Este año se cumple el primer centenario de la muerte del gran Gustavo Adolfo Bécquer, y se conmemora justamente. Sin embargo, se olvida que el 21 de febrero hizo diez años que Jacques Becker, uno de los más grandes cineastas franceses, abandonó este mundo, horas después de acabar la sonorización de una de sus obras maestras, La evasión (Le Trou, 1960). Si París, bajos fondos (Casque d'or, 1952) queda ya demasiado lejos, otras dos de sus más grandes películas circulan esporádicamente por nuestros cineclubs: Montparnasse 19 (o Les Amants de Montparnasse, 1957) y Touchez pas au grisbi (1954).
Si Montparnasse 19 es un film febril, patético, sublime, "mal hecho" por un gran técnico al que las prisas y las dificultades imponían encuadres y movimientos de cámara elegidos casi al azar, a toda velocidad, sin pararse a pensar, Touchez pas au grisbi es un film claro, sereno y reposado. En Montparnasse 19 había que mostrar rápido, y hacer sentir: Modigliani intenta vender sus dibujos, Becker le dice a Gérard Philippe que haga cuatro gestos, coloca la cámara delante, donde sea, y la mueve para intentar captar la emoción de la escena. Entonces todo es verdadero, desgarrador y desgarrado, sincero y personal. Becker, con todo en contra, se juega todo a una carta, en cada plano (perdiendo y no dándose por vencido, jugando obstinadamente, como un suicida), y consigue así la que es tal vez su mejor obra, la más cercana a Nicholas Ray, con À bout de souffle y Pierrot le fou, que se ha rodado en Europa.
Touchez pas au grisbi es, en apariencia, un film de gangsters, y como tal no desmerece demasiado frente a Scarface. Pero en el fondo su tema es otro: ante todo, la amistad; y, además, el envejecimiento de los hombres de acción. Becker lograba plenamente, en 1954, lo que luego otros muchos directores franceses han intentado, con éxito limitado unos, como Claude Sautet en A todo riesgo (Classe tous risques, 1959), de forma artificiosa otros, como Jean-Pierre Melville (El confidente, El guardaespaldas, El silencio de un hombre), o —la mayoría— cayendo en el ridículo: Enrico, Jean Becker, Cavalier, Herman, Deray. Porque Becker no ha intentado trasplantar a Francia una mitología y un estilo americanos, sino que ha buscado en su país el equivalente de los gangsters americanos. Sus personajes, sus métodos, su forma de vivir y de pensar es francesa, y el estilo de Becker también.
Así, lo más importante de esta película no son los tiroteos, ni los ajustes de cuentas, ni los estallidos de violencia —que son excelentes—, sino la amistad que une a Max (Jean Gabin) y Ritone (René Dary), su soledad, su esperanza de que éste sea su último golpe y poder así retirarse y vivir en paz, con una mujer. Este es el sentido de aquella admirable secuencia en que Max hace que Ritone se dé cuenta de las arrugas que surcan sus rostros, de sus ojeras, de sus canas. Ritone se contempla en el espejo, con la misma y serena tristeza que Chaplin en Candilejas. La aventura está tocando a su fin, la fatiga les paralizará pronto. La nostalgia domina a Max, aún consciente y cauteloso, que escucha sin cesar su disco favorito. Ritone, que no quiere reconocer que ya está viejo, actúa imprudentemente, y es capturado por Angelo (Lino Ventura). Para salvarle —aunque eso significa no poder descansar, volver a empezar—, Max acepta entregarle el botín. Una cita nocturna en la carretera, un intercambio —cercano a Río Bravo y a Eldorado, dos films sobre la amistad—, la trampa de Angelo, la batalla. Ritone resulta herido.
Max entra con Betty, su amante, en un restaurante. Llama por teléfono para preguntar por Ritone. Una panorámica, al otro lado del teléfono, nos lo muestra sin vida. Max vuelve al comedor, echa una moneda en el juke-box y, mientras suena su disco favorito, se sienta a comer, hecho polvo, llevando el ritmo con el cuchillo. Betty le mira, lo nota, sonríe con tristeza, y la cámara gira hacia el juke-box.
Así termina este film seco y preciso —como los de Hawks—, humano —como los de Chaplin—, horizontal —como los de Mizoguchi—, hecho de cortas panorámicas laterales —como los primeros de Godard—, cuyo secreto está en la mirada fraternal que tiene Becker para con sus personajes. Por eso decía Becker: "Los argumentos no me interesan en sí. La historia (la anécdota, la narración) me importa un poco más. Sólo les personajes, que se convierten en mis personajes, me apasionan hasta el extremo de pensar en ellos sin cesar".
En El Noticiero Universal (2 de mayo de 1970)
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