miércoles, 9 de julio de 2025

Huella de luz (Rafael Gil, 1942)

Octavio es un agitado y muy modesto empleadillo de oficina, cuidado por su madre viuda, que detesta los gatos. El Sr. Bey, dueño y director de la empresa, en un momento de sentimentalismo, le regala una invitación a un lujoso balneario para que disfrute unas vacaciones, y le regala la ropa desechada (abundante pero de talla que duplica la del siempre hambriento chupatintas).

En agosto, con todos los gastos pagados, Octavio se instala en un tipo de vida que acaso conociera por las películas americanas, y que no había soñado probar. Conoce a hijos e hijas de millonarios y banqueros, por lo general vacuos y ociosos niños de papá; pero, mientras finge ser uno de ellos, se enamora de la muy distinta Lelly Molina, hijo del rival en los negocios de Bey, que deducimos es la hija de la mujer cuyo amor le empujó a los negocios, aunque ascendiera en la escala social demasiado tarde.

Por azar, Octavio descubre y denuncia a su jefe la traición del apoderado Ernesto Cañete, que ha vendido a Molina información para conseguir la exclusiva de suministros textiles al ejército de la República Democrática de Turulandia, lo que permite a Bey invertir la jugada. La inopinada aparición de su obsequiosa madre le delata, y se vuelve con ella a Madrid sin leer la carta de Lelly. El cierre de este moderno cuento de hadas de reconciliación y armonía interclasista combina una fiesta sorpresa con baile, concesión de mano y fuegos artificiales... cuya “huella de luz” esta vez no se borrará.

***

Comedia CIFESA de la primera posguerra –en plena guerra mundial, a la que no se hace la menor alusión, pese a no faltar ocasiones–, patentemente inspirada en las americanas de la década anterior (Capra, LaCava), pero con notable pobreza de medios, que delatan sobre todo los decorados con aspiración a la opulencia, materialización visible de un “quiero y no puedo” que afecta a la película entera y a todos los personajes (pobres o riquísimos, echan en falta algo).

Pese a lo precipitadamente inverosímil que resulta casi todo, basado en los esquemas más típicos de los cuentos de hadas (aquí con la incongruente y voluminosa apariencia de Juan Espantaleón, más parecido que nunca a Robert Middleton), y encarrilado a la fuerza hacia un final feliz tan ineludible como inconcebible con un mínimo de realismo, lo cierto es que algunos flecos de la realidad ambiental se cuelan de rondón ocasionalmente, en cuanto encuentran un resquicio, bien sea en forma de caricatura o detalle de excentricidad (la delirante obsesión contra los gatos de la ahorrativa madre del protagonista delata que todos, humanos modestos y gatos, pasaban hambre y competían por los alimentos) o por frases de pasada (el empresario–hada, a propósito de la ficticia R.D. de Turulandia, suelta que “nadie ama el dinero más que un demócrata, porque ama el suyo y el ajeno”; la implicación de que los otros gobiernos –salvo, se entiende, el español de la época– son venales). Las generalizaciones son abundantes, y con un cierto aroma populista: los ricos –o, mejor dicho, sus hijos; los padres han labrado su propia fortuna y han ascendido– son inútiles y caprichosos, despreciativos, sin alma ni compasión; los pobres son presentados como obedientes, trabajadores y honrados, y agradecen la caridad y las sobras. Hasta tal punto es así, que –no está claro si conscientemente o no, porque el diálogo parece sostener lo contrario– el final de la película se remata, reveladora si no significativamente, con unos grandes fuegos de artificio.


Frente al ocasional recurso a figuras de estilo insistentes, repetidas, de por sí enfáticas y casi expresionistas, y para colmo subrayadas por la música, otros elementos sorprenden por su levedad de toque, su agilidad, su aprovechamiento de las convenciones conocidas por el público para dejar implícito lo que la censura probablemente hubiera objetado o vetado de quedar más claro.

Salvan la película algunos incidentes y diálogos que bordean el disparate (cómico o sentimental), de gracia quizá no siempre deliberada, la ingenuidad ilimitada de la que se alimentaban los papeles habituales de Antonio Casal, impertérrito; el encanto y la belleza de Isabel de Pomés; la eficacia de algunos secundarios, la mayoría, con una dicción menos falsa y teatral de lo que parece norma perenne en el cine español; también la ilusión y el entusiasmo con que Gil y su equipo tratan de emular a sus modelos americanos, con “homenajes” que se anticipan en 17 años a los de la Nouvelle Vague; un cierto cariño al cine y al trabajo bien hecho, la voluntad de compensar la escasez relativa (hasta el poder de CIFESA era comparativamente ahorrativo) con pequeñas astucias. Por eso, más de 60 años después, permanece visible e inspira indulgencia hacia sus muy forzados y extemporáneos tributos verbales a la ideología dominante, recordatorios de adhesión al régimen que se estrellarían, de tomarlos en serio, con el subliminal mensaje igualitario subyacente en las comedias del New Deal.

Texto preparatorio para la intervención en un programa no emitido al cancelarse “¡Qué grande es el cine español!”. Escrito en julio de 1996.

lunes, 7 de julio de 2025

El género ingrato

Se dice a menudo que la comedia es el género más agradecido, porque es difícil que llegue a molestar o irritar, y al público le apetece, en principio, pasar un rato distraído y divertido, sin que le cuenten dramas ni problemas. Pero si la comedia se entiende no como un simple género, sino como una forma de ver la vida -con sentido del humor- o de vivirla -quizá con no tanto humor, pero sí con cierta propensión al teatro, la palabrería, el disimulo, el juego, el coqueteo, a inventar historias o embellecer los sucesos cuando se cuentan-, es decir, como una forma de conocimiento y exploración de la realidad y de unos personajes, que no por divertidos han de ser artificiales ni caricaturescos, las cosas cambian.

Si el director no aspira a arrancarle carcajadas a cualquier precio a ese público al que llaman "el respetable" precisamente quienes lo desprecian, ni está dispuesto a burlarse cruelmente de sus personajes, si se contenta con que los espectadores sonrían, la comedia se convierte en un arma de doble filo, en un producto extremadamente frágil y arriesgado. Esto le sucede, temo, a la comedia más inteligente y generosa que he visto en los últimos meses, y que es, para colmo, española: Un paraguas para tres, de Felipe Vega, con Icíar Bollaín, Eulalia Ramón -dos actrices que son personas, y no muñecas, y que se nota que son simpáticas, divertidas e inteligentes- y Juanjo Puigcorbé -por fin liberado de una cierta pesadumbre-. Imagino que alguno habrá pensado que Felipe Vega hacía concesiones comerciales, ya que los perezosos le han creado una imagen de serio (que merece, pero sin olvidar que la seriedad es compatible con el sentido del humor) y "difícil" que quizá no hiciese esperar de él una comedia, y que se tome su incursión en el género como una renuncia.



