"Qué grande es el cine" (15/05/2000) |
El inesperado retorno de Chaplin a la actividad como director y autor cinematográfico, en 1966, tras 9 años de retiro (con Un rey en Nueva York, 1957), aparte de revelar que tenía, pese a su avanzada edad - había nacido en Londres el 16 de abril de 1889, moriría en Vevey el 25 de diciembre de 1977 -, ansia de dirigir de nuevo, y quizá satisfacerle de ese deseo, no sirvió, por desgracia, ni para facilitarle nuevas tentaciones ni para reverdecer el interés por su obra, ni siquiera para llamar la atención - ahora que, por primera vez desde 1923 y A Woman of Paris, no salía como actor - sobre una faceta esencial de su trabajo de la que nunca se habla, que ha permanecido durante décadas sin un análisis que supere el par de tópicos despectivos que suelen repetirse hasta la saciedad y sin explicaciones medianamente convincentes, según los cuales no tenía estilo, o era tosco y primitivo y para colmo no varió un ápice, insensible a las modas y las innovaciones, no ya durante un decenio de postración, sino que ni siquiera registró el cambio del mudo al sonoro, al que tardíamente, a regañadientes y en forma parcial, no tuvo más remedio que resignarse. Ya es notable que uno de los más unánimemente considerados genios del cine, que desde 1914 se dirigió exclusivamente a sí mismo, además de actuar, producir, escribir el guión y componer la música, no sea ni respetado como director; es más asombroso aún si se calcula el número de libros y estudios de todos los tamaños que se le han dedicado, y que hasta hace un par de años, sólo André Bazin, Jean Douchet y Éric Rohmer parecieran haberle valorado como merece, a la altura de los más grandes.
En 1966 A Countess from Hong Kong no gustó nada a la crítica; una suerte de piadoso silencio ante un desafortunado capricho senil, un ridículo anacronismo, rubricó el consenso general, e hizo de su última película la más ignorada de todas las suyas, y una de las menos recordadas y mencionadas, ya que ni siquiera suscitó polémicas. Fue, si se quiere, un acontecimiento social, pretexto para homenajes generalistas a una figura histórica que debía quedarse quieta en su glorioso y adornado nicho en el cementerio de los elefantes de los clásicos en vida, que poco se diferencia del Mausoleo de Hombres Ilustres de un cementerio, y no mucho de una sala monográfica del Museo de Cera de Mme. Tussaud. El muy ingrato, en lugar de quedarse en paz y quietecito, venía cual nocturno vampiro desvelado que sale de su tumba al caer la noche, a turbar la no menos sepulcral paz del Olimpo y dar la lata poniendo en un aprieto a una crítica que, evidentemente, no pensaba nada ni tenía nada que decir acerca de una comedia intrascendente, sentimental, casi fronteriza con el melodrama y ya en 1966 pasada de moda.
Es seguro que algunos estuvieron a punto de burlarse, con el agravante de verse obligados a no desahogarse siquiera, por respeto al has been por antonomasia. Se contaban las vicisitudes y peculiaridades del excepcional rodaje, se discutía el discutible casting elegido, se echaba en falta "química" entre Sophia Loren - nunca muy altamente valorada - y Marlon Brando, por entonces casi olvidado y poco activo, pues aún no había asombrado con sus antitéticas apariciones en El padrino y en El último tango en París -, pero de la película, tan sencilla y elemental que sólo descuidos y errores, arritmias y pérdidas del control y de la orientación llaman algo, e inoportunamente, la atención, nadie habló, o apenas cuatro locos repartidos por el mundo lo hicimos y con gran entusiasmo, no es preciso aclarar que tan malentendidos como la propia película.
Texto preparatorio para la intervención en ¡Qué grande es el cine! (15 de mayo del 2000)