lunes, 8 de septiembre de 2025

Semblanza de Oliveira

Clasificado en "raros y curiosos" -etiqueta de prestigio para unos pocos, pero disuasoria para la creciente mayoría de espectadores perezosos-, el cineasta portugués Manoel de Oliveira es el decano entre los activos: cumplirá 93 años el 12 de diciembre, aunque nadie lo diría al contemplar sus películas, ni el ritmo al que se suceden, menos aún al verlo y escucharle en persona.

Pese a realizar películas cada vez más alejadas del pelotón, se ha hecho difícil seguir ignorando a un director que, contra toda expectativa, ha incrementado su creatividad con la edad: 3 largos en los 50, 60 y 70, 9 en los 80, 11 en la década que acabó con el año 2000, un largo y un corto en el 2001. La clave de esta febril actividad es la esperanza depositada aún por Manoel de Oliveira en lo que se llamó el séptimo arte y hoy tiende a considerarse una rama residual del enmarañado árbol audiovisual. Hace falta una fe en el cine que pocos de sus colegas demuestran para innovar sin desfallecer; que lo haga precisamente un hombre poco más joven que el cine mismo tiene, en el fondo, su lógica: Oliveira es el único director en ejercicio que rodó cine mudo y que tiene perspectiva histórica personal para no dejarse engañar por las modas y para tener presentes la misión y las posibilidades todavía inexploradas del invento popularizado por los hermanos Lumière.

Si Oliveira resulta "raro" es por culpa de un ambiente cada vez más adocenado y uniforme, menos exigente e inventivo, más propenso a la facilidad y la rutina. Su cine parece anómalo porque se mantiene fiel a sí mismo, con una lógica que Oliveira aplica tranquilamente, sin la menor tentación de erigirla en dogma, lo que explica que cada película sea independiente de las anteriores y se inscriba, a pesar de ello, en la continuidad de una obra coherente y amplia como pocas, siempre sorprendente e imprevisible, tan ajena a la monotonía como a la reiteración.

Si un guión de Oliveira causa asombro entre los profesionales del cine es porque sigue siendo un "amateur", lo mismo que otros "resistentes" como Godard, Straub & Huillet, Rouch, Pialat, Erice, Rohmer, Rivette, Garrel, Sokurov, Kiarostami, Guerín..., que no han renunciado al riesgo y que todavía consideran el cine como un medio de conocimiento, un instrumento de investigación y análisis, un arte en construcción y en proceso de constante evolución... como algo vivo, en suma, que no puede darse por "dado" o "sentado".

El secreto de Oliveira -gracias a la complicidad de un productor fuera de normas, Paulo Branco- reside en hacer películas que cuesten menos que lo que puedan recaudar en el mundo. Semejante regla de tres no constituye un misterio, pero es ignorada por muchos cineastas de menor edad biológica que nunca llegarán a ser tan jóvenes como algunos de sus mayores. Una cierta austeridad y modestia vital es el precio que hay que pagar por la libertad imprescindible para hacer lo que realmente se quiere. Pero hay que saber lo que se quiere, y quererlo: Oliveira no parece haber hecho nunca una película sin deseo, sin la apetencia concreta de hacer esa y no otra; no ha rodado con desgana y por compromiso ni cuando aceptaba un encargo.

Texto preparatorio para la intervención en El Séptimo Vicio, en Radio 3. Escrito el 29 de noviembre de 2001.

viernes, 5 de septiembre de 2025

Misterios de Casablanca

De esta supercélebre película, con 75 años a cuestas, vista alguna vez por casi todo el mundo, varias por muchos y no menos de quince por mí mismo, hay unas cuantas cosas que, pese a haberlo intentado, no han dejado de ser para mí auténticos misterios, enigmas casi impenetrables. No voy, por tanto, a desvelarlos, ni tampoco a narrar ninguna nueva anécdota oculta de las muchas —a veces, me temo, fantasiosas cuando no apócrifas, a menudo incompatibles con lo que puede observarse y oírse en la proyección— que hay, otros lo seguirán haciendo, en medio mundo, por los siglos de los siglos, pero a mí, qué le voy a hacer, me interesan limitadamente las especulaciones, solo un poco algunas leyendas y nada los cotilleos, y aún menos referidos a muertos que no tuve el gusto ni el disgusto de conocer.

El misterio mayor, con ser asombroso, no es exclusivo de Casablanca; ni siquiera se puede decir que sea infrecuente: la perdurabilidad y vigencia de las películas, aunque aún —el cine tiene tan sólo 122 años— sometidas a unas pruebas del mero paso del tiempo de dimensiones mucho menos espectaculares que la pintura, la escultura, la arquitectura, la poesía, la música, la danza o la escritura en general (y con independencia de las variables antigüedades y durabilidades de los soportes físicos en los que sobreviven, ya que los del cine —que, de paso, son también los de otras artes— son asaz recientes, cambiantes y, para colmo, muy precarios, me temo que cada vez más volátiles). Casablanca cumple este año 2017 nada menos que 75 años y se mantiene, diría yo, sin una arruga, atractiva, emocionante y eficaz como propaganda (es enardecedora como pocas). Sin duda, algo semejante o comparable sucede con muchas otras películas, incluso mucho más antiguas: Sunrise (Amanecer, 1927), de F.W. Murnau, cumplió este año los 90, Berg-Ejvind och hans Hustru (Los proscritos, 1917), de Victor Sjöstrom, nada menos que un siglo, y Angel (1937), de Ernst Lubitsch, 80 años... pero todas ellas son apreciadas en alto grado por minorías de mayor o menor tamaño, pero no por la gran mayoría, incluso de los poco aficionados al cine, que adoran —hasta cuando se resisten, y lo hacen a regañadientes— Casablanca. Aparte de que dos de las tres películas aún más antiguas —y para mí muy superiores— que he mencionado sean mudas, a nadie se le ocurriría hoy reponer en un cine ni siquiera la de Lubitsch, pese a contar con Marlene Dietrich, pero sí Casablanca, y probablemente todavía se llenaría, pese a ser una película que buena parte de la población mundial ha visto ya, a menudo varias veces, que pasa con frecuencia en las diferentes cadenas de TV, que se ha editado mil veces en VHS, en DVD, en Bluray y que muchos tenemos, por tanto, en casa, siempre visible, o, mejor dicho, revisable. Compárese con la rareza que supone un pase televisivo de Angel (no digamos las mudas) y la muy precaria existencia de versiones domésticas digitales.

Hay, además, películas muy afamadas y valiosas de esos años que no han despertado nunca el afecto, la pasión o la mitomanía que todavía hoy revalida o renueva, creo yo, en generaciones más jóvenes Casablanca. Y que, por ello, no incitan a la visión repetida de manera tan insistente e insinuante como Casablanca, rasgo este ya mucho más raro, aunque lo comparte otra película de esos años, para mí mucho menos lograda, pero de poder de seducción parecido: Gone with the Wind (Lo que el viento se llevó, 1939), firmada por Victor Fleming pero preparada y empezada por George Cukor y en la que —como era frecuente en las producciones de David O. Selznick— intervinieron también varios otros directores y unos cuantos guionistas no acreditados.

Lo que, curiosamente, nos lleva a otro de los puntos que encuentro muy misteriosos de Casablanca. Sin que las peripecias de su escritura, preparación, rodaje, montaje y lo que ahora se llama "postproducción" sean, ni de lejos, comparables a las de varias películas famosas y de gran éxito producidas por Selznick, como la ya mencionada en el párrafo anterior o Duel in the Sun (Duelo al sol, 1946), de King Vidor (y otras cuantas manos rectoras), lo cierto es que el proceso de producción de Casablanca, según se ha ido desvelando paulatinamente, se aleja prodigiosamente de lo que a mí me parecería no ya conveniente y lógico, sino ni siquiera normal.

