viernes, 17 de octubre de 2025

La Mariée était en noir (François Truffaut, 1967)

La novia vestía de negro es la más extraña de las películas de Truffaut que se han estrenado en España. Si se tiene en cuenta que solamente Tirez sur le pianiste (1960) y Baisers volés (1968), permanecen inéditas, se puede afirmar sin temor a equivocarse que La novia vestía de negro es la más rara de las películas de este director, y esto significa, sin duda alguna, un nuevo paso en su carrera.

Para comprender la trascendencia de este film en la obra del antiguo crítico de Cahiers du Cinéma y Arts es conveniente hacer un repaso de aquella parte de su obra que se conoce en este país. Los cuatrocientos golpes (Les Quatre Cents Coups, 1959), su primera película, sigue siendo probablemente la mejor. Tras las huellas del Jean Vigo de Zéro de conduite (1933), de Renoir y —aunque no lo parezca a simple vista— ya de Alfred Hitchcock, este film sencillo y emocionante, parcialmente autobiográfico, señalaba el nacimiento del más clásico de los directores de la "nueva ola", y revelaba ante todo una gran sensibilidad y una sorprendente maestría en la dirección de actores (sobre todo del entonces niño Jean-Pierre Léaud, que se revelaría en 1966, a las órdenes de Godard, como uno de los mejores intérpretes de toda la historia del cine, en Masculin Féminin). Su film siguiente, Tirez, sigue inexplicablemente sin estrenar en España (y debía serlo, en Arte y Ensayo, a toda prisa), y se trataba de la trasposición de una novela negra americana del gran David Goodis. El tercero, Jules et Jim (1961), continuaba en la misma línea poética que caracteriza a estos tres films en Scope, que forman la primera etapa de la obra de François Truffaut. Su film siguiente, La piel suave (La Peau douce, 1964), conserva algunas de estas características, pero supone ya algo muy diferente, debido sin duda a que Truffaut ya ha comenzado la larga serie de entrevistas que darían lugar al excelente libro de cine y ejemplar libro de texto que es Le cinéma selon Alfred Hitchcock. No quiere esto decir, por supuesto, que Truffaut esperase hasta entonces para recibir la influencia capital de todo el cine moderno, en especial francés. Es de sobra conocida la admiración que Truffaut ha profesado siempre al autor de Vertigo, y todas sus películas llevan las huellas inconscientes del maestro. Pero antes de rodar La piel suave, Truffaut empezó a ir a Hitchcock como los antiguos griegos al Oráculo de Delfos, y la influencia del "mago del suspense" se hizo consciente y deliberada. La piel suave es un film casi clínico, preciso y riguroso, en el que Truffaut aplica de un modo quizá excesivamente sistemático los métodos hitchcockianos (la película está claramente basada en el primer tercio de Psicosis). Esto dio lugar a una oleada de críticas adversas, sólo en parte justificadas, ya que se olvidaba la madurez que revelaba este admirable film. Sólo que aquí las influencias de Jacques Becker o de Renoir que hacían el encanto y el lirismo de films como Jules estaban ausentes y no quedaba otra presencia que la de Hitchcock, en detrimento incluso de la de Truffaut, que imitaba muy bien a Hitch, pero perdía originalidad y, además, no lograba igualar a su modelo.

Fahrenheit 451 (1966), continuaba en esta línea, siendo algo así como el resultado de mezclar Marnie, la ladrona con Los paraguas de Cherburgo, de Demy, y aunque es un film admirable, inducía a temer por la suerte de Truffaut, que se hundía cada vez más en un hitchcockismo que acabaría degenerando en puro academicismo.

Entonces surge La novia vestía de negro, film que, si bien no iguala en calidad sus primeros films, que son también los más personales, devuelve la confianza en Truffaut a cualquiera que la haya tenido alguna vez y se detenga a examinar a fondo esta curiosísima y hermosa película. Ante todo, conviene recordar que Truffaut, incluso en sus más recientes declaraciones, se ha manifestado como un inamovible defensor del cine "clásico", entendiendo por tal el que "cuenta correcta y claramente historias interesantes con personajes interesantes" o algo parecido. Además, su afán de claridad le llevaba, sobre todo en sus dos films anteriores, a ser excesivamente explicativo, y sus películas se veían limitadas por su obsesión con la verosimilitud de las situaciones, la lógica en el desarrollo de la historia y su deseo de que el espectador comprendiese hasta el menor matiz de todo. Sin embargo —sorpresa— La novia vestía de negro es un film totalmente inverosímil, bastante absurdo, muy divertido, casi sin verdaderos personajes, sin la menor explicación (sobre todo en la planificación) y, a pesar de ello, de una claridad deslumbrante. Una vez visto esto, es fácil darse cuenta del enorme paso adelante que supone el que Truffaut se haya atrevido a hacer un film como éste, que haya logrado desembarazarse de la rémora que suponía su excesivo deseo de explicar todo, de que todo fuera realista y verosímil, que le mantenía estancado y en la peligrosa situación de quedarse anticuado (como le puede pasar a Roman Polanski si no evoluciona en Rosemary's Baby).

Y lo más interesante de este progreso es que Truffaut lo ha llevado a cabo con éxito y sin abandonar a Hitchcock, sino partiendo de él, pero para ir en otra dirección. Así tenemos que, en lo que se refiere a despreocupación por la intriga, en favor de las situaciones, La novia vestía de negro, es en la obra de Truffaut algo semejante a lo que representa Cortina rasgada (Torn Curtain, 1966), en la de Hitchcock.


La novia está inspirada en una novela de William Irish, al igual que el próximo Truffaut, La Sirène du Mississippi. Se trata de una novela policiaca, pero Truffaut la ha despojado de todo "suspense" y de cualquier tipo de sorpresas efectistas; la ha llenado, en cambio, de misterio. Se trata de una atractiva mujer, con algo de estatua y de esfinge (Jeanne Moreau) que, no se sabe por qué, va matando a una serie de hombres a los que ni siquiera conocía antes de presentarse ante ellos. Su relación con cada uno de estos hombres da lugar a cinco episodios aislados y sin mucha determinación temporal o geográfica. La primera víctima es Claude Rich, al que tira desde una terraza el día de su boda (es su venganza más perfecta, como luego se verá). El segundo es Michel Bouquet, un tímido solterón al que envenena mientras ella baila, sola, tras unas flores naranjas y al son de un disco de mandolina que escucha continuamente, dando lugar a una de las mejores escenas de la obra entera de Truffaut. Mientras agoniza dolorosamente, ella le empieza a explicar la historia que su siguiente víctima, un petulante burócrata con ambiciones políticas (Michel Lonsdale), acabará de explicarnos mientras se ahoga en una carbonera cuyas rendijas la "novia" ha cerrado con cinta adhesiva: por un juego estúpido, cinco amigos que, desde entonces, no se han vuelto a ver causaron la muerte del marido de Jeanne en el momento que salían de la iglesia. Al perder el amor de su vida, ella intentó suicidarse y luego decidió vengarse fría e implacablemente. El cuarto en la lista es el famoso pintor Fergus (Charles Denner), al cual se presenta como modelo de Diana cazadora. Esto es lo mejor y más emocionante, más sutil, más relacionado con los primeros Truffaut, de la película. Fergus se enamora de ella, y ella tiene esta vez que hacer un esfuerzo para matarle. Después se deja detener para así asesinar al culpable material, un ladrón de automóviles que está en la cárcel. Y así acaba, de una forma que recuerda Jules et Jim y La piel suave, esta excelente película en que, con más libertad que nunca, Truffaut ha hecho su obra más moderna y positiva, donde bajo la aparente frialdad de una narración elíptica y sencilla, más clara que nunca, surge el lirismo de Truffaut, que nunca perdió y que aparece ahora con más fuerza y perfección.

Por todo esto hay que esperar con verdadera impaciencia esa continuación de Los 400 golpes que es Baisers volés, y en la que Truffaut sigue por el mismo camino, no ya hitchcockiano, sino lubitschiano, wilderiano, chabroliano incluso, que comienza en La Mariée était en noir y que representa, por fin, una auténtica y profunda asimilación personal de los procedimientos de Hitchcock (como Les Biches, 1968, en Claude Chabrol), lo que dará lugar, seguramente, a una obra admirable en esa especie de remake de Vertigo y Con la muerte en los talones, que parece ser La Sirène du Mississippi.

