viernes, 16 de mayo de 2025

Jean Eustache, deuda pendiente

Hace ya cinco años que Jean Eustache, por razones que ignoro y que no son del caso, puso fin a su vida y, con ella, a una carrera difícil, iniciada con ilusión y proseguida a trompicones, con el lastre de un cada vez mayor cansancio. Aunque no pudo hacer tanto como hubiese deseado, nos dejó bastante más de lo que recibió: una de esas obras breves y abarcables, sin lugar para la rutina ni la vulgaridad, de las que vale la pena cada metro de celuloide, porque todo tiene sentido o, por su propia escasez, lo cobra cuando la sabemos acabada, no por completa, sino porque no podrá sumársele un solo plano más. Jean Eustache murió desconocido no sólo para el gran público, sino para la gran mayoría de los aficionados; en España apenas pasó de ser un nombre, vagamente asociado con la "segunda oleada" —la que no llegó a consolidarse— de la Nouvelle Vague, y, cuya mención no evocaba imagen concreta alguna, pues ninguna de sus películas —ni la más larga y efímeramente "famosa", La Maman et la Putain (1973), ni la más corta y anónima— se había estrenado ni había sido programada por TV: sólo la Filmoteca había permitido a unos pocos curiosos, en Madrid y Barcelona, y el Festival de Valladolid a algunos otros, tomar contacto con parte de su obra —aún prometedoramente abierta a todas las posibilidades— e incluso con el cineasta, todavía vivo.

Ni siquiera la muerte hizo posible que su cine se distribuyese en España. Y cinco años después la situación no ha mejorado. Una nueva ocasión de conocer o revisar parte de su obra —brindada por el Festival de Valladolid, la Filmoteca Española en Madrid y la Filmoteca de la Generalitat en Barcelona— no parece haber despertado el interés —no hablemos ya de entusiasmo, tan infrecuente en estos tiempos a propósito del cine— que debía. Y es que, mucho me temo, la actitud que representa Jean Eustache no ha hecho otra cosa en estos años que retroceder, que alejarse cada vez más de las tendencias dominantes tanto entre los cineastas como entre los espectadores.

Para empezar, nada hay tan arriesgado en la industria cinematográfica como no atenerse a las rígidas convenciones de metraje impuestas desde el sonoro por la costumbre y pasar de las tres horas sin que la película en cuestión sea una superproducción en colores y cargada de estrellas, o incluso de las dos horas que se han dado en considerar la duración "normal" de un espectáculo, o no llegar ni de lejos a la hora y media "standard" de los largometrajes. Pues bien, Eustache se pasó su breve carrera tomándose libertades con el tiempo y lo mismo se atrevió a rodar en 16 mm y blanco y negro un modesto film centrado en tres personajes, cuya acción se desarrolla casi íntegramente en interiores, y que dura tres horas y media, que tuvo la imprudencia de no desdeñar ni los cortometrajes ni esa ambigua figura que se llamó mediometraje. De sus contadas películas, pocas son las que no se apartan en exceso de la norma y de ellas una no alcanza esa longitud ni haciendo seguirse dos cortos que cuentan de forma diferente, como ficción reinterpretada y como documento reconstituido, una misma narración oral, y otra es un documental, segunda versión —en color— de un mediometraje rodado once años antes. En realidad, sólo Mes petites amoureuses (1974), si bien con intérpretes desconocidos, es una ficción y tiene una duración que no suponga anomalía ni por exceso ni por defecto.