No hay tal, sino más bien una liberación. A mí me parecen excelentes las dos películas anteriores de Felipe Vega, Mientras haya luz (1987) y, sobre todo, El mejor de los tiempos (1989), pero hasta esta última se me antojaba un poco "puritana" –desde un punto de vista estrictamente cinematográfico- y me hacía desear que Felipe Vega dejase de reprimir sus tendencias más espontáneas -y sabias-, que sacrificaba un poco al rigor estilístico y a la exigencia para consigo mismo -en principio, dignas de admiración y respeto, y desgraciadamente muy desusadas-. Esto es lo que sucede, por fin, con Un paraguas para tres, que siendo, en apariencia, su obra menos personal, es la que mejor y de modo más íntegro le refleja: en ella le reconozco entero, y relajado, y no sólo una parte de él, la más crispada, como en las anteriores, sin que esto signifique que la última sea forzosamente la mejor. Sí la más serena, la más madura, también la más accesible -aunque para mí la anterior tenía que haber sido un éxito de taquilla, probablemente obstaculizado por la ridícula tendencia a considerarla difícil y por una mala distribución-, aunque, por las razones que he expuesto, quizá demasiado modesta y poco pretenciosa -como Innisfree de José Luis Guerín, como El sol del membrillo de Víctor Erice- para llamar la atención en medio de la algarabía, la confusión y la polución que dominan el panorama, ciertamente poco sano para todas aquellas películas que, por innovar, por buscar algo más que la rentabilidad, por respetar al espectador, por no alzar la voz, por apartarse de la rutina, corren el riesgo de ser convertidas en frágiles flores de invernadero, donde pronto pierden el aroma y languidecen, sin ser útiles más que para el desarrollo personal como cineastas de sus autores. Y es una lástima, porque son películas de las que cualquiera podría disfrutar sin esfuerzo.

Para el programa de radio Cine todos los días (1992)

viernes, 4 de julio de 2025

Las vacilaciones de Montxo Armendáriz

Quizá Montxo Armendáriz haya sido víctima de un arranque prometedor, con un primer largo, Tasio (1984), acogido con júbilo general y que, como toda obra inicial de éxito o —sobre todo— prestigio, puede convertirse en una losa, cuando menos un peligro, para su autor. Lo que suele considerarse como el colmo de la buena fortuna se revela, a la larga, más bien una carga, un peso a veces insoportable o aplastante, y por lo menos representa un precedente comprometedor, que exige determinadas cosas y casi impide otras.

Uno de los riesgos de la política de los autores, que —aunque sea por comodidad— practican hasta sus más conspicuos enemigos, estriba en que parece como si todo director, para ser tenido en consideración, o conservar su frágil estatuto artístico, hubiera de progresar constantemente, superando a cada intento el logro anterior; de lo contrario, se dirá que decae, como poco que se ha estancado, que se repite o que ha perdido frescura, cuando, en realidad, al espectador lo que le interesa —o debiera importarle— es que la película que está viendo resulte para él intrigante, emocionante, convincente, sin tener que compararla con la o las anteriores, ni evaluar —a veces sin apenas recordar otras etapas, que bien puede incluso desconocer— la evolución de la carrera del cineasta, que, por lo demás, puestos a eso, podría no tener nada más que contar, o madurar pero hacer obras menos redondas, o más arriesgadas pero no tan logradas como las precedentes, que serían, en cambio, más modestas, limitadas e inconscientes.

Esto explica, creo yo, que —con cierta frecuencia— un director, en lugar de aprovechar el crédito que se ha granjeado con su primera película y rodar otra inmediatamente después, a menudo se sumerja en un más o menos largo periodo de aparente inactividad, silencio o indecisión. No se trata de hacer, como la primera vez, simplemente una película, a ser posible prometedora y que destaque en el contexto general por algún rasgo distintivo; ni meramente de realizar otra película, una más. Puede que todo debutante sea, con independencia de su edad y sus estudios, un cineasta amateur, un aficionado; pero cuando se encara a su segunda realización, se está convirtiendo ya en un “profesional”, y pongo el término entrecomillado porque hoy, en general, y en España muy en particular, es muy difícil que nadie haga tantas y tan seguidas y variadas películas como para que llegue a contar con un periodo de formación, de adquisición del oficio, y sea, en cambio, más o menos frecuente que su carrera entera esté compuesta de sucesivas primeras obras separadas entre sí por periodos de tres o cinco años de proyectos fallidos o que cuesta mucho tiempo y esfuerzo poner en marcha; el caso extremo sería, como en tantas cosas, Víctor Erice, con su cadencia aproximadamente decenal.

Si Montxo Armendáriz contó con sencillez en Tasio una historia que para él significaba algo muy especial, cargada de recuerdos de parientes o vecinos, relatos escuchados con avidez y vivencias compartidas, que emocionaba con pudor y contención, sin insistir para lograrlo, y que resultaba nueva y original para gran parte del público —que casi siempre reconoce virtudes como la dignidad y el respeto a los personajes —, a pesar de tener un claro precedente en su cuarto e inmediatamente anterior cortometraje (rodado en 1981), también puede decirse que tuvo la ambigua suerte de que se lanzaran, un poco exageradamente, las campanas al vuelo, en parte por el mero deseo de que surgiesen nuevos cineastas, y después la dudosa pero, en el fondo, saludable fortuna de que su segunda obra, mucho más actual, de tema (la droga entre los jóvenes) más candente, más arriesgada y difícil, y a mi juicio netamente superior, 27 horas (1986), despertase mucho menor interés, y se recibiera con cierta tibieza y escaso entusiasmo. Yo creo que molestó bastante, entre otras cosas, por un realismo en sus conclusiones tan exento de moralina como de esperanza, y ya se sabe que al que acude al cine a pasar el rato no le gusta nada salir preocupado o angustiado. La tercera fue igualmente audaz, o incluso más todavía, de hecho tan contemporánea que seguiría estando de actualidad, si se viese a menudo, el cual no es, precisamente, el caso, ya que Las cartas de Alou (1990) fue todavía menos vista y valorada que la anterior, y aún hoy sigue sin que se le reconozca su valor ejemplar, tanto cinematográfico como cívico y hasta el carácter premonitorio, entonces insospechado para la mayor parte de los habitantes de este país, que el tiempo se ha ocupado de revelar en sus imágenes carentes de retórica, ya que abordaba, con lucidez y generosidad, la explotación de los inmigrantes ilegales.

Hasta ahí, las cosas marchaban inmejorablemente bien, confirmando la más ingenua fe en el progreso. Cada película de Armendáriz era un tranquilo paso adelante, mejor, más completo y más natural, más seguro que el precedente. Y Montxo Armendáriz, siempre producido por Elías Querejeta, con guiones originales (en los dos últimos con la colaboración del propio Querejeta), se había convertido, para algunos espectadores atentos, en uno de los más respetables y fiables directores del cine español, a la vez personal y singularmente modesto, y un señor muy particular e independiente, relativamente maduro (tenía 35 años cuando se estrenó su primer largometraje, frente a los 23 de José Luis Guerin cuando filmó Los motivos de Berta), que se dedicaba a otras actividades y no vivía del cine, sino que, cuando tenía algo que contar, hacía una película, y luego se reincorporaba a su trabajo verdaderamente profesional.

