En un clima cinematográfico tan adormecido como el actual, hasta Woody Allen se ha convertido en una figura polémica y controvertida, de esas que dividen a los cinéfilos en bandos inconciliables: hay muchos fanáticos «allenófilos» y algunos —más escépticos— «allenófobos», entre los que, por otra parte, apenas hay debate o discusión, pues cada cual se mantiene, más o menos firme pero cómodo, en su posición respectiva. De modo que no pertenecer a ninguno de los dos bandos enemistados en esta especie de «guerra fría» es como estar en «tierra de nadie», porque tiene uno que discutir con uno mismo, con lo que los neutrales nos vemos obligados a prestar a Woody Allen una atención que ni sus partidarios ni sus detractores le prestan, a dedicarle un tiempo y un esfuerzo muy superior al que requiere simplemente ver sus películas o leer sus librillos.
Porque lo cierto es que la precaria salud del cine en general —no sólo ni particularmente el americano— impide prescindir, sin más, de un cineasta como Woody Allen, al que tal vez en otro tiempo no se hubiese dado importancia, o al que se habría borrado de la nómina de directores «interesantes, curiosos y prometedores», si ésta no fuese tan escasa tras dos patinazos tan voluntarios y deliberados, tan libremente hechos y tan pretenciosos como Stardust Memories (Recuerdos, 1980) y A Midsummer Night's Sex Comedy (La comedia sexual de una noche de verano, 1982): por menores ofensas se ha enviado a ciertos realizadores al limbo crítico y al ostracismo económico. Lo que ocurre es que el nivel medio fomenta la indulgencia, y que, por una razón u otra, a Woody se le perdona todo: para algunos, porque nada hay que perdonarle, ya que es tan infalible como el Papa cuando habla «ex cathedra» —y Allen lo hace siempre—; para otros, porque vivirá siempre del crédito concedido a raíz de Annie Hall (1977), o de Manhattan (1979); además, se las ha apañado ingeniosamente para convertirse en motivo de curiosidad para la prensa, con lo que todo cuanto dice o hace es noticia, y ya se sabe que lo importante es dar que hablar, aunque sea mal, porque es, a fin de cuentas, publicidad, y como siempre alguno de sus fervientes defensores tiene acceso a tribunas influyentes, se acaba por crear el «ambiente» preciso para que el espectador medio se sienta en la necesidad de ver «la última película de Woody Allen», pues no en vano es un tema de conversación, tan socorrido como el tiempo y mucho más «culto».
De manera que, por mucho que, en ocasiones, pueda irritarnos, aburrirnos o dejarnos fríos, durante unos años vamos a seguir viendo películas de Woody Allen, con la esperanza de que sean tan buenas como las dos o tres que más nos gusten —pues a casi todo el mundo le ha gustado mucho alguna, en su momento;es dudoso que, años más tarde, sigan gustando tanto, ya que suelen ser excesivamente tributarias de la moda de cada temporada—, con el temor de que, si no vamos a verlas, nos estemos perdiendo algo que valía la pena.
Así las cosas, hay que reconocer que Zelig (1983) da pie —si no más amplia base— para que sus «fans» lancen las campanas al vuelo, y permite a los preocupados por su reciente trayectoria un respiro de alivio. Hay que agradecerle, para empezar, su concisión: la idea central de Zelig no daba, ciertamente, para más, pero Allen ha tenido la desusada cortesía de no rebasar los ochenta minutos de duración, pese a que la misma fragmentación de la película, su propia textura —hecha de retazos de noticieros y de documentales reconstruidos— y su género —la biografía— hubieran permitido ampliar su metraje indefinidamente, fuera de toda proporción. En segundo lugar, para mí supone un espectacular ascenso de nivel desde el —bajísimo, creo yo— de sus dos películas anteriores, doblemente hundidas por venir a continuación de las que considero las tres cumbres de su carrera: las dos que todo el mundo prefiere y la maldita Interiors (Interiores, 1978). Así que me alegro de que remonte el vuelo, y de que descanse un poco de copiar a Fellini (Otto e mezzo, Amarcord, Giulietta degli spiriti) y Bergman (Sonrisas de una noche de verano, la olvidada ¡Esas mujeres!).
