miércoles, 14 de mayo de 2025

Zinzindurrunkarratz (Oskar Alegria, 2023)

En un cine tan frágil y propenso a caer en tentaciones de todo tipo como el hispano, no puede uno contemplar una nueva película de un cineasta que hasta el momento ha encontrado sumamente interesante y, para colmo, en medida creciente, sin sentir una cierta angustia, con el temor de que no sea tan buena y original como la precedente, en este caso Zumiriki (2019), que imprevisible e improbablemente había resultado aún más insólita y original que La casa Emak Bakia (2012).

Parece que no a todo el mundo le agrada que las películas le sorprendan. A mí me asombra que a muchos les molesta o perturba. Hasta me han hecho pensar si mi afición a no querer prever la película nada más empezar no será, tal vez, una manía de los que tenemos ya muchos años y muchas películas a la espalda, en la cabeza o en la memoria. Yo le agradezco a Oskar Alegria que a menudo sus títulos no me den la menor pista, y que las películas que hace suelan sorprenderme durante todo su metraje. No es sólo que sean imprevisibles, que no sea posible adivinar cómo acabarán, sino que tras lo que, a falta de otro nombre más amplio y adecuado, podríamos llamar una “escena”, creo que es imposible saber qué pasará en la siguiente. Para colmo, nada de lo que, alternativamente, vemos o se nos muestra o nos narran, resulta arbitrario ni caprichoso, sino que se revela como obediente a una lógica interna no preconcebida sino natural y espontánea: sorprende a primera vista, en los segundos iniciales, pero enseguida cuadra, se explica por sí sola, es coherente.


Es, además, un cine que podríamos calificar de manual. Ojo, no “de manual”, sino todo lo contrario, lo que no se suele enseñar, ni siquiera indirectamente, en las escuelas de cine. Contrariamente a la idolatría tecnicista o tecnológica que, más bien de boquilla, suelen pregonar los heraldos del cine más voluntariosamente “comercial” –ese que aunque no guste da dinero en taquilla–, el cine, palpablemente barato, de Alegria parece, como todavía algunos productos de artesanía no orientados al consumo masivo, hecho a mano, con los medios más elementales y simples, menos aparentemente “milagrosos” y generadores de una supuesta “realidad aumentada” o “inmersiva”, sino con unas capacidades elementales pero suficientes, como las que emplearon, en sus momentos fundacionales, los hermanos Lumière o Robert J. Flaherty. Y todo ello aprovechando lo quizá anticuado y de precisión aproximativa, pero que aún funciona, y registra la realidad lo bastante, no hace falta nada más, ni siquiera más foco ni mayor nitidez de la imagen (dos cosas que tampoco los medios más sofisticados suelen proporcionar). No es un cine sin punto de vista humano, como esa invasión de tomas absurdamente cenitales que permiten a buen precio los drones que han reemplazado ahora a la ya antigua obsesión por la steadycam. El recurso a un material de filmación “primitivo” no es un gesto fetichista, como en aquella película de episodios muy breves rodados por variopintos (y a veces inadecuados) realizadores usando una cámara Lumière. Sino un aprovechamiento de lo que aún sirve, sin derroche, lo cual tal vez me parezca un acierto por deformación profesional (a fin de cuentas, lo que soy es economista, no crítico de cine).

Puede parecerle al espectador desatento y al excesivamente impaciente que es una película lenta y larga (objetivamente no lo es, apenas hora y media), tanto porque es densa –en lugar de artificialmente inflada con mero aire– y porque no es apenas narrativa, desde luego no linealmente contada, aunque sí sucesiva e incluso con retornos a esos puntos en los que podría parecer que el narrador había perdido el hilo o había dado un triple salto mortal. No es así, pese a que Zinzindurrunkarratz parece carecer de personajes y hasta de protagonista. Lo cual no es cierto: son varios los personajes y el protagonista es el narrador. Lo que ocurre es que apenas se le entrevé, casi no sale, pero está siempre, detrás de la cámara, al otro lado, y contando lo que cuenta, que es muy personal, no en primera persona, sino en tercera y anónima persona, sin caer en ninguna especie de narcisismo. Y todo lo que cuenta, recuerda, piensa, nos hace recordar es muy interesante y, diría yo, compartible por cualquier persona, de cualquier país, origen, edad o ideas personales.

Y cuenta, además, cómo lo cuenta, y con qué medios, los más directos y simples. Es, sin proclamarlo ni siquiera pretenderlo, una vindicación del derecho hipotético (imposible en la práctica) de seguir haciendo cine mudo, en blanco y negro, en pantalla cuadrada, si es lo que a un director le apetece o parece más adecuado a su proyecto, porque también el cine mudo tiene, junto a sus límites, el poder de exigir imaginación y disciplina para superarlos. Y aquí se ve, en la nueva película de Alegria, el sentido potenciador de la alternancia entre imágenes mudas y sonidos ciegos: imagen y sonido no se repiten o doblan, tan a menudo redundantes, sino que se complementan: los sonidos nos invitan a deducir lo que no vemos, las imágenes mudas a recordar sus sonidos. Y en ese ejercicio visual, auditivo y mental descubrimos muchas cosas ignoradas u olvidadas. Frente a tantas que se pretenden innovadoras, experimentales o modernas, esta lo es muy modestamente.


Escrito el 26 de mayo de 2024.

No hay comentarios:

Publicar un comentario