El que -quitando quizá las dos últimas, y un par más de las anteriores- se sumerja en una película de Éric Rohmer sin información acerca de su biografía, es probable que le eche muchos menos años de los que tiene.
Sus películas tienden a ser “ligeras” -en más de un sentido-, y eso las hace “juveniles”: se nota que están rodadas sin exceso de medios -aunque nunca den sensación de “pobreza” y casi siempre sean de una gran belleza plástica, con una iluminación de apariencia natural, pero muy cuidada-, en calles, playas, apartamentos, bares, algún chalet con jardín; los interiores -sean de domicilios privados o locales públicos- parecen reales, no decorados, y tienen aire de “vividos”, “usados”, “transitados”; ni siquiera las raras escenas filmadas en estudio lo parecen. Los encuadres, aunque precisos, son sencillos, nada rebuscados; no tiende a la simetría, ni a llamar la atención mediante ángulos insólitos; todo parece cuidado, pensado - pero sin darle demasiadas vueltas, como si por instinto y “ojo” encontrase rápidamente el punto más adecuado para colocar la cámara, guiado por un criterio más basado en la lógica que estrictamente estético: se trata de ver lo mejor posible aquello que en cada momento a Rohmer le parece más adecuado, oportuno, interesante o significativo. Lo bastante cerca para ver los gestos, incluso disimulados, las miradas furtivas, las vacilaciones delatoras; pero sin subrayarlo, a la distancia suficiente para que cada cosa que vemos la situemos en su contexto, en su ambiente. Para colmo, la mayoría de los protagonistas, sin duda los que siempre le han interesado más, son a menudo muy jóvenes, en cualquier caso mucho más que el propio autor, pues lo son hasta los padres de los adolescentes que nos muestra, y que suelen ocupar el centro de la acción. Y eso lo hacía antes de rodar su primer largometraje, desde sus primeros cortos, es decir, cuando no sucedía aún lo que, diez o quince años más tarde, descubrieron los encuestadores y los expertos en mercadotecnia: entonces no eran todavía los más jóvenes los más asiduos espectadores, no eran aún mayoría, menos aún los únicos que iban al cine.
Es hora ya de decir, para el que no sea consciente de ello, que Éric Rohmer nació el 4 de abril de 1920; es decir, que tiene sólo un par de años menos que Ingmar Bergman, aunque su primera película larga la rodase unos diez años después (y aún tardase tres años en estrenarse, con clamorosa indiferencia del público); es casi once años mayor que Jean-Luc Godard, su compañero de Cahiers du Cinéma, primero, y de la llamada “Nouvelle Vague”, unos años después. A diferencia de sus otros compañeros de promoción, Claude Chabrol, Alain Resnais, François Truffaut, Godard, incluso Jacques Demy y Agnès Varda, cuyas primeras películas largas llamaron la atención (Le Beau Serge y Les Cousins en 1958, Hiroshima mon amour y Les Quatre Cents Coups en 1959, À bout de souffle y Lola en 1960, L’Année dernière à Marienbad y Cléo de 5 à 7 en 1961), mucho o por lo menos algo, Rohmer no sólo arrancó con cierto retraso, sino que lo hizo a trompicones, con tropiezos (empezó muy pronto un largo, Les Petites Filles modèles, que nunca terminó), y muy escasa fortuna crítica y comercial, como su también amigo Jacques Rivette, y pese a que fueron precisamente estos dos de los primeros que pasaron de la teoría a la práctica, es decir, a la realización de cortometrajes.
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Le Signe du Lion (1959) |
Rivette empezó a rodar, tras algunos cortos, su primer largo en 1958, pero hubo de interrumpir la producción, y no logró terminarlo hasta 1960. Lo estrenó, con miserable resultado de taquilla, en 1961. Rohmer, tras un recorrido parecido, filmó Le Signe du Lion en el verano de 1959, y no logró estrenarla hasta 1962: la película, también admirable y, como Paris nous appartient, una de las más fascinantes exploraciones cinematográficas de París que recuerdo, no atrajo absolutamente a nadie.