Esa negativa —ni desafiante ni dictada únicamente por los condicionantes de un encargo, ya que todas las películas de Eustache son proyectos personales— a someterse a la duración normalizada obedece a la muy peculiar concepción del cine de Eustache, respetuosa como pocas de la realidad y ajena por completo a recursos tan frecuentes en la dramaturgia cinematográfica como la compresión o la dilatación del tiempo real. Por eso, la postura de Eustache frente al tiempo fílmico es más que el rechazo teórico de las convenciones o una provocación al espectador: lo que revela es algo tan insólito y contrario a la moda como la repugnancia a introducir su estilo cinematográfico en las historias que narra, el desdén hacia cualquier forma de intensificarlas que haga sentir su presencia. Eustache tendía —sobre todo en La Maman et la Putain— a que sus películas no lo parecieran: a permitir que las cosas sucedan a su ritmo, como realmente ocurren, sin que el autor se permita orientar nuestras miradas; a dejar que sea el propio espectador quien se ocupe de dirigir su atención, según crea oportuno, hacia unos aspectos u otros de la película. Pero no se trata simplemente de que Eustache, bastante "bazinianamente", respetase el derecho a mirar libremente del espectador, o de que, como Preminger, rehuyese imponer sus opiniones y puntos de vista acerca de los personajes y se negase a juzgarles tanto explícita como implícitamente, a través de los ángulos de toma o los encuadres elegidos para mostrarlos; Eustache iba más lejos, con una modestia hoy excepcional, cuando el primer venido parece creer que una película es, ante todo, un spot publicitario de larga duración para promoción propia: Eustache parecía sentir un extraño pudor para manifestarse en sus películas —y en esto, aunque pueda considerársele un continuador de Godard, es su exacta antítesis—, y aspiraba a dirigir sin dejar huellas de su presencia, sin que fuese perceptible su intervención, incluso borrando en el montaje —del que solía ocuparse físicamente: es de los pocos directores que solían firmar como montadores, en solitario o en colaboración— los rastros que pudieran haber quedado.

El resultado final de todo ello es que las películas de Eustache tenían la infrecuente virtud de no parecer cine, de no ser en modo alguno llamativas y de no suponer "declaraciones personales" de su autor. Creo que la actitud de Eustache fue una de las pocas respuestas válidas a la crisis del concepto de cine de autor que se produjo a partir de 1968, justo tras haberse impuesto en más de diez años de campañas reivindicativas. Naturalmente, era una postura que en nada beneficiaba al que la adoptaba, porque no cuidaba ni potenciaba su "imagen" como realizador, porque no ayudaba en absoluto a lanzarle o a que lograse imponerse profesionalmente, y privaba de argumentos incluso a los críticos más decididos a apoyarle. Era, sin embargo, una postura digna y respetuosa, de fidelidad a una idea, una concepción del cine —eso que hoy tanto escasea, en todas partes y en todos los sectores relacionados con este arte, desde los que lo hacen hasta los que lo ven, pasando por los que lo exhiben— aunque personalmente fuese un tanto suicida, y explica que Eustache no lograse "hacer carrera" y no aprovechase el éxito relativo ni el ambiguo escándalo que rodeó el estreno de La Maman et la Putain para capitalizarlo en su provecho.