No voy a entrar en detalles, que cuando no son pesados y aburridos parecerían una escandalosa mezcla de burocracia y anarquía, imprevisión e interferencias, que solo por feliz casualidad o puro milagro parecen haber generado una película excelente y duradera, de gran éxito a lo largo de varias décadas (y generaciones de espectadores). Quizá algo tuviera que ver que Michael Curtiz fuera un artesano eficaz, rápido, decidido y enérgico, todo ello lo bastante para no perder la calma y pilotar impertérrito el buque en medio de un huracán; puede que otra parte de la sorprendente fortuna de una película que podría haber sido un caos incoherente y un desastre económico proceda de la mágica conjunción de una productora (la Warner) con un estilo muy definido y una acusada predilección por el ritmo rápido y el dinamismo narrativo (véanse las elipsis sintéticas, sin pausa, de sus "montajistas" James Leicester & Donald Siegel), la gran cualificación de todos los técnicos y actores, la época y el mero hecho de estar filmada en plena guerra y con cierto sentido de urgencia. No olvidemos que, aunque se estrenase a finales de 1942 y se distribuyese de modo más general en 1943, se escribió, e incluso se rodó, cuando aún no estaba nada clara la posibilidad de que los aliados consiguieran derrotar a Hitler y el eje Berlín-Roma-Tokio parecía hasta entonces alarmantemente triunfador.


Porque no hay que olvidar que Casablanca fue una de las más memorables aportaciones de la Warner al "esfuerzo de guerra", y que, en tanto que representante de un subgénero (una especie de rama bastarda de muchos géneros) tan peligroso y tan proclive al esquematismo, la caricatura y el maniqueísmo como la propaganda política, tiene el mérito de ser una de las contadas obras maestras del panfleto. Si digo que no abundan, pero las hay, es porque las meras condiciones de existencia de los panfletos (y otras variantes apenas disimuladas, como los manifiestos, los pasquines, las pancartas, las pintadas, los posters, los slogans, ciertos discursos o arengas, muchos murales, los graffiti, el agit-prop o el dazibao; incluiría a menudo los himnos y las banderas, como representaciones simbólicas e identitarias) tienden a anteponer el fin a los medios, subordinando cualquier aspiración artística (la coherencia, la belleza, la reflexión) e incluso ética (la verdad, la justicia, la objetividad) a la urgencia y la eficacia en la obtención de resultados inmediatos. Para ello suelen incurrir, casi ineludiblemente, en la simplificación (sin siquiera detenerse ante la falsificación o la mentira consciente y deliberada), y muy voluntaria y decididamente en el partidismo y la exageración. Todo ello hace que, de partida, sea difícil que en este campo —de puras arenas movedizas y propenso al trazo grueso— se produzcan, hasta por casualidad, obras admirables y duraderas, en lugar de artefactos meramente funcionales y utilitarios netamente perecederos (de usar y tirar); les pasa lo que a la publicidad, que es difícil que engendre obras de arte y que resistan el paso del tiempo. Aunque no imposible: se dan casos. Hay, incluso, ejemplos muy notables. Lo mismo que hay himnos o panfletos con cuyo contenido no hace falta comulgar ni siquiera compartir parcialmente, y que nos emocionan, enardecen y conmueven, incluso si pertenecen a otro país, otros tiempos, otra cultura, otras ideas. El Gettysburg Address de Abraham Lincoln, el Manifiesto Comunista de Karl Marx & Friedrich Engels, La Internacional, La Marsellesa, El acorazado Potemkín, La huelga y Octubre, de S.M. Eisenstein, Tres cantos a Lenin, de Dziga Vertov, The Mortal Storm, de Frank Borzage, The Grapes of Wrath, de John Ford, This Land Is Mine, de Jean Renoir, Raduga, de Mark Donskoí o Casablanca son solo algunas muestras, desde mi personal punto de vista y sin siquiera escarbar demasiado en mi memoria, títulos a los que sin duda podrían añadirse fácilmente otros tantos más, quizá diferentes para cada persona, quizá sorprendentemente coincidentes en algunos casos. La música es a menudo un componente esencial, porque, sin necesidad de tener un significado explícito (ni apenas deducible), puede emocionar y hasta arrebatar, a menudo más que la letra de himnos o canciones. De ahí que casi todos los panfletos fílmicos tengan una cierta dimensión operística, o cierta afinidad estructural con la ópera, cosa que encuentro evidente en Casablanca, que es, entre otras cosas, un espléndido melodrama de amor y guerra y traición y sacrificio.

No olvidemos un pequeño detalle: la acción de Casablanca transcurre en un par de días, en diciembre (pero no se nos dice exactamente en qué fechas) de 1941. Es inevitable suponer que antes del 7 de ese mes y ese año, ya que precisamente en ese día se produjo el ataque japonés a Pearl Harbor y la consiguiente entrada de los Estados Unidos (a los que Hitler se apresuró a declarar la guerra) en la Segunda Guerra Mundial. Sin duda, el personaje de Rick (Humphrey Bogart), pese a sus claros antecedentes a favor de la libertad y en contra de los fascismos (ayudando a los etíopes invadidos por Mussolini, y a los republicanos españoles), representa —por el desengaño amoroso que le ha llevado a la amargura y el cinismo— a la amplia actitud "anti-intervencionista" o "aislacionista" que periódicamente predomina en los Estados Unidos. Es una estrategia política muy inteligente por parte de los guionistas de la película tratar de reverdecer o reavivar los impulsos anti-totalitarios dormidos, en lugar de limitarse a predicar para los creyentes ya convencidos, como tan a menudo sucede en las obras de propaganda política (sean películas, libros o discursos en mítines). Por eso, las sucesivas tomas de posición y las decisiones cada más arriesgadas (y más generosas) de Rick adquieren la gran fuerza que tienen, lo mismo que la firme y serena actitud de resistencia de Victor Laszlo (Paul Henreid), especialmente generadora de adhesión cuando lidera una réplica abrumadora a Die Wacht am Rhein, cantada por los alemanes, entonando La Marseillaise, secundado por la mayoría de los clientes del Rick's Café. ¿Quién, por mucho que no sea francés, no ha estado tentado sumarse al coro enardecido?

Hay muchas frases de los brillantes y míticos diálogos de Casablanca que se han hecho famosas. Cuatro o cinco se vendrán a la memoria de cualquier espectador. Algunas, como "Detengan a los sospechosos habituales" han pasado a formar parte de varias lenguas, por no mencionar "el comienzo de una gran amistad". Yo querría señalar (sin atribuírselas a nadie en particular) un par de posibles ecos en películas posteriores: el repetido "We said 'No questions'" (Dijimos que nada de preguntas), que para mí retumba en Ultimo tango a Parigi (1972), el hoy muy anticuado film de Bernardo Bertolucci; quizá también sea pura coincidencia, pero Rick e Ilse (Ingrid Bergman) no se habían visto desde París, en el café "La Belle Aurore", y Vienna (Joan Crawford) y Johnny Guitar (Sterling Hayden) se habían despedido cinco años antes en el "Aurora Café" en el mítico western de Nicholas Ray. Por último, diré que mi frase favorita de Casablanca es cuando Rick, ante el asombro de Renault (Claude Rains) al decirle que vino a Casablanca "por las aguas", cuando está en medio del desierto, le replica "I was misinformed" (Me informaron mal).

En “Casablanca : 75 años de leyenda”. Madrid : Notorious, noviembre de 2017.

miércoles, 3 de septiembre de 2025

Munekata shimai (Ozu Yasujiro, 1950)

¡Qué grande es el cine! (09/12/2002)
***

No es que la obra de Yasujiro Ozu sea muy conocida entre nosotros, aunque empiece a serlo, por fin, siquiera su nombre, pero es casi seguro que a ninguno le resultará familiar, ni de oídas ni de leídas, el título de la que hoy se programa. Las hermanas Munekata, aunque curiosamente las traducciones tanto francesas como inglesas y españolas suelan convertir ese apellido, no me pregunten por qué, en Munakata (fonéticamente más suena e que a); para colmo, parece que para hermanas hay en japonés dos palabras, con lo cual puede encontrarse su título original trascrito normalmente como Munekata shimai y a veces como Munekata kyodai.