En El Noticiero Universal (diciembre de 1968)

miércoles, 15 de octubre de 2025

Blood Work (Clint Eastwood, 2002)

Acogida con cierta frialdad e indiferencia en el momento de su estreno y hoy "muy antigua" según la medición del tiempo imperante (y con otras películas dirigidas por Eastwood después), Deuda de sangre me confirmaba en dos viejas sospechas: una, que incluso a muchos sedicentes cinéfilos la excelencia les aburre, y la constancia en ella les fatiga (ha sucedido con Mankiewicz, con Bergman, con Rohmer), y les obliga a introducir altibajos subjetivos en las obras cuyo rasgo básico es la regularidad, mientras alivia poder repetir que "hasta los mejores hacen películas malas" (lo cual es una obviedad estadística, pero no quiere decir nada, y no ha de servir de excusa a los vagos ni de consuelo a los ineptos); otra, que pese al prestigio del que gozan de modo casi universal, en realidad no gustan gran cosa ni el "cine negro" ni la "novela negra", sino que atraen su iconografía y su mitología, y que los pretendidos aficionados al género son, por tanto, incapaces de reconocer y valorar sus encarnaciones actuales. Tengo Blood Work por uno de los máximos logros –con Honkytonk Man, A Perfect World, The Bridges of Madison County, Bird y Space Cowboys- de Eastwood como director, y lo mucho y bueno que ha hecho después no la ha desplazado. Se observará que entre ellas predominan las más modestas y de "tono menor" (que es el de sus propias composiciones musicales), las que no tratan (o sólo marginalmente y de refilón) "grandes temas" de actualidad, es decir, las que no pueden dar pie a un editorial periodístico ni equivalen a una muestra de ese hoy patético género literario. Sucede que en el cine americano, tan hostil a los autores, al arte y a las declaraciones personales o las confidencias autobiográficas, se mueven con mayor libertad o soltura los que disimulan sus ambiciones y no subrayan el significado global de lo que realizan. De lo contrario, pueden caer en la tentación y la trampa de hacer películas que –por sobrio que sea su estilo– resulten enfáticas y pretenciosas, cuando no retóricas o discursivas. En todo cineasta americano que ha recibido un Óscar o es susceptible de que se lo den (hasta si no aspira a ello) está latente el peligro de caer en la abstracción, de hacer cine programático y "significativo", como el que a partir de cierto momento hicieron Fred Zinnemmann, George Stevens, Stanley Kramer y otros frecuentes galardonados por la Academia –hasta John Ford, Capra o Wyler bordearon más o menos de cerca ese precipicio- en lugar de contar historias de seres humanos de las que puedan extraerse las mismas conclusiones. Eastwood ha estado repetidamente a punto de caer en esa tentación desde el Óscar de la excelente –pero tampoco tanto, ni tan única– Unforgiven, y que en última instancia esas películas algo solemnes (quizá el fallo esté en que Eastwood no escriba sus propios guiones) sean casi siempre muy buenas no me impide preferir las que en ningún caso podría haber pensado ni un Coen, ni un Anderson, ni un Soderbergh ni un Sam Mendes.


Para poner un ejemplo: Blood Work no tiene un ápice de racismo, pero afortunadamente no es una película sobre/contra el racismo; es una película cuyo protagonista fue policía y que narra una intriga policiaca, pero no es una película sobre la corrupción/brutalidad/rutina policial; asistimos en ella al nacimiento de una relación amorosa, pero no es una película sobre el Amor; descubrimos que quien parece un amigo de confianza no lo es, pero tampoco es un discurso sobre "lo engañoso de las apariencias"; se centra en la búsqueda de un asesino en serie, pero tampoco es una película del subgénero "serial killers" ni hurga en las claves psiquiátricas de la conducta del culpable. De igual modo, el de "Terry McCaleb" no es "un papelón" de esos que hacen a un actor frotarse las manos y esperar la estatuilla, pero permite a un Eastwood más relajado y tranquilo, hasta cansado y frágil, que nunca "estar y ser" ante la cámara y en la pantalla con más naturalidad y presencia que nunca.

En “El universo de Clint Eastwood”. Madrid : Notorious, diciembre de 2009.

lunes, 13 de octubre de 2025

Feroz (Manuel Gutiérrez Aragón, 1984)

Podía haber elegido como capricho Luna de verano (1958) de Pedro Lazaga, Las dos y media y… veneno (1959) de Mariano Ozores, El Cerro de los Locos (1959) de Agustín Navarro o Tenemos 18 años (1959) de Jesús Franco, pero al final he pensado que la ignorancia y el menosprecio de nuestro cine son tan grandes que son demasiadas las películas españolas por las que mi aprecio a la mayoría se le antojaría un capricho o una manía como para no optar por una película que, además de caerme simpática y hacerme gracia, me parezca realmente muy buena.

Y he acabado de convencerme, al no remediar la situación el paso de doce años y varios pases televisivos, de que mi entusiasmo por Feroz debe ser caprichoso, ya que nadie ha llegado a compartirlo. Me encantó cuando se estrenó, me sorprendió su fracaso, y sigue gustándome mucho después de cuatro revisiones.

Parece que a nadie le apeteció ir a verla, y los pocos que la vieron se sintieron desconcertados. Se le ha reprochado no ser realista. Pero tampoco lo es, por poner un ejemplo ilustre, Vertigo (1958) de Hitchcock, y eso no impide que sea una de las películas favoritas de muchos. Y no creo, además, que sea el realismo lo que distinga las otras películas de Manolo Gutiérrez Aragón.

Afinando más, se ha argumentado que no es verosímil. De nuevo, si se analiza con un poco de lógica, tampoco lo es Vertigo, y nada importa: dentro de sus reglas, que va estableciendo a medida que avanza, funciona. Además, hay muchas obras de arte, leyendas o mitos populares, no digamos los cuentos de hadas, que ni siquiera pretenden ser verosímiles. Y como, en el fondo, Feroz es un cuento, no habría por qué pedirle aquello a lo que no aspira, porque no lo necesita e incluso sería, si no me equivoco, contraproducente.

Por cierto, que como se confunde el cuento con la fábula, se espera de Feroz una moraleja y, al no hallarla, se le atribuye una confusión que no veo por ninguna parte. Su ambigüedad, típica del cuento, ha hecho que muchos acusen a Gutiérrez Aragón de no haber sabido transmitir claramente el mensaje de la película. Claro está que nadie sabe cuál es ese mensaje que se imputa a Gutiérrez Aragón y el supuesto emisor no ha logrado hacer llegar.

Sospecho, por tanto, que lo que de verdad desasosiega o no convence no es realmente la historia que Feroz relata, sino su representación. Y con ella no apunto a ninguna deficiencia en escenarios -naturales o artificiales, exteriores o interiores- ni en la interpretación -Fernando Fernán-Gómez, Frédéric de Pasquale, Elena Lizarralde-, ni complejidades de estructura narrativa que pudieran desconcertar, y que no existen en este relato perfectamente lineal.

No nos engañemos, el problema es el Oso. Obsérvese que, en un cine en el que abundan las historias de hombres-lobo y en el que tampoco han faltado los émulos del Dr. Frankenstein ni las incursiones en el vampirismo, y pese a que el oso forme parte del escudo de la capital, no hay apenas antecedentes osunos en nuestra cinematografía, quizá acomplejados actores y cineastas por el escaso prestigio de la frase hacer el oso.

Admitiré de buen grado que Julio César Sanz, el joven Pablo, es demasiado delgado, para sugerir el oso que lleva dentro, pese a conducirse como tal; igualmente, estoy dispuesto a reconocer que el disfraz de oso que se pone Javier García cuando el lado animal de Pablo pasa a sumergir su parte humana no es muy convincente: no parece un oso de verdad, es un tanto cabezón y desproporcionado en general; es cierto, además, que se mueve con una patosería que no es exactamente la que se atribuye a ese animal (aunque los que exigen verosimilitud debieran recordar que no es exactamente un oso, y en todo caso sería un oso novato y un tanto esquizoide).

Pero lo que, evidentemente, sería un grave fallo si Feroz tratase de hacernos creer a los espectadores que un actor disfrazado de eso es un oso de verdad, no lo es tanto si entramos en el juego que es de lo que, creo yo, se trata. Cuando, de niño, jugaba con mis hermanos, no soñábamos con que nadie nos tomase por Peter Pan, Mandrake el mago, Gasparín, Batman, Superman, Robin Hood, Sherlock Holmes, Wyatt Earp, el Llanero Solitario, los Tres Tejanos, Fu Manchú o ningún animal de verdad, sino que jugábamos a ser todas esas cosas, y lo que nos divertía era hacer como si, no la precisión de nuestros disfraces, a menudo improvisados y con escasez de medios materiales. Es una cuestión de fe y de entusiasmo, que exige la voluntaria suspensión de la incredulidad de que hablaba certeramente Coleridge. Y darles de vez en cuando vacaciones -al menos, un permiso, un día libre– al realismo es algo muy sano, y que a los escépticos nos divierte mucho.

