye - caso único en Ozu - una defensa e ilustración del clasicismo; se diría que Ozu y su guionista han leído a T.S. Eliot cuando ponen en boca de Munekata padre (Ryu Chishu, portavoz/doble de Ozu) frases como "moderno es lo que no envejece con el paso del tiempo".

La escena inicial, aislada del resto, con un edificio singular que la edición francesa en vídeo identifica como la Universidad de Kyoto, sirve para presentar, indirectamente, una situación - la inminente muerte del padre, cabezota y resistente, pero enfermo de cáncer - que el interesado aparentemente ignora (aunque luego se ve que no es así, y por tanto confirma el aire "casamentero" de sus insinuaciones acerca de Hiroshi y Mariko, su hija soltera) y que se pone en conocimiento de la hermana mayor, indicándole que no se lo diga a la menor. Setsuko sabe, pues, cosas que Mariko ignora; por eso, quizá, la muerte de su ocioso marido no sea simplemente la oportunidad de rectificar y reanudar un viejo amor (Hiroshi), sino que, "liberada" de padre y marido en el inmediato futuro, es probable que quiera empezar una nueva vida, totalmente independiente aunque quizá en solitario.

Texto preparatorio para la intervención en ¡Qué grande es el cine! (9 de diciembre de 2002)