Las películas de Eustache, además de contadas, de muy variadas dimensiones y características, y muy poco conocidas, constituyen un auténtico misterio. Pero no un misterio proclamado y evidente, de esos que pueden servir de plataforma de lanzamiento y darle a su autor una aureola de "malditismo", "dificultad" o "elitismo" de cierto atractivo intelectual o romántico, sino un misterio con el que sólo se tropieza quien reflexiona a fondo sobre su cine, quien se interroga acerca de cada una de sus películas y trata de profundizar en ellas: es decir, el que acaba preguntándose si realmente es La Maman et la Putain una película tan desesperada y pesimista como se dice y como a primera vista parece, y por qué; el que no logra decidir —porque la película no da pistas— si a Eustache le parecía grotesca o conmovedora la costumbre y la ceremonia de la elección anual de La Rosière de Pessac, que registró en dos ediciones, la de 1968 y la de 1979, sin delatarse en ninguna de ellas, pese a las diferentes circunstancias y a los distintos medios con que contaba; el que quisiera saber por qué Eustache sintió interés por preservar —al estilo Lumière, pero con sonido—, la matanza del cerdo en 1970 (Le Cochon), o por qué contemplaba del mismo modo las aventuras sentimentales de los adolescentes que descubren el amor (Le Père Noël a les yeux bleus, Mes petites amoureuses) y la de los que tienen ya edad y experiencias como para dejar de comportarse como tales (La Maman et la Putain), sin que esta constatación pueda interpretarse como un juicio de valor o una crítica moral. Hay en Eustache, inesperadamente, una postura que cabría calificar de "rosselliniana", porque se limita a decir: "las cosas son así", y a tratar de captarlas con la mayor precisión y claridad, aunque lo que de este modo trate de comprender y hacer inteligible sea la confusión de sentimientos o la ambigüedad de un rito que ha perdido sentido pero que se respeta, y en el que se mezclan inexplicablemente rasgos patéticos, simpáticos, irrisorios y conmovedores. Eustache nunca se rió de nadie, ni se atrevió a invitar al espectador a mofarse de uno de los seres —reales o ficticios— que filmó, nunca se permitió condenar a ninguno de ellos, ni tampoco cayó en la tentación opuesta, la de salvar "in extremis" a uno de sus protagonistas o embellecer o idealizar su conducta. Esta labor de registro le impulsó a no menospreciar ningún formato: ampliado o no posteriormente, el 16 mm era bueno en tanto servía a sus fines. No se preocupó nunca de la exhibición de sus películas, e incluso reservó alguna para su uso personal (como Raymond Depardon, otro de los franceses que todavía consideran más interesante lo que filman que la filmación en sí). Lo que no significa que despreciase al público, ni que rodase "de cualquier manera", sino todo lo contrario: su respeto al espectador le llevaba a exigir, en justa reciprocidad, el derecho a no mostrarle todo ni en cualquier estado, y es muy probable que diese mayor importancia al respeto que también debe un cineasta responsable a quienes aceptan dejarse filmar, sean o no actores, vivan o no de ello, y a los que, por el hecho mismo de ser captados por una cámara y un magnetofón, se convierten en sus personajes, inventados por el director o adoptados por él y existentes en la vida real.

En el cine de Eustache, la cámara está siempre en un sitio inesperado, y no porque abunden —sino todo lo contrario— los ángulos rebuscados y los encuadres anómalos, sino porque ni llama la atención hacia sí ni está al servicio de la narración o la dramaturgia con el propósito de producir un determinado efecto en el espectador. Está, por el contrario, atenta a los personajes, donde pueda —sin violentarlos— captar mejor sus movimientos, sus gestos, sus miradas. De ahí la aparente despreocupación por el metraje: si para descubrir una relación, para comprender una escena, hacen falta diez minutos, porque es lo que los personajes tardan —por ejemplo— en despedirse, hay que conservar esos diez minutos. Cada suceso impone su duración y su ritmo, y por eso dura tanto La Maman et la Putain, a pesar de que carece de una línea argumental definida, de que es imposible no ya resumirla en cuatro líneas, sino contarla verbalmente: porque, aunque pasen en ella muchas cosas, en realidad no narra una historia. Por eso, también, las películas de Eustache son imprevisibles: no es posible anticiparse a los acontecimientos, ni predecir cuánto van a durar mientras se desarrollan; probablemente eso le sucedía al propio Eustache, que no sabría a ciencia cierta si lo que quería filmar iba a dar por resultado un corto o una película demasiado larga para la explotación comercial; no creo que se lanzase a la aventura de rodar en 16 y blanco y negro un film de tres horas y media deliberadamente, sino que cuando se encontró con que ésa era la duración de La Maman et la Putain no tuvo más remedio que aceptarla como inevitable, sin tratar de "arreglar" el problema que suponía un producto de tan difícil venta.

En Manhattan nº 2 (febrero de 1987)

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