Dada su escasa, por no decir nula, reputación, la reacción usual es imaginar que se trata de una película fallida, menor o secundaria en la obra de Ozu, prescindible para la gente con prisas. Conviene advertir que, en realidad, muy pocas de las obras maestras de Ozu son hoy muy conocidas, ni en Japón ni en Occidente, si se exceptúan Tokyo monogatari (Historias de Tokyo o Viaje a Tokyo), que tiende a considerarse como su máximo logro, y a lo sumo tres o cuatro de las últimas que dirigió (que han circulado un poco más, y desde hace años) y otras tantas que son las que a los que han visto en Filmotecas y festivales lo que queda de su filmografía - 34 de 53 películas - les han parecido más extraordinarias; como algunas de esas restauradas han sido hallazgos tardíos, el número de votos que podrían recibir es muy limitado, y la curiosidad que despiertan, cuando se proyectan todas las supervivientes muy seguidas, se orienta primordialmente a las más famosas y a las que vienen precedidas de alguna recomendación, como, por ejemplo, su posición (por lo demás, esta fue la 7ª) o no inclusión en la lista de las diez mejores películas nacionales que destacaba cada año Kinema Jumpō, revista que casi nadie hemos leído, y que no estaríamos en ningún caso en condiciones de juzgar si tenía buen criterio; en todo caso, es de temer que, cuando en una temporada un cineasta estrenaba dos o tres películas, no todas cabrían en la lista, por geniales que fueran, y que, si acababa de rodar su mejor película, la siguiente, por óptima que pudiera, tendería a resultar ligeramente decepcionante y a verse subvalorada. Algo de esto debió de sucederle a Las hermanas Munekata, sospecho, ya que data de 1950 y es precisamente de 1949 la que yo prefiero de cuantas se conservan hoy de Ozu, Banshun (Primavera tardía), nº 1 de ese año para Kimema Jumpō, como lo fue Bakushu (Verano precoz) en 1951. Sin embargo, he de adelantar que Las hermanas Munekata me parece una de las cinco o seis mejores de Ozu, y por tanto es una obra que sitúo al nivel de las más grandes de la Historia del Cine: de no existir las cuatro o cinco que la anteceden, esta ocuparía tranquilamente el primer puesto, y se podría codear con El río, Vértigo u Ordet.


Por otra parte, hay que advertir que - aunque a simple vista no se advierta, y menos aún desde el año 2002 y desde España - constituye, hasta cierto punto, una pequeña anomalía en la filmografía de Ozu, detalle que puede haber influido en su menor prestigio fuera del Japón: al contrario que casi toda su obra - menos tres, y esta es la primera - desarrollada en la productora Shochiku, Las hermanas Munekata es una producción de Toho. Le faltaron a Ozu, por tanto, la mayoría de sus colaboradores habituales: no, desde luego, el coguionista Kogo Noda, que es el de costumbre, pero sí los técnicos. Su actor-fetiche, Ryu Chishu, desempeña aquí un papel secundario - el padre de las hermanas - y las actrices son un poco inusuales: se puede echar de menos a su preferida, la admirable Setsuko Hara (quizá por eso la mayor de las hermanas se llame como ella), aunque estén admirables tanto Tanaka Kinuyo, cuya colaboración con Ozu no es nada excepcional - Ozu escribió el guión de una de las seis películas sublimes que ella dirigió a partir de 1953 - pero que era la favorita de Mizoguchi desde 1940, como Hideko Takamine, la preferida de Naruse desde 1940; y sería injusto no citar a Sanae Takasugi, que interpreta fina y admirablemente un personaje menor e ingrato.

Como muchas otras películas de Ozu posteriores a la Segunda Guerra Mundial, con la derrota del Japón y la ocupación y consiguiente influencia americana, Las hermanas Munekata trata sobre el cambio y el conflicto entre las actitudes tradicionales y las "modernas", entre las costumbres autóctonas y tradicionales y las importadas de fuera, y sus consecuencias morales, así como sobre el desánimo que golpeó a los que habían intervenido en la guerra y la habían perdido; lo hace de un modo particularmente sintético y equilibrado, ya que - aparte de las posturas de los personajes secundarios -, se plantea entre dos hermanas, la mayor Setsuko (Kinuyo Tanaka) y la menor Mariko (Hideko Takamine), parecidas pero enfrentadas.

Un consejo: conviene fijarse continuamente en la ropa - si es japonesa tradicional o moderna occidental - que llevan en cada momento las mujeres.

La película se mueve constantemente - en tren, se supone, aunque apenas se ve uno desde fuera, nunca se muestra uno de los viajes - entre tres ciudades muy grandes, integradas en la megalópolis de Tokkaido, todas ellas de más de un millón - algunas mucho más - de habitantes: Tokyo, la capital, al este, y un poco al oeste, muy próximas, la antigua capital, Kyoto, y Kobe.

Por otra parte, la película constituye - caso único en Ozu - una defensa e ilustración del clasicismo; se diría que Ozu y su guionista han leído a T.S. Eliot cuando ponen en boca de Munekata padre (Ryu Chishu, portavoz/doble de Ozu) frases como "moderno es lo que no envejece con el paso del tiempo".

La escena inicial, aislada del resto, con un edificio singular que la edición francesa en vídeo identifica como la Universidad de Kyoto, sirve para presentar, indirectamente, una situación - la inminente muerte del padre, cabezota y resistente, pero enfermo de cáncer - que el interesado aparentemente ignora (aunque luego se ve que no es así, y por tanto confirma el aire "casamentero" de sus insinuaciones acerca de Hiroshi y Mariko, su hija soltera) y que se pone en conocimiento de la hermana mayor, indicándole que no se lo diga a la menor. Setsuko sabe, pues, cosas que Mariko ignora; por eso, quizá, la muerte de su ocioso marido no sea simplemente la oportunidad de rectificar y reanudar un viejo amor (Hiroshi), sino que, "liberada" de padre y marido en el inmediato futuro, es probable que quiera empezar una nueva vida, totalmente independiente aunque quizá en solitario.

Texto preparatorio para la intervención en ¡Qué grande es el cine! (9 de diciembre de 2002)

lunes, 1 de septiembre de 2025

Tropici (Gianni Amico, 1968)

A finales del siglo pasado, Louis Lumiere tomó una cámara y la colocó a la puerta de su fábrica, a la hora de la salida de los obreros. Después la llevó a La Ciotat y la puso en el andén para registrar con toda sencillez y con la máxima pureza posible la llegada del tren a la estación. Comenzaba así el cine, y de ahí nacía la vertiente realista de este arte —que aún no pretendía serlo—, cuyos eslabones principales han sido, a lo largo del tiempo, Griffith, Renoir, Rossellini y Godard. Film rosselliniano como pocos, Trópicos retorna directamente a la simplicidad contemplativa del cine de Lumière. Pero como, entre tanto, Rossellini nos ha enseñado a mirar, el primer film de Gianni Amico (colaborador de Bertolucci en Prima della rivoluzione) adopta la impasibilidad como forma de comunicarnos su punto de vista moral sobre la realidad brasileña.

Tropici es un film didáctico, pero no demostrativo: no olvidemos que Amico fue uno de los firmantes del histórico Manifiesto de Rossellini. Por tanto, la intervención del autor se ve reducida al mínimo necesario: a colocar la cámara en el lugar preciso. Y este emplazamiento, como la estructura, el ritmo o la planificación, vendrá dictado por la realidad filmada, que se impondrá a las ideas preconcebidas de Amico. Abandonando sus impresiones superficiales, sus lecturas de Lévi-Strauss y el guión, Amico se dedicó a improvisar sobre la marcha, y de esta forma la película, aunque producida por la Radio-TV italiana, se convierte en un film brasileño.

Como corresponde a un film informativo y analítico, dirigido más al espectador europeo que al brasileño, y realizado por un extranjero, la posición adoptada por Amico ha sido la de permanecer fuera del drama, a una cierta distancia pudorosa, respetando al máximo la realidad. Amico filma, pues, con objetividad, de forma casi documental, sin subrayar nada, y captando de forma global (planos largos, encuadres amplios) el contenido de cada escena, cuyo sentido vendrá dado no por las manipulaciones del director, sino por la acción misma de los personajes en el escenario real en que evolucionan.