Naturalmente, es un ejercicio que no está al alcance de los que se toman literalmente cuanto se les dice, los habitualmente crédulos en la vida real, los que carecen de sentido del humor y no comprenden la ironía ni captan los juegos de palabras. Y es posible que el grueso del público de 1984 estuviese demasiado predispuesto a comulgar con ruedas de molino como para ejercer sus dotes de razonamiento abstracto sin empeñarse en ver metáforas y mensajes donde hay mera especulación reflexiva y un planteamiento hipotético forzosamente desarraigado del realismo.

El caso es que a mí me encanta -esa es la palabra- Feroz, y me cae muy bien que no dé la razón ni a Luis (Fernán-Gómez) ni a Andrés (De Pasquale), y siga manteniendo hasta el final la naturaleza dual de Pablo, como hombre y oso, que no puede arrinconar del todo su naturaleza animal, cuando le adiestran para el trabajo y le enseñan a comportarse en sociedad, ni es capaz de suprimir su humanidad cuando alguien se comporta con naturalidad infantil, sin temor, y le muestra afecto, como Ana (Lizarralde). Y me fascina en todas sus partes, tan lacónicas, tan próximas al cine mudo.

De hecho, no me extrañaría nada que fuesen sus silencios lo que más rechazo causa de Feroz. No es simplemente que los nueve primeros minutos carezcan de diálogo, es que luego abundan los tramos de cuatro, cinco o seis minutos en los que apenas se habla. Y además, nada se explica. Se arranca -sin pronunciar la fórmula mágica- del Érase una vez… que exime de todo antecedente, y luego se pasa de una cosa a otra, y de ésta a la siguiente sin la menor explicación, sin resolver los misterios, y así sucesivamente. Sólo habla, didácticamente, el maestro, Luis, y tampoco da demasiadas explicaciones. De su debate con Andrés tenemos el planteamiento sin llegar a ninguna conclusión. Eso, que para mí es algo natural y hasta lógico, o por lo menos coherente, parece irritar a los que constantemente piden cuentas al cuento, y se pregunta una y otra vez ¿por qué?, naturalmente sin obtener respuesta, porque ni la hay ni hace ninguna falta. Es triste pensarlo, pero mucho me temo que a Querejeta y Gutiérrez Aragón les faltó esta vez la astucia de fingir que contestaban estos interrogantes, de hacer como si tuvieran alguna respuesta. Debo confesar que a mí esa ingenuidad me resulta conmovedora, del mismo modo que me hace especial gracia que Ana toque Blue Moon, que al oso le guste que le canten La Cucaracha y que estas dos piezas compartan la banda sonora con Franz Schubert, como la tan próxima pero menos infantil -y menos audaz- Habla, mudita (1973), la anterior colaboración de Querejeta y Gutiérrez Aragón.

En Nickel Odeon, nº 1 (invierno de 1995) [película elegida para la sección Capricho español]

viernes, 10 de octubre de 2025

El oscurecimiento de Losey

En 1960 el director americano Joseph Losey dejó de ser lo que se conoce por «cineasta maldito» y se convirtió en uno de los grandes para la crítica y los cinéfilos de París. Desde allí su fama ha ido irradiando a otros países, incluso a España. El primer Losey que se vio en nuestro país, Blind Date (La clave del enigma, 1959) fue mal, o nulamente, acogido, y cuando fue defendido se hizo torpe y tímidamente. Nadie la vio y nadie le hizo caso. Algunos «enterados» decidieron que Losey era un mito. Después llegó Eva (1962), que fue muy comentada, aunque en general desfavorablemente y sin centrarse en Losey (sino en Jeanne Moreau, cuestiones morales, etc.). En 1966 llegó su peor película, Modesty Blaise (1966), que fue recibida místicamente. Y he aquí que en 1967, a los tres años de La clave del enigma, nos llega el Losey pinterizado de The Servant (El sirviente, 1963) y Accident (Accidente, 1967), y de pronto Losey pasa de ser «director maldito» a ser «director-estrella» (en grande, lo que le ha ocurrido a Carlos Saura desde Los golfos, 1961, hasta La caza, 1965, y Peppermint frappé, 1967).

Con el éxito crítico ha venido el comercial, el Arte y Ensayo (pero con cortes) y todo lo demás. Y he aquí que, en general, se prefiere Accident a The Servant (repitiéndose el director, algunos actores, el guionista, el productor y el músico, y dada la simultaneidad de estrenos la comparación era inevitable).

Aclarando para empezar que The Servant y Blind Date me parecen las mejores (y esta última la más satisfactoria, aunque no la más perfecta), que defiendo Eva y que The Criminal me ha gustado menos cada vez que la he visto, que odio Modesty Blaise y que Accident me parece un bluff de una pobreza sobrecogedora, pasaré a analizar el camino que ha llevado a Losey de La clave del enigma a Accidente, aunque, por desgracia, tenga que saltarme algunas etapas (The Damned, 1961, King and Country, 1964) que no hemos podido ver en España. También es de lamentar que no se haya estrenado The Boy With Green Hair (1948), The Lawless (1949), Time Without Pity (1956) y The Gypsy and the Gentleman (1957), buen material, y de éxito seguro (que es lo que les importa) para «salas especiales».


Pues bien, Losey, tras haber hecho varias películas social-policíacas en Estados Unidos, se encontraba rodando en Europa cuando fue citado por McCarthy para declarar, y decidió no hacerlo y, por tanto, no volver a su país. Después de muchas dificultades, logra dirigir algunas películas personales, aunque le siguen fracasando muchos proyectos. A consecuencia de uno de éstos, acepta hacer La clave del enigma, como ejercicio de estilo (es sabido que muchas grandes películas han sido planteadas así por sus autores), y se dedica a aplicar algunas enseñanzas de Brecht, a experimentar con la iluminación, dar gran importancia al decorado, a la música, a pequeños detalles de los personajes y a la estructuración clasista de la sociedad inglesa. Así nació su obra más sencilla, pura, característica y lúcida de las que hemos visto en España, y, casualmente, la menos pretenciosa. El criminal (1960, el «pariente pobre» de los tres Losey llegados en 1967) sigue en el mismo camino, quizá con más fuerza y violencia, pero también con menos sencillez y modestia, resultando una obra un tanto vacía y muy dañada por la manía de Losey de cortar mucho sus películas al montarlas (a veces le «ayudan» sus productores, pero no siempre), lo que vacía a varios personajes y daña el ritmo y la estructura del film.Tras The Damned, que no conozco, llegan los fascinantes restos mortales de Eva, donde la sencillez ha desaparecido por completo y las sombras han empezado a ganar terreno, tanto a nivel de la composición del plano como de un decorado barroco e invasor al que se unen las influencias más diversas, intelectuales y europeas (Antonioni, Resnais), a las que Losey, al ser considerado «director serio» o «de festival», se abre cada vez más, y a las que suman las de Fellini y Pinter en The Servant, que pese a su barroquismo (a veces justificado, pero no siempre) y sus enormes pretensiones es una obra admirablemente alegórica y analítica, con una puesta en escena segura, precisa, elegante y medida. Es, como tantas, una obra imperfecta y desequilibrada, sobre la que no me extiendo, pues se han vertido sobre ella elogiosos (y, en general, acertados) ríos de tinta, tanto sobre su fundamental dimensión ideológica como sobre su estilo. Saltando la ignorada King and Country (es antibelicista...) y Modesty Blaise, que no me parece tener nada que ver con Losey, aunque él pretenda haber mostrado «la irresponsabilidad, el nihilismo, el egoísmo y la vulgaridad en que la juventud actual se arriesga a quedar prisionera» (sic) y que estilísticamente significa una vulgarización reblandecida del barroquismo previamente señalado. A todo esto, como ha pasado a otros modestos directores americanos, Losey ha sido elevado a un pedestal por la crítica, y él se lo ha creído. Desde entonces ha decidido hacer «arte», «revolucionar el montaje clásico» y otras audacias, que se polarizan en las muy superficiales y peligrosas manías de dar a sus films estructuras cíclicas, simétricas incluso (con lo cual ha acabado mordiéndose la cola, claro), y, sobre todo de desterrar de sus films a su bête noire: los efectos ópticos (fundidos, encadenados, etc.), pues según él «ensucian y ralentizan» las películas. Esto es a veces cierto, si se abusa, pero con no abusar se está al cabo de la calle. Nadie pretende abolir las comas de una novela, aunque, por supuesto, si cada dos palabras hubiese una coma, la novela sería insoportable. Y lo peor es que Losey, para eliminar los fundidos y sustituirlos por cortes directos, se cree obligado (no sé por qué) a acabar una escena con un movimiento de cámara (totalmente inútil, y por tanto largo) hacia un objeto (casi siempre insignificante, o bien burdamente simbólico) y empezar el siguiente plano de la siguiente secuencia con un movimiento a partir de otro objeto (con frecuencia parecido). Este manierismo sí que ensucia y frena la marcha de la película, y es uno de los defectos de El sirviente (y eso que ahí está mejor hecho que otras veces: Eva, de cuya versión original Losey está muy orgulloso porque sólo tenía un fundido). Todos los directores tienen alguna manía, pero Preminger (uno que, por el contrario, se ha convertido en «autor maldito»), por ejemplo, que desearía rodar sus películas en un solo plano, no duda en hacer planos-contraplanos o cortar cuando hace falta, demostrando así más lucidez y menos autocomplacencia. Incluso la tan vilipendiada e «irresponsable» Nouvelle Vague, que, si creemos a sus enemigos, odia los fundidos, los planos-contraplanos y es fanática de la cámara «a mano», ha declarado (Godard, Truffaut) desde el principio que si usaban la cámara a mano era por falta de tiempo y dinero y por comodidad espacial, que los planos-contraplanos hay que hacerlos cuando hace falta, y lo mismo con los fundidos (À bout de souffle por ejemplo, tiene cinco), mostrando ser más juiciosos que el cerebral Losey.