Confinado a la realización de cortos y mediometrajes, y algunos programas didácticos -a veces apasionantes- para la Televisión educativa -algo sumamente interesante que aquí nunca ha existido-, tardó aún varios años en abrirse camino. Rodada en 16 mm e hinchada a 35, La Collectionneuse (1966) se convirtió, en la primavera de 1967, en un éxito sorpresa, aunque tardase mucho tiempo en llegar a España, donde la mayoría de los aficionados hubieron de esperar hasta 1970 y el estreno de Ma nuit chez Maud (1969), que hasta en nuestro país tuvo un éxito considerable, para descubrir a Rohmer. A partir de ahí, con calma pero seguro y tenaz, se instala en una velocidad de crucero no exenta de periodos de pausa o recreo, dedicados a otras actividades -entre ellas, escribir un par de libros, dedicados a sus aficiones preferidas: la música, el cine y, de refilón, la pintura-, pero consigue crear una pequeña productora independiente, con la cual se las ha apañado para hacer estrictamente las películas que le han apetecido, sin aceptar nunca un encargo, consciente de que manteniendo bajos los costes podría conservar la independencia y asegurar una actividad continuada, aunque sus resultados en taquilla fueran, por lo general, modestos.
Serio, tenaz y modesto, sin darse aires de genio ni aspirar a una vida de lujos y comodidad -se diría, al verlo, más un maestro de escuela que un director de cine-, Rohmer ha ido edificando artesanalmente una obra ya voluminosa, más densa de lo que parece, y también bastante más variada, estructurada en torno a varias “series” o “colecciones” de películas, en las que da rienda suelta a un deseo infrecuente en el cine, más usual en la pintura o la música, sin que lleguen a ser -como se ha dicho, exageradamente- “variaciones sobre el mismo tema”, ni juegos formalistas con muy pocas piezas o elementos. Tras los seis “Cuentos morales” -en parte breves y subterráneos, aunque algunos los realizase con más medios y obtuvieran una acogida internacional considerable- vinieron los cuatro que componen, como es lógico, “Cuentos de las cuatro estaciones”, aunque precedidos de algunas de las “Comedias y proverbios” y con películas más independientes y aisladas intercaladas.
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Perceval le Gallois (1978) |
Que él mismo califique bien de “cuentos”, bien de “comedias”, sus películas, indica ya que a Rohmer no le agrada parecer trascendente ni “ponerse” serio, aunque lo primero quizá lo sea, disimuladamente, y su humorismo tenga siempre un matiz o sesgo ejemplarizante: o son parábolas, o el calificativo de “morales” ya revela su interés por la ética y los usos y costumbres sociales de nuestro tiempo -y ocasionalmente, de otros, como advertirá al punto quien recuerde Perceval le Gallois, Die Marquise von O...– que sé que habéis podido ver o refrescar hace unas semanas -y las recientes L’Anglaise et le Duc y Triple Agent-, o su asociación a proverbios, refranes o frases hechas (a tópicos, si se quiere) hacen pensar que, aunque su tono pueda ser liviano y hasta cómico, el significado o el sentido no son inexistentes ni irrelevantes. Son, en todo caso, comedias muy en serio; no solemnes, ni predicadoras, ni en clave, afectuosamente irónicas, tolerantemente críticas, frescas hasta parecer a menudo producto de la improvisación, aunque se sepa por testigos, colaboradores y el propio guionista-director que todo está escrito, preparado y ensayado de antemano, precisamente porque sólo cimientos muy sólidos, una base firme y un armazón bien definido permiten improvisar con prudencia, con posibilidades de éxito y sin riesgo de que cambiar de dirección en pleno viaje conduzca a la incoherencia.
Obsérvese que incluso los argumentos más dramáticos -los abordados, significativamente, en sus cuatro películas “de época”, y da lo mismo que ese tiempo sea tan remoto como la edad media o tan relativamente próximo como los años 30-, incluso los que podrían haber bordeado la tragedia -como La marquesa de O..., por ejemplo, o Triple agente- están tratados con humor, con conciencia de lo absurdo y azaroso de todo destino, de las paradojas de la vida y la naturaleza humana, de los giros inesperados que la hacen amena y arriesgada a la vez, del carácter a menudo engañoso de esas apariencias que, sin embargo, constituyen la cara visible de las personas, y por tanto la materia prima básica del cine; por lo menos, en su vertiente visual.