Amico muestra el itinerario geográfico y moral de una familia campesina que abandona Milagres, el Sertão y el Nordeste (es decir, la sequía, el hambre, la miseria) en busca de una situación más favorable. Tras un fracaso en Recife llegan a Sao Paulo, y el cabeza de familia (Joel Barcelos, en un personaje que podía ser el mismo que interpretó al final de Los fusiles) acaba de albañil, trabajando en la construcción de un nuevo hotel de la cadena Hilton. Si esta historia ya es, en sí, didáctica, pues analiza las condiciones de vida en el Nordeste y la larga marcha hacia el trabajo en un sistema capitalista y colonizado, el aspecto más explícitamente didáctico del film se encuentra en una serie de "intermedios informativos'' que, sin ruptura de tono, puntúan su desarrollo lineal. Amico nos suministra estas informaciones a través de una voz en off y diversos carteles en italiano que explican la historia del Brasil, su composición étnica y la situación política, social, económica y religiosa del país. Por último, una serie de planos, en que Joel Barcelos nos lee y comenta noticias de periódicos, sitúa al Brasil dentro del contexto más amplio del Tercer Mundo y de las sociedades subdesarrolladas (Che Guevara y la Tricontinental, ghettos negros en U.S.A., África, Vietnam, etc.). Un tercer puente se establece mediante la comparación de las estadísticas brasileñas con las italianas que, aproximadamente, pueden servir de referencia a los espectadores de Europa occidental. Conviene señalar que todos estos datos carecerían de sentido desligados de la realidad brasileña, y que no cobran significación más que puestas en contacto con las peripecias de la familia a cuyos esfuerzos nos permite asistir Amico, historia que, por otra parte, resultaría demasiado abstracta si no se viera esclarecida y generalizada por aquellos datos "en bruto" que se nos dan, y que funcionan más como elemento complementario que como efecto distanciador.

En ningún momento cae la película en el panfleto sentimental o demagógico que muchos perezosos querrían, ya que Amico, consciente e imperturbablemente, impide nuestra identificación (siempre autocomplaciente y forzada) con los personajes, obligándonos a contemplarles —como él— desde nuestra condición de europeos, y a asumir nuestra impotencia respecto a los problemas que plantea la película. Esta distancia está lograda a través de una admirable y rigurosa coherencia estilística, captando lo real con la máxima fidelidad (Tropici está rodado con sonido directo) y con el máximo respeto (de ahí la distancia de la cámara, el no intervencionismo del montaje, los neutros tonos grises de la fotografía).

Con un ritmo pausado (como Rossellini, Straub o Renoir, Amico es un cineasta de la espera), especialmente en las primeras secuencias (cuya minuciosidad descriptiva es absolutamente necesaria), el film se desarrolla elípticamente, sin rodeos, con una austeridad digna de Bresson, lo que le permite evitar el populismo folklórico y el pintoresquismo que cabía esperar de un europeo que visita el Brasil. Rehuyendo un lirismo de imitación, Amico no duda en puntuar una escena con la canción y algunos de los planos finales de Dios y el diablo en la tierra del sol (como parte del homenaje a 28 cineastas de Cinema Nôvo, a los que la película está dedicada, junto a nueve cantantes populares y el pueblo de Milagres).

De esta forma, Amico ha conseguido darnos una visión del Brasil (del Sertão a la ciudad pasando por el cine, de la colonización portuguesa al neocolonialismo americano pasando por el subdesarrollo) más completa y más objetiva de lo que pudiera serlo la de un Rocha o un Diegues. Falta el espíritu, claro está, y la pasión, pero eso, lejos de ser un defecto, es una de las grandes virtudes de Tropici, ya que demuestra la absoluta honestidad con que Amico ha planteado el film: puesto que es extranjero, debe permanecer en el exterior (y nosotros con él), y no fingir estar dentro.

En Nuestro Cine nº 92 (diciembre de 1969)

viernes, 29 de agosto de 2025

Los padres de la mujer pirata

Como Son of Fury (1941) de John CromweII y su remake por Delmer Daves Treasure of the Golden Condor (1953), Captain Blood (1935) y The Sea Wolf (1941) de Michael Curtiz, The Black Swan (1942), Scaramouche (1952) de George Sidney, The Prisoner of Zenda al menos en sus versiones de Cromwell (1937) y Richard Thorpe (1952), Moonfleet (1955) de Fritz Lang y esa otra versión de La isla del tesoro que es The Night of the Hunter (1955) de Charles Laughton, al igual que muchas otras películas de aventuras y las novelas en que se basaron o inspiraron, Anne of the Indies (1951) es en realidad, por poco que se examine con un mínimo de atención –y tanto por su tono como por su argumento y su «sobrecarga» estilística–, un melodrama para niños, con la orfandad como punto de partida, los sentimientos filiales y amorosos como núcleo, y la desintegración y la muerte como meta irremisible. Sorprendentemente –y ahí radica, en buena medida, la originalidad y la importancia de esta realización de Jacques Tourneur, a la que no es ajeno ni siquiera temáticamente este peculiarísimo cineasta, aunque no firme el guión–, sobre todo habida cuenta de sus presuntos destinatarios infantiles, esta historia acaba todo lo mal que es posible imaginar: el temible pirata conocido como Capitán Providence en el Caribe no sólo se llama Anne y es una mujer (encarnada a la perfección por una Jean Peters a la vez ingenua y desdeñosa, mimosa y arisca, que trata de ser dura pero se enamora con la ceguera del novato y la furia del converso), sino, que, lejos de encontrar por fin al padre que nunca conoció, pierde las tres figuras paternas que la tutelan y protegen, cada uno a su manera (el Capitán Teach «Barbanegra», el Dr. Jamison, el segundo de abordo Dougall), fracasa como pirata, es engañada y no correspondida por su primer (y último) amado, y vuela por los aires con su barco, en una de las conclusiones más radicalmente infelices de todo el cine americano.

Este asombroso pesimismo, insólito no ya en un film de género –y de ese género precisamente–, sino en 1951 y en una producción, aunque de metraje escaso, no particularmente modesta de la 20th Century-Fox, apunta uno de los rasgos fundamentales que distinguen a Tourneur fils del resto del cine americano (y, por ser americano, del cine entero) y que explican al mismo tiempo su marginalidad con respecto a la industria en cuyo seno trabajaba, la escasa atención que le ha solido prestar la crítica y la apasionada curiosidad que despierta entre algunos de los conocedores del cine «clásico» de Hollywood, en el que sólo aparentemente llegó a integrarse, y dentro del cual representa una esclarecedora «excepción a la regla».

Inaudito parece, por ejemplo, que un guión del género se atreva a llevar la lógica en las situaciones hasta sus últimas consecuencias, sin permitir que azares, conversiones súbitas o milagros desvíen su curso inexorablemente trágico hacia un previsible (pero escamoteado una y otra vez, hasta como «premio de consolación», con singular tesón) «final feliz», como inusual resulta ya, desde su mismo planteamiento inicial, que sea una mujer la protagonista absoluta de una película de aventuras y que, para colmo, no sea una «heroína», sino que responda –en versión femenina– a los rasgos que caracterizan al «antihéroe», figura de por sí más bien infrecuente en el cine americano de la época, sobre todo si no se le enfrenta un antagonista «positivo» de igual talla dramática y estelar, que en Anne of The Indies brilla por su ausencia. Como si todas estas anomalías no fuesen suficientes, Anne Providence está muy lejos de ser un personaje unidimensional, «de una pieza» e inhabilitado por los guionistas para la evolución; ni es un ser exclusivamente mítico –de hecho, existió, aunque no sea muy célebre– ni tampoco puede decirse que sea simplemente una mujer virilizada por las circunstancias y el comportamiento que exige su oficio: más que a deformación profesional, su crueldad obedece a la voluntad de interpretar un papel, de imitar el modelo «paterno» propuesto por Barbanegra; su descubrimiento de la sexualidad propia y del deseo no suponen, como pudiera esperarse, ni una «domesticación» ni una vía de reinserción en la «normalidad», sino la brusca irrupción en su horizonte vital de nuevas aspiraciones que van a verse frustradas porque no está preparada para alcanzarlas y porque, por añadidura, constituyen una trampa del siniestro «Pigmalión» que va a encargarse de despertar su sensualidad reprimida y su feminidad por estrenar. La entrega total, desprevenida, al nuevo mundo que descubre conduce a Anne a su pérdida en todos los terrenos, destino especialmente trágico si se tiene en cuenta lo mucho a lo que renuncia y lo poco que valía el objeto de tales sacrificios.