Pero dos fracasos parecen ser demasiados, incluso con producciones de coste no muy elevado y bien lejos de Hollywood, y tres películas convierten a un director en un profesional hasta si se ha resistido a ello. Por causas concretas que desconozco, son cinco años los que separan Las cartas de Alou de la siguiente, Historias del Kronen (1995), que en la filmografía de Armendáriz destaca, sobre todo, por ser su primera adaptación de una obra literaria, la novela homónima de un joven autor de éxito, y que me permito dudar —a riesgo de equivocarme— que sea una elección personal. Todavía producida —por cuarta y última vez— por Querejeta, a mi entender es una película mucho menos personal, menos clara, más retorcida y ambigua (en el mal sentido de la palabra) que cualquiera de las anteriores. Quizá la raíz de lo irreconocible que resulta como una película de Montxo Armendáriz estribe en que trata de unos personajes por los que es muy difícil sentir no ya estima, sino incluso interés; que pueden suscitar preocupación y horror —como, en otro sentido, el protagonista de 27 horas, estupendamente encarnado por el muy poco aprovechado Martxelo Rubio—, pero difícilmente respeto. A mi entender, se trata de personajes radicalmente ajenos al mundo de Armendáriz, que no los entiende ni parece sentirse a gusto en su compañía forzosa. Se nota que no quiere permitirse despreciarlos, pero se diría que le tienta; es posible, por otra parte, que temiese ser tratado de "viejo", moralista o conservador, si dejaba clara su postura —riesgo que sí asumió Robert Bresson en El diablo, probablemente (Le Diable, probablement, 1977) o El dinero (L'argent, 1983)—, aunque también se detecta un cierto afán de contraponerlo con la figura del abuelo del protagonista —eso sí, sin identificarse con él—, perteneciente a una generación menos afortunada pero más autosuficiente, más sufrida, menos quejosa pese a tener que haber hecho frente a circunstancias mucho más difíciles. De ahí resulta, contrariamente a lo que era patente en sus tres obras primeras, una especie de vacilación deliberada, casi de disimulo, que se traduce en la técnica de dar una de cal y otra de arena y en una distancia con respecto a los personajes que convierte Historias del Kronen en una película fría y calculadora, externa, carente de espontaneidad, y hasta irritante cuando uno detecta —o cree advertir— una actitud que yo, entonces, llamé para mis adentros “precaucionismo”, acordándome del reproche que le hizo, en su tiempo, en Cahiers du Cinéma un crítico que no recuerdo —tal vez fuese Pierre Kast—, a la adaptación paliativa de Drieu la Rochelle por Louis Malle en Fuego fatuo (Le feu follet, 1963). Todavía no se había extendido el imperativo de la corrección política, ni se había popularizado esta denominación, que tan exactamente describe el tira y afloja y las medias tintas en los que incurre deliberadamente, me temo, Armendáriz, en franca contraposición a la franqueza despreocupada que caracterizaba su cine anterior.

El no muy prolongado silencio de Armendáriz tras la experiencia de Kronen y la (al menos aparente) ruptura con Querejeta (pocos son los que aguantan tres películas con él, si bien han sido muchos los que le deben el arranque de sus respectivas carreras) extraña menos que las pausas anteriores, pese a que probablemente fuese su mayor éxito comercial; tal vez —reconozco que es así en mi caso—, después de la decepción, teníamos menos esperanzas puestas en él, y pensábamos que el tiempo le ayudaría a recobrar el rumbo. Así resulta en 1997, con Secretos del corazón, un nuevo guión original, en este caso con un enfoque retrospectivo, más en línea con Tasio que con las demás, y que, curiosamente, tras ser muy apreciada en el momento de su estreno, ha caído en un misterioso olvido, que comparte con la otra gran película española de aquel año, El color de las nubes de Mario Camus, sospecho que porque hoy se miran como académicas y se consideran sentimentales, confundiendo la intensa emoción y el dramatismo y la claridad expositiva con la rutina y la sensiblería, de las que ambas obras están singularmente desprovistas.

Desgraciadamente, y a pesar de que considere Secretos del corazón la mejor película realizada hasta la fecha por Armendáriz, las películas siguientes, una suerte de documental más bienintencionado que interesante —Escenario móvil, 2004— embutido entre dos largos al menos parcialmente de época, Silencio Roto (2001) y Obaba (2005), no han consolidado la recobrada confianza, sino que, con menor o mayor gravedad, se deslizan por una pendiente conformista, políticamente correcta (en forma que se me antoja oportunista y encuentro muy previsible) y estéticamente vulgar y ampulosa, cuando no pseudopoética —tres rasgos típicos del academicismo televisivo predominante en el cine español ambicioso de los últimos años que me resultan particularmente indigestos—, razones todas ellas que me hacen, en este momento, no saber qué pensar acerca de Montxo Armendáriz, o mejor y más precisamente, acerca de su cine, porque yo estoy casi seguro de que él, aunque le conozco muy poco, es una persona honrada e inteligente. Tal vez le falte una pizca de ambición artística, o de interés apasionado por el cine como forma de expresión —y no sólo como medio de comunicación—, carencias o insuficiencias que le disuaden de reflexionar cinematográficamente sobre lo que cuenta y cómo lo hace —en este sentido, me parece muy decepcionante Escenario móvil—, y por eso se conforma, a veces, me temo, con ilustrar con muy aburrida competencia técnica historias lo mismo ajenas (Bernardo Atxaga en Obaba, sin duda la más pobre y peor construida de sus películas, incluyendo Historias del Kronen) que propias (aunque basadas en experiencias no vividas, muy de segunda mano, como la hagiográfica y nada sutil ni compleja Silencio Roto), procurando en exceso resultar —ay— irreprochable desde un punto de vista ideológico supuestamente mayoritario. Convertirse en portavoz del progresismo ilustrado no me parece un objetivo interesante, ni es, desde luego, lo que cabía esperar del autor o principal responsable de Tasio, 27 horas, Las cartas de Alou y Secretos del corazón.

La indiscutible, aunque no infalible, habilidad para extraer algunas interpretaciones naturales de los actores, sean noveles o veteranos —incluso en Obaba, hay algo que suena a verdadero, gracias a Pilar López de Ayala, y pese a no contar con un personaje en el que apoyarse, sino tener un vacío que rellenar—, merece una dedicación más arriesgada, más digna, esperanza que el recuerdo de sus mejores logros obliga a mantener en pie, aunque, he de confesarlo, en los tiempos que corren, con una confianza muy debilitada.

En "Montxo Armendáriz : Itinerarios". Asociación Cinéfila Cáceres “Re-Bross”, Ocho y Medio, 29 de octubre de 2007.

miércoles, 2 de julio de 2025

Fernando Trueba

Es frecuente que los niños pequeños adquieran lo que se llama "un ojo perezoso", que se trata de corregir tapándole el que usan para que no tenga más remedio que usar el otro. La "planificación perezosa" de las primeras películas dirigidas por el ex-crítico influyente (Guía del Ocio y El País, nada menos) Fernando Trueba -sobre todo la famosa Ópera prima- tenía la virtud de alejarle por completo de la ramplona y chabacana machaconería de las comedias españolas dominantes en la época, que solo los dotados de conciencia histórica o memoria pueden siquiera imaginar. El espejismo no duró demasiado, pues tras una interesante tentativa documental -que no fue rentable- se vió que en el caso de Trueba el cuerpo no tenía mucho aguante y se embadurnó de Sal gorda, sellando un pacto "contra natura" con un aprendiz local de Mefistófeles que poco le ha beneficiado. Sólo una vez ha sabido sacar partido de esa larga alianza con uno de los mandarines del lugar, cortejado por el poder y temido por los bancos: lograr hacer El sueño del mono loco, la única vez que ha mostrado su rostro más auténtico. Por lo demás, se ha confinado a idealizar y falsificar el pasado y hacer comedias tan mecánicas como poco graciosas. No basta con pagar culto de boquilla al pobre Billy Wilder ni agitar la bandera tricolor de una República que ni vivió ni conoce; sin sentido del humor, es difícil hacer comedias. En ese recorrido, cada vez más desesperanzadoramente insípido, se ha ido instalando en la más funcionarial de las rutinas, en una indiferencia absoluta, que no logra convertir en oro la hojalata y que anula la materia prima cuando, de tarde en tarde, tiene valor, como en Calle 54 y El Embrujo de Shanghai, escandalosas exhibiciones del arte del desperdicio. ¡Qué lejos estamos del cinéfilo que admiraba a Robert Bresson, Éric Rohmer, Jean Eustache o Alain Tanner!

Siento concebir ya pocas esperanzas de que Trueba recupere algún día la relativa frescura de Ópera prima, la inquietante perversidad del Mono loco, ni siquiera la eficacia de Sé infiel y no mires con quién. La última película suya que de verdad me gusta, el episodio televisivo La mujer inesperada, con Resines y María Barranco, data de hace ya 12 años, y es mucho tiempo, dominado, cuando acierta, por logros de objetivos tan poco explicables como hacer una comedia como las que se hacen AHORA en Estados Unidos: Two Much desperdiciaba a Daryl Hannah.

