Confieso que nunca me han convencido nada las películas de José Luis Garci, y que las más famosas y premiadas me irritan, probablemente porque tenemos gustos en común que no me agrada ver atribuidos a una generación, y sobre todo porque soy alérgico a la quejumbre, tanto ante el presente como respecto del pasado. De repente, contra toda expectativa racional, me encuentro con que Canción de Cuna es, para mí, una película perfecta, a la que no quitaría ni añadiría un plano.
Comprendo que los que conozcan mi escasa afición al cine de Garci se hayan preocupado por mi salud mental, pero puedo asegurarles que no se trata de un impulso irracional ni de una manía pasajera, producto de la sorpresa, por lo que les invitaría a dejarse en casa sus prejuicios o fobias y echar un vistazo imparcial a la película. Con toda frialdad, podría argumentar, por ejemplo, que es una de las contadísimas justificada y sabiamente elípticas que se han pensado, escrito y rodado en España, donde parece que nadie —pese a admirar el cine americano— ha entendido que dos de los pilares de su éxito y su calidad —en la época clásica; ahora remachan todo inmisericorde y ostentosamente— eran la economía narrativa lograda mediante las elipsis, y la dramática, que se apoya en la sobriedad y naturalidad estilizada —la "elocuencia de los gestos hermosos" de Griffith— de la interpretación, y que es el understatement así alcanzado lo que les permitía contar cualquier cosa, por descabellada que pudiera parecer, y emocionar sin ser impúdicos, es decir, ser "noblemente sentimentales".
Aparte de que algunos cineastas maduran, y otros aprenden con el tiempo y el ejercicio de su profesión —como Martin Ritt o John Frankenheimer, por ejemplo—, sospecho que a Garci le faltaban serenidad y humor, quizá por afán de hablar en primera persona, incluso a través de personajes de otra generación (como los de Volver a empezar) o a los que no cuadraban esas manifestaciones (el detective encamado por Landa en El crack), mientras que aquí, en otra época y con personajes forzosamente distantes —en su mayoría monjas— ha conseguido mantener la distancia y expresarse indirectamente, exclusivamente a través de una puesta en escena que, por primera vez, ha dejado de ser ilustrativa y ha cobrado cuerpo y volumen. Sin un bache ni una recaída, sin imitar a nadie —a partir de materiales tan españoles que no evocan nunca el cine americano, pero sin caer tampoco en la "españolada"—, tiene el sabor especial de las primeras películas... de esas falsas "primeras" que —como Laura en la obra de Preminger— pueden ser en realidad la cuarta o la sexta.
Aunque se le ha criticado mucho, la idea de apenas salir del convento —sólo al cercano río—, la decisión de no mostrar la muerte de sor Teresa (Fiorella Faltoyano), de eludir los mil detalles e incidentes de la infancia y el crecimiento de la niña, y limitar la historia a la vida cotidiana del convento en dos momentos de ruptura —una llegada y una despedida—, me parecen elecciones perfectas, de una sobriedad no sé si bressoniana, dreyeriana, fordiana, mccareyana o chapliniana (pese a que los tres últimos no tienen fama de sobrios, para mí lo son también: lo que pasa es que no se reprimen). Y esa contención logra que, por primera vez, me emocione, y mucho, una película de Garci, y que la considere un verdadero melodrama —incluyendo la función de la música—, no un folletín ni una pieza de "kitsch" semiparódica, como otras películas recientes que se presentan como tales con fingida inocencia.
Quizá lo fundamental sea que Garci ha sabido elegir, guiar y empujar o frenar —según los casos— a siete actrices y dos actores que están sencillamente perfectos, mejor que nunca o tan bien como la vez que mejor. Y, como era de esperar en una película que no confunde la elipsis con un truco para saltarse las escenas difíciles, están muy bien sostenidos los infrecuentes —racionados— primeros planos: las manos de Fiorella Faltoyano y Landa a través de las rejas, los rostros iluminados de las monjas al final. Eso hace que Canción de Cuna fluya serena y decidida desde el comienzo al fin, sin apresurarse pero sin vacilaciones. Con seguridad y rumbo es fácil tener confianza en el espectador.
En “Todos los estrenos. 1994”. Madrid : Ediciones JC, diciembre de 1994.
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