Y así nos vamos explicando la decepción de Accidente, donde todos los tics de Losey (eso le da la apariencia de ser muy «personal») se alían a la vaciez, blandenguería y frialdad de Modesty Blaise bajo el dominio de un guión de Pinter no especialmente inteligente pero que se «come» a Losey, que no consigue realizar lo que el guión le daba en potencia. Eso se ve muy claramente en la mejor escena de la película, cuando Stanley Baker indica a Michael York cómo se podía calar en la profundidad de una situación que veía sólo superficialmente. Pues bien (de ahí gran parte de la fascinación de la escena) Pinter es S. Baker y Losey es M. York, y se queda fuera, no ve nada: de ahí esa vaciez, esa frialdad, esa «objetividad» que es falta de opinión, esos seres irreales, sin circunstancia, mecánicos. Me hace gracia que se considere «social» una película tan abstracta, en la que no se conoce Oxford, ni a los estudiantes, ni a nadie (como en Crónica familiar de Zurlini), al revés de, por ejemplo, Blind Date o The Servant (más abstracta en teoría, pero con una resonancia generalizadora asombrosa) o Some Came Running (Como un torrente, 1958, Minnelli) o Anatomy of a Murder (Anatomía de un asesinato, 1959, Preminger) o Deux ou trois choses que je sais d'elle (1966, Godard).


Y encima a Losey le da ahora por imitar los planos «vacíos» que a Bresson se le dan tan bien (el caballo blanco, la luna, las viñas) pero que en Losey pierden las comillas. Y así sale una obra esteticista, superficial, con un arbitrario y efectista fin cíclico, bien hecha, muy correcta, muy «inglesa», con muy buena dirección de actores, bonito (demasiado) color, sensible (también en exceso: arpas) música, etc. En total, un film muy académico (aunque Losey cree que aporta mucho al cine), esteticista y aburridillo. Desde luego, no hay casi nada malo, mucho mediocre y algo bueno, pero prefiero lo mucho horrible, bastante bueno y un par de escenas geniales de la peor película de Otto Preminger, Hurry Sundown (La noche deseada, 1966), que pese a su mediocridad y a su demasiado ingenuo (y por ello inútil) antirracismo ha sido demasiado despreciada y atacada, mientras se glorifica una obra tan vacía, pretenciosa y cinematográficamente aburguesada (pese a lo que Losey piensa realmente) como Accidente, que me hace pensar en Losey levantándose todas las mañanas para ir a rodar, y diciéndose: «Voy a hacer Arte, a romper el montaje clásico, a evitar los fundidos, a hacer planos a lo Antonioni, Resnais, Fellini, Bresson» y, muy ufano, ponerse a «obviar» (palabra muy de moda entre los exégetas de Accidente) «las relaciones de dominio y de clase de la universidad inglesa». Losey se ha convertido en un confortable y egocentrista «artista de salón».

En El Noticiero Universal (4 de abril de 1968)

miércoles, 8 de octubre de 2025

The Road to Glory (Howard Hawks, 1936)

Quizá porque pasa por tratarse de un remake de una excelente película –de lo mejor que hizo el irregular Raymond Bernard, basada en la famosa novela de Roland Dorgelès–, al parecer muy apreciada por todos los directores (y productores) del cine clásico americano, Les Croix de bois (1931/2), The Road to Glory ha sido más bien ignorada o ninguneada como si fuese una creación poco original e incluso parasitaria, cuando, a mi manera de ver, supera incluso a su supuesto modelo y además lo consigue con naturalidad, sin depender de él prácticamente para nada: no es, como suele pretenderse atendiendo en exclusiva a la temática general (la Primera Guerra Mundial) o la línea argumental –aquí urdida libérrimamente con la inestimable colaboración de William Faulkner–, una copia del original, ni siquiera una variación, ni una enmienda o una crítica, y parece deberse fundamentalmente a una diferencia de carácter y de visión de la vida y la muerte, más que a una voluntad de enmendar la plana a nadie.

Simplemente, el punto de vista es otro, lo mismo que la perspectiva, más amplia, y la actitud de los autores e intérpretes también es diferente. Hawks, para resumir, es mucho menos retórico y enfático que Bernard, menos quejumbroso, y su film no es nada belicista, pero tampoco es una muestra más de la (desgraciadamente muy ineficaz) corriente de cine pacifista que se hizo más o menos en todas partes en el periodo de poco más de veinte años que separó las dos guerras mundiales del siglo XX. Aparte de que, al no ser francés, Hawks sea, lógicamente, mucho menos “patriótico” que Bernard.

Como parece que William Fox (el admirador de Murnau) era un gran fan de la película de Bernard y compró los derechos, se pueden encontrar algunos fragmentos de ella intercalados en varias películas Fox de John Ford, de Frank Borzage, creo recordar que de Henry King y, desde luego, en The Road to Glory: principalmente, el no muy hawksiano plano de la iglesia en la que cantan el Ave María de Schubert con un travelling que muestra que otra parte del templo está convertida en un hospital de campaña (del que aquí se han eliminado los detalles más cruentos, como los múltiples amputados) y algunos planos más bien anónimos, a veces con largos travellings funcionales, de trincheras, cargas, explosiones y cañoneos, en los que a veces se puede vislumbrar y casi reconocer a Charles Vanel, Pierre Blanchar o Gabriel Gabrio, los actores principales de Bernard.

Fuera de esos fragmentos, hábilmente montados y empleados -como otras veces los stock shots de noticiarios y documentales- básicamente para ahorrar y al mismo tiempo tratar de garantizar un cierto grado de autenticidad, ambas películas tienen bastante poco que ver de argumento, estructura, tono, diálogos y estilo. La francesa arranca con la declaración de guerra en 1914 (acogida, como siempre, por lo visto, todas las guerras, con alegría, fervor patriótico e injustificada confianza en una rápida victoria), mientras que la americana arranca ya en 1916, mediada y empantanada la contienda. Bernard se centra en el colectivo de soldados franceses de infantería, mientras Hawks, como es habitual en él, atiende sobre todo a los dilemas de la jefatura y el mando, con el conflicto permanente entre el pragmatismo y el humanitarismo. Y además, en una variante que se reputará “poco seria”, no muy realista y desde luego “hollywoodense”, frente al film de guerra sin mujeres que se considera más ejemplar, y que yo sin embargo bienvengo con entusiasmo, introduce, como cabría esperar de Hawks, una mujer maravillosa, muy hawksiana (prolonga otros ejemplares y anuncia los de todo su cine futuro) y muy moderna, June Lang, que aman al instante tanto el capitán veterano (Warner Baxter) como el joven teniente recién incorporado a ese sufrido batallón (Fredric March), además de, diría yo, el propio Hawks.