Texto preparatorio para la intervención en El Séptimo Vicio, en Radio 3. Escrito el 17 de abril de 2002.

lunes, 30 de junio de 2025

Los ojos de Liz Taylor se cerraron

Como tantas mujeres con fama de guapas, no tuvo Elizabeth Taylor reputación de inteligente, y dedicándose a la interpretación cinematográfica desde niña (desde los diez años a los 69), tampoco fue considerada, por lo general, como una buena actriz. Se la redujo a menudo a “una personalidad”, como si tenerla fuese algo tan frecuente y por tanto desdeñable, cuando precisamente no lo es en modo alguno, y desde luego menos aun en el cine, donde buena parte de los mejores actores, por un lado, y los más populares, por otro (y ambas categorías no tienen por qué coincidir, pero tampoco son incompatibles), suelen ser precisamente eso, personalidades que, por una razón u otra, resultan atractivas, interesantes, gratas o simpáticas.



No se contaba Elizabeth Taylor entre mis actrices preferidas, ni tampoco su tipo de belleza es el que a mí más me atrae. Pese al dicho, sobre gustos se ha escrito mucho, aunque, claro, nada que sea definitivo, ni válido para el vecino, que puede estar de acuerdo o discrepar por completo, a menudo sin saber exactamente por qué, y menos aún explicarlo. Evidentemente, Elizabeth Taylor tenía unos muy bonitos ojos, pero se mantuvo en activo quizá más allá de su mejor momento físico (pese a no haber rodado en los últimos diez años de su vida), y aunque la mirada sea fundamental en el cine, como la voz desde que es sonoro (y de ahí que me niegue a ver cine doblado, como poco una mutilación, casi siempre una falsificación o una suplantación), también cuenta el resto del cuerpo, y la manera de moverse. Lo que, sin embargo, no es incompatible con que, aún en ese periodo más difícil e hierático, que para ella empezó demasiado pronto, Elizabeth Taylor fuese a menudo intérprete memorable y convincente de todo tipo de personajes: en Cleopatra de Joseph L. Mankiewicz, en The Sandpiper (Castillos en la arena) de Vincente Minnelli, incluso, en una vena más histriónica de lo habitual, en ¿Quién teme a Virginia Woolf? de Mike Nichols. En su época de máximo esplendor, y siempre a mi entender, claro, estuvo muy bien en Gigante y Un lugar en el sol de George Stevens, en Ivanhoe de Richard Thorpe, en el díptico de Minnelli El padre de la novia y El padre es abuelo, en La gata sobre el tejado de cinc de Richard Brooks, quizá sobre todo en Suddenly, Last Summer de Mankiewicz (y hasta en la muy fría y pesada El árbol de la vida de Dmytryk), es decir, entre 1950 y 1959. No hizo una carrera tan inteligente como su temprano estrellato le hubiera permitido, pero algo tenía cuando no sólo estuvo muy bien con grandes directores de actores.

En De Verdad Digital (6 de mayo de 2011)

viernes, 27 de junio de 2025

La Guerre est finie (Alain Resnais, 1966)

 

"¡Qué Grande es el Cine!" (18/12/2000)

Debate en torno a la película ‘La guerra ha terminado’ de Alain Resnais (1966). Con José Luis Garci, Clara Sánchez Muñoz, Miguel Marías y Oti Rodríguez Marchante.

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Pocos cineastas han logrado, como Alain Resnais, hacerse famosos como cortometrajistas. Con sus dos primeros largos, Hiroshima mon amour en 1959 y El año pasado en Marienbad en 1961, se convirtió ya en uno de los autores cinematográficos más célebres de comienzos de los años 60.

Curioso, pues, que hoy esté -fuera de Francia- tan total e injustamente olvidado que algunos parecen darle por muerto; de hecho, la rencorosa "celebración", el año pasado, del cuarenta aniversario de la Nouvelle Vague fue aprovechada por muchos para enterrar vivos a la mayoría de sus integrantes, aprovechando para ello que sus películas recientes no suelen estrenarse entre nosotros, y cometiendo así injusticias escandalosas, entre otros, con Jacques Rivette y con el mismísimo Resnais, que casualmente ha hecho varias de sus mejores obras después de 1980.

Yo he de confesar que mis favoritas, tras Muriel (1963) e Hiroshima, son el díptico Smoking/No Smoking (1993). Con eso estoy dando a entender que La Guerre est finie no es una de las suyas que prefiero, pero conviene dejar claro que, aún así, me gusta mucho y le tengo un gran respeto. Lo que ocurre con ella es que tiene problemas de difícil solución, como suele suceder con los relacionados con el reparto y el lenguaje.

La Guerra ha terminado trata de españoles exiliados, de militantes comunistas que cruzan clandestinamente la frontera a mediados de los años 60 para -entre otras actividades reiterativas- tratar inútilmente de montar una huelga general política con la que los ilusos dirigentes del PCE creían ir a derrocar a Franco. Pero, como era inevitable por aquellas fechas, NO es una película española, y apenas alguno de los personajes más insignificantes está encarnado por un actor español. Se trata de una co-producción franco-sueca, rodada en Francia -sobre todo en París- y -supongo que algunos interiores- en Estocolmo. Los actores son el francés Yves Montand, la sueca Ingrid Thulin y una serie de veteranos especializados en hacer "cine social" francés y -curiosa coincidencia- polars, es decir, cine "negro" francés, es decir, pobladores de las películas de Melville o Jacques Deray. No deja de ser curiosa esa filosofía de "casting", que equipara obreros y delincuentes, no tan diferente de la tendencia hollywoodense a llenar de rusos, mexicanos e italianos cualquier película de ambiente español (véase, sin ir más lejos, Por quién doblan las campanas de Sam Wood). Aunque de vez en cuando hablan entre sí, esforzadamente, en español, lo cierto es que suenan falsos, con un acento y sobre todo un tono muy raro, y ni siquiera hablan en francés con acento español, lo que introduce un factor de inverosimilitud muy molesto. Hay que decir que, pese a ello, el doblaje español es mucho peor: no hace falta acento ni tono extranjero para que todo suene, además de falso, sumamente engolado, hasta tal punto que se diría doblada por gente contraria a la película.

Es lástima que sea así, con todo, porque la historia que cuenta nos afecta a todos y es sumamente interesante. De hecho, se trata del primer guión cinematográfico de Jorge Semprún, y es probablemente el más personal y autobiográfico de cuantos ha escrito y yo conozco, para mi gusto el mejor y sin duda alguna el convertido en cine con mayor empeño y fortuna.

No es que, en general, sus guiones me parezcan malos, salvo que el simplismo excesivamente esquemático de Z sea tan de Semprún como de Costa-Gavras, pero cabe decir que las películas basadas en ellos suelen pecar de un cierto academicismo y de una concepción narrativa propia de una formación muy de los años 40-primeros 50, que los hace anticuados y dependientes, para funcionar, de una puesta en escena precisa, sobria y rigurosa, cuando a menudo han recibido justo el tratamiento contrario, el más contraproducente.

Esto, por suerte, no sucede en La Guerra ha terminado. Sin duda, Resnais es más inteligente que Costa-Gavras, Yves Boisset y hasta el chocheante y cansino Joseph Losey de Las rutas del Sur. Por eso, es quizá esta la película de ficción más fiel a Semprún, aunque hay un par de documentales (uno de ellos realizado por él mismo) que quizá consigan transmitir mejor lo que en sus novelas suele ser más interesante. Advierto, por si se emitiera -ojalá- esta película en dual, que la misteriosa voz interior de un narrador que interpreta en segunda persona al protagonista, y que parece suya, es la del propio Semprún. Y si no es así, hago constar que Semprún no habla ni de lejos con el tono que le han impuesto en el doblaje.