Según cuenta ella misma, Anne nunca supo ni siquiera el nombre de su padre, y perdió a su madre cuando era aún muy pequeña; no podría quejarse, en cambio, de escasez de sustitutos del padre: el pirata Barbanegra le enseñó cuanto sabe y la hizo capitán del «Reina de Saba», destacando a bordo un «segundo», Dougall (James Robertson Justice), cuya misión principal es «cuidar de ella», y que actúa, pues, como delegado de Barbanegra. También la acompaña en el buque una extraña figura, si no paterna, al menos «paternal», el alcohólico Dr. Jamison (Herbert Marshall, que ya fue el incompetente padre de Perla Chávez en Duel in the Sun, de King Vidor, cinco años antes), quien, además de velar por su salud física, sirve a Anne, quiera ella o no, de consejero y confidente, y que –por carecer de autoridad y ser un puro subordinado, salvado de las cloacas y la degradación por la mujer pirata– representaría un posible padre fracasado, ineficaz, fallido, impotente, débil, no idealizado y, al menos en teoría, más tolerante y menos represivo que los otros dos, aunque acabe por desempeñar el papel moralizador, de «voz de la conciencia», de «Pepito Grillo» en el cuento de Pinocho, y sea, a fin de cuentas, el más influyente, aunque no el más querido ni venerado, de los tres.


Mientras Anne se limita a ser hijo adoptivo y discípulo –en masculino, como si fuese un muchacho– de Barbanegra (Thomas Gómez), delincuente pintoresco y exuberante, cruel y mentiroso, algo loco y grotesco, pero por el que siente cariño, respeto filial y admiración inquebrantables; a atender los consejos prácticos del sensato «hombre de Barbanegra» que es siempre –y ella lo sabe– Dougall (que es, por tanto, un subordinado sólo en la medida en que, como al final, acepta serlo, incluso frente a Barbanegra, descubriendo así, repentinamente, una adhesión más profunda de lo que era imaginable); y a desahogarse, a falta de confesor y de psiquiatra, con el Dr. Jamison, más paciente, comprensivo, culto y atento –y el único que apunta otra vida posible–, podría decirse que todo va bien. Los problemas irrumpen, dramáticamente, cuando Anne se enamora de un intruso, un hombre joven del que sólo sabe que la atrae, a pesar de que los demás no le miren con buenos ojos y desconfíen de él desde el primer instante. El doctor, porque ve en él, como buen padre aprensivo y en el fondo posesivo, un peligro para Anne, que puede perder la seguridad de una vida a la que está acostumbrada y que, por no conocer otra, encuentra satisfactoria, y para él, que puede perder la protección que le supone Anne. Dougall, porque tiene buena vista y mejor memoria, y es desconfiado por experiencia, y sospecha que Pierre miente, y que su cautiverio en el navío inglés abordado es una comedia. Barbanegra, quizá celoso ya, da pábulo a las sospechas de su delegado y le ordena vigilar al orgulloso Pierre François (Louis Jourdan, sacando partido de su ambigüedad, de esa mezcla de antipatía y seducción deliberada que otras veces da al traste con sus esfuerzos interpretativos) mientras él investiga los antecedentes del pretendido corsario francés.

En realidad, sólo Dougall no se traga nunca la historia de Pierre, y ve en él, ante todo, un riesgo «profesional»; tanto el Dr, Jamison como, aunque lo disimule, el Capitán Teach se inquietan por Anne como mujer, más que como pirata, por vez primera, descubrimiento que altera sus relaciones con ella; por eso, no es tanto el pasado de Pierre lo que les preocupa (como a Dougall), sino su presencia, su proximidad y la influencia que tiene en Anne; como ninguno sospecha que Pierre pueda estar casado –nada menos que con Debra Paget, tan guapa como antipática–, ni que su amor por la mujer pirata sea fingido, hay que concluir que los «padres» de Anne objetan no tanto la calidad o sinceridad de su amado como su mera existencia, y que lo mismo (o más) les molestaría si el amor de Pierre fuese verdadero y su conducta y trayectoria le hiciesen realmente digno de Anne; se trata, sobre todo por parte de Barbanegra, de celos posesivos, bastante frecuentes en los padres de verdad, y más aún en los que, sin serlo, desempeñan tal papel voluntariamente o forzados por las circunstancias (véase el Don Lope de Tristana, 1970, de Buñuel): las siempre conflictivas relaciones padre-hija, con sus ambigüedades y sus tabúes, se reproducen allí donde se simulan o remedan, probablemente sin que sean conscientes de ello ninguno de los implicados (que muy pronto se convierten en víctimas).

Sin embargo, no creo que sea su posible –y tentadora– lectura psicoanalítica lo verdaderamente importante de Anne of the Indies, aunque suponga, por supuesto, una de sus riquezas ocultas –ya que, como todo en la película, y en general en el cine de Tourneur, dista mucho de estar subrayado, e incluso de ser evidente o explícito: cabe disfrutar de la peripecia aventurera sin siquiera sospechar o intuir el sustrato psicológico-afectivo que hace sólida e indesviable su estructura abocada a la tragedia–, cuyo paulatino descubrimiento constituye uno de los placeres que proporciona ese estilo basado como pocos en la sugerencia y la insinuación. Del mismo modo, tampoco es lo único atractivo de Anne of The Indies su deslumbrante colorido, envoltorio plástico que no es tal sino para quienes se quedan en la superficie, bien por pereza, bien por no estar dispuestos a ver más allá de las apariencias (actitud tan arriesgada en Tourneur como en otros grandes ambiguos, todos ellos maestros de la fascinación y consumados «encantadores de espectadores» (Murnau, Preminger, Lang, Minnelli, Hitchcock, Michael Powell). La suma de anomalías que es Anne of The Indies, la paradójica confluencia de géneros y tonalidades que se produce en su transcurso, la extraña capacidad de Tourneur para hacer que la narración sea a la vez imprevisible y absolutamente lógica e incluso ineluctable, el extraordinario trabajo de iluminación y color, la precisión de cada plano –sólo en apariencia sencillos, en realidad compuestos para que reverberen y dejen huella en la memoria–, todo eso es lo que permite que sea algo más que un gran film de aventuras (lo que, a mi juicio, sería ya mucho, y totalmente digno de respeto, aprecio y admiración), y se convierta, a partir de un guión ajeno –y no de cualquiera, sino de Philip Dunne, que tiene en su haber How Green Was My Valley, The Ghost and Mrs. Muir, Way of a Gaucho y algunas otras obras maestras–, y sin que el director sea responsable ni de la iniciación del proyecto ni de la producción, en una obra indiscutiblemente personal, y no se quede en una eficiente labor artesanal. Porque si el cine de Tourneur es difícil de describir es debido, precisamente, a que es casi imposible etiquetarlo, a que sus aspectos diferenciales no son fijos y permanentes, y aún menos unívocos, sino variables y relativos, según el tema originario y el género en que se inscriba cada obra concreta: lo que distingue a Tourneur de los restantes cineastas que trabajaron en Hollywood al mismo tiempo que él es su postura solapada e incluso disimuladamente inconformista y rebelde, probablemente no deliberada, sino espontánea e instintiva; por alguna razón –quizá varias–, su enfoque no coincidía nunca con el de sus contemporáneos, ni siquiera con el de otros europeos afincados en Estados Unidos, sino que le impulsaba a abordar a contrapelo, al sesgo, oblicuamente, las premisas dramáticas de los guiones que sin inmutarse aceptaba y en los que raramente se molestaba en introducir variaciones, probablemente porque al leerlos, los imaginaba ya de otra manera, los entendía a su modo, y descubría en ellos posibilidades, matices o implicaciones que otros hubiesen desdeñado, eludido o pasado por alto. Esto, y capacidades como la de apañarse con los medios a su alcance –escasos o razonables– para hacer que le resultasen suficientes (con casos extremos como The Leopard Man, 1943), así como su sentido de la elipsis –unido al del ahorro de planos– y al desprecio que parecía sentir por el énfasis y la redundancia (lo que explica la brevedad de casi todas sus películas), hacen que sus incursiones en el cine de acción sean menos espectaculares y trepidantes, pero más fluidas y sinuosas, que las de otros realizadores, y que la intensidad dramática, concentrada –se diría que destilada– en un gesto apenas perceptible, se vea a menudo sustituida por una especie de melancolía desesperada que hace naturales e incontestables sus frecuentes finales desdichados: recuérdense, por ejemplo, los de Cat People (1942), I Walked with a Zombie (1943), Out of the Past (1947), Way of a Gaucho (1952) o Great Day in the Morning (1956), películas todas ellas en las que llama poderosamente la atención el extraño efecto que produce la mezcla resultante de superponer a una trama compleja, con grandes posibilidades melodramáticas –Cat People tiene mucho que ver con Marnie (1964) de Hitchcock; I Walked with a Zombie es una transposición evidente de Jane Eyre de Charlotte Brontë, en una dirección que prefigura la novela de Jean Rhys Wide Sargasso Sea–, una visión lúcida, desapasionada y desencantada de la vida, cuya sobria y contenida tristeza destierra la indiferencia y la frialdad sin adoptar el punto de vista de los personajes, sino mediante su contemplación entre fascinada y preocupada desde una cierta pudorosa distancia; en el caso de Anne of the Indies, podría decirse que la de Tourneur para con Anne Providence es la mirada de un padre: como prueba, basta recordar, o ver de nuevo, cuatro o cinco secuencias reveladoras... por ejemplo, la ejecución del capitán del barco inglés en el que viajaba prisionero Pierre François, los azotes con que Anne castiga al francés, la conversación en que hablan de París, la noche que Anne se desvela al descubrir la sensualidad, el mandoble que da a Barbanegra para defender a su amado, su confrontación con la mujer de Pierre y su intento de venderla como esclava, la expulsión del Dr. Jamison o el momento en que decide perder todo por salvar a Pierre.

