lunes, 5 de mayo de 2025

Amantes (Vicente Aranda, 1991)

Si fuese americana, tendría éxito en el mundo entero; de ser francesa, la tratarían de obra maestra. Como es española, puede que ni aquí se valore como merece. Amantes es la mejor película de Vicente Aranda, uno de los cineastas más interesantes, serios y coherentes de nuestro cine. Y es, además, extremadamente intensa y rigurosa, una obra sorprendente y de no proclamada originalidad.

Para empezar, es una lección de modestia y economía dramático-narrativa. Aranda y sus coguionistas (Carlos Pérez Merinero y Álvaro del Amo) delimitan el terreno de juego al triángulo protagonista (Maribel Verdú, Jorge Sanz y Victoria Abril, perfectos). El tiempo se circunscribe, con elegantes elipsis, a un mes. No se pretende hacer un discurso sobre la España de los años 50. Esta concentración lleva aparejada la supresión de todo lo accesorio y anecdótico, del blando decorativismo y del costumbrismo ambiental que pierde a las películas ilustrativas, y hasta determina la creación de un espacio cerrado, cada vez con menos «aire», de horizontes angostados.


Amantes no cae, sin embargo, ni en la abstracción ni en el determinismo. Las reacciones de los personajes, siempre elementales y espontáneas —y, por tanto, comprensibles para el espectador—, son imprevisibles, ni están predestinadas ni parecen dictadas por los autores o las convenciones de género. Aunque pueda parecer, en principio, que la trama tiene algo que ver con los arquetipos de ciertas novelas «negras», en particular las de James M. Cain, en realidad va más allá, porque —y de ahí brota buena parte de la profunda originalidad y de la contenida emoción de Amantes— ninguno de los tres es un canalla; en el fondo, son demasiado simples, cada cual a su manera, y excesivamente sugestionables y débiles, para ser malvados y astutos. Por eso, son «sujetos pasivos» de sus pasiones, que —sean carnales o idealizadas— realmente padecen, y actúan como lo hacen por una mezcla de inconsciencia, necesidad, torpeza y falta de inteligencia. Son demasiado primarios para entender lo que les ocurre, no digamos para explicárnoslo. Incapaces de medir el alcance y hasta las consecuencias de sus actos, no saben muy bien lo que quieren, pero no pueden soportar la situación en que se ven sumidos ni la falta de futuro que les abruma cada vez que tratan de tomar una decisión; ni siquiera son capaces de fingir durante el tiempo suficiente para que sus ingenuos ardides tengan éxito, ni de tomar las precauciones mínimas para no perderse. Resultan, pues, patéticos, sin que Aranda insista en su condición de víctimas ni trate de conmovemos.

En Diario16 (18 de abril de 1991)

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