Sabido es que, desde muy pronto, Hawks tendía a repetirse, y así enlazamos con Today We Live (1933), y con la irrupción de conflictos sentimentales en una situación extrema, sean amigos o no, entre rivales del mismo bando. La presencia, no sé yo hasta qué punto influyente o decisiva, de Faulkner en ambos guiones, como en alguna otra de las películas más emotivas de Hawks, le hace a uno pensar si no sería quizá el gran escritor un impulso desinhibidor para el usualmente más contenido, más sobrio, menos sentimental y más frío director, que es un rasgo suyo que se ha elogiado mucho en general, como síntoma de su modernidad, pero que para mí supone su única limitación con respecto a otros grandes cineastas de su generación como John Ford, Raoul Walsh, Leo McCarey, Frank Borzage, Allan Dwan o Henry King.

Prueba de la madurez ya alcanzada por Hawks en los años 30 es su dominio sobre tres actores sumamente peligrosos y tendentes al exceso en diversas modalidades de histrionismo interpretativo: Fredric March, Warner Baxter y Lionel Barrymore, frente a lo que se podía temer, están, cada uno en su estilo, ejemplares.

En “El universo de Howard Hawks”. Madrid : Notorious, noviembre de 2018.

lunes, 6 de octubre de 2025

El fantasma de John Carpenter recorre el mundo

Hace unos años, probablemente hubiera parecido a muchos algo un poco prematuro la idea misma de dedicarle un libro a John Carpenter. No tanto por la –para mí evidente– entidad, consistencia y calidad media de su obra, ni por el número (considerable en estos tiempos) de películas en su haber (sobre todo contando las supervisadas, producidas, infiltradas o “encarriladas”), sino porque se hubiera presumido que tal trabajo quedaría incompleto casi de inmediato: todo hacía suponer que Carpenter seguiría su carrera y el libro se iría llenando de omisiones o lagunas, es decir, que rápidamente se quedaría obsoleto. Hoy, por desgracia, tales objeciones o reparos carecerían de sentido.

Carpenter –que es sólo 25 días más joven que yo, e igualmente Capricornio– tiene ya 65 años y desde 2010 no ha vuelto a dirigir nada, ni siquiera un telefilm; de hecho, lo más alarmante es que desde 1996 sólo ha rodado tres largos y dos mediometrajes destinados a la pantalla chica y de producción canadiense. Está, pues, a punto de convertirse –creo yo que muy prematuramente- en un cineasta del pasado.

Para colmo, proyectos tanto atractivos como inquietantes que se le atribuyeron hará un par de años se fueron al garete, o a ese limbo que para la iglesia ha dejado de existir justamente cuando su superpoblación de vivos –con casi todos los políticos y financieros a la cabeza- empieza a crear presagios de futuro desasosegantemente hobbesianos, que darían pie, precisamente, a una típica intriga carpenteriana –siempre economicista y politizado bajo otras capas y máscaras más carnavalescas-, a lo They Live (Están vivos, 1988).

¿Razones para este sorprendente paro forzoso, para esta “prejubilación”? No se ven, por lo menos lógicas. Al contrario, el espionaje del que era víctima Lauren Hutton en Someone Is Watching Me! (1978) no ha hecho más que perfeccionarse y generalizarse a escala global. Y por falta de ganas de Carpenter no será, desde luego. Ni siquiera cabe la excusa de que el tipo de películas que hace ya no tiene demanda, pues no parece que ninguno de los géneros conexos que ha explorado y abordado esté hoy en vías de extinción.

Sólo parece que lo que hace molesta. Sin incurrir en teorías paranoides ni ver conspiraciones en cada contratiempo, le veo a Carpenter dos virtudes que, sospecho, son hoy más contraproducentes que ventajosas para conseguir hacer cine: por un lado, el carácter personal de su cine, que no se limita, como suele suceder, a que a menudo sea guionista y productor de lo que dirige, sino que se extiende a otras tareas, y muy en particular a la composición musical; por otro, su visión política de lo que sucede, que le hace ser visto como un enemigo al que hay que silenciar. Como Michael Cimino o Abel Ferrara, parece que John Carpenter es hoy UnAmerican, curiosa palabra que ni siquiera significa anti-americano, sino no americano o hasta poco americano.

Prólogo de “John Carpenter : un fantasma americano” de Juan A. Pedrero Santos. Madrid : T & B, noviembre de 2013.

viernes, 3 de octubre de 2025

Ordinary People (Robert Redford, 1980)

"¡Qué grande es el cine!" (24/08/1998)


***

El debut como director del muy famoso actor Robert Redford, en cierto sentido, y sobre todo en los Estados Unidos, se vio coronado por el éxito: además, me imagino, de una buena taquilla, que también debió conseguir en el resto del mundo, sobre todo tras los premios de la Academia, obtuvo nada menos que 4 Óscares, y no precisamente menores: a la mejor película, al mejor director, al mejor guión (adaptado, aunque no recuerdo si entonces distinguían estos de los originales) y al mejor intérprete secundario (Timothy Hutton). Por otra parte, sobre todo en Europa, se miró su éxito con desconfianza "a priori", la misma que saludó las incursiones esporádicas de otras "estrellas", desde Marlon Brando a Kevin Costner: hay críticos que piensan que los actores que se meten a dirigir son, además de ambiciosos y un tanto megalómanos, por definición, unos incurables narcisistas... hasta si no aparecen, como aquí, en pantalla -y hay que observar que Redford no ha intervenido como actor más que en su quinta película como director, la recién estrenada en América The Horse Whisperer-, y pese a que haya una larga e ilustre tradición, desde los orígenes mismos del cine, de actores-directores (o viceversa, que a veces no queda nada claro), o de intérpretes que, de vez en cuando, toman las riendas y asumen la dirección, consecuencia lógica de que suelen tener poder y a menudo ya han intervenido en la producción. Los ejemplos son incontables, pero me bastaría, prescindiendo de los cómicos, en los que parece considerarse -tampoco sé por qué- algo más "natural" (de Chaplin y Keaton a Woody Allen, pasando por Jerry Lewis), con citar los casos de Charles Laughton y John Cassavetes para despejar, creo yo, cualquier reticencia, si no fuese porque quizá el mejor director americano en activo sea un actor, Clint Eastwood, al que ha costado mucho que se tomara en serio, y eso que no cuento ya, porque hace catorce años que no dirige, a Paul Newman, para mí el autor, entre varias otras excelentes, de la mejor película americana de los años 80.

Por culpa del hermoso pero excesivamente plácido y solemne, y un tanto manido ya por entonces, "Canon" de Pachebel, una música que, como tú bien sabes, es peligroso utilizar en una película, por tentador que resulte; del estilo fotográfico un poco "flou" adoptado en esta ocasión por John Bailey, un poco como reflejo del ambiente y el modo de vida y hasta, creo yo, de la confusión sentimientos e ideas que padecen los personajes; y, sobre todo, de la aparición en el reparto de Mary Tyler Moore, que hoy será una desconocida para la mayoría de los espectadores, pero que cuando se estrenó Ordinary People era mundialmente célebre y estaba irremediablemente encasillada como la habitual pareja de Dick Van Dyke en alguna serie que debió de ser muy popular, se trató a Gente corriente de "blanda" y "televisiva", cuando no es, en realidad, ninguna de las dos cosas, sino una película muy inteligente, bastante original (dentro de que no lo sea, en modo alguno, ni sus personajes ni los problemas que aborda, y de eso eran bien conscientes los que eligiesen titularla así), notablemente sobria dentro de su dramatismo, hondamente sentida, y con una excelente dirección de actores, que da vida y veracidad a un guión que, sin aparentarlo, es en mi opinión extraordinario, obra de un excelente guionista del que hace años (desde Héroe por accidente de Stephen Frears, que data de 1992) he perdido la pista, Alvin Sargent, el de La noche de los gigantes de Mulligan, Yo vigilo el camino de Frankenheimer, Bobby Deerfield de Pollack, The Sterile Cuckoo y Love and Pain de Pakula, Julia de Zinnemann, entre otros muy interesantes de películas menos buenas, pero que, gracias a ellos, se cuentan entre las mejores -o las únicas dignas de atención- de sus respectivos directores; pienso, aparte de las citadas, en películas tan inesperadas, raras y curiosas como What About Bob? de Frank Oz, Other People's Money de Jewison, White Palace de Luis Mandoki, Nuts de Martin Ritt...