En “Jacques Tourneur”. San Sebastián-Madrid, Festival Internacional de Cine-Filmoteca Española, agosto de 1988.

miércoles, 27 de agosto de 2025

Juguetes rotos (Manuel Summers, 1965)

Algo sucede dentro de un cineasta para que, como tantos, tras unos comienzos ambiciosos, prometedores y apreciables –Del rosa... al amarillo (1963), incluso La niña de luto (1964)–, y aunque ya empezara a coquetear con la conformidad y la rutina –El juego de la oca (1965)–, como aconseja el instinto de supervivencia, se juegue su futuro a una carta y, rompiendo con los usos y costumbres comerciales, haga una película documental y durísima, que nada tiene que ver ni con las anteriores ni, sobre todo, con las siguientes, que fueron, como hizo temer el fracaso de Juguetes rotos, cuesta abajo...

Manolo Summers, además de director de cine y ocasional actor, era dibujante de “monos”, de trazo infantil e inocencia solo aparente, primero muy críticos, después muy reaccionarios, o muy cínicos. Aunque prematuramente calvo, tuvo cierto aire de niño desnutrido, y parecía conservar hasta el final nostalgia de su niñez, y una residual añoranza, en medio de la amargura, de volver al cine de sus comienzos, aunque hay que decir que los reiterados intentos se saldaron con una caricatura involuntaria.

Un día, se preguntó qué habría sido de varios ídolos de su infancia, personajes públicos –toreros, boxeadores, futbolistas, cantantes, artistas de circo– entonces en la cúspide de la celebridad, ricos, famosos, queridos y admirados por todos, y sobre los que había caído un pesado y espeso silencio. Era pronto, se dijo, para que hubieran muerto. Y se puso a seguir su pista. Como resultado de sus pesquisas, los encontró... en un hospital, en un asilo de ancianos, en una pensión de mala muerte. Solos y abandonados, sin dinero, sin amigos, olvidados, en precario estado de salud, sonados o prematuramente envejecidos. Alguno, humillado y deprimido, otros altivos y desengañados, aquél perdido en la irrealidad vaporosa de loa recuerdos conservados en alcohol, otro más resentido o amargado.

Tan deprimente descubrimiento le llenó de indignación, y decidió no sólo darles conversación y filmarla, sino exponer la injusticia con que, como los juguetes rotos y ya inútiles por los niños, eran arrinconados por la sociedad.

El panorama de una España deprimente y de una vejez desprotegida, y de la ingratitud generalizada para con las viejas glorias, no gustó nada a censura, en tiempos en los que España se vendía como “different”, alegre y soleada a los turistas. La película de Summers sufrió unos 80 cortes. Uno de los miembros de la Comisión de Censura, que ejercía de crítico en un diario piadoso, se permitió reprocharle, entre otros defectos, un pésimo montaje, del que al parecer era más responsable el crítico que el cineasta.

Los tajos censoriales no hicieron sino agudizar la aspereza y la brusquedad malhumorada de la película, que, mal distribuida y acogida, no tuvo, lógicamente, ningún éxito entre el público. A nadie le gusta verse reflejado como un ingrato, ni que le acusen de destruir a sus ídolos y luego abandonarlos a su triste suerte. A nadie le agrada contemplar lo que tal vez, sin ser siquiera famoso ni nunca nada parecido a rico, le espera en sus últimos años. El público le dio la espalda, bendecido por buena parte de la crítica, que acusó a Summers de “crueldad” y hasta de “explotar” a esos pobres viejecitos: Paulino Uzcudun, Gorostiza, Nicanor Villalta, El Gran Gilbert, Pacorro, Román Alís....


JUGUETES ROTOS (1965)

Jouets cassés

de Manuel Summers

Qu'arrive-t-il à un cinéaste pour qu'après des débuts ambitieux, comme d'autres, prometteurs et intéressants (Del rosa... al amarillo, 1963, La niña de luto, 1964), et bien qu'il ait commencé à flirter avec le conformisme et la routine (El juego de la oca, 1965) comme son instinct de conservation lui conseillait, il mise son avenir professionnel sur une seule carte, et pour que, rompant avec les us et coutumes commerciaux, il réalise un documentaire très dur, qui n'a rien à voir avec ses films précédents et moins encore avec les suivants, qui furent, comme l'a fait craindre l'échec de Juguetes rotos, une dégringolade...

Manuel Summers, en plus d'être metteur en scène de cinéma et acteur occasionnel, était dessinateur de "vignettes" au trait enfantin et innocent (de pure apparence), d'abord très critiques, puis très réactionnaires ou très cyniques. Bien que prématurément chauve, il avait un certain air d'enfant mal nourri, et il sembla conserver jusqu'à la fin la nostalgie de son enfance, et un reste de désir, dans beaucoup d'amertume, de revenir au cinéma de ses débuts, bien qu'il faille admettre que ses tentatives répétées s'en soldèrent par la caricature involontaire.

Un jour, il se demanda ce qu'il était advenu de quelques idoles de son enfance, personnages publics (toreros, boxeurs, footballeurs, chanteurs, artistes de cirque) autrefois au sommet de la célébrité, riches, aimés et admirés de tous, et sur lesquels était retombé un silence pesant et épais. Ils étaient encore trop jeunes pour être morts, se dit-il. Et il partit à leur recherche. Au bout de ses enquêtes, il les retrouva... dans un hôpital, dans un hospice de vieillards, dans une pension minable. Seuls et abandonnés, sans argent, sans amis, oubliés, en mauvaise santé, sonnés ou prématurément vieillis. L'un humilié et déprimé, l'autre hautain et déçu, un autre encore perdu dans l'irréel vaporeux des souvenirs conservés dans l'alcool, un autre enfin amer et aigri.

Cette découverte si déprimante le remplit d'indignation, et il décida non seulement de leur donner la parole et les filmer en train de s’exprimer, mais aussi d'exposer l'injustice avec laquelle, tels les jouets cassés devenus inutiles aux yeux des enfants, ils étaient délaissés par la société.

Ce panorama d'une Espagne déprimante, d'une vieillesse laissée à l'abandon et de l'ingratitude généralisée à l'encontre des gloires anciennes, déplut fortement à la censure, en ces temps où l'Espagne se vendait aux touristes comme "différente", joyeuse et ensoleillée. Le film de Summers dut subir quelque 80 coupes. Un des membres de la Commission de Censure, critique dans un quotidien pieux, se permit même de lui reprocher, entre autres défauts, un montage "épouvantable", dont il était semble-t-il plus responsable lui-même que le cinéaste.