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Die Marquise von O... (1976) |
Porque con Rohmer conviene no olvidar que el cine, desde que es sonoro, y el autor de Mi noche con Maud ha sido desde sus comienzos un cineasta extremadamente atento a la banda sonora; el cine actual tiene un lado verbal, que en el cine de Rohmer tiene una importancia capital, todavía mayor que en Joseph L. Mankiewicz, Sacha Guitry, Marcel Pagnol, Godard, Rivette o Marguerite Duras. No se trata sólo de que Rohmer tenga una amplia cultura literaria y sea un escritor, sino de que, a fin de cuentas, hablar es una de las actividades a las que más tiempo dedicamos los seres humanos.
De hecho, este aspecto, supuestamente anticinematográfico, se le ha reprochado mucho a Rohmer, y constituye el argumento en su contra que más esgrimen sus detractores, tan ingenuos que ni se percatan de que, como arma arrojadiza, está más anticuada que una piedra, y que si no se andan con cuidado, se puede volver en su contra, con un efecto “boomerang”, pues es difícil, tras casi 80 años de cine hablado, sostener esa crítica sin arriesgarse a caer en contradicciones. La gran comedia clásica de Hollywood, ya en los años 30 y 40, será incomprensible si se suprimiese la banda sonora. En Historias de Filadelfia, La fiera de mi niña, La pícara puritana, Un ladrón en la alcoba, Sucedió una noche, Vive como quieras, Vivir para gozar, Three’s A Crowd, Ser o no ser, El bazar de las sorpresas o Luna nueva no se para de hablar, y tampoco en Mi desconfiada esposa, La costilla de Adán, Me siento rejuvenecer, El estado de la unión, Carta a tres esposas, Un gángster para un milagro, Su juego favorito, Con faldas y a lo loco, Primera plana o la ignorada obra maestra de Otto Preminger Daisy Kenyon (1947), y casi siempre a tal velocidad que es muy probable que el diálogo de una de ellas ocupe tanto espacio como el de dos de Rohmer.
Un rasgo fundamental de Rohmer es la exigencia, el sentido crítico, que abarca su propia actividad. Eso y su grado de libertad, junto con su escasa ambición económica, garantiza que nunca veremos una mala película suya; si fallase estrepitosamente, no la estrenaría siquiera, y no nos enteraríamos; si las hace públicas, podrán ser más o menos acertadas y perfectas, nos gustarán más o menos, pero nunca bajarán de un altísimo nivel medio. Esto, curiosamente, aunque suponga una garantía, genera también cierta monotonía y falta de interés en algunos aficionados: más o menos, sabemos lo que se puede esperar de Rohmer, y que estará bien, lo que hace que lo demos “por supuesto” y no siempre corramos impacientes a ver su nueva película. Falta la intriga, la tensión, la incertidumbre que generan cineastas más arriesgados, menos seguros de sí mismos, más aventurados para el propio espectador. Y son ya tantas sus obras, y tantas de ellas de tal grado de excelencia, que se hace crecientemente difícil elegir las mejores; si acaso, destacaremos una o dos, que personalmente nos afectan más directamente, por las que sentimos subjetiva predilección o debilidad, quizá la primera que nos maravilló o sorprendió con su claridad, frescor y transparencia. No apetece, en contrapartida, revisar seguidas todas sus películas, ni darse un “atracón” de películas de Rohmer, pese a que eso permite calibrar y valorar, sin fiarlo a la memoria, los sutiles juegos de variaciones que se pueden detectar entre series de obras emparentadas, o que responden a un esqueleto argumental muy similar.
De hecho, hay un factor de alivio purificador, como de descanso y contraste con el medio ambiente polucionado del cine que normalmente se nos ofrece, que hace digno de celebración que Rohmer funcione con cierta regularidad. Que cada año o par de temporadas tengamos un Rohmer que echarnos a los ojos supone un descanso para los aficionados, un oasis de equilibrio, un remanso de elegancia y cortesía, de limpieza y sencillez, de inteligencia y finura, que a lo mejor venimos echando en falta desde hace meses.
Texto preparatorio para una presentación. Escrito el 2 de mayo de 2005.
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