Es una película más sobria y realista, formalmente menos brillante que las anteriores de Resnais. Hay muy poco juego de movimientos de cámara y no está construida en flashes, ni como cascadas de recuerdos en flashback ni como interferencias de la fantasía o premoniciones. Hay, por supuesto, alguna breve imagen evocada, alguna imagen mental invasora. No es confusa ni sucede entre el pasado y el presente, aunque el pasado gravite obsesivamente sobre la vida de la mayoría de sus personajes, hasta los más pasajeros, porque viven pendientes de la España que fue destruida por la guerra civil, y algunos se alimentan del espejismo de que la España de 1965 sea la misma que de 1936 ó 1939.

Pero lo importante de verdad no es la estructura, ni el texto, sino, como siempre en Resnais, la dirección de actores. Pese a las limitaciones de "casting" ya comentadas, hay que decir que es más madura y veraz que en ninguna de las tres obras anteriores, quizá porque los personajes son más concretos y están más cerca de la realidad cotidiana, incluso cuando se olvidan de ella.

La cuarta película larga de Alain Resnais aborda, de nuevo, tras los campos de exterminio (Nuit et brouillard), la amenaza atómica (Hiroshima), la alta burguesía (Marienbad), el recuerdo de Argelia (Muriel) una de las obsesiones de la izquierda europea; en esta ocasión, la que quizá fuera su mayor trauma: la cuestión española.

Hay que decir que, apenas veladamente, Semprún expone en La Guerre est finie algunas de las razones que le habían llevado, poco antes, a dejar el PCE, que a su entender, desde fuera del país, había perdido todo contacto con la realidad y planteaba una estrategia de dudosa eficacia, cosa que a los que entraban y salían no les podía pasar desapercibida. Pero expone también las relaciones de camaradería que le ligan a otros miembros secundarios del partido, y defiende la postura pacífica adoptada frente a la insensata y frívola violencia terrorista de un grupo de jóvenes leninistas teóricos, aún más dogmáticos que sus viejos dirigentes, y la esquizofrenia de cambiar constantemente de identidad, de mentir por sistema, de llevar varias vidas ficticias y apenas una propia, de la angustia y la zozobra y la suspicacia del que se siente espiado, perseguido.

Todo esto, que sin duda refleja experiencias personales vividas por Semprún, Montand y Resnais han conseguido hacérnoslo sensible y hasta palpable.

Lo que más me gusta de la película son, casi todo, las escenas de la relación amorosa que mantienen Diego (Yves Montand) y Marianne (Ingrid Thulin), quizá la primera madura, sana, no neurótica que ha mostrado Resnais, y que contrasta con la afectada aventura epidérmica y sin futuro en que se deja tentar Diego o "Domingo" por parte de Nadine (Geneviève Bujold).

Así, el despertar de YM, en la cama, junto a IT, con reflejos de luces por la ventana.

O el suspense del guardia que les para y pide la documentación

por no llevar los faros del coche encendidos.

O la escena en que YM contempla cómo IT deja la caja con explosivos en la consigna de la estación, y al irse los dos se cogen de la mano.

O cuando IT detiene el coche y hablan los dos.

O cuando YM se asoma al puente. IT: Qu'est que tu fais? YM: Rien, je regarde la nuit; IT le abraza, le besa; YM le propone irse los dos a España; IT: Alors, on ira en Espagne...

Texto preparatorio para la intervención en ¡Qué grande es el cine! (18 de diciembre del 2000).

miércoles, 25 de junio de 2025

The Rain People (Francis Ford Coppola, 1969)

Considerada todavía por muchos como la mejor película de Coppola —opinión que, al menos durante algún tiempo, compartía su autor—, Llueve sobre mi corazón es probablemente la más reveladora. Aunque esté, para mí, muy lejos de dar una idea de lo mejor que es capaz de hacer, indica con precisión sus limitaciones, las tentaciones que le acosan y algunas de sus habilidades más convencionales. Y en la medida en que Coppola es un cineasta fundamentalmente inseguro, propenso a las caídas y recaídas tanto como a los resurgires victoriosos, puede reflejar su posición más justamente que sus obras maestras, que tienen algo excepcional que no siempre está al alcance del director. Es decir, que si se quiere cine de verdad, apasionante, más vale ver La conversación (1974), El Padrino, 2ª parte (1974) y Apocalypse Now (1979), aventurándose a lo sumo a El Padrino (1972); pero si se pretende conocer a Coppola, calibrar su valor medio, entonces hay que ver The Rain People, porque sólo con las tres grandes se podría pensar que es un genio, y no creo que sea el caso, por mucho talento que tenga.


The Rain People es una película bastante emocionante y muy irritante, tan interesante como decepcionante. Continuamente bordea el ridículo, el melodramatismo (no el melodrama), el esteticismo, el mensajismo y otros varios «ismos», entre ellos esa variante del «modernismo» tan voluntariosa, superficial y llena de estupidez que habría de llamar modernez. Si te dejas enfurecer por todo lo que de deliberadamente malo y presuntuoso hay en The Rain People, te parecerá un muestrario de cómo hacer mal uso del talento. Si uno hace la vista gorda ante los defectos más sensibles —que son casi siempre ópticos— y se desentiende del enfatismo y la machaconería con que se nos intenta explicar lo evidente, no se sabe si para emocionarnos o porque se nos presupone tontos, puede conseguir a cambio de esa benévola ceguera relativa, ver algunas cosas que el uso poetizante de los objetivos tiende a oscurecer o velar: más que una historia, el retrato de unos personajes, casi muy bien interpretados por James Caan, Shirley Knight y Robert Duvall.

En Casablanca nº 34 (octubre de 1983)

lunes, 23 de junio de 2025

Baisers volés (François Truffaut, 1968)

«El arte podría ser una mueca.
Tú lo reduces a no ser más que una ventana
abierta por la que entra la vida.»
(Paul Éluard)

La novia vestía de negro (La Mariée était en noir, 1967) con su abandono del hitchcockismo un poco superficial de La piel suave (La Peau douce, 1964) y Fahrenheit 451 (1966), por un lado, y de la excesiva voluntad de verosimilitud que hacía siempre demasiado explicativos los anteriores films de François Truffaut, por otro, permitía esperar la nueva continuación de los Los 400 golpes (Les Quatre Cents Coups, 1959) que es —tras el sketch de L'Amour à vingt ans, 1961— Besos robados con una impaciencia que no se ha visto defraudada: nos encontramos ante la obra maestra del autor de Jules et Jim (1961) y Tirez sur le pianiste (1960).

Lento pero seguro, Truffaut avanzaba poco a poco hacia la madurez que testimonia su último film. Voluntariamente "tradicional", huyendo de los "signos externos de la modernidad" que caracterizan a un Lester (por poner un ejemplo respetable), Truffaut ha llegado indirectamente, y quizá sin querer, a hacer una obra absolutamente moderna, a través precisamente de esa modernidad eterna que da el clasicismo esforzadamente conquistado, con modestia y sin prisas. Baisers volés está estructurada, como La novia vestía de negro, en zig-zag, cambiando de tono y de dirección en cada une de los episodios que constituyen sus breves y numerosas secuencias, aisladas por violentas elipsis que indeterminan temporalmente la acción y que pulverizan la narración lineal característica de Truffaut para construir el film a base de digresiones, notas, pequeños toques, recuerdos y acotaciones.