Zelig es, en el fondo, una obra mucho más personal que las precedentes; y digo «en el fondo» porque puede no parecerlo a primera vista —no es explícitamente autobiográfica, no proclama su carácter confesional, no es subjetiva estilísticamente— y porque es más profundamente personal que, por ejemplo, Stardust Memories. Como muchas historias de ciencia ficción, Zelig tiene su origen en una sola idea, un solo personaje: el monstruo, encarnado —cómo no— por el propio Allen; siguiendo una estrategia también frecuente en el cine fantástico, Allen ha vestido su inverosímil historia con el ropaje más realista posible, y ha creado un falso documental, en el que se mezclan imágenes de archivo retocadas y manipuladas —falseadas—, fingidos fragmentos de noticiario —rodados ahora, en blanco y negro y sometiendo la película a un tratamiento que le da el granulado y la falta de contraste que caracterizan los documentos de época—, extractos de falso cinéma-vérité,etc., con el fin de no simplemente contar una ficción de forma verosímil, sino de hacer creer que no hay tal ficción, sino que lo que nos relata sucedió realmente en el pasado.
El «monstruo» es —a diferencia de la mayoría— muy interesante: Zelig es un hombre de apariencia más o menos normal, vulgar y sin nada que le distinga ni le confiera mérito alguno; es «un cualquiera». Lo grave es que su falta —o atrofia— de personalidad es tan acusada como su ansia de ser aceptado y, a ser posible, querido, y su aversión a ser distinto, a llevar la contraria o enfrentarse con los demás. Y eso provoca, por un curioso mecanismo psicosomático, que sea una versión humana y perfeccionada del camaleón: su adaptación aparente al entorno se hace tan absoluta como su real inadaptación al mundo tal como es, y cambia de forma y de mentalidad, de cuerpo y de personalidad, según entre qué personas se encuentre, con una prodigiosa capacidad de sintonía y dependencia, pues cualquiera, por poco que trate de influirle, le afecta en cuanto se le aproxima físicamente. Así, Zelig es gordo entre los gordos, adelgaza en cuanto se le acerca un flaco, pierde la vista junto a un ciego, se convierte en chino, negro o nazi según la gente que le rodee, y toca jazz en una banda, habla de medicina con los médicos y de política con los políticos... sin hacer para ello el menor esfuerzo, sin darse cuenta, sin querer y sin que los demás quieran moldearle o hacer que se asemeje a ellos. Esto puede parecer la contribución de Allen al centenario de Ortega, ya que sería una buena ilustración práctica para, a continuación, explicar el verdadero significado de la célebre definición orteguiana: «Yo soy yo y mi circunstancia». Porque Zelig es hasta tal punto su circunstancia —y en el sentido más próximo, limitado, cambiante y físico de la «circunstancia»— que deja por completo de ser «yo», y al no ser una persona, la circunstancia deja de ser «suya», con lo cual, carente de identidad, no es nadie. Y si digo que este argumento es muy personal para Allen es porque constituye una especie de exorcismo —como Candilejas para Chaplin—, una exageración de algo que hay en él y que constituye una amenaza para su persona y para su carrera como artista: se trata del camaleonismo estilístico y temático de Allen, excesivamente permeable a la obra de sus creadores favoritos —que enumeraba en Manhattan—, y cuya influencia absorbe, sin duda no del todo conscientemente, en una proporción que acaba por ser desmedida.
Zelig reenlaza con otra biografía ficticia, también tendente al pastiche y la parodia, Take the Money and Run (Toma el dinero y corre, 1969) y con otra operación de «retoque» y reconstrucción, What's Up, Tiger Lily? (Lily la tigresa o Woody Allen el número uno, 1966), casualmente sus dos primeras películas. ¿Será Zelig, además de un exorcismo y de una caricatura de los vaivenes de público y crítica con respecto a Allen, un retorno a los orígenes? Que la principal referencia formal vampirizada por Allen en Zelig sea, precisamente, Ciudadano Kane, hace pensar que sí. Pero ya veremos.
En Casablanca nº 36 (diciembre de 1983)
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