Les coupes de la censure ne firent qu'aiguiser l'âpreté et la brusquerie bougonne du film, qui, mal distribué et mal reçu, ne rencontra, en bonne logique, aucun succès public. Personne n'aime se voir représenter sous les traits d'un ingrat, ni être accusé de briser ses idoles et de les abandonner ensuite à leur triste sort. Personne n'aime voir projeté ce qui peut l'attendre à la fin de sa vie, sans même être célèbre ni bien riche. Le public lui tourna le dos, béni par bonne partie de la critique, qui accusa Summers de "cruauté" et même "d'exploiter" ces pauvres petits vieux, qu'étaient devenus Paulino Uzcudun, Gorostiza, Nicanor Villalta, Le Grand Gilbert, Pacorro, Román Alís…

Para Cinéma du Reél 2005 (marzo de 2005)

lunes, 25 de agosto de 2025

Otro Luis Buñuel

 

Miguel Marías

Un ensayo que supone la feliz reunión del mejor de nuestros críticos con el genio cinematográfico indiscutible del siglo XX español. El Buñuel de Marías está llamado a ser el libro clásico sobre el cineasta aragonés

Legendario ensayo, interrumpido, pospuesto durante décadas, retomado entre profundas dudas, siempre al borde de quedar para siempre en un cajón, Otro Luis Buñuel responde a una necesidad íntima, la que sentía uno de nuestros mejores y más influyentes cinéfilos, Miguel Marías, por expresar su opinión sobre el más importante cineasta español de todos los tiempos. Este preciso y certero ejercicio de escritura, este acto de clarificación, aleja por un lado a Buñuel del tópico —cimentado por la excesiva bibliografía y las todopoderosas lecturas exógenas, que se apropiaron de su obra ante nuestra acomplejada permisividad— del artista protestatario, cruel, sarcástico, blasfemo y misantrópico, para acercarlo, por otro, y a partir de una continua revisión de sus películas en el tiempo, al estatuto que en esencia lo definió: un cineasta obligado a profesionalizarse en la industria tras el arranque vanguardista de su obra. Se proyecta luz aquí, entonces, sobre ese «otro Luis Buñuel», sin duda el mejor, el que atravesado por un privilegiado sentido del humor y una lúdica consideración del cine como arte narrativo, se dirigió al público para proponerle maneras de ensanchar su sensibilidad y apreciar las bondades de la indeterminación entre lo vivido y lo soñado, lo real y lo imaginario.

«Desde El gran calavera, Los olvidados y Susana, hasta llegar a Nazarín, The Young One y Viridiana, pasando, claro está, por Robinson Crusoe, Él y Ensayo de un crimen, Buñuel se convirtió en lo que nadie se pudo imaginar en 1930, es decir, en un gran cineasta clásico, que conjugaba una inusitada capacidad de narrar con concisión y elegancia con una no menor libertad estructural».

***

ÍNDICE

Introducción. ¿Demasiado para nosotros?
Explicación de una larga historia      . . . . . . . . . . . . . . . . 9

OTRO LUIS BUÑUEL    . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .15

A VISTA DE PÁJARO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27

EL OJO DE LA AGUJA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33

LA PREMONICIÓN DEL PERRO . . . . . . . . . . . . . . . .39

LA TIERRA SUMERGIDA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59

SAINETES REPUBLICANOS . . . . . . . . . . . . . . . . . . .69

LA CONVENCIÓN PERVERTIDA . . . . . . . . . . . . . . .79

MANUAL DE SUPERVIVENCIA . . . . . . . . . . . . . . . 105

BUÑUEL AMABLE . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .   113

    Susana (1950/1) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .   116

    La hija del engaño (1951) . . . . . . . . . . . . . . . . . . .  .118

    Una mujer sin amor (1951) . . . . . . . . . . . .  . . . . . . .118

    Subida al cielo (1951/2) . . . . . . . . . . . . . . .  . . . . . . 121

    El bruto (1952/3) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .  . . . . . .  122

    La ilusión viaja en tranvía (1953/4) . . . . . . . . .. . . . 123

    El río y la muerte (1954) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 124

ÉL (1952/3) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .   127

ABISMOS DE PASIÓN (1954) . . . . . . . . . . . . . . . . .  . 131

ENSAYO DE UN CRIMEN (1955) . . . . . . . . . . . . . .. . 133

INTERLUDIO FRANCÉS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 137

    Cela s’appelle l’aurore (1955/6) . . . . . . . . . . . . . . .137

    La Mort en ce jardin (1956) . . . . . . . . . . . . . . . . . . .139

    La Fièvre monte à El Pao (1959) . . . . . . . . . . . . . . .140

NAZARÍN (1958/9) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .  .   143

THE YOUNG ONE/LA JOVEN (1960) . . . . . . . . . . .. .147

VIRIDIANA (1961) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .  151

EL ÁNGEL EXTERMINADOR (1962) . . . . . . . . . . . . .159

¿BUNUEL O BUÑUEL? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .  167

    Le Journal d’une femme de chambre (1963/4) . . . . .167

final del periodo mexicano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .171

    Simón del desierto (1964/5) . . . . . . . . . . . . . . . . . . .171

LOS ADIOSES DE BUÑUEL . . . . . . . . . . . . . . . . . . .177

    Belle de jour (1966/7) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 182

    La Voie Lactée (1968/9) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 187

    Tristana (1969/70) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 189

    Le Charme discret de la bourgeoisie (1972) . . . . . 195

    Le Fantôme de la Liberté (1974) . . . . . . . . . . . . . . .198

    Cet obscur objet du désir (1977) . . . . . . . . . . . . . . .199

BUÑUEL (Poema) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 203

https://www.athenaica.com/libro/otro-luis-bunuel_165597/

Instantes fugaces

Jacques Rozier empezó en 1960 su primer largometraje, que sigue siendo, por el momento, el único, ya que gastó en rodarlo más tiempo y dinero de lo previsto. Este nuevo Stroheim no tenía a sus espaldas la organización hollywoodense, de forma que ningún productor se ha arriesgado a confiarle la dirección de un nuevo film. Por si fuera poco, Adieu Philippine, una vez mutilado y completado en 1962, fue un absoluto fracaso comercial. Este cúmulo de circunstancias ha impedido la confirmación del talento de Rozier, que se revelaba como uno de los más importantes realizadores de la «nueva ola» francesa.

Por lo pronto, Adieu Philippine, puede considerarse como el manifiesto antológico-representativo de la primera etapa de la Nouvelle Vague, la que va de 1958 a 1962. Adieu Philippine, es un film libre, nuevo y espontáneo. Hecho por jóvenes, con jóvenes y sobre los jóvenes, tal vez su mayor limitación estribe en que sea un film exclusivamente para jóvenes. Sin embargo, pocas veces ha dado el cine una imagen más justa y reconocible, más vivida y sensible no sólo de la juventud francesa que en el año 60 tenía que ir a Argelia, sino de todos los que somos jóvenes en esta década. En el film no ocurre nada sensacional, nada importante, como suele suceder en esos años en que se penetra en el mundo y en los que los detalles más insignificantes cobran una relevancia desmedida, en un sentido u otro. Abandonando la narración en provecho de las situaciones, Rozier ha construido su película a base de momentos dispersos y fugaces, que se están yendo en el continuo fluir del tiempo. La escena no subsiste ya como unidad dramática con su nacimiento, desarrollo y clímax, y ha sido sustituida por una elíptica sucesión de instantes autónomos, unidos tan sólo por el lento paso de los minutos, que se van tiñendo de fragilidad, que ven minada su felicidad por la inminencia del fin, de ese fin del verano, de las vacaciones, de la libertad, de la adolescencia que amenaza, cada vez más cercano, a los protagonistas del film. Podría decirse que Adieu Philippine es la actualización cinematográfica de unos recuerdos que se van apagando, la relectura salteada de un diario íntimo, con sus momentos más dichosos o divertidos puestos ya entre paréntesis por la nostalgia, mientras que los instantes de melancolía se hacen más punzantes, más hirientes, y dejan que esta tonalidad cubra toda la película.


Utilizando actores no profesionales en su mayor parte, Rozier ha conseguido retransmitirnos en su total inmediatez sus gestos, sus sentimientos, sus movimientos indecisos, filmando la película como un reportaje en directo, empleando los métodos (y no los propósitos) del cinéma-vérité, rodando casi siempre en exteriores, y nunca en interiores reconstruidos, evitando cualquier énfasis, cualquier dramatización en la planificación, cualquier estridencia en sus intérpretes.