Baisers volés no es un film realista, pero está muy cerca de la vida. Es un film libre, sincero y espontáneo, aparentemente aleatorio, pero en el fondo muy construido. Los films de Truffaut siempre han sido directos y verdaderos, pero nunca, excepto en el primero, había llegado al impudor que caracteriza a Baisers volés: películas más o menos autobiográficas, conservando en bruto algunos sucesos y trasponiendo otros, contando unas veces experiencias propias y otras las de sus amigos, podrían ser los eslabones discontinuos de la biografía espiritual de la generación de la nouvelle vague, pues, aunque el film se sitúa en 1968, Truffaut reconoce ciertos anacronismos debidos a que le es imposible hablar de lo que no conoce, siente o ha vivido.


Reencontramos, pues, a un viejo conocido, Antoine Doinel, encarnado de nuevo por Jean-Pierre Léaud (sin duda el mejor actor del momento), y asistimos a sus peripecias laborales (soldado, recepcionista de hotel, detective, vendedor de zapatos, reparador de TV) y sentimentales (prostitutas, la mujer del dueño de la zapatería, una jovencita), que fluctúan siempre —como en Renoir, como en Lubitsch, como en McCarey— de lo cómico a lo trágico, de la ironía a la nostalgia, de la crueldad a la ternura. Este perpetuo cambio de tono, este ágil paso de un polo a otro, va acompañado de una seguridad y de una calma al filmar tan solo comparable a la de los viejos maestros, y que tiene su origen en la coincidencia del rodaje con las luchas de Truffaut y otros para defender a Langlois (la película empieza con un plano del Palais de Chaillot cerrado y un cartel: "dedicado a la Cinemateca Francesa de Henri Langlois"), lo que no permitió a Truffaut ocuparse a fondo de la película, y que unido al bajo presupuesto y a la rapidez del rodaje, le obligó a improvisar constantemente. No se piense por esto en un film sucio, mal acabado, torpe, feo: jamás un joven cineasta ha hecho una obra tan perfecta, tan clara y ordenada, con la aparente sencillez que da el conseguir con éxito las cosas más difíciles (planos larguísimos casi siempre) y con una belleza formal sorprendente (fotografía, color "marchito", un poco oscuro, nada chillón, precisión de los actores, adecuación de los decorados). Por el contrario, esta proximidad del arte y la vida, esta identificación entre vivir y filmar ha dado lugar a un film espontáneo, sereno como Renoir a la vez que amargo y desgarrado como Godard o Nicholas Ray, un film que es como la vida misma y por ello más auténtico que muchos "realismos" prefabricados.

No debe pensarse, por otra parte, que Truffaut ha abandonado a Hitchcock: simplemente, aquí está profundamente asimilado, subterráneo, a través de la influencia de Lubitsch (que le precedió en tantas cosas). A finales de 1967, Langlois dedicó una retrospectiva a Lubitsch, y poco después Truffaut escribía que lo que hacía no era "contar una historia, sino buscar el medio de no contarla", abandonando el terreno de la acción con ese estilo indirecto que se ha llamado el "Lubitsch Touch", para permitir que el espectador participe activamente (uno de los principios del cine moderno, de Godard a Delvaux pasando por Resnais o Chytilová). Esto es lo que Truffaut ha hecho en Baisers volés, revelándose, tras Forman, como uno de los pocos discípulos europeos de este director. Así tenemos el "toque Truffaut" (trayectoria subterránea del "pneumatique" que envía Léaud a Delphine Seyrig; travelling sobre piezas de TV hasta la cama en que están Léaud y Claude Jade) y esos memorables personajes que salpican el film (Michel Bouquet, que va a la agencia de detectives para que averigüen por qué nadie le quiere, el hombre que se presenta como "amor permanente y definitivo", el mago y su amigo, etc.) y lo enriquecen. Y sobre todo, este film, que sitúa a Truffaut entre los grandes, es un film abierto, lleno de lubitschianos "huecos" que son ventanas por donde entra —y se escapa también, un poco, con tristeza— la vida, por donde entra el viento que se lleva los recuerdos nostálgicos, la felicidad marchita, los viejos besos robados que canta Trénet y que abren, cierran y dan título a este film genial, clásico y moderno a la vez, que nos revela, entre emociones y risas, a uno de los grandes autores del cine francés: François Truffaut.

En El Noticiero Universal (5 de junio de 1969)

viernes, 20 de junio de 2025

To Have and Have Not (Howard Hawks, 1944)

Pasa por ser Tener y no tener –según Hawks, y éste decía que el escritor estaba de acuerdo– nada menos que la peor novela de Ernest Hemingway. En realidad, lo que creo que ambos podrían querer decir es que era un libro “menor”, sin pretensiones de trascendencia. Porque se lee en un soplo y con interés y emoción, y eso lo convierte, como a tantos “pequeños libros” en materia prima –mucho más que las obras maestras de la literatura– idónea para extraer de sus páginas, adaptando parte muy libremente, una gran película, que es lo que es, en mi opinión, el To Have and Have Not de Howard Hawks, con otras tres o cuatro más, una de las cumbres de Hawks y, por tanto, una de las cimas del cine: las hay tan buenas pero no mejores.

Para empezar, por aquel tiempo Howard Hawks todavía no había renunciado a la emoción –como lo hizo durante casi 20 años tras la secuencia de apertura de Red River (1947/8), es decir, tras la desgarradora despedida de John Wayne y Coleen Gray–, y eso le permitió captar en directo el descubrimiento mutuo de Humphrey Bogart y Lauren Bacall, cuya relación se convierte en el auténtico corazón de la película, sin por ello eclipsar, sino reforzar y ampliar el componente ideológico, antitotalitario y demócrata, que comparte con Casablanca (1942), desde una perspectiva, como le cuadra a Hawks, más estoica y a la vez más pragmáticamente carente de escrúpulos: los héroes hawksianos no son idealistas, sino escépticos y realistas, y si actúan bien es un tanto a regañadientes y hasta más bien a su pesar. Por eso mismo, To Have and Have Not no es, como Casablanca, un gran panfleto, simplemente porque no es un panfleto. No hay retórica ni propaganda, Harry Morgan apoya a los que le caen bien y se opone a los que le caen mal en cuanto le molestan o se meten con sus amigos.

Hay una ética hawksiana elemental, si se quiere, pero fundamental y muy clara, que se repite una y otra vez a lo largo de toda su obra: no hay que despreciar, burlarse o maltratar a los más débiles o indefensos, por ejemplo a los borrachos como Eddie (Walter Brennan) aquí o Dude (Dean Martin) en Rio Bravo o J.P. Herrah (Robert Mitchum) en El Dorado. Es una moral que le coloca enfrente de los tiranos, los dictadores y los autoritarios, incluso cuando la coyuntura histórica y las circunstancias lo pueden en cierta medida justificar. Pero si se pasan, como Tom Dunson (John Wayne) en Red River, pierden el apoyo de Hawks, que se pasa al bando de Matt (Montgomery Clift) y la mujer enérgica y pacificadora (Joanne Dru).

De esta ética está hecha en su integridad To Have and Have Not, que solemos considerar como una muestra ejemplar y típica del cine clásico americano, cuando en realidad es, creo yo, uno de los más claros precedentes del cine moderno de la Nouvelle Vague francesa. Se piensa siempre en Rossellini, Renoir, Hitchcock, y se tiende a olvidar, entre sus precursores, antecedentes e influencias fundamentales a Jean Cocteau, Jean Rouch, Jean Vigo, Max Ophuls, Sacha Guitry y Howard Hawks.