Cuando Robert Redford se lanza a dirigir su primera película lleva 18 de actor, y ya 11 como estrella; desde hace 8 años está produciendo algunas de las películas que interpreta, e interviniendo con su compañía Wildwood en la financiación o distribución de otros productos independientes, en general de jóvenes, cosa que ha seguido haciendo, en parte a través del Sundance Film Festival. Hay que reconocerle, pues, prudencia y buen ojo: un gran guionista, actores de los que obtiene quizá las mejores interpretaciones de sus carreras, como Donald Sutherland o la inesperada Mary Tyler Moore, y que eran debutantes, como Elizabeth McGovern y prácticamente Timothy Hutton.

Que un actor sepa escoger y dirigir con acierto a sus compañeros de profesión es algo que no debiera extrañar, casi lo menos que se espera de él. En Gente corriente hay algo más: un retrato de familia, nada complaciente, muy crítico, aunque con buenas maneras, con modales suaves, tonalidad otoñal, paleta impresionista, gusto por la belleza y alergia total a la caricatura; centrado, además, en gente de clase acomodada, en el caso de Beth, la madre, con pretensiones (y exigencias) de distinción, de corrección, casi aristocráticas.

La pulcra, fría, controlada pero siempre tensa, crispada, agresiva a base de inseguridad madre es, sin duda, la causante de la neurosis de Conrad; más que el accidente en el que perdió la vida Buck, su hermano mayor, que debía ser el preferido; que se salvase el menos apreciado se convierte para el superviviente, no tanto en un sentimiento de culpabilidad, sino en un enquistamiento de celos retrospectivos, azuzados por el mudo y permanente reproche que lee, quizá exageradamente, en las críticas y recordatorios de deberes de la "doña perfecta" Beth.

Como en toda película psicológica -y lo es, más que dramática, y sin bordear en ningún momento los melodramáticos relatos de casos clínicos basados en sucesos reales que son tan a menudo los telefilms, sin que por ello deje de haberlos interesantes y dignos, y ocasionalmente excelentes y emocionantes-, en Gente corriente se habla mucho, hay muchos diálogos. La diferencia estriba en que están muy bien escritos e interpretados, en que la puesta en escena es certera, aguda y precisa, además de discreta y elegante, y en que tanto el director y el guionista, en lugar de rehuir las escenas difíciles, con cómodas elipsis que las sortean, o de provocar estallidos de dramatismo chillones y sensacionalistas, atisba de cerca, sin tapujos aunque sin espíritu de voyeur ni de paparazzi, lo que sucede entre cada personaje.

Frente al estilo "picado", fragmentario, de planos cortos, de leves toques, con que se nos presentan esas interferencias del pasado en el presente que son los flashbacks, los recuerdos a veces teñidos de alucinación, y se nos va aproximando a la vida cotidiana de los personajes, sin contarnos nada de ellos, sin explicar sus relaciones -dejando que las intuyamos y comprobemos deductivamente, pero pasan unos 7 minutos antes de que sepamos con cierta seguridad que Conrad es hijo de Calvin y Beth, y de que algo le sucede-, sin revelar aún lo que ha ocurrido, los hechos traumáticos -el accidente en el que perdió la vida Buck, el intento de suicidio de Conrad- que penden sobre su aparente armonía familiar y su equilibrada posición social, y que pueden crear un poco de desconcierto, a cambio de la difusa inquietud que generan, al acusar de inestable y precario esa perfectamente lisa fachada con que encubren y maquillan las grietas del edificio, a punto de resquebrajarse, la película se encamina, desde los 20 minutos o así, hacia una estructura más firme y sólida, de bloques, de escenas largas.

Por eso es difícil escoger momentos breves, o planos, a la hora de elegir lo que uno prefiere de esta película. Lo mejor son siempre escenas, bastante largas y físicamente estáticas, en las que importan tanto los gestos como el diálogo, la forma de decirlos y las palabras que se evitan, las miradas, los impulsos reprimidos que algún ademán delata, el decorado, los objetos y los muebles, e incluso -como en pocas películas- la ropa que en cada momento llevan los personajes. Hay, por parte de guionista y director, y lógicamente de sus colaboradores, que han sido capaces de realizar sus indicaciones, un verdadero sentido de la observación, que hace de Gente corriente un documento inapreciable acerca de cómo eran en 1980 los americanos de posición acomodada de una zona residencial de Illinois como Lake Forest.

Eso, que es fácil de contar y describir, que las buenas fotografías restituyen con ojo clínico, pocas películas lo logran sin que su ritmo se resienta, sin que el realizador caiga en la tentación de subrayarlo. En un primerizo, hubiese sido, si no disculpable, un error comprensible, de esos a los que no se da una trascendencia descalificatoria, a condición de que en la próxima película los corrija. Pero Redford no cae ni una vez. Sabía lo que quería contar; conoce a esos personajes y no sólo no los desprecia, sino que le importan, y desea que los comprendamos, y que veamos por nosotros mismos que no son niños mimados, ejecutivos insensibles y stressados, madres dominantes y exigentes, sino personas bienintencionadas, que lo pasan mal, que se hacen daño sin querer, que quizá no hablan bastante, que se bloquean por timidez o por evitar tensiones y trifulcas, o por buena educación, o porque les da miedo reconocer que algo no van tan bien como debiera.

Así, encuentro admirables:

-la conversación (hacia los 40 minutos) entre Conrad y su madre, que se convierte en una agria discusión.

-la conversación entre Calvin y un amigo, junto al río, con mucho ruido urbano, de Chicago.

-en general, todas las de Conrad y el psiquiatra, el nada convencional Dr. Berger.

-la de Beth y su madre, en la cocina, tras el incidente en torno a la máquina de fotos.

-la de Conrad y Jeannine.

-el número que monta al llegar a casa Beth, tras enterarse por una amiga de que Conrad dejó el equipo de natación, cosa que también Calvin ignora.

-los reproches de Conrad a su padre, que hacen eco a los de Jim Stark (James Dean) al suyo (Jim Backus) en Rebelde sin causa (1955) de Nicholas Ray.

-cuando Conrad cuenta al Dr. Berger que su madre nunca le perdonará la tentativa de suicidio, sobre todo que manchase todo de sangre.

-la conversación de Calvin con el Dr. Berger ("I can see both of them drifting away from me").

-cuando Calvin explica al Dr. Berger que, contra lo que decía la gente, no era tanto Buck, sino Conrad, el hijo que más se parece a Beth.

-la conversación entre Calvin y Beth, justo después, cuando él comenta cómo pudo decirle que su camisa no era la adecuada en el funeral de Buck.

-la escena de Conrad y Jeannine en la bolera, con la explicación del suicidio que interrumpen los chicos gamberreando ruidosamente y que ponen a Jeannine gorrita de McDonald's, y ella se ríe, con gran irritación de Conrad.

-la escena de despedida de esa salida.

-cuando Conrad, muy excitado, telefonea al Dr. Berger.

- su explicación con él.

-cuando se explican Conrad y Jeannine, al aire libre.

-la escena del golf.

-al final de esa escena, cuando Beth, por fin, estalla.

-la maravillosa conversación nocturna entre Beth y Calvin.

-la magnífica conversación matinal, final, entre Calvin y Conrad, cuando el padre le explica que Beth se ha ido.

-el abrazo padre-hijo con que se cierra la película.

Texto preparatorio para la intervención en ¡Qué grande es el cine! (24 de agosto de 1998)