Adieu Philippine se nos presenta entonces como la más entrañable sucesión de tiempos muertos y como uno de los más perfectos ejemplares de simbiosis cine-vida, hasta tal punto que —dejando de lado los numerosos episodios de «cine dentro del cine»— se convierte en un documental sobre su propio rodaje. De ahí la inmediatez, la espontaneidad natural, la riqueza de esta película que se limita a proponer a nuestros ojos la contemplación de gestos y ademanes, de idas y vueltas, de emociones que afloran —un instante— antes de ser sustituidas por otras. El placer que proporciona esta película no es el de asistir a un film, sino el de sumergirnos en el espectáculo intrascendente —pero cuán importante— de la vida misma, inmersos en el cotidiano fluir del tiempo, nerviosos un momento, reposados otro, eliminando ese paso intermedio, ese lenguaje convencionalizado que se suele llamar «puesta en escena», y que se convierte a veces en una cortina que sólo Godard, Rouch y Rossellini han rasgado con tanta violencia como Jacques Rozier, el autor maldito de la «nueva ola».

No es de extrañar, por tanto, que este film evoque con frecuencia —la misma tonalidad, la misma musicalidad del montaje y las imágenes, la misma sonrisa entristecida— Une partie de campagne (1936), una de las más geniales obras de Jean Renoir, y esas grandiosas evocaciones de la adolescencia que son Les Veuves de quinze ans (1964), el misterioso cortometraje de Rouch, Baisers volés y el episodio de Truffaut en El amor a los veinte años, los dos mejores flashbacks de La commare secca de Bertolucci, Masculin Féminin de Godard, La partida de Skolimowski, y los dos films más famosos de Forman. En todos ellos late la misma proximidad, la misma atención a los pequeños detalles, la misma mezcla de comicidad y tristeza, la misma libertad frente a las tradiciones narrativas. Ahora bien, el film único de Rozier no puede englobarse en un «género», no sólo por tratarse de una de las obras más antiguas que nos han planteado el tema, sino por sus específicas circunstancias históricas (la guerra de Argelia y la eclosión de la «nueva ola») y por sus peculiaridades estilísticas, que acaban por hacer del tiempo su verdadero protagonista, factor que hace más lamentable todavía —si bien no desvirtúa el sentido de la película, ni dificulta su comprensión— que las dos horas y media que duraba el film tal y como lo montó Rozier se hayan visto reducidas en la versión «standard» que circula —muy irregularmente— por los cine-clubs españoles a 108 minutos, que nos privan de la visión de numerosos instantes, tan importantes como los que quedan, de una de las obras que más, antes y mejor han contribuido a liberar al cine moderno de las férreas y previsibles estructuras dramáticas que le han impuesto sesenta años de rutina.

En El Noticiero Universal (5 de septiembre de 1969)

viernes, 22 de agosto de 2025

Confidencias junto a la moviola

? About Fakes/Question Mark/Fake!/ Vérités et Mensonges/Nothing but the Truth/Fakes (Fraudes, 1973/75) y Filming "Othello" (1978)

Como se sabe, los últimos diez o quince años de la vida de Welles fueron los más difíciles. Promesas incumplidas, financiaciones y rodajes interrumpidos, guiones frustrados, materiales dispersos y sin montar o aparentemente completos pero sin sonido... a lo que tal vez hubiera que añadir una cierta incapacidad para dar por terminadas ciertas obras, si no una manifiesta voluntad de no ponerles punto final, y quizá, en algún caso, quién sabe, un súbito pánico al fracaso, hicieron de esta etapa la menos fértil, la más pobre cuantitativamente de su carrera.

Sin embargo, en ese frustrante periodo, Welles hace dos extrañas películas, más o menos destinadas a la televisión (o finalmente exhibidas en ese medio), que se cuentan, para mí, entre las mejores de toda su filmografía, y a las que se ha regateado la importancia que tan generosamente se ha atribuido a otras.

Son sendas obras reflexivas sobre el cine, que anuncian la serie de trabajos que, inmediatamente después de la primera, emprendería Jean-Luc Godard y que culmina con la melancólica y exaltante Histoire(s) du Cinéma (a la que ha dedicado más de un decenio y que, en cierto sentido, supone la culminación, o al menos la razón de ser, de toda su actividad cinematográfica).

Tanto en Fraudes como en Filming "Othello" vemos a un Welles maduro, lleno de humor y al mismo tiempo muy en serio, sirviéndose -como él mismo dice en la primera- de la moviola como si fuese una máquina del tiempo, en recuerdo de su casi homónimo H.G. Wells, al que tan unido ha estado desde la adaptación radiofónica de La guerra de los mundos, como luego veremos a Godard manipulando un vídeo, en la mayoría de las películas que van de Numéro Deux y Comment ça va a JLG/JLG (Autoportrait de décembre) y las Histoire(s). La materia que tienen a su alcance, por la que viajan aparentemente a capricho (en realidad, con mucho sentido, cada uno a su modo) y con la que ilustran su discurso -son, muy claramente, películas-monólogo, protagonizadas y narradas por los propios cineastas, que se dirigen al espectador en primera persona, desde su propia experiencia- es, sin embargo, distinta: en el caso de Jean-Luc, es toda la historia del cine, prácticamente, la que elige como territorio para hacer las más sorprendentes e iluminadoras asociaciones y comparaciones; en el de Orson, en cambio, y sin descartar, en Fraudes, algunos fragmentos variopintos de documentales, reportajes televisivos y películas de ficción ajenas, es más bien su propia vida y su propia carrera lo que recorre, centrándose exclusivamente en su versión del Otelo de Shakespeare en Filming "Othello".

Ambas presentan, para mi gusto, grandes interpretaciones wellesianas; aunque se encarne a sí mismo, lo hace con gran sentido del humor y del espectáculo, con un tono tan alejado de la disertación o la lección como próximo a la confidencia y, en ocasiones, a la confesión, por un lado, y al número de magia o prestidigitación, por otro, que les da un encanto y una intimidad muy especiales.


Aunque rodadas, sin duda, con escasez de tiempo y de medios materiales, con presupuestos que rozarían lo ridículo, probablemente sin un plan previo muy riguroso, las dos contienen, junto a imágenes convencionales o esquemáticas, algunos de los planos más hermosos e intrigantes de todo su cine. Y las dos nos cuentan sobre Welles y sobre su idea del cine mucho más que la mayoría de las numerosas entrevistas con él que pueden leerse y que los aún más incontables artículos y libros que se han dedicado a glosar o especular acerca de su obra y su persona, por lo que constituyen, creo yo, materia prima indispensable (y llena de pistas y sugerencias, de posibles puntos de partida) para su estudio, claves para su mejor comprensión.

Más la primera que la segunda, pero algo hay de ello incluso en Filming "Othello", juegan a borrar o revelar -alternativamente- las dudosas e intrincadas fronteras entre la realidad y la ficción o, en su aspecto estático, la mera apariencia. En ? About Fakes hay varias historias, mientras que su segundo ensayo filmado, más breve además, es de contenido monográfico y de tono algo más manifiestamente serio. Hay, si se quiere, más creación, más imágenes nuevas, más inventiva, más fabulación en la primera, pero no por ello menos reflexión, sino quizá una meditación de ámbito más amplio y carácter más disperso. Por eso, probablemente, y también por su menor egocentrismo, la más antigua de estas dos piezas es también, a la vez, la más atractiva, la que resulta más divertida y emocionante, pero encuentro tanto una como otra absolutamente fascinantes, y modestas demostraciones de que Welles no era un gigante dormido, sino uno de los cineastas más modernos y descolocados de los años 70, época difícil para el cine que pocos sobrevivieron con dignidad.

Aunque alejado de todo aire trascendente, Welles plantea en estas dos breves películas, fragmentarias y heterogéneas, todas las cuestiones fundamentales del cine y del arte en general. La verdad y la falsificación, el concepto de autor, la originalidad y la imitación, la función de la crítica, la ingenuidad y las tragaderas del público, el espectáculo, la fidelidad, la ambición, la soledad del creador y su responsabilidad.

En Nickel Odeon nº 16 (otoño de 1999)