Así tenemos que To Have and Have Not, pese a su apariencia, apenas contiene acción y muy escasa violencia –instantánea, fulgurante, en tres escenas–; es más, apenas hay argumento, es una película que no se puede contar porque apenas pasa nada, aunque no paren de suceder pequeñas cosas, miradas, frases, gestos, pasos, bromas, pullas, alusiones más o menos irónicas o crípticas que sirven para detectar afinidades y complicidades o, por el contrario, incompatibilidades. Pero que no existen más que en la pantalla, en el momento en que ocurren y en cada una de las ocasiones que contemplamos la película.

Toda ella es un entretenido e ingenioso toma y daca entre unos y otros personajes, principalmente entre Harry Morgan (a quien Lauren Bacall moteja siempre “Steve”) y Marie Browning (a quien Bogart llama “Slim”), pero que se extiende de todos a todos, amigos o enemigos, sellando alianzas o sembrando desconciertos. Todas las escenas entre Bacall y Bogart, que seguro acabaron resultando más largas y más numerosas de lo inicialmente previsto, a menudo suenan y saben a improvisaciones sobre la marcha, a desarrollos naturales de una relación que se iba atando.

Es un buen (pero no indiscreto) documental sobre un enamoramiento que es también respeto mutuo, sentido del humor, complicidad, amistad, camaradería, sincronización espontánea, entendimiento sin necesidad de palabras, comunicación continua, acuerdo implícito, confianza y lealtad. Y es una delicia, un placer continuo, ver todo esto en la pantalla, porque no es frecuente presenciarlo, ni en el cine ni tampoco, ay, en la vida real. Porque nos demuestra que, aunque infrecuente y difícil, si se quiere hasta improbable, no es imposible lo que vemos suceder una y otra vez ante nuestros ojos, y sin que nos quepa la menor duda acerca de lo que está sucediendo, ya para la eternidad, mientras subsista una copia de To Have and Have Not. No son dos grandes actores fingiendo que se asombran, se reconocen, se maravillan y se quieren, Bacall ni era aún actriz, e intuimos, sin poder dudarlo más allá de nuestra primera sorpresa, que aquello va en serio, es de verdad, no estaba (o no así, por lo menos, no tan rápido) en el guión. Hawks demuestra que el llamado “flechazo”, o “amor a primera vista” (quizá mejor “a segunda mirada”) puede existir en la realidad, no es una invención poética, literaria, teatral o cinematográfica, que algunos atribuyen a los románticos, pero que tiene muy remotos y antiguos antecedentes. Y no es precisamente Hawks un romántico: los incrédulos y escépticos pueden confiar más en él que en Leo McCarey, Frank Borzage, Gregory LaCava, John M. Stahl, Mitchell Leisen, Josef von Sternberg, Erich von Stroheim o Ernst Lubitsch.

Por último, sin llegar a ser un musical, To Have and Have Not comparte con varias otras películas de Hawks –como Ball of Fire, A Song Is Born y Gentlemen prefer Blondes–, una cierta fluidez y armonía espontánea tanto de canciones como de baile y, en general, de movimiento, que es, curiosamente, lo que muchas veces puede observarse entre una pareja en comunicación. Es lo que detecta de inmediato Frenchy (Marcel Dalio) en las primeras miradas que intercambian Lauren Bacall y Humphrey Bogart: les mira como quien sabe lo que anuncian como inminente, como ya presente (aunque ellos aún no lo sepan) las miradas intrigadas y aprobatorias de ellos.

Pero hay también en esta película otros grados y otras formas de afinidad, de simpatía, de entendimiento recíproco que el ojo de halcón de Howard Hawks capta y retiene igualmente a través del objetivo de la cámara de Sid Hickox: véase cómo Lauren Bacall escucha y mira a Hoagy Carmichael (soberbio actor, además de compositor y cantante) interpretando “Am I Blue” antes de sumarse a él, y cómo empiezan y terminan todas sus actuaciones conjuntas. Sin olvidar las elocuentes, francas miradas, a veces irónicas o provocadoras, siempre con humor, de Lauren Bacall.

Por todo eso he creído siempre que To Have and Have Not –empatada con “–only Angels have wings”, Red River y Hatari!– era, además de una de las obras maestras máximas de Hawks, una muestra indiscutible de los poderes del cine.

En “El universo de Howard Hawks”. Madrid : Notorious, 12 de noviembre de 2018.

miércoles, 18 de junio de 2025

Why "Daisy Kenyon"?

If, when asked, I chose to present, among many other available Otto Preminger films, precisely the rather badly known, forgotten and not easy to see (since there is little demand for it, there are not many prints) Daisy Kenyon is because, in my mind, it is the earliest fully-realized example of what for me would be a Premingerian movie.

Made in 1947 when Preminger was on contract to 20th Century-Fox, although in this case he acted (as in other instances) as producer as well as well as director, it is usually dumped together with his thrillers or films noirs, of which he directed several in those years, which it is not at all, or else, after seemingly disappointing such expectations, and on the basis of Joan Crawford starring in it, hurriedly classed as a women’s picture or a melodrama, in any case to conclude that Daisy Kenyon fails to elicit the proper response. Mainly, of course, because it is not any such thing, either. Much the same would be the result of claiming it as some sort of comedy, not very funny and much too serious at that.

The trouble seems to be that Preminger succeeded in doing a genreless piece, which probably did not amuse either his bosses at Fox nor audiences, and certainly not that supposedly illustrated part of the audience represented by film critics, which seem prone to acquire as soon as possible the incurable mania of classifying everything which they share with film teachers, film historians and advertising companies. No doubt publicists and press people at Fox felt distressed enough to cover the real Daisy Kenyon with vague, distorting phrases intended to pass it over as a woman’s picture, you only have to watch the trailer they concocted. And nothing seems worse than disappointing expectation to help people not to see what they are watching and in any case not to appreciate it much.


What this Preminger film is, and I’d choose it before such celebrated pieces as Laura (1944), Fallen Angel (1945), Whirlpool (1949) or Where the Sidewalk Ends (1950), free from the conventions of any genre but also derelict of its rather familiar charms and mythologies, is a very intelligent examination of the difficulty of choosing between two possible couples, because, of course, both have their pros and cons. It is Joan Crawford, i.e. Daisy Kenyon, who has to decide if she really loves his long-time lover, a married lawyer portrayed by Dana Andrews or a new find, combat-shocked demobilized soldier and former yacht designer Henry Fonda. If the first seems a bit rude, too familiar, overly jealous and not too eager to get a divorce from his wife, the second suggest instability, a certain depressive moodiness and an obsession for his dead wife, killed in a boating accident. Not that Daisy, an efficient if nervous career woman herself, seems to urge any of them to marry her, but she dislikes both men’s intrusions when she has clothes to design in a hurry.

With such material as a jumping board, certainly you could have concocted either a comedy or a melodrama, and if you had opted for presenting exclusively Daisy’s point of view and reduced the masculine roles you could have gotten a woman’s picture. But Preminger does neither such conventional things, but rather stands back to look balancedly at the three main characters (without neglecting some five others), really without taking sides from the start, so that we really don’t know what would we prefer Daisy to do, nor which will be her final choice.

Texto preparatorio para la presentación de la película en Locarno. Escrito el 29 de julio de 2012.

***

¿Por qué Daisy Kenyon?

Si, cuando se me pidió, elegí presentar, entre muchas otras películas disponibles de Otto Preminger, precisamente Daisy Kenyon, una obra bastante desconocida, olvidada y difícil de ver (ya que hay poca demanda y, por ende, pocas copias), es porque, en mi opinión, es el primer ejemplo plenamente realizado de lo que para mí sería una película premingeriana.