miércoles, 1 de octubre de 2025

Carrera que no corre algo queda

Ya sé que este título parecerá un acertijo. No otra cosa, para quien no esté en el ajo, y la contemple desde fuera, a cierta distancia, parece la obra, escasa y discontinua, probablemente frustrada, sólo en parte recordada, de Miguel Picazo. Uno de los más brillantes «egresados» de la mitificada EOC, de las primeras revelaciones del Nuevo Cine Español. Y sin embargo, en 21 años, cinco películas, varios trabajos para TVE. De su dedicación docente no hay huellas visibles, aunque pueda haberle quedado a él la gratitud de sus alumnos. 1964 y La tía Tula: comienzo prometedor. Tres años después, los restos que dejó la censura de Oscuros sueños de agosto pasan sin pena ni gloria, sin siquiera escándalo, sin la curiosidad que despiertan (o debieran) los elementos en juego: Víctor Erice entre los guionistas, un reparto rarísimo, la mezcla de Cesáreo (González), Marciano (de la Fuente) y Ricardo (Muñoz Suay) en el equipo de producción (y ni por ésas). Entre las inesperables (a priori, menos una vez vistas) El hombre que supo amar (1976) y Extramuros (1985), Los claros motivos del deseo (1976), un título que suena a réplica o a un intento (fallido) de medrar de la confusión con Ese oscuro objeto del deseo que hizo Buñuel el mismo año, y que no enlaza, como pudiera pensarse, diez años después, con Oscuros sueños de agosto. Tampoco fue TVE su refugio: si no recuerdo mal, diferentes incursiones a mitad de los 70, Cuentos de la Alhambra, de Washington Irving, en la serie Los libros; en 1982, la Sonata de Primavera de Valle-Inclán, adaptada por Enrique Llovet. Se diría que a Picazo, como es tan frecuente por estas tierras, lo empujaron a la cuneta no más asomó la cabeza; y allí le dejaron, sin que lograra escapar del hoyo, suponiendo que no estuviese conforme con vivir al margen. No pudo revalidar la primeriza madurez de La tía Tula, a mi gusto muy infiel a Unamuno, pero probablemente muy de Picazo. No pudo ni insinuar lo que parece entreverse en las imágenes extrañas, híbridas, mutiladas, de Oscuros sueños de agosto. Tanto la primera como la tercera y la quinta, es decir, sus obras cinematográficas «nones» tenderían a indicar que era un cineasta perfectamente integrable, quizá el que de todos sus compañeros de promoción mejor hubiera encarnado el secreto ideal de casi todos los que han estado al frente de la Administración pública de la Cinematografía (y de todos los que han estado en la sombra, sin dar la cara, inspirándola o intrigando para mantener sus privilegios) y de la Televisión entonces única y pública: el modelo academicista y pulcro de la BBC, bonita fotografía, actores competentes, base literaria, acabado industrial competitivo. Pero no se dieron cuenta o les asustaron (si las hizo) sus propuestas.

No sé si pudo desarrollar un estilo, ni siquiera estoy seguro de que eso entrase en sus planes, pero demostró talento en la dirección de actores, sin arredrarse ante los imposibles. De los tres posibles caminos que tiene ante sí el que aspira a hacer cine en España, le tocó, como a todos los que no ceden, el del paro intermitente. Y, como siempre que el cuerpo no acompaña, la jubilación no remunerada prematura.

En "Miguel Picazo, un cineasta jiennense". Jaén : Diputación Provincial, 2004.

lunes, 29 de septiembre de 2025

The Red Badge of Courage (John Huston, 1951)

Lillian Hellman escribió un libro sobre el difícil rodaje y las mutilaciones de montaje que sufrió esta película. Como en el caso de Mayor Dundee (1964), de Peckinpah, el espectador actual puede suplir por su cuenta lo que falta, y disfrutar plenamente de una de las mejores películas de su autor. Basada en la célebre novela escrita por Stephen Crane a los veintidós años, una de las favoritas de Hemingway, muy apreciada por F. Scott Fitzgerald y considerada un clásico de la literatura americana, presentaba graves problemas de adaptación. La obra de Crane alterna la descripción exterior de un caos (tres batallas y una larga marcha) con el análisis subjetivo de los sentimientos del soldado nordista Henry Fleming, que teme no ser un valiente. Esta historia de un bautismo de fuego ha sido llevada al cine combinando la objetividad del relato con el subjetivismo del comentario en off, que convierte en narrador a otro personaje; ignoro si la idea fue de Huston o de los montadores de la M. G. M., pero da igual: es un acierto. Reprochar a Huston o a la productora que no se perciba con claridad el paso de cobarde a héroe del protagonista supondría desconocer que para Crane la diferencia entre uno y otro radica en la dirección en que corre. Fleming (un Audie Murphy magnífico) corre sin parar; primero, espantado, huye: luego, temiendo, además, que su conducta sea descubierta, corre hacia adelante, y toma una cota insignificante, casi sin darse cuenta, lo que le consagra como un héroe. El riesgo de que tal ironía resulte un poco fácil es evitado por la mutua confesión de Fleming y su amigo Wilson, que reconocen haber pasado un miedo horrible, y por las otras secuencias que Huston ha añadido a la novela: las dos que nos aproximan —afectuosamente— a los soldados sureños (enemigo distante y terrible en el libro), que subrayan el carácter civil, intestino, de la guerra que se está librando. Película breve, densa y rápida, combina con sabiduría la amargura y el entusiasmo que caracterizan el mejor cine épico americano.


En Casablanca nº 35 (noviembre de 1983)

viernes, 26 de septiembre de 2025

Les Passagers (Jean-Claude Guiguet, 1998)

No es nada habitual que un director progrese y madure de obra en obra, superando la anterior cada vez que logra rodar una nueva. Observo que sucede, sobre todo, cuando entre ellas hay una separación temporal notable, casi nunca deseada, y hacen menos de las que querrían, pocas en total. Los que verdaderamente son cineastas lo son también cuando no consiguen rodar, y actúan, miran y piensan como tales. Las películas que no llegaron a filmar quedan soterradas, como en una elipsis, y permanecen invisibles, pero dejan una huella, son parte del camino recorrido, y se incorporan al fondo de las que finalmente hacen, son de algún modo su fundamento, sus cimientos, el fantasma que las habita.

El caso de Jean-Claude Guiguet (1948-2005) se agrava por su muerte prematura, que reduce el peso cuantitativo y las dimensiones, el radio de acción, la cobertura de su obra, que hubiera podido ser más amplia, pero es para mí uno de los más claros ejemplos de progreso (como la de Víctor Erice) de las últimas décadas. Sobre todo sus dos últimas películas, que ni son las más famosas (de un cineasta hoy olvidado, si no escandalosamente desconocido) ni las que más éxito (siempre relativo y casi estrictamente francés) tuvieron en su momento, tal vez superadas en eso por las dos primeras: simplemente, porque corrían aún otros tiempos, de público más abierto y tolerante, de más interés general por el cine y mayor curiosidad por los desconocidos y los recién llegados, de crítica menos conformista y reaccionaria. Aclaro que mi valoración es totalmente subjetiva, no podría ser “objetiva” y mía; pero es la única que puedo aportar y trasmitir con fidelidad (si es que acierto a dar con las palabras y la estructura adecuadas, que no es fácil).

Los dos primeros largos de Guiguet son, conste, muy buenos; bastante superior, a mi entender, el segundo, Faubourg St Martin (1986), por ser más audaz y homogéneamente melodramático, que el primero, Les Belles Manières (1978), menos claro y controlado, y aún más pobre. Tras los ocho años de espera que indican estas fechas, seis más separan el segundo del tercero y otros seis el tercero del que habría de ser el último, pero entre Le Mirage (1992) y Les Passagers (1998) hay quizá más continuidad. La pareja inicial pertenece a un cine más bien otoñal/invernal, nocturno, húmedo, inhóspito, rodado en estudio, predominantemente de interiores, apoyado en convenciones melodramáticas, deliberada y hasta desafiantemente "anticuado". A quienes no conozcan el cine de Jean Grémillon quizá les recuerde el de Marcel Carné. La pareja final es luminosa, solar, en exteriores e interiores naturales, con una presencia fuerte del paisaje (campestre o urbano), y todavía más musical.

Si bien todas tratan, en el fondo, de la enfermedad y la muerte, y se esfuerzan, diría yo, por no ser morbosas ni entreguistas, pero sin cerrar los ojos a la realidad ni desterrar de la memoria ni el pasado ni el futuro, porque también hablan del amor en todas sus manifestaciones, las dos últimas son más veloces y fluidas (es curioso que tanto sus detractores como el propio director reprochasen lentitud a Le Mirage, cuando en realidad ni el ritmo es lento –sólo pausado, para evitar la acumulación desordenada– ni hay vacío alguno, simplemente la acción es escasa y la violencia física nula) y de mayor intensidad dramática si cabe, lo que las hace considerablemente más emocionantes (sobre todo Le Mirage, que podría calificarse de tragedia sublime, como los mejores melodramas de Sirk, Ophuls o Minnelli).

El propio Guiguet, visiblemente enfermo, comenta lúcida y modestamente sus largos en las entrevistas incluidas en cada uno de los DVDs editados por K Films. Él mismo individualiza como "un film loco" el último que hizo, sitúa certeramente en el afán de libertad su necesidad, e insiste en que para que un film basado en los fragmentos no cayese en la dispersión hubo de construir un doble armazón. No se puede resumir mejor la estructura móvil y digresiva montada sobre los raíles del tranvía con la ayuda de una de las pasajeras regulares que ejerce de narradora, comentando y enlazando a unos personajes con otros, en su mayoría esos desconocidos a los que vemos casi a diario los que hacemos largos recorridos en los transportes colectivos, y sobre los que tendemos a imaginar historias, a observar aparentes cambios de humor o aspecto. A través de este caleidoscopio de observaciones y ocasionales acompañamientos de algunos de ellos, que a veces nos conducen a otros o revelan sus secretos, su pasado o sus aspiraciones o temores, Guiguet nos ofrece, con la despreocupada falta de inhibición desplegada por Buñuel en alguna de sus obras finales o por Renoir en la última, Le Petit Théâtre de Jean Renoir (1969), su visión del mundo en 1998, una visión que pocos cineastas expusieron tan francamente por entonces y que hoy puede parecer profética, ya que en los doce años transcurridos cuanto la película denuncia se ha hecho más evidente, y todo ha ido a peor en las direcciones apuntadas.