Filmada en 1947 cuando Preminger estaba bajo contrato con 20th Century-Fox, aunque en este caso actuó (como en otras ocasiones) como productor además de director, suele ser agrupada junto con sus thrillers o films noirs, de los cuales dirigió varios en esos años, lo que no es en absoluto el caso. O bien, tras decepcionar aparentemente tales expectativas y basándose en que Joan Crawford protagoniza la cinta, se clasifica apresuradamente como una película para mujeres o un melodrama, lo que lleva a la conclusión de que Daisy Kenyon no logra suscitar la respuesta adecuada. Principalmente, claro está, porque no es ninguna de esas cosas. De manera similar, el resultado de considerarla una especie de comedia sería igual de fallido: no es muy graciosa y es además demasiado seria para ello.

El problema parece residir en que Preminger logró hacer una película sin género, lo que probablemente no agradó ni a sus jefes en la Fox ni al público, y mucho menos a esa parte supuestamente ilustrada de la audiencia representada por los críticos de cine, que parecen propensos a adquirir lo antes posible la incurable manía de clasificarlo todo, algo que comparten con profesores de cine, historiadores cinematográficos y agencias de publicidad. Sin duda, los publicistas y la prensa de la Fox se sintieron lo suficientemente desconcertados como para cubrir la verdadera Daisy Kenyon con frases vagas y distorsionadas que pretendían hacerla pasar por una película para mujeres; basta con ver el tráiler que idearon. Y nada parece peor que decepcionar una expectativa: eso impide que la gente vea realmente lo que está viendo y, en cualquier caso, lo aprecie como debiera.

Lo que es esta película de Preminger, y por lo que la elegiría antes que piezas tan celebradas como Laura (1944), Fallen Angel (1945), Whirlpool (1949) o Where the Sidewalk Ends (1950), libre de convenciones de cualquier género pero también despojada de sus encantos y mitologías familiares, es un examen muy inteligente sobre la dificultad de elegir entre dos posibles parejas porque, por supuesto, ambas tienen sus pros y sus contras. Joan Crawford, es decir, Daisy Kenyon, debe decidir si realmente ama a su amante de toda la vida, un abogado casado interpretado por Dana Andrews, o a alguien nuevo, un soldado desmovilizado y diseñador de yates en su pasado, interpretado por Henry Fonda. Si el primero es algo brusco, se toma demasiadas confianzas, es excesivamente celoso y parece poco dispuesto a divorciarse de su esposa, el segundo sugiere inestabilidad, tiene cierto aire depresivo y sufre una obsesión con su esposa fallecida en un accidente náutico. No es que Daisy, una profesional eficiente aunque intranquila, parezca presionar a ninguno de ellos para que se case con ella, pero le molestan las intrusiones de ambos cuando tiene que diseñar ropa rápidamente.

Con este material como punto de partida, ciertamente podría haberse elaborado una comedia o un melodrama, y si se hubiera optado por presentar exclusivamente el punto de vista de Daisy y reducir los roles masculinos, se habría convertido en una película para mujeres. Pero Preminger no hace ninguna de esas cosas convencionales, sino que se mantiene al margen para observar de manera equilibrada a los tres personajes principales (sin descuidar a otros cinco), sin tomar partido desde el principio, de modo que realmente no sabemos qué preferimos que haga Daisy, ni cuál será su elección final.

(Traducción realizada con ayuda de la Inteligencia Artificial)

lunes, 16 de junio de 2025

Finian's Rainbow (Francis Ford Coppola, 1968)

En su momento, y hasta hace un par de años, pudo parecer la menos personal de las películas de Coppola. Hoy cabe dudar del acierto de tal presunción al menos por dos razones: la primera, que Coppola ha rodado un musical (One from the Heart); la segunda, que el joven cine americano parece vivir bajo el trauma de El mago de Oz (véanse Lucas, Scorsese, Spielberg), y El valle del arco iris tiene algunos puntos de contacto con la célebre película firmada por Victor Fleming (y filmada además por King Vidor, Richard Thorpe, George Cukor y su productor, Mervyn LeRoy) el año que nació Coppola.

Por otra parte, me parecería un imbécil el cineasta que rechazase la oportunidad de dirigir a Fred Astaire por viejo que estuviese (y no lo estaba tanto), de modo que no veo motivo para reprochar a Coppola que aceptase llevar a la pantalla este libreto, si se quiere, no demasiado inspirado ni original, algo pueril y sensiblero, pero base suficiente —y en pocos géneros es tan puramente un pretexto y un punto de partida el guión como en éste— para conseguir uno de los contados «musicales» dignos de ese calificativo y soportables de los años 60 y 70. No es mucho, pero menos da una piedra. Y no es poco, en cambio, a pesar de Astaire, lograr compensar la insufrible estupidez de Tommy Steele y la sosería de Petula Clark.

Aunque menos lograda que las películas posteriores de Coppola, supuso un paso adelante estilístico: por vez primera abandonó las coqueterías de montaje y objetivos y empezó a utilizar funcionalmente la cámara. Obligado sin duda por la necesidad de captar en su integridad y continuidad los bailes y las canciones, empezó a descubrir que la cámara de cine no es una cámara fotográfica. Aunque por momentos lo olvidase al año siguiente, sin duda obsesionado por hacer una obra «personal» y «distintiva», más tarde recogería el fruto de lo que empezó a aprender en este musical desangelado.


En Casablanca nº 34 (octubre de 1983)

sábado, 14 de junio de 2025

Las mejores películas de la historia

 (Por orden de preferencia)

  1. 1957. ESCRITO BAJO EL SOL (The Wings of Eagles) (John Ford)
  2. 1958. VÉRTIGO / DE ENTRE LOS MUERTOS (Vertigo) (Alfred Hitchcock)
  3. 1931. TABÚ (Tabu: A Story of the South Seas) (Friedrich Wilhelm Murnau)
  4. 1956. LA CALLE DE LA VERGÜENZA (Akasen chitai) (Kenji Mizoguchi)
  5. 1951. EL RÍO (Le fleuve / The River) (Jean Renoir)
  6. 1959. EL TIGRE DE ESNAPUR (Der Tiger von Eschnapur) (Fritz Lang)
  7. 1959. LA TUMBA INDIA (Das Indische Grabmal) (Fritz Lang)
  8. 1964. GERTRUD (Gertrud) (Carl Theodor Dreyer)
  9. 1946. PAISÀ (Roberto Rossellini)
  10. 1957. TÚ Y YO (An Affair to Remember) (Leo McCarey)
  11. 1961. HATARI (Hatari!) (Howard Hawks)
  12. 1955. LOS IMPLACABLES (The Tall Men) (Raoul Walsh)
  13. 1962. TEMPESTAD SOBRE WAHSINGTON (Advise & Consent) (Otto Preminger)
  14. 1924. ISN’T LIFE WONDERFUL (David Work Griffith)
  15. 1931. LUCES DE LA CIUDAD (City Lights) (Charles Chaplin)
  16. 1953. ÉL (Él) (Luis Buñuel)
  17. 1940. THE MORTAL STORM (Frank Borzage)
  18. 1963. EL DESPRECIO (Le Mépris) (Jean-Luc Godard)
  19. 1925. LA VIUDA ALEGRE (The Merry Widow) (Erich von Stroheim)
  20. 1958. TIEMPO DE AMAR, TIEMPO DE MORIR (A Time to Love and a Time to Die) (Douglas Sirk)
  21. 1955. TSUKI WA NOBORINU (Kinuyo Tanaka)
  22. 1958. CHICAGO, AÑOS 30 (Party Girl) (Nicholas Ray)
  23. 1967. NUBES DISPERSAS (Midaregumo) (Mikio Naruse)
  24. 1949. PRIMAVERA TARDÍA (Banshun) (Yasujiro Ozu)
  25. 1960. UN EXTRAÑO EN MI VIDA (Strangers When We Meet) (Richard Quine)

En "Cinema de Perra Gorda" (19/08/2024)