Quizá lo más notable y extraordinario de Les Passagers sea precisamente que no se deja derrotar por las tendencias alarmantes que detecta, y que a ellas opone su confianza en la fuerza residual, aunque quizá disminuida y minoritaria, de la pasión, la generosidad, la capacidad de sublevarse. Por eso su cierre, tras tantos paseos por la enfermedad y la muerte, la soledad y el olvido, el aislamiento y la incomunicación, los hospitales y los cementerios, encadena el avance incontenible del tranvía con el ascenso hacia la cumbre de las montañas de un teleférico, antes de cerrar en negro, prematuramente, una de las grandes obras cinematográficas de los años 90.

En Foco nº 2 (noviembre-diciembre de 2010)

miércoles, 24 de septiembre de 2025

Retorno a una ciudad que se derrumba

1. Senso. — Luchino Visconti es un director de indudable importancia, cuya obra admiro, aunque tendría que hacerle algunos reparos bastante serios. Dado que Senso (1954) es la película suya que se ha estrenado en España más recientemente y que tanto Rocco e i suoi fratelli (Rocco y sus hermanos, 1960) como II Gattopardo (El gatopardo, 1963) estaban muy mutiladas, me centraré en el más antiguo de sus films que conozco para analizar sus errores.

Visconti es, claramente, un cineasta "tradicional" respecto a Bertolucci e incluso Rossellini o Antonioni, más experimentadores e innovadores. Visconti es un narrador, y representa un cierto clasicismo europeo, intelectualizado y un poco afectado por comparación con los clásicos americanos (Chaplin, Ford, Vidor, Walsh, Hawks, Dwan, DeMille), y es precisamente como narrador como me parece discutible.

Siguiendo la estructuración tradicional del relato a base de tiempos "fuertes" en los que hay una gran carga dramática y que hacen progresar la acción, Visconti se separa de toda una corriente del cine moderno, desde Rossellini (mucho antes y mejor que Antonioni) al "joven cine" (Godard, Bertolucci, Resnais, Makavejev, Delvaux, Forman, Olmi, etc.), y se aproxima a la gran mayoría de los directores americanos. Pero resulta que, por razones de formación y de origen, Visconti tiene unas claras influencias pictórico-teatrales que le llevan al esteticismo fotográfico y decorativo que hace perder fuerza a sus escenas, que diluyen su dramatismo en esplendores plásticos excesivos. En pocas palabras: cada plano de Rio Bravo (H. Hawks, 1958) es muy bello; cada plano de Senso es demasiado bello: Rio Bravo es más bella y mejor que Senso. Ocurre además que estas secuencias "fuertes" (y ya hemos visto que no tan “fuertes”) se anulan entre sí a causa de estar defectuosamente concatenadas. En este sentido, Visconti tendría mucho que aprender de Preminger, por ejemplo. Ambos tienen predilección por tratar temas importantes a partir de dramas individuales, y tienden a hacer largas películas estructuradas en secuencias largas, cargadas de dramatismo y bastante autónomas, formadas por planos largos. Este tipo de estructura tiene su base en la elipsis, terreno en el que Preminger es solo comparable a Lang y algún otro y en el que Visconti malogra el ritmo de sus películas, pues no sólo su dirección de actores —a veces desmayada— y el estatismo de sus composiciones rompe la tan necesaria dinámica interna de los planos de larga duración (Mizoguchi, Preminger, Rossellini, Welles), sino que sus torpes encadenados de una secuencia con otra frenan la fluidez y el ritmo de sus películas, de tal modo que a mi contemplación intelectualmente admirativa se une un progresivo desinterés que acaba aburriendo, al faltar credibilidad al desarrollo dramático, pues Visconti tiende a sepultar en un fundido los momentos más interesantes. Así, la muy comedida y bien utilizada voz en off de Alida Valli en Senso sirve también para "saltarse" demasiado fácilmente cómo Farley Granger (un ejemplo entre muchos) la convence de que le permita seguir acompañándola por las calles de Venecia, de noche, tras su segundo encuentro: vemos a A. V. que le dice que la deje y que se aleja de él, fundido con voz off que nos dice que hablaron de tal cosa, y se les vuelve a ver paseando como si nada. Visconti escamotea un momento interesante, que hubiera revelado los caracteres de los personajes, y esa trampa se paga. Lo mismo ocurre en El gatopardo, tras el inoportuno ataque de risa de Claudia Cardinale, que provoca una situación violenta que la deja sola con Alain Delon, y que Visconti acaba ahí, sin mostrarnos (era difícil pero muy interesante) cómo reaccionan y salen de la situación. Esto es, Visconti no acaba o no empieza las escenas, por eso las une mal y la estructura y el ritmo se hunden. Compárese Senso con Exodus (Éxodo, O. Preminger, 1960), y eso que ésta es hora y media más larga.

2. Vaghe stelle dell'Orsa... — En 1965 Visconti ganó por fin un León de Oro en el Festival de Venecia. En esta película, no sé si por primera vez (no conozco La terra trema ni Le notti bianche), Visconti superaba todos los defectos que yo le veo y alcanzaba su madurez cinematográfica en todos los aspectos, gracias a un mayor rigor. Lo interesante, más que comentar su argumento (esta película puede y debe verse en España: ¿dónde están los cines de Arte y Ensayo?), será ver cómo y por qué ha llegado a esta perfección.

En primer lugar, hay que señalar que es la más corta de las películas de Visconti (más incluso que Le notti bianche), que es la única (con Noches blancas) que ocurre en un corto plazo de tiempo (dos días), que tiene un tema poco ambicioso y particular, con pocos personajes, y que rodó de prisa. No costó mucho y el tema era suyo. La elección de actores y su dirección no tiene fallos (ya pensaba en Claudia Cardinale y su "rostro etrusco" al escribir el guión). Los escenarios naturales de Volterra (una ciudad que se está desmoronando a causa de la erosión) son el marco perfecto del corrupto drama (el desmoronamiento de una familia carcomida por el pasado, turbias pasiones y el odio). La romántica música de César Franck (aunque en el uso de la música Visconti siempre ha sobresalido) aumenta la fascinación y la fuerza emocional del film, lo mismo que la fotografía en blanco y negro de Armando Nannuzzi, nítida, contrastada, sin caer nunca en el preciosismo. Los movimientos de cámara se han reducido, los planos son más cortos y menos amplios que de costumbre, el montaje acelera el ritmo, y así, poco a poco se va revelando el misterio del pasado de esta familia, de los amores secretos de Sandra (Claudia Cardinale) y Gianni (Jean Sorel), del palacio y sus jardines, hechizados por la estatua del padre, aún cubierta por una sábana. Mientras los otros films de Visconti se admiraban un poco "desde fuera" (menos II Gattopardo, en parte), sin emoción, en frío, Vaghe stelle dell'Orsa... (hermoso título extraído de un significativo poema de Leopardi, Le ricordanze), que es casi una tragedia griega (La Orestiada no está lejos) fascina, absorbe, emociona.

Arma decisiva en esta victoria ha sido un procedimiento técnico que Visconti usaba por primera vez: el zoom o "travelling óptico" (se hace un movimiento de acercamiento o alejamiento no con la cámara, sino con el objetivo). Es éste un aparato por el que no tengo la menor simpatía (como cualquiera que vaya mucho al cine y tenga, por tanto, que soportar muchos No-Dos), por los abusos (Lelouch), y molestos efectismos fáciles a que suele dar lugar, pero parece que los italianos tienen una especial habilidad para usarlo: magistral, revolucionaria y sistemáticamente como Rossellini (desde El general de la Rovere a La Prise de pouvoir par Louis XIV), correcta y funcionalmente como Bertolucci, Pasolini e incluso Dino Risi, y ahora admirablemente por Visconti en Vaghe stelle dell'Orsa..., donde facilita la rapidez, la concisión, la precisión, la fluidez y la fascinación que hacen de este film una obra maestra.

En El Noticiero Universal (13 de mayo de 1968)